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Capítulo 1

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Leire vuelve agotada a su casa. Aunque ya se ha vuelto a poner en forma tras haber padecido la infección por el coronavirus —se contagió nada más llegar a Madrid—, su capacidad pulmonar ha quedado algo mermada y, si fuerza algo más de lo debido su carrera matinal, nota que se cansa antes; claro está que no tiene el mismo fondo de siempre. Además, debido al retraso en la reestructuración de los equipos en la comisaría realiza menos actividad física que de costumbre y dedica prácticamente toda su jornada laboral a tareas administrativas. A pesar de todo, consciente de que su situación en la comisaría es temporal y de que mantener un buen estado físico es imprescindible, cada mañana sale a correr por el Parque del Oeste, intentando esforzarse algo más cada día.

Cuando vuelve al pequeño apartamento que tiene alquilado en la calle Conde de Lemos, en pleno centro de la capital, lo primero que hace es quitarse las zapatillas deportivas y despertar a Carmelo: el gato persa que, precisamente el primer día que salió a correr por la zona, recogió de un cubo de basura y que rara vez se digna a madrugar tanto como su adoptante. Después, prepara el cuarto de baño para darse una buena ducha y por fin tomar ese café que ansía desde que ha sonado el despertador, a las seis de la mañana. Deja la cafetera puesta y, justo cuando está entrando en la ducha para abrir el grifo del agua, la canción de los Rolling Stones que emite ruidosamente su teléfono móvil anuncia que tiene que abortar la consecución de tan grato objetivo. Leire protesta lo justo en silencio. Mantiene un recato innecesario al estar sola en casa y se pone el albornoz para no salir desnuda a responder la llamada:

—¿Sí?

—Inspectora… —al otro lado de la línea suena la inconfundible voz de su superior, el inspector jefe Roberto Puig—, no te habré despertado.

Leire sonríe para sí misma. Seguramente, si en ese momento su jefe la viera, estaría más cohibido.

—No se preocupe, jefe, me estaba preparando para salir hacia la comisaría.

—Pues perfecto, porque esta mañana te necesitamos pronto por aquí. Entonces, no te entretengo con explicaciones. Avísame en cuanto llegues.

El inspector Puig corta la llamada antes de que Leire pueda preguntar nada.

La inspectora aún conoce poco a su superior, pero por lo que dicen de él ya sabe que es parco en palabras y que siempre va al grano, por eso no le extraña que le haya dejado con la duda sobre el motivo de su llamada. Además, sin haberse dado todavía esa ducha reconfortante, se alegra enormemente de lo que acaba de escuchar. ¡Por fin la necesitan! Desde que se incorporó a trabajar en su nuevo destino, la comisaría de la calle Leganitos, en el distrito Centro de Madrid —dicen que la que tiene más trabajo de toda España—, no le habían asignado ningún caso. El caos que provocó la maldita crisis sanitaria del coronavirus hizo que todos los planes de ajustes de personal y formación de nuevos equipos de investigación —los que la trajeron a ella desde su comisaría de origen, en Logroño— se quedaran paralizados. Cierto es que la situación ha cambiado mucho y que por fin se están recuperando rutinas perdidas por la pandemia; ahora, en el mes de octubre de 2021, la vacunación masiva de la población, unida a la famosa inmunidad de rebaño por fin alcanzada, está haciendo que la vida haya vuelto poco a poco a la normalidad: ya se puede estar en sitios cerrados sin la mascarilla puesta y trabajar en equipo, unos a lado de otros. Con esos recientes avances en la vida cotidiana, Leire esperaba impaciente su incorporación plena como inspectora de la Policía Nacional que es. Hasta el momento, su jefe nunca la había reclamado, y lo único que eso podía significar era que le iban a ofrecer una investigación.

La inspectora se siente tan eufórica que la ansiada ducha y el desayuno duran bastante menos de lo previsto. Carmelo, ajeno a la vida fuera del pequeño apartamento, no celebra las evidentes prisas de Leire y reclama con insistencia su dosis diaria de mimos y comida. Leire, después de tanto tiempo delante del ordenador y volviendo todos los días sola a su domicilio, ha tomado la costumbre de hablar con su gato:

—¡Carmelito, qué contenta estoy! Al fin parece que mi situación va a cambiar. ¡Voy a volver a salir a la calle! ¡Estoy harta de tanto papeleo!

