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Se imagina antes de leer, se lee para seguir imaginando.

El escritor lee para escribir, y cuando escribe lo que escribe es porque se lee a sí mismo para precisar el modo en que quiere ser leído, cosa que no ocurre nunca o nunca ocurre del todo porque el lector también tiene su participación en el asunto.

No fui un niño precoz ni aprendí a leer solo. Antes de la iniciación escolar, mi madre me compraba revistas de historietas y yo veía los globos de diálogo como coágulos indescifrables. Cada historieta parecía una narración hecha con elementos inmutables –los personajes dibujados–, que se sometían a las aventuras que yo les imaginaba.

Esa libertad para construir mi propio relato acabó cuando comencé a leer sin darme cuenta de que lo hacía. Primero el aprendizaje del alfabeto, luego su organización en sílabas. En la escuela se daba por hecho que el resultado de esas combinaciones era el conocimiento automático de la lectoescritura, pero, aun habiéndolas aprendido, no las aplicaba. Sabía leer pero no leía. Hasta que un día la comprensión cayó sobre mí. Fue durante un domingo: la familia despertaba tarde y yo, al abrigo de la cama, los esperaba mirando la sucesión de estampas de mis revistitas, siguiendo mi propia historia con Linterna Verde, Batman, Superman, Jor El, Robin, Superniña, cuando, de pronto, las consonantes y vocales comenzaron a agruparse en palabras en cada globo de diálogo, cada escena comenzó a tener un sentido fijo y la sucesión de escenas tomó una lógica narrativa única y propia, anterior a la mía, y un invariable resultado final. Fue una iluminación reveladora y decepcionante, un éxtasis y una amputación.

A partir de entonces, escribir fue sujetarme a las condiciones de esa libertad de invención que oscila siempre entre la voluntad de exceso y la sensación de impotencia. En los comienzos, el deseo de escribir era tan fuerte que anulaba la posibilidad de hacerlo; cada palabra efectivamente puesta funcionaba menos como desarrollo de una continuidad que como limitación de ese anhelo. La mística acuna el sueño de una palabra que lo contenga todo, y esa palabra se cumple en el silencio. ¿Brillan las palabras? Para mí, el brillo era la palabra ajena, la obra de los otros escritores, lo inimitable que no se podía tomar. A eso se sumaba que la avidez de lectura, el continuo devorar de libros (al menos tres por día) no me volvía más sabio, técnicamente hablando. Por las noches terminaba con dolor de cabeza, abombado. Si tuviera que adelantar una conclusión, diría que escribí para enseñarme a leer, restituyendo en la tardanza lo que no aprendí en la fascinación de los primeros descubrimientos. En realidad, es una tarea ardua, que tal vez ocupe toda una vida: volver a traer a la luz lo que no pudo verse o lo que uno se ocultó a sí mismo que veía. Escribir es ordenar la biblioteca, es decir, repasar la historia de nuestras lecturas. La literatura leída como una colección de piezas dispersas, hundidas entre las capas de polvo y falso olvido que acumula el tiempo; la escritura como una arqueología que hace aflorar lo olvidado de lo leído para que ese tesoro adquiera el resplandor inicial que la vista estrábica del escritor no detectó en la primera mirada, pero que sin embargo supo preservar para cuando pudiera usarlo.

Pese a todo, hay un aprendizaje, pero no se trata de un dispositivo instrumental sino de un modo de selección, opaco para uno mismo.

De pronto se libera una zona, lo imposible cede. Entonces, a esa biblioteca a medias material y a medias mental, se agregan los libros que uno escribe.

Un resplandor inicial

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