Читать книгу Muerte en coslada - Daniel Carazo Sebastián - Страница 8

Capítulo 4

Оглавление

Los dos inspectores levantan la cinta que impide el paso a la zona de la biblioteca que mantienen acotada. Vich delante, Leire detrás siguiendo sus pasos, no quiere alterar el estado del escenario del crimen y llevarse la reprimenda del Sabueso. Sabe por experiencias anteriores que los policías de la científica, por muy sociables que parezcan —como es el caso de su recién conocido compañero—, se transforman en cuanto se ponen en acción y pasan a ser tremendamente exigentes con los protocolos… lo mejor es dejarlos trabajar respetando sus normas. El resto de los policías nacionales y municipales permanecen al otro lado de la cinta, observan el avanzar de sus jefes dispuestos a esperar sus órdenes.

La sala de lectura donde pasan Leire y Carlos Vich se aprecia totalmente normal, no hay nada que a simple vista les llame la atención: mesas limpias, sillas colocadas en sus sitios, estanterías de libros ordenadas… Aun así, el Sabueso va despacio, toma unas cuantas fotografías de la estancia y, al pasar al lado de una columna de libros, se detiene un momento a admirarlos.

—Libros de viajes —comenta—. Curioso… ¿Serían del interés de nuestro muerto?

A la inspectora le sorprende tal observación. Ella tiene tanto interés en entrar al cuarto de baño, donde les espera el cadáver, que no se ha parado a pensar en los posibles motivos de por qué ha aparecido el muerto en esa planta o incluso esa zona de la biblioteca. «Tengo que ir más despacio», piensa, «no puedo dejarme llevar por las prisas, o se me pasarán por alto cosas importantes».

Por fin, el Sabueso se planta delante de la puerta que franquea el acceso al aseo. Leire observa cómo se prepara antes de entrar: mueve el cuello hacia los lados, suelta aire y estira los brazos, cual atleta que calienta antes de iniciar una carrera. Sin darse la vuelta para ver si su compañera está preparada, Carlos Vich abre con cuidado la puerta y accede al interior; eso sí, sujetándola un poco para que Leire pueda entrar tras él. Una vez dentro los dos, dejan que se cierre la puerta y se quedan con la espalda pegada a ella, observando en silencio el cuerpo del hombre que, tirado en el suelo, y efectivamente retorcido de manera incómoda los ha llevado hasta allí.

En la estancia no hay nada que demuestre violencia, o que justifique la muerte de esa persona. Es un cuarto de baño colectivo normal, hasta demasiado limpio para ser de uso público; por no tener, no tiene ni el suelo sucio, parece recién fregado. Solo una de las puertas que dan paso a un váter está medio abierta, y es porque parte del cuerpo inerte del hombre impide que se cierre. Leire aprovecha que Vich no se mueve todavía para observar al muerto con precisión. Intenta grabarse todo lo que ve en la memoria; aunque luego tenga acceso a las imágenes que tomarán los de la científica, considera muy importante esa primera impresión.

El cadáver está tirado en el centro del aseo; a la vista, el cuerpo entero menos la pierna que tiene dentro de la pequeña estancia del inodoro. Se aprecia perfectamente que es un hombre de mediana edad, quizá un poco pasado de peso, con el pelo moreno, moteado por alguna cana y ligeramente rizado; va vestido de manera cómoda: vaqueros y una camisa de cuadros algo pasada de moda que debía de llevar por dentro de los mismos, pero que la caída ha exteriorizado por uno de los laterales. Lleva gafas de montura metálica y clásica que se mantienen sorprendentemente fijas en su posición a pesar de que la postura del varón refleja, como ya les habían advertido, una muerte convulsa: tiene la espalda arqueada incómodamente hacia atrás y la cabeza, siguiendo la forzada línea de la columna vertebral, intenta girar noventa grados hacia una posición antinatural del cuello, como si quisiera tocarse la zona de los hombros con la coronilla. La inspectora, respondiendo a una indicación del Sabueso, se fija en la zona genital del muerto, manchada seguramente de orina, aunque la tela vaquera ha absorbido todo el fluido porque al suelo no ha llegado ni una gota.

