Читать книгу Oíd mujeres el grito sagrado - Cristina Wargon - Страница 17

Оглавление

9. Mis hijos vienen de visita

Tiempo, distancia y vida me han separado ya de mis hijos. Eso hace que muera de nostalgia cuando no nos vemos, y agonice de cansancio cuando me vienen a visitar. Ni los Rolling Stones ni las siete tribus de Jerusalén podrían desquiciar de tal modo un departamento de dos ambientes.

Estoy segura de que no hay nada improvisado en sus maldades: lo planean mientras no nos vemos y me lo descerrajan en cuanto entran hasta que grito: ¡Paren, que esta es mi casa! Entonces se ofenden y, por supuesto… no se van.

La niña de mis orzuelos

Hay algo profundamente gratificante en tener una hija. Por ejemplo, que no me traiga botines o camisetas de rugby para lavar. Es también más modosa, o al menos hace pis sentada, lo que ya es un alivio.

Y allí se terminan sus ventajas, porque aunque cada uno de mis hijos mantenga su estilo, ambos, como todos los cordobeses, tienen ideas extrañas sobre Buenos Aires, por ejemplo, que aquí se concentra lo “último” y pasa (a nivel de espectáculo) “lo mejor”. Visto desde el interior parece razonable, pero cualquiera de los que aquí vivimos podemos dar fe de que nunca tenemos aliento para ir a ver “lo último” ni plata para presenciar “lo mejor”. Sin embargo, cuando llega la luz de mis ojos, trae un itinerario como para reventar siete postas de diligencia. La vida se vuelve un loco trajinar entre museos, teatros y las novedades de la ciudad que una ha decidido ir a ver “cuando pueda” (término muy cercano al “nunca”). Generalmente tiende a rematar los festejos en casa (mi casa) invitando amigos. Y yo me duermo en el baño, único lugar que me han dejado libre.

El saqueo

Cuando mi angelito se toma un respiro comienza la parte más dolorosa de su estadía: una prolija requisa de la casa para ver “qué te sobra”, es decir, “qué se lleva”. Huelga aclarar que no sobra nada, pero: “¿Esta camisa hace mucho que no la usas?”.

Sí, desde ayer. “¿Entonces me la puedo llevar?”. Diciendo y haciendo, ya se ha puesto la pilcha, se ha admirado frente al espejo y hay que tener un corazón más espantoso que el mío para poder sacársela. Como la niña es pobre de limosneo, luego de la pilcha, avanzará una vez más sobre las sábanas, las toallas, las servilletas y las provisiones. Aunque parezca una exageración (que ella jamás podrá desmentir) cierta vez se llevó ¡hasta la tapa de la pava! Nunca supe para qué. Tal vez junta latas y las vende por peso a los cirujas. Pero quizá lo que más siento, amén de su ausencia cuando se va, es descubrir que no tengo champú (justo cuando me estoy duchando), o que se afanó mi delineador o mi último par de medias sin corridas. Por supuesto que en el momento del adiós debo darle plata, nunca estoy segura si es un regalo o si le estoy pagando para que, por fin, se vaya.

Mi nene me ama

Y por eso viene a visitarnos cada tres meses… si hay algún concierto de jazz que le interese o si está de paso para otro lado. Tanto me ama que durante todo el tiempo que no nos vemos junta su ropa sucia para que se la lave. Al llegar no termino de entender si es una visita o una excursión de higiene. Pero no importa, porque por fin está en su casa.

Vayamos a un diálogo típico de sus gloriosas estadías:

—Querido, ¿qué tal si te tendés la cama?

—¿Para qué si no esperan a nadie?

—Nosotros somos “alguien” y me molesta tropezarme todo el día con almohadas y sábanas.

—¿Y desde cuándo ustedes son “alguien”?

—Desde el momento, ternura, en que estás en “mi” casa.

No suena demasiado tierno, pero es una transcripción casi taquigráfica. El aire se enrarece y la criatura, sin ánimo de colaborar en nada sino todo lo contrario, saca del videoclub quince películas pornográficas calcinando mi reputación en el barrio para siempre.

No soy adicta a esas películas sin argumento, pero no tengo problemas en que los demás las miren.

Ahora bien, si “los demás” es mi hijo, que encima las mira en el living donde necesariamente escucho los jadeos cada vez que paso, me vuelve loca.

—¿Y para qué pasas? —objeta la bestia lujuriosa.

—Porque no está en mis planes internarme un sábado en el placard y no hay más lugar en el departamento —el aire ya se corta. Llega la hora de comer y el niño es puesto en autos de que todos estamos a régimen.

—Yo no, porque estoy creciendo—patalea.

—¡A vos lo único que te siguen creciendo son las…! —continúa grosería impublicable.

Con toda claridad hemos arruinado la situación al punto de que, madre al fin, y procurando una reconciliación me comprometo a hacerle mi celebérrima salsa de hongos. Esa tarea me insume toda la tarde del sábado que no pasaré en el placard pero sí en la cocina. Todo parece ir bien hasta que en el momento de cenar le habla un amigo y se va con él y yo quedo con mi salsa de hongos sumida en algunas certezas y estrenando dudas. Es obvio, amores míos que mi casa ya no es vuestra casa. Pero, ¿por qué será que cada día los extraño más? Masoquismo, que le dicen.

Oíd mujeres el grito sagrado

Подняться наверх