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Capítulo 3
ОглавлениеEl trayecto hasta Coslada, que según el navegador se debería hacer en veinte minutos, lo culminan en poco más de diez. Por la M40 Leire pasa algo de miedo debido a la velocidad que impone la subinspectora y, cuando se incorporan a la desviación que indica la salida al famoso estadio del Atlético o hacia Coslada y bajan la pronunciada cuesta que accede a la localidad, agradece que su compañera decida reducir la marcha.
El acceso no es precisamente bonito. Pasan por debajo de unas vías de tren que alojan varios vagones de transporte de mercancías y desembocan en otra rotonda; la cual, gracias a unas letras de granito, les indica que han entrado en Coslada.
Sin saber nada de su destino, les llaman la atención dichas letras, la gran bandera de España que preside el nombre de la localidad y lo cuidada que está la vegetación de esa rotonda, muy decorada en comparación con lo descuidado del acceso que acaban de atravesar.
Enseguida y sin que se lo tengan que pedir, Cid localiza en el navegador de su móvil la ubicación exacta de la Biblioteca Municipal y activa el manos libres para que Martina pueda seguir las indicaciones hasta su destino. Leire baja la radio y silencia la sirena. Martina se la pasa para que la guarde en la guantera delantera del coche.
La voz mecanizada que emite el teléfono de Cid les dirige hacia la inevitable avenida de la Constitución, presente en todas las poblaciones satélite de cualquier ciudad; la recorren en su totalidad y dejan atrás el Ayuntamiento y multitud de comercios que a esas horas ya bullen en actividad. Al final de la travesía llegan, cómo no, a otra rotonda, donde una gran escultura que representa el busto de una mujer desnuda de cintura para arriba parece vigilar su paso.
—Es «La mujer de Coslada» —lee Cid la indicación del mapa de su móvil.
Pero, quizá por defecto profesional, más que en la escultura se fijan en las instalaciones de la comisaría de la Policía Municipal que se encuentran a la espalda de dicha mujer.
—¡Vaya tela! —exclama Martina—. Si pilláramos nosotros ese edificio para nuestra comisaría. ¡Qué envidia!
Sus compañeros asienten en silencio, dándole la razón, y se lamentan de las diferencias de presupuesto que por desgracia ostentan los diferentes Cuerpos de Seguridad del Estado; de todos modos, como es algo que tienen asumido hace tiempo, no malgastan ni un minuto en tratar ese tema.
La subinspectora saca el coche de la rotonda hacia donde le ordena la sugerente voz del navegador y, nada más hacerlo, la presencia de varios coches de la policía local con las luces de sus sirenas encendidas y bloqueando el acceso a la calle por donde parece que tienen que ir les confirma que han llegado a su destino.
El equipo de policías se acerca con el BMW hasta la cinta policial que les impide el paso. Allí les detiene el gesto enfadado de un agente local, que visiblemente molesto se acerca a la ventanilla de Martina y, eso sí muy educadamente, se dirige a ellos:
—Buenos días, señoras —está claro que no se ha fijado en Cid, sentado detrás—, por aquí no se puede seguir.
Sin esperar respuesta, el policía local levanta la mirada hacia un compañero que controla la salida de la rotonda por donde acaban de acceder —y que les ha permitido pasar sin decir nada— y le chilla:
—¡Coño, Paco! ¡Corta ahí, joder, que ahora tienen que dar la vuelta por prohibido!
Leire se baja del coche y, antes de que se pueda dirigir al agente municipal, recibe una nueva reprimenda de este:
—¡Señora! ¡Espere a que le indique, no se me baje del coche aquí!
La inspectora saca su placa y se la planta delante al funcionario municipal; el cual, enfrascado en su tarea, tarda unos segundos en entender que está delante de una policía nacional. Leire le ayuda presentándose:
—Soy la inspectora Sáez de Olamendi. Vengo con mi equipo para hacernos cargo de la investigación.
El municipal vuelve a mirar el vehículo, extrañado de que no tenga ningún distintivo oficial, y solo parece confirmar la identidad de su interlocutora cuando ve a Cid, vestido con el uniforme corporativo. Se vuelve entonces hacia Leire y cambia radicalmente su actitud:
—Perdone, inspectora, es que al no ver nada en el coche… —enseguida echa mano de la radio y avisa a su superior—. Jefe, los de la Nacional están aquí, se los mando.
El agente levanta la cinta policial que les había detenido y espera paciente a que Leire vuelva a subirse al vehículo para avanzar hacia la zona acotada que les señala con la antena de la radio. Mediante esas señas les indica adónde tienen que dirigirse, vuelve a bajar la cinta policial y se da la vuelta para volver a increpar al tal Paco que, según su opinión, no está haciendo bien su trabajo.
