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La escena de lectura tiende a constituirse como un territorio que aísla al lector del contacto directo con el resto del mundo. Puede armarse como una separación estricta: el encierro en un monasterio, allí donde el espacio que deja la ausencia de Dios abre el cielo para que entre el rayo de la lectura; en un bar, donde siempre hay un puente hacia el abandono; en un medio de transporte público, o donde sea. Pero siempre requiere de algún aislamiento, una renuncia al resto de los dones y enigmas y problemas del mundo, aunque entretanto uno los espíe de costado. En mi primer recuerdo de lectura, me encerré a leer un libro bajo una mesa de estilo provenzal y dispuse sus sillas como el muro de madera que trazaba el perímetro de una fortaleza. Se trató de un intercambio: mi padre me había entregado una breve biografía del General don José de San Martín diciéndome que, si la leía, en el curso de la semana me obsequiaría algo. Pudo haberse tratado de algún objeto –una prenda de vestir, un juguete, otro libro–, la promesa de un paseo o la suspensión de algún castigo. No lo sé, como tampoco sé quién era el autor de la biografía y no tengo presente su narración. Solo me viene a la memoria la pequeñez del libro, de tapa de cartón dura, ilustrada con el cuadro más conocido del Libertador de América. Un hombre joven, patilludo, moreno, vestido con el uniforme lleno de entorchados y botones dorados que los sastres de nuestro ejército tomaron de los modelitos de gala que vestían los oficiales napoleónicos. De mirada serena y perdida hacia su izquierda, el General sostiene una sedosa bandera argentina sobre la que caen las hojas de una rama de laurel.

Tirado en el piso y con la protección de la mesa, yo leía esa crónica cuyas referencias y contextos se me escapaban, enterándome apenas del esplendor del día, cuyas luces entraban por las ventanas abiertas. Las letras volaban, más bien desaparecían. La lectura era una puerta de entrada hacia algo más real que lo dado. Sé, también, que la condición de esa lectura como encargo no suprimía el interés del hecho mismo de estar leyendo, pero le quitaba, en cierto sentido, importancia a lo que leía, para asignársela al cumplimiento del acuerdo y la obtención del beneficio resultante. En las economías de la escasez, el lujo del acto cedía en importancia al valor del intercambio.

Estaba en ese proceso cuando sonó el timbre. Mi madre fue a atender, me buscó y me dijo que del otro lado de la puerta estaban mis amigos del barrio invitándome a salir a jugar. La calle. El sol. Volví a ser consciente de la belleza del día, del goce de la amistad, de la promesa de la aventura y de mi reclusión en la penumbra. Hubiese podido salir tranquilamente: una lectura no se pierde, se retoma; el texto permanece idéntico y solo cambia el ánimo circunstancial del lector y el momento en que se continúa, en tanto que el rechazo de una oportunidad deja secuelas. Sin embargo, respondí a mi madre: “De­ciles que estoy leyendo”. Después de eso, tengo la impresión de que mis amigos no volvieron a invitarme nunca más a nada, pero de seguro es una impresión falsa, deducida de la sensación de pérdida que sobrevino luego de mi renuncia.

Lo que se pierde cuando uno se pierde en la lectura es un buen punto de comienzo. Lo que se gana ya lo sabemos: todos los mundos posibles. Solo que limitados a la posibilidad de que uno los perciba. Mi relato sanmartiniano es el signo que condensa la amplitud de una pérdida cuya descripción carece de sentido porque, apenas me di cuenta de que el destino de mi vida era la lectoescritura, el resto se fue por el agujero. Es decir: ya no pude aprender ni saber nada cierto. El período escolar fue una catástrofe expandida en el tiempo. De alumno correcto pasé a pésimo. Pero confundir la Meso­­­potamia con la Patagonia no me impedía saber cómo se medía en verstas el camino que llevaba a Moscú a Miguel Strogoff, el correo del zar, o los nombres de las partes de una embarcación malaya. Era un conocimiento excéntrico en relación al propósito educativo promedio. Aprendí lo imprescindible para vivir (en realidad, mucho menos), pero me las arreglé para encontrar lo necesario para escribir. De hecho, hay ciertas zonas de algunas de mis novelas que demandan saberes específicos que en su momento busco y creo haber incorporado definitivamente una vez que terminé el libro, y que se desvanecen una vez que paso a otro. Es un saber instrumental, no memorioso, que siempre me deja un regusto melancólico: la sensación de que si hubiese sido un buen alumno, si alguna vez hubiese aprendido de verdad algo, si hubiera aprendido al menos a estudiar, eso me habría servido para convertirme en un mejor escritor. Pero también tengo la sospecha contraria: el saber anticipado disipa la curiosidad de la escritura, que se alimenta de la lógica del desconocimiento y de la experiencia del descubrimiento, un placer muy superior al que proporcionan todas las formas de aprendizaje.