Ante la indiferencia del felino, quien viendo que ella se prepara para salir sin hacerle caso y sin la más mínima esperanza de caricias se ocupa afanosamente de dar buena cuenta de su comida, Leire termina de arreglarse. Se embute en sus ajustados vaqueros negros, se pone su camiseta de Desigual favorita, coge la cazadora de cuero también negra y se calza las sempiternas deportivas Asics, esta vez de color amarillo fosforito. Satisfecha de la imagen que le devuelve el espejo, sale disparada hacia la comisaría.

Los escasos diez minutos andando que la separan de su lugar de trabajo se le hacen eternos. A pesar del cansancio por la actividad deportiva de la mañana, le habría gustado hacer el trayecto corriendo, pero no quiere llegar sudada y, además, prefiere no mostrase demasiado ansiosa ante su jefe. Se controla y mantiene el paso intentando disfrutar de la vista del Palacio Real, del Teatro de La Ópera y del resto de los edificios típicos del Madrid de los siglos xviii y xix.

Cuando por fin llega a la comisaría, accede por una de las puertas laterales para evitar entretenerse y, sin pararse a saludar a nadie, va directa al despacho del inspector jefe Puig. En el ascensor se distrae pensando en el mejor modo de saludar a su superior; no sabe si hacerlo con respeto jerárquico o con familiaridad de colegas, y en esas está cuando, ya delante de la puerta del despacho y justo antes de animarse a entrar, le llama la atención otra policía que parece estar esperándole.

—¿Inspectora Sáez de Olamendi? Es usted, ¿verdad?

Leire observa un instante a la compañera que la reclama: acento andaluz, más o menos de su edad —no puede evitar pensar que más bajita y gordita—, pelo moreno, liso, corto y de estilo informal. La mujer la mira, esperando su respuesta, con sus grandes ojos marrones fijos en los suyos y muy abiertos.

—Efectivamente, soy yo —responde la inspectora, y se queda a la espera de que le explique por qué ha interrumpido la entrada a su ansiado destino.

—¿Qué tal? —continúa la policía con naturalidad—. Soy la subinspectora Rojas, y creo que vamos a trabajar juntas.

«Una compañera», piensa Leire, «el día no puede ir mejor».

—Pues encantada, subinspectora Rojas. ¿Entras entonces conmigo?

—Martina —responde ella.

—¿Perdón? —se extraña Leire, que no entiende la respuesta.

—Mi nombre. Me llamo Martina. Si me llamas subinspectora Rojas, me temo que no me voy a dar por aludida ni la mitad de las veces que lo hagas, y no porque no me reconozca en mi categoría profesional, que demasiado me ha costado llegar a ella, sino porque a mí todo el mundo me llama así, Martina, y es como mejor respondo… Si no te importa eso, ni que te tutee, claro.

La verborrea de la andaluza deja a Leire descolocada por un momento. Se supone que los subordinados deben tratar de usted a sus superiores, y esta que dice que va a ser su nueva compañera ha empezado saltándose tal regla no escrita. Leire se acuerda de su antigua jefa en Logroño, la inspectora Millán, y de lo mucho que le agradecía que le permitiera un trato de igual a igual, relajando la jerarquía entre ellas; eso les permitió trabajar mucho mejor y además nunca supuso que Leire se olvidara de quién daba las órdenes. Decide entonces imitar a su jefa riojana y dar esa facilidad a su nueva subinspectora:

—De acuerdo pues, Martina, pero con la condición de que entre nosotras soy Leire, y en público la inspectora Sáez de Olamendi. ¿De acuerdo?

La sonrisa de Martina hace entender la aceptación de las condiciones de su jefa, al mismo tiempo que redondea todavía más su cara.

—¿Entramos entonces? —insiste Leire.

—No. De hecho, te estaba esperando para acompañarte al despacho del superjefe. Nos han citado allí.

—¿Del comisario? —se sorprende Leire.

—El mismo, el gran comisario Beltrán López de Ayala. ¡Debe tratarse de algo gordo!

Martina guiña un ojo a la inspectora y se echa a andar por los pasillos saludando a muchos más policías de los que conoce Leire. Esta la sigue, intentando no parecer sumisa, y levanta la mirada ante quienes responden al saludo de Martina. Admira su desparpajo. Viéndola, Leire ansía sentirse realmente integrada en la comisaría, aunque sabe que para ello todavía ha de pasar un tiempo y debe demostrar su valía.

