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LA LOCURA SANADORA

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Me alojo en el hotel Rey Don Felipe, en la pendiente del cerro Mirador, que tiene una tremenda vista hacia el Estrecho. Aún hay luz a pesar de que ya son las 22.30 hs. Por estas latitudes y en el mes que estamos, enero, comienza a oscurecer pasada la medianoche. Dejo los bolsos en la habitación y hago lo que siempre me gusta hacer en una ciudad que no conozco: salir a caminar sin rumbo fijo. Bajo hacia el poblado. No tengo hambre todavía así que aprovecho para recorrer lo que parece ser el centro. Algunos restaurantes todavía están abiertos; me cruzo con pocas personas, todas abrigadas con gorro y bufanda. Hace frío y el clima salado del océano se me pega al cuerpo para recordarme, como si hiciera falta, que ya no estoy en la Buenos Aires que en este mismo momento transpira 35°C con una humedad del Amazonas.

Pienso en cuáles serán los efectos de haber entrenado en condiciones tan diferentes a las que me encontraré en la Antártida. Correremos con una temperatura de -20°C, lo que implica una diferencia de unos 50°C en pocos días. ¿Podré adaptarme? No encontré demasiada literatura ni corredores que lo hayan experimentado. Me pareció que no había mucho para hacer, salvo esperar que todo saliera bien. Pude prepararme físicamente muy bien durante los meses previos, cumplí los rituales que mejor sirven para una ultra: fondos largos de varias horas, pasadas de distancia, algo de gimnasio para endurecer las patas. La confianza en el entrenamiento me viene por todos esos kilómetros hechos a conciencia. Durante al menos cuatro meses seguí el plan en forma rigurosa, hice religiosamente cada entrenamiento. Aquellos días en que no podía salir porque se me complicaba el horario lo hacía al día siguiente con la disciplina que infunde el temor a no estar lo suficientemente preparado.

Recuerdo interminables jornadas de fondos largos que llegaron hasta las cuatro horas y media de duración. Salía de casa con una caramañola de medio litro llena de Gatorade congelado que iría derritiéndose a lo largo del recorrido hasta quedar como un intomable líquido tibio. Obviamente que me quedaba corto de hidratación y tenía que ir reponiendo líquidos en las canillas y bebederos al paso. Más de una vez me detuve transpirado y sediento en algún AutoMac para recargar hielo y agua, agradeciendo la generosidad de la chica que atendía, que me miraba con una mezcla de ternura y espanto. Además llevaba alimento, barras de cereales o frutos secos, que iba comiendo cada tanto.

Las salidas eran tan largas que ya no sabía para dónde ir sin repetir camino. A veces lo hacía con compañeros de mi grupo, a veces solo. Daba vueltas por la Reserva Ecológica, en Costanera Sur, y después encaraba para Unicenter, en Martínez, localidad donde viven mis suegros y solemos ir a pasar los domingos. Mi familia llegaba en auto, yo corriendo. Otras veces pasaba por el río, aprovechaba los pocos desniveles de nuestra plana ciudad para hacer cuestas y regresaba a mi casa en Palermo. Siempre corro sin música. Amo el sonido de mi respiración y el de mis zapatillas cuando pegan en el asfalto. Los que salen a correr con música lo hacen para distraerse. Yo salgo sin ella para prestar atención a todo lo que ocurre. Esas rutinas de fondos largos me dejaban exhausto, con las piernas tiesas y doloridas, pero a la vez con una creciente confianza de que cada paso iba acercándome a la meta.

Mientras caminaba por la ciudad también pensaba en la frustración, en no terminar la carrera, en abandonar. Hacer un viaje tan largo y costoso, y sucumbir antes de cruzar el arco inflable. DNF. Las tres letras malditas que pueden aparecer al lado del nombre del corredor en la clasificación final. Did Not Finish (No Terminó). Las chances de que obtengas más de un DNF siendo corredor de largas distancias son altísimas. Hubo algunas en las cuales la mitad de los que largamos no pudimos terminarla. Más de una vez he abandonado debido a que no podía ingerir alimentos. El estómago se rebela y no acepta más nutrientes. Cada pequeño bocado se transforma en una arcada de rechazo. Ni siquiera puedo beber agua. Sin combustible ni hidratación no es posible avanzar un metro más. Otras veces quedé en la mitad del recorrido porque no tenía más energía, mi cuerpo se apagaba lentamente por falta de sales y electrolitos en la hidratación. Pueden fallar mil cosas corriendo una ultra, lo que no puede fallar es la preparación previa. No hay mejor motivador que la sombra del fracaso para calzarse las zapatillas y salir a entrenar, no importa el cansancio, la lluvia o las pocas horas de sueño.

Aprendí que no me hace falta tener ganas para salir. De hecho la mayoría de las veces salgo sin ganas. Ya no le hago caso a la mente que pone excusas: “estoy cansado”, “más tarde”, “hace demasiado calor”. Las ganas suelen venirme después de empezar. Es como si la acción generara el deseo, no al revés. Contraintuitivo, pero cierto. Sobrevaloramos equivocadamente la motivación previa para empezar a hacer algo. En realidad nos motivamos haciendo las cosas, no pensando en hacerlas. Salgo a entrenar sin ganas, sin excusas. A los quinientos metros mi motor interno se encendió. Soy el tipo más feliz del mundo porque ese día no le hice caso a la cabeza, desobedecí al Gran No, esa sombra que está siempre al acecho. Hacer sin esperar las ganas es una práctica poderosa que aplica al deporte y también al trabajo, a las relaciones, a las interacciones diarias, grandes o chicas. Eso es lo que amo del running: una metáfora entendible para vivir mejor en el mundo.

Pero no todo recaía en el entrenamiento. La carrera podía suspenderse. Los deslindes de responsabilidad y cláusulas legales que tuve que firmar antes de ser admitido especificaban que todo era posible cuando estás en la Antártida. Incluso no despegar de Punta Arenas por mal clima en el destino. O llegar allí y no porque un frente de tormenta y vientos huracanados se encapricharon con la base. Por eso, en todo lo que dependiera de mí, quería asegurarme de estar en las mejores condiciones posibles. Cuando invierto tanto tiempo y energía en algo tan difícil quiero hacerlo al cien por ciento como si mi propia vida estuviera en juego. Mi objetivo es entrenar, leer, informarme y llegar lo mejor posible. Este reto me atraía por lo desafiante, porque sentía que estaba en el límite de mis posibilidades, pero era alcanzable si me focalizaba bien en lo esencial ya eso le sumaba algo de suerte.

Además de la presión propia empezaba a sentir la de amigos y familia. Cuando lo comentaba, muchos quedaban en silencio unos segundos, supongo que evaluando si hablaba en serio. Me miraban como si observaran un marciano y preguntaban: “¿100K?”, “¿En la Antártida...?”, “¿En cuántos días?”. Y en el momento que les contestaba que se corre en un solo tramo, abrían los ojos grandes como huevos mirando para arriba. “Estás loco” es lo que oía con más frecuencia. Estoy loco, sí, pero solo lo necesario para ir con la convicción que está dentro de razonables posibilidades si lo hago a conciencia, entreno como perro y no tomo malas decisiones. Las locuras hay que hacerlas mientras estemos cuerdos.


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