Carlos Vich, tras escanear la escena en silencio y con los ojos semicerrados, de repente reanuda la actividad y parece volver de otro mundo; se activa y empieza a tomar fotos del cadáver desde todos los ángulos posibles. Con cuidado se acerca al cuerpo y, sin tocarlo, lo observa despacio, mirándole directamente a la cara, como preguntándole en silencio la causa de la muerte que tiene que averiguar. Leire le deja actuar, indecisa sobre qué se supone que debe hacer ella mientras su compañero está trabajando; es la primera vez que colaboran juntos y, en ese punto inicial de la investigación, la labor del de la científica es vital para el futuro desarrollo del caso. La inspectora permanece absorta, siguiendo los movimientos del Sabueso, cuando le sorprende el golpe que le da en la espalda la puerta de acceso al aseo en la que estaba apoyada. Se gira algo enfadada, dispuesta a reprender a quien haya osado invadir la estancia sin su permiso, pero se ve superada por tres figuras, vestidas con el mismo mono de plástico que ellos, que acceden joviales al interior del cuarto de baño.

—¡Jefe, lo quería todo para usted! —exclama uno de los intrusos—. ¡Ni nos ha esperado para entrar!

El inspector de la científica se yergue y sonríe abiertamente.

—¡Si sois así de lentos, mal vamos! Que yo vengo de Barcelona y ya llevo aquí un rato.

Los dos primeros, cargados con sendos maletines muy parecidos a los de su superior, acceden al interior; y es la tercera figura, claramente femenina a pesar del mono que la recubre, quien se fija en la inspectora:

—¿Y esta?

Leire va a responder, pero el inspector Vich se le adelanta:

—Os presento a la inspectora Sáez de Olamendi. —A la aludida le sorprende que se acuerde de sus apellidos, algo poco frecuente—. Es la responsable del caso —sigue el Sabueso—, así que poneos a sus órdenes.

Los tres recién llegados se vuelven hacia ella y la miran con curio­sidad.

—Inspectora, te presento a los agentes Sanchidrián, Vigo y Zorita —dice orgulloso el Sabueso—, mi caballería. Lo mejor de la policía científica en este país.

Leire les saluda en silencio, con un movimiento de cabeza dirigido a cada uno de ellos, y de vuelta recibe el mismo gesto de saludo. Basta con esa introducción para que el equipo allí reunido se olvide de los formalismos y, dando la espalda a Leire, se pongan a trabajar junto a su líder, como si ella ya no estuviera allí.

—¿Así que este es el difunto?

—Este no se ha muerto en paz, jefe, ¡está retorcido!

—A ver si es que no le daba tiempo a mear… —añade el último de los agentes señalando la mancha de los vaqueros.

Leire observa cómo los cuatro de la científica se vuelcan sobre los maletines —que han depositado, y abierto, en el suelo— y empiezan, sin dejar de hacer comentarios, a realizar lo que es su rutina de trabajo. La inspectora se sabe entonces fuera de lugar. Sale del aseo y los deja solos para continuar con su propio equipo y su parte de la investigación: identificar al muerto, buscar e interrogar a los posibles testigos y empezar a colocar las piezas del puzle que le han ordenado resolver.

Se quita el molesto mono de plástico y demás accesorios, vuelve con sus compañeros y los reúne en un círculo íntimo, un poco apartados del resto de policías municipales, que siguen por allí —excepto el subinspector Díaz, quien seguramente ha desaparecido para dedicarse a otros menesteres—.

—¿Tenemos algo ya?

