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Mis amigos

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Kraken y yo regresamos a la playa. Respirar aire me hizo sentir mejor. A veces, después de pasar mucho rato buceando, me cuesta mover los pulmones y siento como si estuviera en las aguas abisales del fondo oceánico.

Helecho nos esperaba en las dunas mientras dibujaba en la arena las hojas de unas plantas que intentaba memorizar. Oliver estaba buscando nidos de pinzones entre las palmeras porque le encanta asomarse dentro de los huevos y ver a los pollitos antes de nacer.

−He hablado con mi padre –dijo Helecho–. Me ha dicho que el espíritu de la isla respira en la ausencia de tus padres.

Iba a decirle que eso no tenía ningún sentido porque mis padres seguían en la isla, pero entonces Kraken respondió:

−Tu padre no sabe nada del espíritu de la isla. Y mi madre le ha dado una caracola de la buena suerte.

Metí la mano en el bolsillo. La caracola seguía allí, redonda y abultada. Ojalá Kelpeana tuviera razón. Ojalá encontrara a mis padres.

Para cuando había organizado mis pensamientos, Kraken y Helecho estaban discutiendo sobre el origen de la isla, ¡como siempre! Si Helecho dice que los leones marinos han tenido cachorros, Kraken contesta que los cachorros nacieron hace ya casi una semana y que Helecho no se entera de nada. Si Kraken dice que el viento está cambiando, Helecho contesta que cambió en la última luna y que Kraken no se entera de nada. Los dos se consideran los auténticos habitantes de la isla, mientras que, para ellos, Oliver y yo solo somos extranjeros asentados.

Una vez, hace ya algunos años, discutieron tanto que hicieron llorar a Oliver. Estaban hablando de los nidos de los cormoranes, y Kraken gritó:

−¡Pues mi madre puede invocar tormentas y hundir barcos!

−¡Pues mi padre puede leer el futuro en las estrellas para que sus barcos no se hundan! – respondió Helecho.

Y, de repente, Oliver se puso a llorar porque su barco naufragó en una tormenta y toda su familia se ahogó. Kraken le pidió perdón.


−Lo siento, Oliver. Mi madre no ahogó a los tripulantes de tu barco.

−Yo también lo siento, Oliver –dijo Helecho−. Mi padre no sabía que habría un naufragio.

Aun así, Oliver estuvo enfadado varios días. Desde entonces, cuando se harta de oírlos discutir, pone los ojos en blanco y saca su voz fantasmal, que suena como una ráfaga de viento ululando entre contraventanas de madera, y te dan ganas de hacerte pis de miedo.

La verdad es que, menos las tortugas y las iguanas de tierra, que supongo que ya estaban cuando se hizo isla (aunque no sé muy bien cómo), todos los demás habitantes fueron llegando poco a poco. Las sirenas por el mar, los isleños en barco y las aves por el cielo. De alguna manera, todos somos extranjeros, aunque a los de la primera generación les suele costar más asentarse.

Hay otras islas cerca de isla Cangrejo. Isla Isabela es la más grande y cuenta con nada menos que seis volcanes, pero no tiene ningún río. Por eso, los antepasados de Helecho no se pudieron instalar allí. Ese es uno de los motivos por los que mi isla es tan especial. Porque no tiene uno, sino dos ríos de agua dulce, aunque uno de ellos es venenoso.

El río Sss nace en lo alto del volcán y fluye por la ladera oeste, en anchos meandros, dando hogar a truchas, libélulas y ranas de color verde. Desemboca en un delta cubierto de manglar entre los acantilados de los Albatros y las rocas de los Pingüinos.

El otro río es el del barranco de la Muerte Repentina. No es exactamente un río, sino más bien un arroyo encajado en la roca que baja en cascadas de cientos de metros de altura. Forma un rellano en medio de la jungla, en las pozas de las Ranas Azules, y después se despeña en aguas de tiburones. Helecho, Kraken y yo tenemos terminantemente prohibido jugar allí.

Las ranas azules son la especie más moderna de la isla. La marea las arrastró a la playa después de una noche de tormenta, cuando Oliver y yo ya vivíamos aquí. Siempre que la marea trae objetos nuevos, mis padres y los isleños los investigan para aprender cómo funcionan y descubrir la evolución de la historia en el mundo exterior. Llegaron a la conclusión de que las ranas debían de pertenecer a un grupo de artistas, porque en la arena también aparecieron pelucas de colores, aros de acrobacias y un cajón en el que, si te metías dentro, de pronto estabas partido en dos (¡y sin un rasguño!). Después de muchas discusiones, al final el cajón se lo quedó Lagarto de Lava, pues esa clase de objetos mágicos deben estar bajo la custodia de un druida. Las ranas azules saltaron por la playa y se adentraron en la jungla. Con el tiempo, se adueñaron de las pozas del Barranco de la Muerte Repentina y les dieron su nombre: las pozas de las Ranas Azules. Estas pozas se han vuelto tan venenosas que con solo respirar el aire de los alrededores tienes alucinaciones.


Helecho y Kraken seguían discutiendo.

−¡Las caracolas no sirven para nada!

−¡Los cocos no sirven para nada! ¡Las caracolas dan casas a los cangrejos!

−¡A mí no me gustan los cangrejos!

−¡Pues a mí no me gustan las iguanas!

Hasta que Oliver puso los ojos en blanco y gritó con su voz fantasmal:

−¡Dejad de discutir! ¡Jack ha perdido a sus padres, y si no los encontramos, será huérfana para siempre!

La verdad es que me entraron un poco de ganas de llorar.

Kraken me pasó el brazo por el hombro, Helecho me cogió de la mano y nos fuimos caminando hacia el bosque. Oliver se mantuvo a cierta distancia para no helar nuestros corazones, pero también nos acompañó.

Era hora de intentar el paso número 2 del plan: hablar con el padre de Helecho.

Jack Mullet de los Siete Mares

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