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Capítulo 8
ОглавлениеEl despertador vuelve a emitir su llamada a las seis en punto de la mañana. Leire lo apaga, dispuesta a dormir un poco más, pero Carmelo, que parece prever un nuevo día en solitario, se encarga de espabilarla frotándose esta vez contra su cabeza y emitiendo sus sonoros ronroneos. Al final, la inspectora, conocedora de su necesidad de hacer deporte si quiere aguantar con calma la jornada laboral, se levanta, se enfunda las mallas, escoge la camiseta conseguida en la última media maratón en la que participó, se pone las zapatillas menos gastadas de todas las que tiene y sale a correr por la Plaza de Oriente y por el Parque del Oeste. Una hora larga es lo mínimo que necesita a esas horas para arrancar a sudar y volver cansada. El tiempo destinado al ejercicio matinal le sirve para cumplir con lo que no pudo hacer al acostarse: ordenar sus ideas y planear cómo va a organizar el día.
A las ocho, Leire ya está en la comisaría. Cuando entra en la sala donde el día anterior citó a su equipo, mira distraída la solitaria foto de Gabriel Coscullela Ros que colocaron en la pizarra blanca. Lo observa ahí solo, sin nada más a su alrededor, con la esperanza de que en poco tiempo esa escasez de datos se vea transformada en un laberinto de imágenes, notas y documentos que la lleven a resolver con éxito la investigación.
A los pocos minutos entra en la sala Martina, con signos evidentes de sueño pero, igual que cuando se despidieron, muy sonriente. Las dos se saludan con formalidad. Leire no puede evitar sentir algo de timidez; tiene muy claro que en el horario de trabajo debe comportarse como su jefa, pero no quiere parecer maleducada después de las risas y las confidencias compartidas la noche anterior. La total naturalidad de Martina, quien actúa como si no hubieran salido juntas y se limita a saludar con un correcto «buenos días, inspectora», le ayuda a mantener las formas a pesar del acercamiento personal que han tenido. No les da tiempo a comentar nada más ya que, casi detrás de ella, poco a poco van llegando el resto del equipo y se van sentando alrededor de la mesa, cada uno con un café de la máquina del pasillo en la mano, y todos se fijan en el retrato de Gabriel, que allí expuesto parece presidir la reunión.
—Buenos días a todos y gracias por ser tan puntuales —empieza Leire cuando ya están todos ubicados—. Me gustaría que, en primer lugar, pusiéramos en común un resumen de lo que hicimos cada uno ayer por la tarde. Si te parece, empieza tú, Cid, que ya me adelantaste por teléfono que tienes más datos sobre el muerto. ¿Es así?
El aludido se recoloca en la silla y abre la aplicación de notas de su teléfono móvil. Leire no puede evitar pensar que aquello de las libretas de notas tan típicas de las películas y las series policiacas ya es historia; las nuevas generaciones se manejan estupendamente con las aplicaciones informáticas y llevan toda la información en sus dispositivos móviles.
—Efectivamente, inspectora. Encontré movimientos bancarios suyos por internet; no todo lo que me habría gustado, pero sí datos que lo relacionan con Coslada a pesar de no vivir allí. Tengo que seguir investigando hoy, y espero afinar más sobre esto. La información personal de Gabriel en las redes sociales ya comprobó usted que es muy escasa; me cuesta pensar que todavía exista gente así, sin Facebook o Instagram, pero seguiré buscando, no se preocupe.
Leire reflexiona sobre su propia ausencia personal en esas redes sociales a las que tanta importancia da su agente. Espera que a Cid no se le ocurra buscarla a ella —si es que no lo ha hecho ya—, porque se va a llevar la misma sorpresa que con Gabriel Coscullela. Intenta evitar que se le note externamente la comparación que acaba de hacer mentalmente y deja seguir a su compañero.
—A parte del domicilio que figura como habitual, donde fueron ustedes ayer, sus datos de la seguridad social coinciden con esa zona sanitaria, y su registro del censo también corresponde al distrito de Retiro, con lo cual entiendo que, a pesar de que ha estado una temporada fuera, no era una mudanza definitiva.
—¿Y cómo sabes que ha estado un tiempo fuera? —pregunta siempre tan directa Martina—. Nosotras no hemos dicho nada todavía.