Martina acerca el BMW hasta donde les ha dirigido y lo estaciona a los pies de un señor menudo, trajeado, visiblemente estresado, y a quien, por su manera de dirigirse a los demás, identifican como el jefe aludido por quien les ha permitido pasar. Los tres policías nacionales se bajan del coche y se quedan delante de su nuevo interlocutor. Este, sin tener claro a quién de las dos no uniformadas tiene que dirigirse, les habla en plural.
—Soy el subinspector Díaz, de la Policía Municipal de Coslada. Me van a perdonar, pero el inspector no se encuentra hoy aquí y soy yo el encargado de recibirles.
Leire se adelanta a sus compañeros:
—Hola, subinspector. Soy la inspectora Sáez de Olamendi, encargada del caso. —Y, sin ganas de dilatar más las presentaciones, va directa a su objetivo—: ¿Nos diriges?
El subinspector Díaz la mira de arriba a abajo con poco disimulo, mostrando extrañeza, quizá porque se había hecho otra idea del responsable que se iba a encargar del muerto aparecido en su territorio. Hace un gesto de evidente resignación y, consciente de que eso no le incumbe, decide seguir con la misión que le han encomendado sus superiores directos:
—Por supuesto. Acompáñenme por aquí, por favor.
Gira sobre sí mismo y, mientras habla por la radio que sostiene en su mano derecha, echa a andar en dirección al edificio de enfrente.
Leire le sigue en primer lugar y, ya a la entrada a la biblioteca, hace una señal a Martina para que la acompañe dentro, le pide a Cid que espere allí la llegada de sus compañeros junto al inspector de la científica, para que les pueda franquear el acceso hasta la escena del crimen.
La inspectora, pendiente de todo, se hace una rápida composición del lugar antes de entrar. El edifico está bien señalizado con unas grandes letras corpóreas colocadas en la parte superior que indican que es la Biblioteca Municipal de Coslada. Es una construcción moderna, de dos alturas además de la planta baja, acristalada casi en su totalidad y perimetrada por una valla de hormigón que, desde donde se encuentran, solo permite el acceso al interior por la entrada principal. Es un bloque aislado de los colindantes, con zonas verdes a su alrededor, excepto por uno de sus flancos en el destaca otra edificación decorada con una curiosa pintura, muy colorida, y que se le antoja como una pobre imitación de un cuadro de Miró.
Una vez en el interior de la biblioteca —porque el subinspector Díaz no les da tiempo a que fuera observen nada más— se encuentran con una decoración austera y unos espacios excesivamente amplios y muy bien iluminados gracias a la claridad que dejan pasar los enormes ventanales. La inspectora no se había imaginado un espacio tan atrayente para alojar un templo de la lectura.
Entre la nube de policías que protege el lugar, Leire se fija en una mujer sentada detrás del mostrador de recepción: claramente abatida y agitada, intenta serenarse con los cuidados de dos sanitarios del SUMMA1. No puede pararse a ver más si no quiere perder la pista del subinspector Díaz, quien, cual camarero guiando a sus clientes hacia la mesa reservada, parece que lleva prisa y no se detiene ante nada, ni siquiera para comprobar si sus invitadas le siguen.
Por una ancha escalera ascienden a la planta superior, donde comprueban que el acceso a las salas de lectura está perfectamente controlado, ya que no hay nadie al otro lado de la cinta policial puesta justo al final de los peldaños. Por fin, el subinspector Díaz detiene su andadura para, algo jadeante, dirigirse a las policías nacionales:
—Aquí es.
Y, tras recuperar un poco el aire que le falta por las prisas, sigue explicando:
—Tras comprobar que estaba muerto, hemos aislado la planta. De todos modos, a estas horas de la mañana no creo que haya pasado nadie antes que nosotros; salvo la bibliotecaria, claro, que es quien nos ha avisado.
Leire y Martina observan la sala mientras el municipal sigue relatando:
—El cadáver está en el cuarto de baño —señala una puerta cerrada—. No hemos encontrado nada más, ni objetos personales ni nada que no debiera estar aquí.
La estancia, efectivamente, está como debería estar: sillas, mesas y libros perfectamente ubicados en su sitio; incluso los carros, destinados a almacenar los ejemplares pendientes de distribuir en sus estanterías, vacíos y perfectamente aparcados junto a una pared, donde no molestan el paso de nadie. La puerta del aseo que les indica el subinspector Díaz permanece cerrada, presumiblemente guardando la intimidad del difunto que está tras ella y a la espera de que las dos policías nacionales descubran lo que hay.
Leire está deseando pasar a la escena del crimen, pero no podrá hacerlo hasta que no llegue el inspector de la científica; sabe que ya han pasado por allí la bibliotecaria y los policías que hayan acudido ante la denuncia de esta, por lo que la contaminación de la escena y la destrucción de pistas ya habrá sido suficiente como para que ellas la incrementen aún más. Mientras se ven obligadas a esperar, Leire pide al subinspector que le explique los acontecimientos acaecidos allí esa mañana.
