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4. Pequeños delincuentes

Creo recordar que la primera palabra que dijeron mis hijos no fue “mamá” sino “dame”. Cualquier desprevenido podría pensar que se trataba de un reclamo amoroso. Pues no, lo que pedían era, literalmente, dinero. Un artículo bastante escaso cuando una madre es periodista. Pese a esto, cuando pudieron sostenerse sobre sus patitas y adquirieron el mínimo manejo de la lengua que necesita cualquier estafador, comenzaron sus carreras delictivas.

Los inicios fueron burdos: sencillamente sacarme plata de la billetera para comprar figuritas, chocolates, gallinitas de azúcar y todas las porquerías que entusiasman a los infantes. Cuando esta maniobra fue descubierta y comencé a esconder la billetera, lejos de rendirse desarrollaron un fino instinto de cazadores. Ya a los cuatro y cinco añitos eran capaces de detectar escondites tan sublimes como el interior de un zapato viejo o el congelador de la heladera.

Agotada por estas búsquedas y escondites frenéticos, tiré al diablo tanta radiante pedagogía y los amenacé con sacudirles un bollo. Fue inútil: “El que con pedagogía educa, con la pedagogía muere”. No me creyeron.

Finalmente opté por llevar siempre el dinero en un bolsillo del vaquero, de tal modo que para acceder a él debían desmayarme de un golpe. Eso los detuvo por un tiempo, dado que hay diferencias notables entre la corrupción y el matricidio, y hasta ellos podían percibirlo. Fue sólo un tiempo, nada más, pues luego de pensarlo inventaron el IVA familiar. Un impuesto que ponían a cada mandado, y que iba a ingresar a sus propias arcas. Hasta que descubrí la maniobra (y confieso que fueron años) cualquier producto que pasara por sus manos llegaba a las mías con el diez por ciento de recargo.

Sus ganancias aumentaban en épocas de inflación y disminuían si había estabilidad. Obviamente era un negocio próspero.

A los diez años fueron los adelantados de la especulación, la bicicleta financiera y hasta, me temo, de las mesas de dinero. Llegó la adolescencia, y con ella se incrementó la avidez. Habíamos pasado de las figuritas a las pilchas y esta madre que dormía con vaqueros y hacía personalmente todas las compras se había transformado en un hueso duro de roer. Pero no hay nada imposible para dos jóvenes argentinos con vocación de corruptos. Mi hijo inventó un sistema por el cual no pagaba el colegio, con dos ventajas maravillosas: por un lado se quedaba con el dinero y por el otro vivía en permanente feriado dado que lo mandaban de vuelta por no pagar la cuota. Sospecho que, hasta no desbaratar la treta, su secundario fue muy deficiente.

Mi hija por su parte, más sutil y engañera, hizo una sociedad con un estudiante peruano que se ganaba la vida como electricista, por la cual ella descomponía los aparatos de la casa y cuando yo los mandaba a arreglar recibía un porcentaje de la factura. Era cosa de Mandinga, pero cuando funcionaba el televisor se me rompía la plancha y así hasta la locura.

Mirando hacia atrás sólo lamento una cosa de tanta trapisonda cometida: que mis hijos se hayan transformado finalmente en personas de bien. Lo que traducido al argentino básico quiere decir: De bien y para siempre pobres.

Corrompiendo a la infancia

Tal vez sea el momento de reconocer algunas responsabilidades en el asunto.

En este tema de la educación de los infantes hay puntos realmente muy oscuros, verbigracia: ¿cuáles son las “obligaciones” que ellos tienen? Si tienen derecho a la educación, ¿no tienen la “obligación” de “no” llevarse catorce materias a marzo, incluida Dibujo? Otro sí digo: si tienen derecho a comer, ¿no tendrían que, al menos, levantar su plato de la mesa y hasta, en caso de terremoto y situaciones igualmente excepcionales, llevar algún otro plato de la familia? Como éstos y otros muchos ítems más, son sumamente confusos, una comienza por pedir que hagan algo, sigue por rogar, suplicar, amenazar… y termina en la extorsión o en transacciones de una vileza sin par.

La primera claudicación es “darles su mensualidad”. Supuestamente esto los hará responsables con el dinero; en el fondo queremos evitar la batalla cotidiana de los “dame” y en la práctica es la manera más expeditiva que existe para descubrir cuántos caramelos se pueden comprar por el precio de cuarenta boletos de ómnibus y veinte meriendas. Superadas las broncas y los empachos que produce el fracaso de este método, descendemos aún más: les pagamos por acciones de solidaridad comunitarias como sacar la basura, lavar el auto o pasear al Boby. Y terminamos nuestro trabajo de corrupción ¡pagándoles para que, sencillamente, hagan lo que están “obligados” a hacer! Todo este desgobierno educacional, lejos de producirles confusiones, los ilumina. Cualquier criatura de sólo diez años que ha disfrutado de esta esquizoide pedagogía, ya conoce varias buenas maneras de ganarse la vida por el solo hecho de existir. Como adulta, confieso no haber descubierto ni tan siquiera una. ¡Mis respetos!

Oíd mujeres el grito sagrado

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