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8. Cuando los hijos se van de casa

En nuestras épocas, los hijos varones dejaban el hogar para casarse. O para irse a estudiar a otro lado en caso de inconvenientes geográficos. Las hijas lo hacíamos sólo para casarnos. Algunas, joyas de una diadema materna, no se iban jamás. Hoy las criaturas abandonan el barco en cuanto pueden, y parten hacia destinos innobles: los muy guachitos simplemente quieren vivir solos.

Cuando una trata de revisar por qué un hijo está por propinarnos esa puñalada trapera mira con cierto rigor hacia atrás y allí nos vemos… los llevamos en la panza, les dimos la teta, les cambiamos los pañales, les cuidamos las anginas, planchamos sus delantales, controlamos sus deberes, les hicimos de comer y pusimos todo nuestro empeño en que se abrigaran, estudiaran, no tuvieran malas compañías, no fumaran marihuana ni contrajeran enfermedades demasiado infectocontagiosas.

No sólo hemos hecho todo eso, además, para que abundaran en su amor por una: se lo recordamos cinco veces por día y, frente a una crisis, unas ochocientas veces más… ¿por qué se querrán ir los desalmaditos?

El día que te lo avisan

Ocurre en cualquier maldito momento. Ni siquiera durante una pelea donde se lo podría poner a cuenta de un exabrupto. En las familias latinas en las que nos enrolamos, una pelea da para cualquier cosa, comenzando por la madre que grita:

“¡¡¡Te voy a matar!!!”. Cuando en realidad todos saben que tengo dilemas de conciencia para aplastar un alacrán que nade en mi sopa. Ese era el momento justo para decirlo. Muy por el contrario, estos sádicos de corazón de piedra explican con toda claridad en una sobremesa cualquiera, que tienen pensado irse en cuanto puedan porque quieren ser “independientes”. Así fue como a mí me lo dijeron.

Supongo que hubo después más argumentos, pero no los pude retener porque estaba atravesando el único infarto de ojos abiertos y expresión inmutable que registre la historia de la medicina.

Fue producto de dos fuerzas opuestas: querer retorcerle el gaznate y procurar parecer piola. Me incliné por la “piolitud” (Tanta lectura sobre la adolescencia siempre nos lleva a la ruina). Con expresión de madre absolutamente liberada me limité a mentir: “Me parece muy bien, sólo que para ser independiente hay que poder mantenerse solo. Cuando lo consigas, por mí no hay problemas”. La prueba más rotunda de la inexistencia de la justicia divina fue que el cielo no se abrió y ningún rayo me redujo a cenizas por semejante hipocresía. Cabe aclarar que quien me hacía el planteo era mi hija mujer de veinte años, quien trabajaba conmigo en la radio.

Mientras le sacudía mi “comprensión” me juraba que en su puta vida, si de mí dependía –y precisamente dependía de mí– iba a poder “mantenerse sola”. De allí en más me convertí en el patrón más sátrapa del mundo. No sólo que jamás le aumenté un peso, sino que en cuanto podía le bajaba el sueldo. Pese a mis escrupulosas maniobras, tal vez pidiendo en las esquinas llegó el momento en que había juntado el dinero. ¡Lloremos hermanos!

Y ahora qué digo

Tal vez la sutil manera que Dios encontró para manifestarme su contrariedad fue la de enfrentarme con mi propia mentira: finalmente la nena ya tenía cómo irse… En verdad, había pocas puertas de escape, así que me jugué.

—No sé quién te va a firmar la garantía para un departamento —apunté con esa voz que surge directamente de la hiel y dejaba en claro que antes se me caían los cinco dedos de la mano que hacerlo yo.

—No te preocupes —me la firma Jorge.

¡Jorge, mi amigo del alma, cómplice de ese matricidio que estaba por cometer mi hija! Pero (y he aquí el nudo de la cuestión) ni Jorge ni nadie sabía que esta madre arrastraba el corazón por el piso y que a esta altura ya lo tenía arrugado, con pelusas y partido en varios pedazos dispersos por la casa. Es que los amigos del alma tienden a pensar que una es piola y coherente. Entonces no les decimos nada para que no descubran lo mal bicho que es una. Pero hay dilemas peores que el de los amigos: los demás.

¿Qué van a pensar si la nena se va de casa? En primer lugar que se iba con un tipo. Lamentablemente mi hija partía sólo con su gato y esto resultaba infinitamente peor, dado que la única explicación posible era que huía porque la vieja era una pesadilla. Y en eso tienen razón pero a una no le gusta que se den cuenta ¡qué joder!

Premeditadamente no estuve en el momento en que se fue. Ya lo dijo Woody Allen: no es que le tema a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando ocurra.

Madre que huye, madre que pierde

Fue elegante de mi parte no presenciar la partida de mi hija. Seguro que lloraba abrazada al felpudo o me internaba en la terapia intensiva que tuviera más cerca. Sin embargo, lo elegante en esos casos está peleado con lo práctico. Fue doloroso comprobar en los días subsiguientes que mi nena había aprovechado mi ausencia llevándose todo lo que pudo acarrear: toallas, sábanas, cacerolas, cubiertos, licuadora, platos, pincita de depilar, champú, sal, fideos, aceite. Lo único que no llevó fue mi cama matrimonial, porque supongo que con su gato no le servía de gran cosa.

Quizá lo más indignante de esta etapa fue que mientras ella se quedó con mis llaves, tuve que esperar una invitación oficial para entrar a su casa.

Cual los gatos, demarcó su territorio y con la misma generosidad que éstos, decidió que todo lo mío era de ella y todo lo de ella ídem (típico razonamiento de cualquier hijo en cualquier instancia). Además me dejó todas sus basuras, que para mí son recuerdos. En alguna noche de nostalgia todavía abrazo su muñeca bizca y pelada mientras mi marido clama pidiendo el divorcio. Tiene razón.

Típicas de una madre

Los hijos se van porque:

•No tienen corazón.

•El rock y sus derivados les han comido el seso.

•Las malas compañías les llenan la cabeza.

•No saben apreciar lo que tienen.

•Quieren dedicarse a orgías devastadoras.

•Sus analistas conspiran contra nosotras. Seguro que:

•Van a extrañar.

•Estarán sucios.

•Nadie los atenderá si se enferman.

•La casa será una inmundicia.

•La heladera será más ponzoñosa que Chernobyl.

•Se alimentarán de latas y porquerías.

•Se van a enfriar.

•Morirán de hambre.

•No podrán pagar el departamento.

•Quedarán embarazadas a los cinco minutos (caso mujeres).

•Se harán faloperos de inmediato (caso varones).

•Nos pedirán guita a cada rato (y ésta, lo juro, es cierto).

Decir adiós

Lo más paradojal del episodio ocurrió cuando por fin terminé de padecer convulsiones y toda la familia (restante) se animó a creer que sobreviviría al golpe.

Pues bien, fue entonces, en ese momento de relax en que se descubren las ventajas de un mínimo espacio vital que hemos ganado, cuando la impía reapareció. Y todo volvió a lo de antes, o peor, porque de ahí en más mi hija retomó su actividad de rutina con agravantes. Sistemáticamente se sentaba a almorzar con cara de huérfana biafrana, ocupaba el baño para lavarse la cabeza y dejaba a los demás haciéndose pis en el pasillo, se acomodaba en el primer lugar para ver televisión y hasta se acostaba en nuestra cama para leer. Por fin se hizo inevitable preguntar: “¿Pero vos no te habías ido?”. La respuesta bien pueden imaginarla. Con cinco años de diván no alcanzaré a reponerme.

Oíd mujeres el grito sagrado

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