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III. EL SER HUMANO ORIENTADO HACIA LA COMUNIÓN

YA HEMOS DICHO QUE a todos nos gusta sentirnos acompañados por personas que nos quieran. Estamos hechos para vivir con otros y procurar el bien de los demás, por eso consideramos que padecen una alteración quienes se aíslan completamente y escapan del contacto con las personas.

La necesidad de acompañamiento se nota especialmente en los primeros años de vida. Entonces el ser humano no puede valerse por sí mismo y necesita aprenderlo todo. Nuestros padres nos enseñaron muchas cosas, entre ellas el lenguaje que nos permite comunicarnos con los demás y alcanzar el desarrollo. Nos agrupamos en comunidades cada vez más amplias: la familia, el barrio, la ciudad, la nación, y también el mundo, llamado en nuestros días la aldea global.

El ser humano está orientado a compartir su existencia: a recibir, pero también a dar. La entrega de uno mismo es la actitud propia de la madurez, del paso de la infancia a la juventud, y más tarde a la adultez. El niño siempre recibe, el joven comienza a descubrir que debe aportar a otros, y el adulto reconoce que su vida consiste en compartir lo aprendido.

Sin embargo, con la madurez no se pierde la necesidad de recibir amor, ya que ser querido es siempre el punto de partida para poder amar.

El cristiano corre con ventaja porque sabe que Dios lo ha creado por amor y lo quiere por ser hijo suyo, no por sus méritos o cualidades. Y en ese amor eterno puede apoyarse cuando no encuentra explicación a la imperfección del mundo, al fracaso o al dolor.

No obstante, aun siendo el amor de Dios fundamental, solo podemos alcanzar la felicidad amando a nuestros iguales y dejándonos amar por ellos. Somos criaturas, vivimos en un cuerpo y en el tiempo. Nuestro corazón está orientado a amar personas, a unirnos a ellas por el afecto recíproco.

Únicamente vivirá feliz quien tenga a su lado personas que lo ayuden en sus dificultades, le hagan la vida amable con su conversación, le consuelen en las penas o compartan con él la alegría de sus éxitos.

Dios nos ama, pero al crear a Adán quiso que existiera Eva para que fueran compañeros. El llamado a la comunión está significado en el cuerpo. Se lee en el Génesis: Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que reptan por la tierra (1, 27—28).

La primera y fundamental comunión (unión común) es la del hombre y la mujer, y su perfecta manifestación es el matrimonio. Jesús recuerda esta verdad en el evangelio de san Mateo: ¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo hombre y mujer, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne? De modo que ya no son dos, sino una sola carne (19, 4—6).

El matrimonio es una realidad natural, que otorga una intensa comunión a dos seres humanos, y puede ser fuente de inmensa alegría. Pero no agota la posibilidad de relación entre la masculinidad y la feminidad, que es más amplia.

En su diferencia y complementariedad, el hombre y la mujer manifiestan que están orientados al amor, y son capaces de expresarlo convirtiéndose en don para el otro. Este es el sentido de su ser y de su existir. Por lo demás, la condición masculina o femenina no se pierde con la muerte: en la vida futura nuestros cuerpos resucitados serán lo que hayan sido en esta tierra.

Dos regalos maravillosos

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