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Capítulo 6

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Juan y yo hemos llevado una vida muy parecida, casi en paralelo.

Por casualidad entramos, bastante jóvenes y al mismo tiempo, a la misma empresa a trabajar; eso hizo que, al tener que luchar y prosperar a la vez, nos uniéramos mucho, y la verdad es que nos fue bien. La juventud y la ambición nos hicieron progresar, quizá demasiado rápido; lo cual redobló nuestro esfuerzo para seguir ascendiendo en el escalafón directivo y nos llevó a pensar que todo iba a ser posible: el mundo estaba a nuestros pies.

En aquellos años éramos todo ganas y dedicación al trabajo; bueno, al trabajo y a disfrutar, antes de tiempo, de la vida a la que aspirábamos llegar con la madurez. El floreciente estatus social que nos permitía el salario que ganábamos en la multinacional, unido a la falta de responsabilidades o cargas familiares, hizo posible una vida de cierto desenfreno: jornadas laborales exhaustivas seguidas por noches con fiestas, alcohol y mujeres; todo ello acompañado de algún coqueteo con las drogas para poder soportar tal ritmo de vida. De todos modos, pronto se demostró que aquella situación no se podía prolongar mucho en el tiempo ni estaba hecha para nosotros.

En cuanto tuvimos la oportunidad, cansados de habitar en pensiones baratas, buscamos residencia fija en Madrid. Encontramos dos pisos, uno encima del otro, en el distrito madrileño de Retiro, al lado del pequeño pulmón urbano que en aquellos tiempos otorgaba clase a quien viviera en él. Sin pensarlo demasiado los adquirimos y con ello forjamos todavía más nuestra unión. Íbamos juntos a trabajar, comíamos juntos, incluso tomábamos las copas del after también juntos y, eso sí, dependiendo de los éxitos de cada uno, nos retirábamos nuevamente juntos o cada uno por su lado y con su propia compañía. Solo nos separábamos cuando la empresa nos imponía viajar, pero incluso en esos momentos, el que se quedaba en Madrid velaba por los intereses del que se ausentaba.

Si algún día uno de los dos tenía un problema, el otro le cubría sin dudarlo. Hoy por ti y mañana por mí. Éramos como dos mosqueteros.

Pero pasó el tiempo y, antes de que nos quisiéramos dar cuenta, los nuevos gabrieles y juanes que venían empujando por detrás nos colocaron donde nosotros habíamos puesto a nuestros antecesores: en el armario laboral de los costes salariales demasiado altos para un trabajo que podía hacer cualquier recién llegado con un máster bajo el brazo y por mucho menos dinero, deseoso de conseguir nuestro estilo de vida.

Juan y yo quedamos relegados a tareas cada vez más superfluas o incluso a la formación de nuestros propios depredadores; así, hasta que llegó la hora de bajarnos del tren laboral.

Abandonamos la empresa en contra de nuestra voluntad y, como no podía ser de otra manera, una vez más, juntos. Ante esa nueva situación vital fue la primera vez que mi amigo y yo reaccionamos de manera distinta.

A mí me supuso cierto descanso. Me sentía fatigado por la actividad defensiva de los últimos años y, el verme liberado de todo aquello, junto con una buena situación económica, me permitió vivir tranquilo e intentando disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Pero Juan siempre había sido más inseguro que yo o más inestable, no sé cómo definirlo. Tras el despido, ambos nos habíamos quedado en igualdad de condiciones, pero pronto entendí que él dependía demasiado de los demás; para él fue más importante el aislamiento social en el que desembocó tras el abandono de la empresa que su propio bienestar. Después de toda una vida que giraba alrededor del trabajo, al estar fuera de ese mundo se dio cuenta de que había perdido su forma de vida y, ante la elección de reinventarse o dejarse llevar por el hastío, eligió la segunda opción, que le hundió emocionalmente.

Nuestros amigos —Juan así los consideraba— se transformaron en conocidos; muchos continuaron con sus vidas y empezaron a formar familias, y con ello abandonaron la intensa actividad social que nos había unido hasta entonces. Quienes no lo hicieron tuvieron que adaptarse a las normas impuestas por las nuevas generaciones, asumiendo unas novedades y un estilo de vida que no estaba hecho para nosotros, y del cual nos quedamos fuera, ya que nunca invitaron a dos viejas glorias del mundo empresarial como nosotros.

Juan y yo nos quedamos solos, como al principio, con la diferencia de que él nunca volvió a ser el mismo, y yo tardé en reaccionar a la ayuda que pedía a gritos mi único amigo. Este cambio no fue repentino, fue gradual, muy gradual y, a pesar de todo lo que vivimos tras nuestro despido, fue la causa del final de Juan.

Muerte en coslada

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