Por fin suben a las plantas superiores del edificio hasta acceder al lugar de trabajo del director de aquella miniciudad, y se plantan delante de la puerta del despacho del comisario. Antes de entrar, Martina se echa a un lado y otorga los honores a su jefa —acto que le gusta a Leire y le confirma que la subinspectora sabe quién es quién en aquella nueva relación—. Se lo agradece y es ella la que llama educadamente a la puerta y espera el permiso antes abrirla.

—¡Adelante! —brama una voz enérgica y apresurada desde dentro.

Las dos policías se miran, intentando forjar un poco más su nueva complicidad antes de afrontar el reto que les van a plantear, y entran decididas al despacho. En el interior, Leire reconoce al instante al orondo inspector jefe Roberto Puig; el cual está sentado delante de una mesa presidida por quien debe de ser el comisario: un señor cercano a la jubilación, con un pelo cano que solo le tapa los laterales de la cabeza, algo pasado de peso y vestido con camisa blanca remangada hasta los codos y corbata azul. Él se levanta, y se acerca a las policías invitándolas a entrar:

—Buenos días, inspectora —se dirige a Leire sin dudar sobre si es ella o Martina la que ejerce el cargo—, estaba deseando conocerte. Siéntate por favor.

Le señala una de las dos sillas vacías que están al lado de la del inspector jefe y, después se dirige a Martina con la misma educación para que se acomode en la otra silla. Cuando ya están las dos ubicadas, el comisario se apoya en el tablero de la mesa, sin pasar a su asiento, seguramente para evitar barreras físicas entre él y sus subordinadas, y prosigue con los prolegómenos de la conversación, dirigiéndose directamente a Leire:

—Por fin nos conocemos personalmente. Recuerdo que hablamos al inicio de tu accidentado viaje de llegada a Madrid. Luego, el inspector jefe me puso al día de todo lo acontecido y de cómo resolviste el caso.

Leire se recuerda al detalle de aquel incidente. Fue su primera —y extraña— investigación como inspectora de la Policía Nacional. Yendo en el AVE desde Zaragoza se vio sorprendida por unas muertes dentro del propio tren. Iba a pedir ayuda a su llegada a Madrid, pero el hecho de que uno de los pasajeros fuera positivo a la infección por coronavirus se lo impidió: le tocó aislarse con el resto de los viajeros, afinar su ingenio para resolver los crímenes y desenmascarar al asesino que viajaba con ella; todo antes de llegar al destino.

—¡Al más puro estilo de Agatha Christie! —continúa el comisario.

No es la primera vez que le hacen tal alusión, pues el caso tiene gran similitud con el de la novela Asesinato en el Orient Express.

La inspectora no sabe qué decir. El comisario se percata de ello y, seguramente acostumbrado a que sus subordinados le escuchen sin intervenir demasiado, no tiene problemas en dirigir el rumbo de la conversación hacia el motivo que desea tratar:

—Con tu ingreso hospitalario posterior por la infección del coronavirus, mi propia enfermedad y cuarentena posterior, y el jaleo de personal que nos ha supuesto la pandemia, no he tenido hasta ahora el placer de felicitarte por ese trabajo, pero quiero que sepas que estaba deseando verte en persona y hacerlo. ¡Menos mal que ya podemos movernos con naturalidad! Estaba hasta las narices de la mascarilla y los aislamientos.

—Se lo agradezco mucho, comisario —responde tímida Leire.

—De todas maneras, entenderás que hoy no te he llamado para hablar de esto.

—Me lo imagino. Usted dirá. Estamos a su disposición —Leire usa el plural para incluir a su compañera en la conversación, acto que a la subinspectora le agrada.

—Al grano, entonces —el comisario se levanta y da la vuelta a la mesa para ocupar de nuevo su puesto habitual—. Sabréis que estamos terminando de reorganizar el equipo de la comisaría. Empezamos antes de la pandemia, pero tuvimos que paralizarlo porque aquí ha tenido que trabajar todo el mundo haciendo de todo… Ha sido una locura.

—Somos conscientes de ello, no se preocupe —responde Leire para demostrar que comprende la situación, pues ella misma ha estado haciendo tareas administrativas desde que se reincorporó después de su baja.

