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AL SUR, SUR... Y TAMBIÉN AL NORTE, NORTE

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No sé por qué, pero siempre me atrajo el Polo Sur. Cuando era chico y veía el mapa de la Argentina colgado en la pared del colegio mi atención siempre se dirigía hacia abajo, hacia ese tremendo pedazo de tierra lejana y desconocida, bien cerca del fin del mundo. La península Antártica emergía como un gigantesco dedo que serpenteaba y apuntaba hacia el Norte señalándome. Me invitaba a pisarla, tal vez. Recuerdo ese triángulo recortado al costado del mapa, que decía “Antártida Argentina”. Esas dos palabras juntas me producían una vaga sensación de familiaridad, aun dándome cuenta de que aquella geografía era claramente inaccesible. Recién cuando crecí supe que había algunas bases dispersas y no demasiada gente viviendo allí.

Si planeaba viajes siempre miraba hacia otros destinos: mar, playa, montaña, lindas ciudades. Pero luego me fueron llegando historias de esos pocos afortunados que habían ido a la Antártida, navegando miles de millas marinas o volando en los aviones Hércules de la Fuerza Aérea. Todos ellos volvían con la mirada brillante, llenos de historias asombrosas y de increíbles fotos que me ponían los pelos de punta. Hablaban de otro mundo, sin duda, no de éste. Había magia, no solo por lo extremo del paisaje, sino porque en todos los cuentos que escuchaba se deslizaba una generosa pincelada de admiración por esa congelada desmesura. Para sobrevivir allí se necesita muy buen equipamiento técnico y además fuertes vínculos con los demás. Nos acercamos a nuestros congéneres y desaparecen las diferencias. No se sobrevive solo en esas geografías.

Escuché relatos de conocidos que embarcaron y pasaron un invierno completo en alguna base alejada, conviviendo en refugios de pocos metros cuadrados y muchos grados bajo cero. Eran militares que fueron destinados un año entero allí y, contrariamente a lo que muchos podrían pensar, los voluntarios abundaban, a pesar de que los cupos eran bien escasos. ¡Se peleaban por ir! También supe de una pareja que viajó en un crucero, pero que no pudo bajar del barco por el mal clima y tuvieron que conformarse con ver el paisaje a la distancia. Aun sin poder tocar esa tierra mágica no volvieron decepcionados sino encandilados. Otra persona me contó lo bravo que se pone el mar, ahí tan al sur. Para atravesar las olas, que a veces llegan a los siete u ocho metros de alto, las embarcaciones deben embestirlas de frente. Cada subida y bajada parece una montaña rusa marina. Nadie come en esas travesías. Cada relato esporádico aumentaba mi deseo de ir hacia allí algún día. ¿Cómo sería ese territorio?

Años más tarde, descubrí increíbles historias leyendo sobre las expediciones de algunos de los pioneros que se animaron a ir tan al Sur. Uno de ellos fue James Ross, oficial británico, quien hace casi doscientos años cartografió, por primera vez, la costa occidental de la Antártida desde dos embarcaciones muy básicas si las viéramos con ojos de hoy, pero que para la época eran hermosas piezas de ingeniería diseñadas originalmente como barcos de guerra, pero acondicionadas para sobrevivir en condiciones muy adversas. Tenían la proa reforzada para embestir témpanos y les agregaban potencia adicional con enormes máquinas de vapor. Sus nombres “Terror” y “Erebus” quedarán grabados en la historia años más tarde, cuando desaparecieron intentando encontrar el Paso del Noroeste, la ruta hacia China, esta vez en el otro extremo del globo, en el Polo Norte. Estas exploraciones tenían dos propósitos: uno comercial y otro científico. La tripulación empujaba los límites de la seguridad y los conocimientos de navegación con el objetivo de ingresar en lo desconocido.

Me entusiasmé con las historias de Scott y Amundsen y su duelo para ver quién llegaba primero al Polo Sur. Esto sucedió hace poco más de cien años. Noruega e Inglaterra iban por el gran premio: uno de los dos sería el ganador. Imaginemos lo que es caminar más de mil quinientos kilómetros desde la costa hasta el punto más austral del planeta en uno de los territorios más inhóspitos, con temperaturas de -40 grados. Hoy tenemos equipo técnico, soporte y asistencia, comunicación satelital permanente y rescate en caso de necesitarlo. Aun así, creo que hay más astronautas que caminaron en la superficie de la Luna que aventureros que completaron ese trayecto a pie. Imaginemos entonces lo que era a principios de 1900. Abrigados con algo más que pieles y sin ninguna ayuda externa. Lo hacían a puro corazón. Por algo se llamó a esta época la “Exploración heroica”. Mi interés por pisar ese suelo era real, ya lo podía sentir en todo el cuerpo. Más misterio, más épica, más ganas. Empecé a ponerla en mi lista de aspiraciones, como para que esa bella dama blanca se diera cuenta de que tenía ganas de visitarla. Cuando alguien me preguntaba adónde me gustaría viajar yo respondía sin dudar: La Antártida. Lo decía con total seguridad aunque por dentro lo sentía como algo muy improbable.