—Nosotros hemos recibido la llamada de la bibliotecaria a primera hora, serían pasadas las ocho y media. Por lo visto, ella ha llegado pronto, como dice que suele hacer últimamente, porque los recortes de personal la obligan a hacer tareas que antes no ejecutaba. Nos ha dicho que siempre es la primera en llegar y que se encarga de comprobar si sus compañeros del turno anterior lo han dejado todo en perfecto estado para los usuarios de la biblioteca. Los lunes como hoy, al estar cerrado desde el sábado a mediodía, hace una ronda más exhaustiva. En esa ronda es cuando se ha topado con el cadáver. Ha debido de pasarlo fatal hasta que ha conseguido llamarnos. Aunque hemos tardado menos de diez minutos en llegar, nos la hemos encontrado aquí en esta planta, sentada en el suelo delante de la puerta cuarto de baño y con una crisis de ansiedad de la que, como habéis visto abajo, todavía no se ha recuperado.
—¿Os ha contado qué es lo que ha visto? —interviene Leire.
—Nos lo ha contado, y lo hemos comprobado —responde el subinspector extrañado por la pregunta—. Lógicamente, los agentes que han respondido a la llamada, cuando han conseguido entender lo que les decía la bibliotecaria, han pasado a la escena del crimen. Ahí dentro —lo dice señalando con la cabeza una vez más a la puerta cerrada del baño— hay un hombre retorcido.
—¿Perdón? —la inspectora se extraña de la expresión usada por el municipal.
—Es como si hubiera muerto con espasmos —continúa este—. Su postura resulta artificial: tiene la espalda arqueada hacia atrás, con una postura tensa… no sé cómo explicarlo, mejor que lo vean ustedes mismos.
—Lo veremos, pero debemos esperar a los de la científica, que estarán a punto de llegar. ¿Podemos mientras…?
Ella no puede terminar la frase porque una voz que derrocha gran energía le hace girarse y centra toda su atención.
—¡Hola, hola, hola!
El pequeño grupo se vuelve y ven llegar a Cid, Lamata y Eli, acompañados de otro hombre: más bajo que ellos pero mucho más vivo en movimientos, pelo escaso, moreno y peinado hacia atrás; sus oscuros ojos no pueden evitar fijarse en todo lo que les rodea; va vestido elegantemente con pantalón de pinzas y una pulcra camisa blanca, completa su atuendo un voluminoso maletín metálico cogido con su mano izquierda, con el que les ha saludado de esa peculiar manera. Leire se imagina que es Carlos Vich, el inspector de la científica, pero no le da tiempo a confirmarlo, ya que él mismo se presenta a la vez que le estrecha firmemente la mano que tiene libre.
—Tú debes ser la inspectora Sáez de Olamendi, ¿no? He oído hablar mucho de ti. ¡Eres la Agatha Christie del asesinato en el tren! ¡Qué pasada! Enhorabuena por aquel caso, compañera.
—Y tú debes ser el inspector Vich, de la científica —confirma Leire respondiendo al saludo y manteniendo la presión del apretón de manos—. Puedes llamarme Leire si quieres —le facilita el trato como policías del mismo rango que son.
—Claro que sí. Leire, mucho mejor —responde jovial el inspector Vich—. A mí llámame Carlos, o Sabueso, que estos se piensan que no conozco mi mote —añade soltando la mano de la inspectora y dando con ella una palmada cariñosa a la gran espalda de Cid.
—Carlos, mejor —decide Leire—. ¿Te han puesto al día mis compañeros?
—¡Y estoy deseando pasar ahí dentro! Tienes un equipo excelente, compañera, y para colmo lo vas a completar con los mejores de la científica, a quienes lidero y que están a punto de llegar. Pero mientras viene mi caballería, si te parece, vamos a ir echando un vistazo ahí dentro.
Al tiempo que dice esto, el inspector Vich deja su maletín en el suelo, lo abre y saca de su interior dos bolsas de plástico que contienen sendos equipos completos de aislamiento para poder acceder al escenario del crimen sin contaminarlo. Entrega uno a Leire, y ejecutan los dos el ritual de colocarse el mono de plástico, calzas, guantes y hasta un gorro que a él le cubre con facilidad el escaso cabello —a la inspectora le cuesta más colocárselo—. Una vez preparados, el Sabueso completa su atuendo con una pequeña cámara de fotos y, visiblemente contento, se dirige a Leire:
—Los pequeños detalles siempre son importantes —explica señalando la cámara de fotos—. ¿Vamos?
1 El SUMMA 112 tiene asignada la misión de la atención sanitaria a las Urgencias, Emergencias, Catástrofes y Situaciones Especiales, en la Comunidad de Madrid.