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ARNULFO O LOS INFORTUNIOS DE UN PRÍNCIPE
ОглавлениеNo creo demasiado en el principio de identidad, pero esta primera novela me parece la obra de un autor desconocido. En el momento en que la comencé, mis circunstancias personales eran tan penosas que sentarme a escribirla fue mi tabla de salvación. Escritura-escritorio: aferrarse allí. Cursaba el primer año de la carrera de Letras, que abandonaría cinco años más tarde sin mayores resultados, y en clase nos enseñaban a traducir del inglés usando un texto de Dickens, en apariencia sencillo, que abordaba el trabajo esclavo de los niños en las fábricas durante el período de la Revolución Industrial. El texto subrayaba el carácter explotador del capitalismo, la miseria y el hambre infantiles. Supongo que contábamos con un diccionario inglés-castellano. Cada palabra aprendida, el peso de un mundo nuevo. El trabajo era leve, dichoso: completar un rompecabezas. El rumor de cada palabra traducida acallaba en parte el infierno de mi cerebro, donde sonaba el estallido de una bala. No sé por qué, en algún momento, mi traducción empezó a desviarse del sentido literal y a reclamar el uso que sugerían las similitudes fonéticas del inglés con cualquier palabra castellana. Palabra a palabra empezó a imponerse un sentido desplazado, una especie de deriva picaresca que contrastaba con la naturaleza dramática del relato que debía traducir. Lo notable, para mí, lo que me sustrajo al motivo de la clase, fue que a causa de la mecánica operativa, esa sustitución aparecía como una riqueza inesperada. En la realidad de los hechos, a Dickens no solo lo traicionaba, además lo degradaba en favor de una traducción que buscaba la obscenidad y carecía de coherencia. Lo que iba apareciendo era una tontería aligerada por la velocidad del recorrido, que me permitía saltar de posibilidad en posibilidad como si se me abriera la comprensión de un idioma ignoto. Era como el reverso de mi gran decepción de origen, la de las palabras escritas en los globos de diálogo de las revistas de historieta: el sentido, aunque escrito y prefijado, ya no debía ser reestablecido sino que podía cambiarlo a voluntad. Y quizá en esa escena se encuentren contenidas gran parte de mis condiciones de escritor (no me refiero al talento sino a la disposición para escribir): el momento en que un texto, una frase, una idea, incluso un libro ajenos, se abren, me dejan entrar y yo me apodero de ellos y los uso como punto de partida. Ya vendrán otros ejemplos. En este caso, las variaciones de la transformación no me llevarían muy lejos. Ejercido como sistema, de principio a fin, el deliberado error de traducción habría dado por consecuencia un reguero de juegos de palabra estúpidos, repletos de culos, pijas y conchas en todas sus acepciones. Pero, de pronto, mientras me perdía en ese entretenimiento, y sin que supiera cómo, apareció algo que era y no era un nombre, que no se correspondía con ninguna de las palabras del texto de Dickens, pero que cargaba con un título y exigía una función: “príncipe Arnulfo”.
No sé de dónde salió ese nombre. Quizá de alguna postal o de la foto de alguna vieja escultura europea (conde Astolfo, duque Ranulfo, príncipe Rodulfo, etcétera). Alguien dijo una vez, y la frase me llamó la atención, es decir, produjo un efecto de verdad, que “el azar no es más que la consecuencia de una determinación de fondo”. Ese fatalismo es impreciso (¿cuál sería el fondo y cuál la determinación?), pero al mismo tiempo indica el forzamiento de un hecho poderoso, que convierte al azar en el velo que oculta los movimientos tectónicos del espíritu.
En mi caso, la aparición de ese fervor sexual-asociativo era consecuencia de un estado de época y de una serie de lecturas. Corría 1982 y, tras la derrota militar de Malvinas, agonizaba la dictadura y empezaba a relajarse la censura, lo que permitía que en las mesas de las librerías empezara a aparecer una literatura de corte erótico que hasta entonces solo había entrado clandestinamente al país en las valijas de los viajeros.
