Читать книгу Un resplandor inicial - Daniel Guebel - Страница 13

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Tengo dos comienzos de novela favoritos. Uno es el de Moby Dick, en traducción de Enrique Pezzoni: “Pueden llamarme Ismael. Hace unos años –no importa cuántos, exactamente–, con poco o ningún dinero en mi billetera y nada de particular que me interesara en tierra, pensé darme a la mar y ver la parte líquida del mundo”.

El otro (en traducción de Manuel Bosch Barrett), dice así:

Yo, Sinuhé, hijo de Senmut y de su esposa Kipa, he escrito este libro. No para cantar las alabanzas de los dioses del país de Kemi, porque estoy cansado de los dioses. No para alabar a los faraones, porque estoy cansado de sus actos. Escribo para mí solo. No para halagar a los dioses, no para halagar a los reyes, ni por miedo del porvenir ni por esperanza. Porque durante mi vida he sufrido tantas pruebas y pérdidas que el vano temor no puede atormentarme y cansado estoy de la esperanza en la inmortalidad como lo estoy de los dioses y de los reyes. Es, pues, para mí solo para quien escribo, y sobre este punto creo diferenciarme de todos los escritores pasados o futuros.

Quizá la transcripción de este segundo comienzo sirva para comprender por qué su lectura me atrapó de inmediato. Tal vez fue la mención del cansancio, la sugerencia de una sabiduría que se ha despegado de todo y corteja el fin me prometía el acceso a orbes de conocimiento a futuro. Tal vez, lo que me atrapó (y atrapó a muchísimos lectores antes que yo) fue el “escribo para mí solo”, ese aire de confesión y soliloquio, de contarse el cuento a sí mismo, que me traía la promesa de espiar en lo ajeno. O quizá, simplemente, me regalé una rosa ajena, la rosa de Oriente, y cuando leía “escribo para mí solo”, yo traducía “leo solo para no estar aquí, en las arenas de Miramar, sino en las arenas donde surgieron las civilizaciones antiguas, alejado de esta feria grasienta, que se arracima en carpas (como beduinos sedentarios) lamidas cada tarde por las aguas del Océano”. La adolescencia es tumultuosa, la edad de los grandes descubrimientos. No es extraño, entonces, que avanzara a grandes trancos devorando la novela, sustraído del mundo y, al mismo tiempo, temiendo que la lectura se agotara antes de la culminación de ese insoportable veraneo.

El departamento vacacional era minúsculo. Mis padres dormían en su cuarto. Mi hermana, la empleada doméstica, de nombre Dorila, y yo, en el otro. Dorila era cerrada, morena, amplia, correntina, silenciosa al punto de no decir palabra, y daba la impresión de ser sorda, porque no parecía entender el mensaje más elemental cuando le hablaban. Se acostaba a dormir después de lavar los platos de la cena. Como yo leía también de no­che, usando para eso la luz discreta del velador, co­menzaba mi lectura una vez que mi hermana y Dorila se dormían. Allí, durante una de esas noches, quizá la segunda o tercera después de haber empezado Sinuhé, el egipcio, me encontré con el personaje central de la primera parte: la cortesana Nefer, tan inolvidable por su arte amatorio y por los encantos de su palabra envolvente que, tras conocerla, los hombres no pueden evitar la repetición de su nombre. Así, Nefernefernefer seduce a Sinuhé, lo priva de la castidad que el joven aspirante a sacerdote le debe al culto de su dios Amón, y tras revelarle los deleites del cuerpo, le cobra el precio de la pasión, conduciéndolo a la ruina.

Con la violencia de los funcionamientos elementales, Nefernefernefer encarnó para mí, arrebatadoramente, los riesgos de una mujer fatal. Aquella noche, al descubrirla, la amé y la odié y no pude hacer nada para evitar que Sinuhé cayera en lo más bajo, impulsado por el deseo por ese cuerpo esquivo y cubierto por lino real que dejaba entrever la desnudez de esas formas largas y perfumadas, las de esa mujer que se burlaba de él y no lo amaba. Aquella noche conocí, mejor que con los cuentos de Poe, la tentación y el terror, cifrado en la figura y el nombre de la sacerdotisa de Bastet, la diosa de rostro de gato.

Desvelado, avancé con mi lectura hacia el amanecer, y apenas empezaba a cabecear cuando, ya abriéndose la mañana, escuché un roce de sábanas y vi que Dorila se levantaba de su cama tratando de no hacer ruido, lanzaba una mirada en mi dirección (entrecerré los ojos fingiendo estar dormido) y luego se quitaba, despacio y sin hacer ruido, el camisón. Estaba desnuda y su cuerpo era más pleno y contundente que los cuerpos apenas cubiertos que veía en la playa; las caderas amplias, el vello púbico abundante; entre sus pechos llenos, morenos, de areolas violáceas, colgaba una cruz de oro que evocaba el signo de Atón. La revelación me golpeó el pecho, me dejó una sed sin alivio.

Dorila se inclinó y buscó su ropa interior, se vistió y fue a preparar el desayuno.

Ahora que voy acercándome a la edad que Sinuhé parecía tener cuando se consideró próximo a su fin y se puso a contar sus historias, me doy cuenta de que releí la novela más veces que, por dar un ejemplo, Madame Bovary. Quizá se trate solo de fidelidad a un modelo narrativo donde se alienta la ilusión de que un personaje puede vivir muchas vidas sucesivas. Eso, que encontré en Sinuhé, el egipcio, con suerte se nota en La perla del emperador, El perseguido y El absoluto. Después de todo, no siempre son los mejores libros de los que más aprende un escritor, sino de los que se sirve para hacer su propia obra. Pasan los años y de golpe siento el impulso de volver a sus páginas, negándome a aceptar la evidencia de que parte del goce inicial se consumió, aunque en la relectura siga disfrutando, tanto como la primera vez, de la intimidad de esa voz que narra el sentido general de un mundo que no comprende, y no deje de exasperarme su porfiada apuesta por una causa perdida de antemano. También siguen divirtiéndome las réplicas agudas del esclavo Kaptah (¿Kafka?), y me compadezco de Sinuhé cuando debe arrojar los cadáveres de sus padres a la fosa de natrón porque perdieron el derecho a su destino inmortal, luego de que el hijo cediera sus tumbas en el Valle de los Muertos a cambio de una noche de placer fugaz con Nefernefernefer.

Hace unos meses, era invierno, me detuve a mirar un sauce eléctrico; sus retorcidas ramas secas se entrelazaban y abrían en distintos rumbos. “No hay ni puede existir una novela de trama tan compleja y tan abierta como este dibujo”, pensé, y deseé de inmediato sentarme a escribirla. Uno puede soñar con una novela ramificada e infinita, pero hay un abismo entre deseo y realización, entre intención y resultado, y ese abismo no siempre es señal de una derrota. Tiempo después de aquel momento, una noche de insomnio me asomó a vértigos de destrucción que me pasearon en andas por lo oscuro. Cuando amanecía, cuando vi que había sobrevivido hasta la luz del nuevo día, me sobrevino un momento de calma y dormí, o mejor, caí en el sueño. Fue un rato de nada, un alivio, y desperté de un salto: ella había vuelto a mí, como si algo me abofeteara la frente. Alcé la cara de la almohada y en plena revelación y angustia, dije el nombre de la mujer que encarna el desprecio y el amor esquivo y es la figura de un demonio. Alcé la cara y dije: “Nefernefernefer”.

Un resplandor inicial

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