—Poca cosa, inspectora —responde Martina como interlocutora del grupo—, solo lo que nos han contado los municipales que les ha dicho la bibliotecaria que se ha encontrado el pastel esta mañana. Por lo visto, el muerto venía regularmente por aquí, pero ella dice que no lo conoce personalmente, que era alguien que acudía siempre solo y que no se relacionaba con otros visitantes.

—¿No está identificado todavía?

—Nada, no se han atrevido a tocarlo hasta que no diéramos permiso o hasta que diera orden el juez que, por cierto, creo que ya está en camino.

—Pues entonces tenemos mucho trabajo por delante —suspira Leire—. Martina, tú vente conmigo a hablar con la archivera. Lamata, tú esperarás al juez para ponerte a su disposición, y ya sabes: nos tenemos que llevar bien con él. —El aludido asiente—. Y vosotros —dirigiéndose a Eli y a Cid—, os quedáis esperando a los de la científica y en cuanto salgan les sacáis toda la información posible y pasáis al escenario del crimen para ver lo que observáis. Nos vemos todos luego en la comisaría.

El equipo agradece unas órdenes tan claras y se disgrega. Leire busca a su segunda con la mirada, se sorprende un poco de lo feliz que parece de ir con ella, pero no le da más importancia, y bajan las dos al mostrador de la entrada, donde sigue siendo atendida la bibliotecaria.

Se encuentran a la mujer un poco más tranquila. Parece que el equipo del SUMMA ya no le hacen demasiado caso. Están charlando en un corrillo a su lado, quizá esperando a que alguien se haga cargo de ella para irse tranquilos. La bibliotecaria permanece sentada en uno de los sillones de detrás del mostrador —allí pasa muchas horas a lo largo de su jornada laboral— con la cabeza recostada en el respaldo y los ojos cerrados. Es una mujer relativamente joven que rompe el estereotipo de una bibliotecaria: su pelo, de color rosa, corto y peinado hacia delante, es lo primero que llama la atención, lo lleva dejando despejado un rostro agradable aunque quizá con más maquillaje del necesario; va vestida con pantalones anchos de lino, camisa blanca y un fular enrollado en el cuello. A pesar de estar sentada, es evidente su escasa altura, característica que intenta compensar con unos zapatos negros de gran plataforma para realzar su figura.

Las dos policías se colocan a su lado, y es la subinspectora la que se dirige a ella:

—Buenos días, nos gustaría hablar un momento con usted, si fuera posible.

La bibliotecaria abre los ojos, asustada por la voz que la saca del descanso. Por su gesto, Leire piensa que se había quedado dormida, es muy probable que los sanitarios la hayan sedado o tranquilizado con algún fármaco. La mujer mira a las dos policías, intentando entender quiénes son, o quizá qué hace ella allí, y no en su casa, saliendo de los brazos de Morfeo. Martina se da cuenta de su desconcierto y hace las presentaciones:

—Soy la subinspectora Rojas, y esta es la inspectora Sáez de Olamendi. Nos vamos a hacer cargo de la investigación.

—Hola… —dice algo perdida.

—¿Usted es? —sigue Martina.

—Eva… Eva Rosiñol. Soy la encargada de la biblioteca.

Leire se adelanta a su segunda y toma las riendas de la conversación:

—Hola, Eva. ¿Puedo tutearte?

La aludida asiente a la pregunta de la inspectora, aunque su mirada permanece en Martina.

—Perfecto, Eva —sigue Leire, atrayendo, ahora sí, la atención de la mujer—. Tenemos entendido que eres tú la que has encontrado el cadáver esta mañana. ¿Es así?

La bibliotecaria asiente en silencio, intentando evitar que vuelva a brotar el llanto que ya ha exhibido en demasiadas ocasiones a lo largo de la mañana.

—¿Te importaría repetirnos cómo ha sido, Eva? Entiendo que ya habrás hablado con los municipales, pero sabemos que la versión directa de un testigo siempre es mejor que la transcrita por un tercero. ¿Puedes hacer ese esfuerzo, por favor?