Vivíamos en la provincia de Buenos Aires, en el barrio de San Martín, y a la vuelta de la plaza del mismo nombre. Después de llevarme a tomar el batido de leche con crema y azúcar en el bar La Martona, mi madre y yo íbamos al local del librero de la zona, Alberto “Tito” Gurbanov, autor de la primera novela para adultos que leí en mi vida, La Zwi Migdal, mi padre y yo. La librería estaba en la entrada de una galería. Era un espacio rectangular, pequeño; planta baja y un primer piso. Apenas llegábamos, Gurbanov me decía: “Vos andá para arriba y elegí lo que quieras”. Era claro que mis deseos de lectura y acumulación de libros excedían las posibilidades económicas de mi familia, regida por un sensato criterio administrativo, mientras que Gurbanov me llevaba en dirección del gasto y la lectura interminables. Entretanto yo subía la escalera temblorosa, mi madre comenzaba la charla con Tito. Creo que combinaban el idish con el castellano. Mi sospecha incómoda y nunca verificada era que mientras revisaba los anaqueles en busca de una nueva peripecia de Bomba, Sandokán y sus tigres de Mompracem o del Príncipe Valiente (también me atraían, aunque con menos entusiasmo, las versiones de sagas al estilo de Los robinsones suizos), ellos trabajaban las preliminares de un futuro encuentro romántico. Sea como fuere, era también un modo de apartarme para que mantuvieran conversaciones de adultos. Le pregunto a mi madre ahora de qué hablaban entonces y me dice: “Qué sé yo. Del barrio. De San Martín. Del club. De las familias. De política. ¿De qué íbamos a hablar?”.

Con la creciente absorción en la lectura y el desconcierto ante los intereses cotidianos del mundo que me rodeaba, me fui ausentando también de las conversaciones. Vivía en una especie de estado de atontamiento o atonía; cuando alguien me dirigía la palabra, mi respuesta era siempre: “¿Eh?”. Y no faltaba quien repitiera burlonamente la interjección: “¿Eh? ¿Eh? ¿Eh?”, para luego decirme: “¿No escuchaste o no sabés contestar?”. El hilo del discurso se fragmentaba cuando no estaba escrito. En el colegio adopté la costumbre de abrir un libro bajo el pupitre, de modo de saltearme el aburrimiento de cada materia, y al mismo tiempo sostenerla, duplicando la atención o más bien dividiéndola –una frase leída, alzo la cabeza, escucho a la maestra, bajo la cabeza, vuelvo a leer–. El universo de las relaciones entre pares era una gramática cuyas reglas desconocía. Yo, que ya sabía que iba a ser escritor, era ajeno a las normas y formas del lenguaje común: ignoraba de dónde tomaban mis compañeros de escuela las frases, los conceptos, las opiniones que soltaban a cuento de cualquier cosa, así como sus referencias cuando hablaban de programas de televisión cuya existencia desconocía. Lo peor es que ese desconcierto no constituía una forma resentida del interés, no me precipitaba a indagar acerca de lo que una conversación casual podía llegar a revelarme. Había una suficiencia en mi lectura que lo compensaba; en mi aula, era el único que leía y por eso era acusado. No de lector, sin duda, sino de cualquier otra cosa. Día tras día, se volvió rutina: combatíamos entre compañeros. A las piñas. Nos citábamos en el baño. Recuerdo los gritos: “¡Us­­­tedes, los que mataron a Cristo!”, y mi respuesta, luego de haber leído Ben-Hur: “¡Yo no fui, fueron los romanos!”. A lo que seguía: “¡Judío, judío!”. Y mi pregunta: “¡¿Y Cristo qué era?!”.

Ya en el último año de la escuela primaria, mi estado de estupefacción y mutismo –alterado solo por episodios de violencia que imitaban a pequeña escala los que había observado o intuido en mi padre, y por las permanentes recomendaciones del gabinete psicopedagógico– me condujo al consultorio de un médico psiquiatra. Recuerdo largas sesiones en las que permanecía en silencio. Jugábamos a las cartas y el tipo se dejaba ganar. O, de golpe, me decía: “Qué linda campera trajiste”, y yo pensaba: “Se cree que soy un estúpido”. Un día llegué temprano al horario de consulta y, mientras esperaba, me entretuve mirando el lomo de los libros que tenía en el único anaquel de su sala de espera. O tal vez agarré uno al azar, sin siquiera mirar el título, y fui a la contratapa. La firmaba un escritor que no había leído, y decía algo así como que las tardes desoladas de los domingos marcianos de aquellas crónicas evocaban bellamente las tardes de los desiertos californianos. Quizá le faltó poner que la melancolía de esos espacios extraterrestres permitía que la inverosimilitud de la vida en nuestro planeta resultara tolerable. En todo caso, Ray Bradbury y sus escritos poéticos y fantásticos aliviaron mis problemas de adolescente y en agradecimiento empecé a hablar con mi psiquiatra y a llegar cada vez más temprano. Quería leer al menos un par de cuentos antes de la hora de la sesión.

Un resplandor inicial

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