—También por sus movimientos bancarios, jefa —le responde Cid, más coloquial con ella que con Leire—. Casi antes de que yo pidiera autorización, me llego permiso del juzgado para hurgar en sus cuentas bancarias. Solo tenía una, en Bankia; y no muy abultada, por cierto. Los últimos movimientos que comprobé en ella reflejaban diversos pagos en una casa de huéspedes de Coslada.
—¿Se había mudado a Coslada? —pregunta extrañada Eli—. Qué raro, ¿no? Viviendo en Madrid… ¿te alquilas una habitación en Coslada?
—Algo importante para él se traería entre manos —justifica la subinspectora—, y seguramente le ocupaba día y noche… Si no, la verdad es que yo tampoco entiendo ese traslado.
—Sigue, Cid, por favor —Leire quiere centrar la conversación en datos reales, y no en conjeturas.
—Pues poco más, inspectora. Era un hombre sin sorpresas. Los gastos abonados con su tarjeta de crédito le hacen un tipo muy normal y rutinario desde hace tiempo; ya sabe: compras en supermercados, comercios cercanos a su domicilio, esporádicamente algún cine o teatro y cosas parecidas… Todo hasta que hace unos meses decidió viajar y salir de Madrid, para acabar finalmente en Coslada.
—¿Viajó a otro sitio, a parte de a Coslada?
—Bueno, viajar como tal no lo sé, pero después de toda esa rutina que le comento, de repente aparecen un pago para comprar un billete de autobús y otro de restauración en un comercio que todavía tengo que localizar de dónde es y, después de eso, es cuando empieza con los abonos quincenales en el hostal, o lo que sea, de Coslada. Algo raro le tuvo que pasar para que rompiera tanta estabilidad de manera tan abrupta, ¿no cree?
—Supongo que sí —se resigna Leire—. La cuestión es saber qué le llevó a Coslada y, por lo que cuentas, dónde estuvo antes, porque imagino que ese billete de autobús no le habrá llevado precisamente a esta ciudad, ¿no?
—Es de Alsa —lee en alto Cid.
—¿Alsa? —pregunta la inspectora, sin saber a qué se refiere su agente con esa palabra.
—Perdón —aclara Cid—, estaba pensando en alto. Son billetes de la línea de autobuses Alsa. Estos van por toda España. Cruzaré datos de fechas y horarios para enterarme de adónde fue antes de acabar en Coslada.
—Perfecto.
La inspectora se fija entonces en Eli y en el Abuelo, a ver quién de los dos se anima a intervenir primero y dar relevo a su compañero. No se sorprende al ver tomar la iniciativa a la joven agente:
—Yo —empieza Eli—, la verdad es que saqué poca información en la zona de la biblioteca. Los comercios de la calle no tienen cámaras de seguridad, solo he encontrado una en la gasolinera más cercana; ya les he pedido copias de la grabación del sábado a sus responsables, pero no creo que nos aporten nada, porque está bastante apartada del acceso a la biblioteca. Respecto a la gente de por allí, creo que al hablar conmigo buscaban más que yo les diera datos del crimen que aportármelos ellos a mí. Nadie sabía nada del muerto. Todos a los que pregunté se habían enterado de que habían matado a alguien, y poco más; en el barrio no se ha echado de menos a ningún vecino, y nadie conoce a nadie que supiera nada…
—Desesperante —la consuela Martina.
—Y, dentro de la biblioteca, creo que nunca han visto a tanta gente interesada en los libros como ayer —termina Eli—. Por supuesto, pocos lectores y mucho cotilla.
—No te preocupes, guapa. Te tocó lo más ingrato —añade la subinspectora, animándola.
Elisenda le agradece el apoyo con una tímida sonrisa.
—¡Pues ya solo faltas tú, Abuelo! —vuelve a intervenir la Martina—. ¿Qué te dijo el Sabueso? ¿Se mató Gabriel solito o se lo han cargado?
El agente Lamata encaja mal la broma y mira con cierto enfado a su superiora directa. Leire se da cuenta e interviene:
—Subinspectora, lo que aportó ayer el agente Lamata era una sugerencia, y como tal siempre es bien recibida. No hagas broma de eso, por favor.