—Claro —responde ella con dificultad—. Esta mañana he llegado la primera, como siempre. Soy la encargada principal de esta biblioteca, y los lunes tengo que abrir y asegurarme de que esté todo recogido y a punto para los usuarios. Desde los recortes provocados por la crisis del coronavirus el fin de semana no viene personal de limpieza, por lo que mis compañeros y yo intentamos dejarlo todo preparado los sábados antes de cerrar; a pesar de eso, a mí me gusta dar una vuelta por todo antes de abrir. Esta mañana, cuando he llegado a la planta de arriba…

Tiene que hacer una pausa para ahogar un sollozo. Se nota que le cuesta rememorar otra vez la escena, y la mano de Martina sobre su hombro le hace saber que agradecen su esfuerzo.

—Estaba todo como siempre —consigue continuar—, nada fuera de lo normal hasta que he entrado al aseo… ¡Ha sido horrible! Ese hombre estaba allí tirado, retorcido… Con esos ojos desencajados…

La bibliotecaria, incapaz de aguantar más la entereza, hunde la cara entre sus manos; aun así, Leire decide obligarla a continuar. Sabe que es el momento en el que va a describirlo todo con más realismo; cuando más tarde vaya a prestar la declaración oficial, más mezclará escenas reales con otras magnificadas por el impacto emocional, y eso les aportará una interpretación sesgada de la realidad.

—¿Nada te llamó la atención antes de entrar al aseo, Eva?

La aludida niega con la cabeza.

—¿Estaba todo tal y como lo dejasteis el sábado? —insiste.

—Todo normal, inspectora, tal cual lo dejamos y como debería estar.

—Entiendo… ¿Conocías a ese hombre? ¿Venía habitualmente por aquí?

—Sí, venía de vez en cuando, y últimamente cada vez más. Se sentaba siempre apartado de la gente y, curiosamente, no cogía libros, solo se ponía a trabajar con su ordenador. Era un hombre muy discreto pero también muy correcto: siempre saludaba y siempre se despedía, pero poco más. Una de esas personas que parece que quieren pasar desapercibidas.

—Entonces imagino que sabrás quién es —pregunta Leire—, tendrá carné de la biblioteca.

—Pues supongo que no… —Eva Rosiñol intenta pensar—. Creo que nunca pidió ningún libro en préstamo. Solo venía, se sentaba con su ordenador y se iba. Nada más. De todas maneras, cuando tengan su nombre lo podemos comprobar.

—¿Aquí puede entrar cualquiera sin carné? —pregunta algo sorprendida Martina.

—Así es. A una biblioteca puede acceder quien quiera a hojear libros, leer la prensa, estudiar… Lo que quieran hacer siempre que respeten las normas. El carné solo hace falta para llevarse libros en préstamo.

—¿Y esta mañana no estaban sus cosas por ningún lado? —cambia de tema la inspectora—. ¿El ordenador ese con el que dices que trabajaba?

—Nada… ¡Solo él! —exclama, hundiéndose de nuevo, la bibliotecaria.

Las dos policías interrumpen sus preguntas para no presionarla más. Está claro que la funcionaria no puede aportar más información. Justo cuando van a despedirse de ella, de la planta superior bajan con sus maletines los agentes de la científica liderados por su jefe, que es el único que se para y se dirige a la inspectora:

—Ya hemos terminado, Leire. Ahí he dejado a tus chicos hurgando en nuestros restos, y a la espera del juez. Por cierto, por si quieres apuntarlo, aunque te mandaré el primer informe esta misma mañana, el difunto se llamaba Gabriel Coscullela Ros; para que vayáis tirando ya de algún hilo.

El inspector Vich dice esto y, sin dejar que Leire pregunte nada más, abandona la biblioteca detrás de su equipo con ese aire dinámico y jovial que ha sorprendido tan agradablemente a Leire.

Muerte en coslada

Подняться наверх