¿Qué puede llevar a la gente a querer ir a un territorio tan desolado habiendo tantos otros lugares más amables para conocer? La verdad que no lo sé, pero recuerdo en forma nítida la primera vez que me enamoré de la nieve. Fue en Mendoza, hace muchos inviernos atrás, con mis padres y mi hermana. Viajábamos en un Torino que ganaba altura a medida que recorríamos la ruta de la Cordillera. No me acuerdo adónde íbamos, pero en un momento empezaron a aparecer manchones blancos a ambos lados del camino, luego se hicieron más grandes y finalmente ocuparon totalmente las banquinas. Mi viejo detuvo el auto a un costado y nos bajamos para tocar y sentir la nieve. Recuerdo la alegría de todos al armar bolas de nieve y arrojarlas unos a otros. Una de ellas cayó, en una parábola perfecta, en la cabeza de mi madre que rio con ganas y también lo hicimos nosotros, al verla con esas canas prestadas. Fue maravillosa esa nueva sensación: un frío consistente que me daba la bienvenida. Aún hoy escucho el ruido de mis zapatillas caminando por la nieve, “crunch crunch”, como si masticaran metal. Ese terreno era mágico para nosotros, habitantes de una ciudad en donde había nevado casi por equivocación solo una vez en cien años. Siempre que vuelvo a ver nieve quedo atrapado con ese hechizo, como aquella primera vez.

Los viajes son oportunidades para conocer geografías, pero también de conocernos a nosotros mismos. Y si además podemos correr y llevar nuestra pasión a esos lugares remotos, ¿por qué no hacerlo? Fue el día de mi cumpleaños número cincuenta y seis, en septiembre de 2016, cuando Santi, mi hijo, me preguntó qué quería pedir como deseo. Y comencé a pensar en concretar ese sueño de viajar a la Antártida. Era el momento, tenía las ganas.

¿Por qué no hacerlo? Un amigo mío siempre me dice que de acá en adelante el contador de aventuras tiene balas limitadas. Ya sabemos que no somos inmortales y que si queremos hacer las cosas tal vez haya que hacerlas ahora, salgan como salgan.

Si miro mi vida hoy, veo que hay más años para atrás que para adelante. Entonces, ¿no debería ahora mismo empezar a hacer otras elecciones? Un día cualquiera te das cuenta de la velocidad con la que el reloj avanza y de que el tiempo te golpea en la cara con más fuerza. Sueños postergados comienzan a despertar y de alguna ma- nera todo empieza a acomodarse para que tomes el volante de tu propia existencia. Ya no te oponés al devenir de las cosas ni te peleas con lo que sucede a tu alrededor. Los cielos son más claros y los enojos duran menos. Aprendés a perdonarte por el tiempo vivido en “modo avión” porque hay semillas que germinan a su propio ritmo.

SI la muerte súbita es la aparición repentina e inesperada de un paro cardíaco en una persona que se encuentra sana, démosle la bienvenida a la vida súbita: ya no esperás que alguien decida por vos, no ponés excusas ni buscás culpables cuando las cosas no salen como te gustaría. Cuando la vida súbita aparece, todos los poros de tu cuerpo se dan cuenta de que algo grandioso está sucediendo en este momento. Desaparece el Gran No. “No puedo. No sé, no me sale, no nací para esto. No soy lo suficientemente…”. Se va el miedo, que siempre es irreal, y sentís tu propia presencia en cada paso. Empezás a andar sin el freno de mano puesto porque te das cuenta de que el capital más valioso que tenés es el tiempo que te queda por vivir. Te animás a darle voz a tus sueños, a construir los puentes que te llevarán donde siempre quisiste ir, pero que postergaste para más adelante, para ahora.

Muchas de las mejores cosas que hice ocurrieron porque no lo pensé demasiado. A veces creo haber vivido una aventura por las tantas cosas que leí, por las ganas que le puse. Así sucedió con la Antártida. Yo ya había estado allí antes de subirme al avión. Si un déjà vu es una sensación de cercanía con algo que ocurre por primera vez, ¿cómo llamar a algo que todavía no sucedió pero ya es familiar? Lo que nunca tuve en mente fue conocer el Polo Norte. Eso sí que estuvo fuera de cualquier cálculo previo. Lo pude hacer porque antes fue la Antártida. Cuando hago, se abren nuevas posibilidades que ni siquiera podía imaginar cuando solo lo pensaba. Un arco iris de nuevos caminos que antes no podía ver. Todo lo que deseamos se encuentra del otro lado del miedo.


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