—Pues bien, como suele pasar, un muerto ha acelerado la situación. La gente se empeña en resolver a su manera los problemas, y no hacen más que dificultar nuestro trabajo.

El comisario lo dice transmitiendo cansancio, seguramente fruto de los años que lleva en el cuerpo y de la evidente cercanía de su retirada. Sin decir nada más, da paso a su segundo, el inspector jefe Puig, quien toma la palabra:

—Nos han llamado los compañeros de Coslada. Por lo visto, esta mañana han encontrado un fiambre en la biblioteca. Ellos también están sufriendo los reajustes provocados por el exceso de trabajo y no tienen efectivos suficientes para atender el caso.

Leire atiende las explicaciones de su jefe inmediato mientras internamente siente respeto ante lo que le encargan. Se ve, por fin, ante la tarea de dirigir una investigación, pero con la responsabilidad que le supone su estreno y sabiendo que aún no dispone de equipo ni de lugar fijo de trabajo dentro de la comisaría. Es el momento que lleva tanto tiempo esperando, pero para el que —fruto de su alta exigencia interna— nunca se ve suficientemente preparada. Le vienen a la cabeza todos los miedos que la inundaron cuando, recién conseguido el cargo de inspectora en Logroño, le surgió la posibilidad de pedir el traslado a Madrid. Fue consciente de que dejar su puesto —donde estaba cómoda, conocía a sus compañeros y no había sobrecarga de trabajo— para incorporarse a una comisaría con tan alto nivel de trabajo y complejidad, implicaba mucha más responsabilidad, y eso lógicamente le generó grandes dudas. Entonces ella, que siempre ha sido muy estricta consigo misma, aún sabiendo que no tenía bastante experiencia para dirigir a su propio equipo, y desoyendo los consejos de su propia madre, aceptó presentarse al puesto. Todavía no sabe bien si lo hizo solo como oportunidad profesional o también como vía de escape a su acomodada vida en una provincia en la que no se le ofrecían muchas más posibilidades de crecimiento personal.

—Así que nos encargamos nosotros —la voz del inspector jefe trae de nuevo a Leire de vuelta al despacho del comisario—, que para eso estamos: para comernos los marrones ajenos.

Ante el silencio de Leire, es la subinspectora la que se atreve a intervenir:

—Lo que usted mande, inspector jefe.

La inspectora se sorprende al escuchar la voz de su nueva compañera y entiende que tendría que haber sido ella la que demostrara esa atención y disposición. Se promete a sí misma no volver a distraerse con sus pensamientos y, para manifestar más interés, cambia de postura corporal estirando la espalda y echándose un poco hacia delante, intentando transmitir total atención a las siguientes órdenes. El inspector jefe, mirándola fijamente a los ojos y evaluando seguramente su actitud, le tiende un folio en el que hay impreso el texto recibido en un correo electrónico.

—Aquí está la dirección donde tenéis que presentaros. Tienes el tiempo justo para conocer a tu nuevo equipo, que ya te espera en una de las salas de reuniones de homicidios, y salir pitando hacia allí. A tu mano derecha ya la has visto, y es ella la que te ha ido preparando el terreno —lo dice señalando a Martina.

—A sus órdenes, inspector jefe. No se preocupe, nos ponemos a trabajar inmediatamente —Leire lo dice sin mostrar ninguna duda de su predisposición.

—Por cierto, para ahorrarnos palabras llámame «jefe», que el título es muy largo y, a partir de ahora, vas a tener que dirigirte mucho a mí.

Dicho esto, Roberto Puig se dirige a la puerta del despacho para facilitar a las dos mujeres la salida.

Leire y Martina abandonan sus asientos al mismo tiempo, saludan con un gesto al comisario y se disponen a irse cuando les interrumpe la voz del saludado:

—Suerte, inspectora —la aludida se da la vuelta y lo ve afable detrás de su escritorio—. Os hemos hecho venir a mi despacho para conoceros personalmente y desearos lo mejor en esta comisaría. Aunque vuestro superior inmediato es Roberto, y no podéis tener otro mejor, me tenéis a vuestra entera disposición. Tened cuidado ahí fuera.

Las dos mujeres agradecen las palabras del director de aquel gran entramado policial y, sin más dilación, se dirigen a su nueva ubicación dentro de la comisaría. Como única información llevan impresa la dirección de donde ha aparecido el muerto.

Muerte en coslada

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