Pero mi protagonista no iba a ser el personaje adecuado para una novela de travesías genitales. Lo cierto es que, en el momento en que comencé a escribir mi traducción desviada, ya había advertido que esa literatura calenturienta se limitaba mayormente al recuento rutinario de seducciones y acoplamientos. Era un arte combinatorio muy pobre en comparación con la marca que meses atrás me había dejado la lectura del Tristram Shandy, esa apoteosis festiva de la invención, el disparate y la digresión. Y es por eso que las peripecias carnales de Arnulfo aparecieron subordinadas a un esquema de confusión familiar y al uso de un lenguaje anacrónico: todo era novedoso para mí en el modo en que se iba mezclando. ¿Estaba escribiendo la parodia de una novela de caballerías al estilo del Quijote, alumbrada por las experimentaciones literarias del reverendo Laurence Sterne y pintarrajeada con retazos de polvos extraídos de la colección La sonrisa vertical? ¿O no?
En principio, aunque fuera una moda y hasta un imperativo teórico de la época, la idea misma de parodia era inadecuada para un libro que no encontraba objeto al que parodiar. Desde Cervantes en adelante, la parodia parece una operación destinada a aniquilar formas literarias caducas. Mi anacronismo, en todo caso, no buscaba su enemigo en un referente desactualizado. Claro es que, a cambio de eso, yo no podía afirmarme en ninguna posición ya que no sabía qué estaba haciendo. Entonces empecé a entender que, aunque todo fuera posible, ese todo no me llevaba necesariamente a todas partes. Por supuesto, creía estar escribiendo un libro revulsivo, innovador, que oponía su carnaval de lenguas (obscena, erótica, humorística, anacrónica) a la lengua mutilada y carcelaria de la dictadura militar en retroceso, cuyo lema (cuya orden) en el período más sangriento, había sido una amenaza: “El silencio es salud”. Es decir, la mordaza a cambio de la vida.
En otro orden de cosas, recuerdo el comentario de Fogwill cuando hice circular un par de fotocopias de mi novela ya terminada entre las mesas del bar La Paz: “Si fuera de García Márquez, todo el mundo diría que es genial. Como el libro es tuyo y a vos no te conoce nadie, van a decir que es una mierda”. El comentario me ofendió (vi el insulto y no el elogio, que era lo único que esperaba) y no pude advertir tampoco que la suya era una declaración de principios aplicable básicamente al modo de promover su literatura, que él pensaba que debía validarse con gestos que crearan la figura pública de autor. Fogwill creía en la necesidad de volverse famoso para que los lectores compraran sus libros como consecuencia de la garantía producida por su prestigio, que él trabajaba para construir tanto por la vía de la imposición de su imagen como por la destrucción de los prestigios ajenos; era un sensible detector de las oscilaciones en el Mercado de Valores Literarios, y también un operador salvaje de ese Mercado. En cambio yo, con el ímpetu narcisista de las almas bellas, detestaba esa posición que, creía, terminaba convirtiendo al autor en un payaso, y confiaba en que un escritor debía ocultarse tras la obra para no interferir en el fenómeno natural de su existencia, que se impondría o sucumbiría produciendo la evidencia de suprema calidad –o de su falta–. No sé quién era el más ingenuo de los dos.
Una vez concluido Arnulfo o los infortunios de un príncipe, las dificultades para encontrar un editor que quisiera publicarlo me llevaron a enfrentar el dilema planteado por Fogwill con su frase maliciosa. ¿El libro era una porquería y por eso la industria editorial lo rechazaba, o era una genialidad y nadie se daba cuenta? (¿quién puede reconocer a un genio sin serlo a su vez?). Así, tanto creía que el texto era extraordinario y por eso mismo los editores me lo devolvían con algún comentario sobre la dificultad de los tiempos, como sospechaba la existencia de una especie de confabulación piadosa, de la que formaban parte amigos, familia y colegas, que me privaba del conocimiento que el resto del mundo compartía: que, habiendo escrito esa novela, había demostrado que jamás llegaría a ser un escritor.
La consigna de Osvaldo Lamborghini, “primero publicar, después escribir”, parece arte conceptual, la realización verbal de una paradoja (¿cómo publicar algo sin haberlo escrito antes?), pero contiene un secreto que se revela apenas uno advierte el efecto que genera la aparición de un libro cuyo único valor, en gran parte de los casos, se limita al acto mismo de su lanzamiento entre la pequeña tribu que todavía lee. La publicación es la plataforma inundada donde hace pie el alma del escritor inseguro de sus dones, y que cree hallar en ese hecho alguna clase de garantía. Publicar un libro, uno después de otro o uno cada diez años, no significa nada en particular. Pero, al mismo tiempo, hacerlo es fundamental. La publicación produce al escritor, lo libera de cualquier expectativa y lo pone en relación con su única tarea verdadera: seguir escribiendo.