Martina acepta la reprimenda de su jefa encogiéndose de hombros y sin perder su sonrisa. La inspectora da pie entonces al Abuelo para que se explique.
—Dicen los de la científica que la autopsia confirmó que el motivo de la muerte fue una intoxicación. Como siempre se escudan en que necesitan más tiempo, que les falta procesar muestras, recabar datos y todo eso, pero tienen claro, y así nos lo pasarán en el informe, que en el cuerpo había altos niveles de estricnina.
—¿Estricnina? —pregunta Cid—. Eso es un matarratas, ¿no?
—No seas simple, Cid —le recrimina el Abuelo—. Es un veneno de los clásicos: mata ratas y todo lo que se le ponga por delante. En mis tiempos de agente de cercanía lo sufrí en muchas ocasiones, algún cabrón lo echaba de vez en cuando en los parques para cargarse a los perros de los vecinos. Hay gente con muy mala leche.
—Desde luego —asiente Eli—, hace falta ser capullo.
—Pero no os olvidéis de que estamos hablando de una persona, chicos —les corta Martina—, de que, nos guste o no, y aunque a veces no lo parezca, somos más racionales que los perros. Nosotros no vamos comiendo bolas de carne envenenadas por ahí. Si el muerto tenía estricnina en el cuerpo, es porque alguien se la ha dado.
—O se la ha tomado él solo —insiste el Abuelo en su teoría del suicidio.
—¡Joder, Abuelo! —le recrimina la subinspectora—. Mira que eres cabezón. ¿Tú te suicidarías con estricnina?, ¿no habrá formas más dulces de morir?
Se quedan todos un rato pensativos, mirando la foto de Gabriel —que parece que les sigue vigilando desde la pizarra— y seguramente acordándose de la postura tan forzada que tenía su cadáver; la cual, desde luego, no indicaba que hubiera tenido una muerte placentera.
Llegados a este punto de las explicaciones de la acción del día anterior, Leire duda sobre si darles todos los datos de sus indagaciones en el piso de Gabriel, pero finalmente no lo considera necesario y lo que hace es ponerlos nuevamente a trabajar. Además, y para descartar de una vez la posibilidad del suicidio, quiere llamar personalmente al inspector Vich, pero prefiere hacerlo en privado y así evitar más comentarios del equipo hacia el Abuelo.
Manda a los tres agentes a seguir indagando sobre la identidad y el rastro de Gabriel Coscullela y, cuando ya se queda a solas con Martina, le pide que cierre la puerta de la sala mientras marca el número del Sabueso y pone el altavoz de su teléfono móvil.
—¡Inspectora Sáez de Olamendi! —responde de inmediato el Sabueso—. Ya estaba esperando tu llamada. ¿Cómo va todo?
—Bien, Vich, intentando arrancar con buen pie la investigación.
—Ya te habrá dicho tu hombre que al difunto lo han envenenado, ¿no?
—Me lo ha comentado. Estricnina, me ha dicho.
El inspector de la científica afirma con un sonido, seguramente atento a la conversación y a muchas otras cosas más.
—¿Qué grado de seguridad tenemos, Vich?
—¡Pero, qué pregunta! Pues total. Causa de la muerte: estricnina, al cien por cien, y una dosis alta. ¿No viste cómo estaba de retorcido? Si quieres, te cuento cómo se produce la muerte de una persona cuando ingiere este veneno: se produce una asfixia por parálisis de los músculos respiratorios, previa crisis convulsiva y contracturas musculares generalizadas. Vamos, que es como si te quisieras tocar la cabeza con los pies. Además, ¿recuerdas que se había meado?, pues una cosa más de la estricnina: se te va el pis, y es un pis más oscuro de lo normal, como el que manchó los pantalones de ese hombre.
—Entiendo… —Leire no sabe cómo preguntarle por la teoría del suicidio, ya que ni ella misma se la cree, pero sabe que debe descartar todas las hipótesis—. Una cosa más, ¿crees que pudo ingerir él la estricnina?
—¿Y quién si no, Leire? El muerto es él, ja, ja, ja.
—Me refiero a si pudo ser un suicidio, si pudo tomarla por voluntad propia.
—Bueno, ya sé lo que me dices. No… creo que no es posible. Tal y como estaba, y teniendo en cuenta la dosis que tenía en el cuerpo, la muerte se produjo como mucho unos diez o quince minutos después de tomarla, o incluso menos. Te puedo decir que la tomó disuelta en agua, porque no había restos de comida en el estómago, ni de vómito en el exterior. Si la hubiera tomado él por voluntad propia, habríamos encontrado al menos el recipiente donde estaba disuelta con el agua, porque no creo que le diera tiempo a tomarla en la calle, entrar a la biblioteca y morirse allí dentro. Ni tampoco, si la hubiera tomado dentro del edificio, a recoger sus pertenencias antes de palmarla… No parecería demasiado lógico, ¿no?
—Además, la bibliotecaria le habría visto entrar a última hora, y no fue así —le apoya Leire.
—A este tío se lo han cargado, inspectora. Alguien le dio agua con estricnina, se la bebió por voluntad propia, porque tampoco hemos encontrado ningún signo de haber sido forzado, y quien fuera le dejó morir en el baño mientras recogía las pruebas del delito. Así de fácil.
—Ya, así de fácil —le repite Leire.
—Ja, ja, ja… Me caes bien, Leire. ¡Eres muy natural! Así de fácil para nosotros, en el laboratorio, así de difícil para los que estáis en la calle. ¡Suerte!
Con ese ánimo, el Sabueso corta la comunicación, y las dos policías se quedan mirando el teléfono móvil como si todavía fuera a darles algún dato más. Al rato, Leire reacciona:
—¡Pues vamos! Ahora nos toca a nosotras hacer que nuestra parte sea más fácil.
Martina la mira animada. Se nota que le gusta esa actitud proactiva en su jefa. Se levantan las dos y, mientras se dirigen a por el coche, la subinspectora, como si nada, pregunta:
—¿Te lo pasaste bien ayer?
Leire se turba un poco. No esperaba volver a un trato tan personal estando todavía dentro de la comisaría, pero no quiere ser desagradecida, porque la verdad es que le vino muy bien esa salida nocturna.
—Muy bien. Respecto a eso, me gustaría aclarar…
—No te preocupes —interrumpe Martina—. Tengo claro cuándo somos policías y cuándo podemos ser amigas. Pero llevo toda la mañana preguntándome si disfrutaste anoche. Yo me lo pasé genial.
—Yo también, Martina. Estuvo muy bien y me reconfortó mucho. Hacía tiempo que no salía.
—¡Me alegro mucho! Por cierto, no te pienses que no te he hecho caso, que estas ojeras que tengo evidentemente me han salido por dormir poco, pero no porque nos acostáramos tarde, sino porque después me quedé leyendo el libro tal y como me mandaste.
—¿Te lo leíste entero anoche?
—¡Enterito! Está bastante bien, todo sea dicho. Me entretuvo mucho y se lee de un tirón. Es una novela sobre un tío que se aísla en un pueblo para escribir y conoce a una mujer, la cual resulta que vive de la pasta que hereda de sus parejas. Curiosamente, el autor es también el protagonista de la historia, ¡es el propio Juan Gabicacogeaskoa el que se va al pueblo y conoce a esa mujer!
—¿Y las anotaciones que había en los márgenes? —la inspectora se refiere a todas las que había escritas a mano en las páginas del libro.
—Una pasada y casi lo mejor para nuestro caso. Es como si Gabriel tuviera celos de Juan Gabicacogeaskoa, porque son todo aclaraciones a situaciones que narra el texto, explicaciones sobre una u otra actitud de los personajes, comentarios sobre los escenarios… Es como si a Gabriel no le hubiera gustado como estaba escrito el libro y lo quisiera corregir.
Las policías llegan y suben al BMW pero, antes de arrancar, Leire lanza una orden clara sobre el libro:
—No sé si al final tendrá algo que ver con todo esto o no, pero por ahora nos lo guardamos para nosotras, ¿vale? Ya sabes cómo cogiste el libro, y no quiero que se sepa todavía. Nos apuntamos en la lista de tareas investigar a ese Juan Gabicaco… lo que sea.
La subinspectora asiente, una vez más sin perder su eterna sonrisa.
—Y ahora, vámonos a Coslada de una vez —ordena Leire.