Читать книгу Un resplandor inicial - Daniel Guebel - Страница 12

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Mal preparado para el ingreso a la adolescencia, en vez de tomarla como un estímulo y un desafío, me empeñé en una cruzada nostálgica, en un impulso por retener las formas del placer y la percepción del tiempo de la infancia. No se trataba del colegio (no había hecho amigos allí) ni de la maestra de séptimo grado (me detestaba), sino de una conciencia de la experiencia que hasta entonces había sentido rica y variada, y que ahora se convertía en una larga estancia tediosa y hecha de grandes bloques grises, donde desaparecía todo lo que me importó de chico y no era reemplazado por nada. En ese maremoto anímico, el signo más evidente de esa transformación, en apariencia negativa, fue mi relación con lo que leía. Los libros habían constituido la mejor parte de un paraíso infantil construido sobre la renuncia a otros placeres, la única resistencia posible frente a la fealdad del mundo, a su falta de encanto y de imaginación; me había formado juntando cuidadosamente cada gota de elixir precioso, libros que podía repasar una y otra vez, y a los que daba por hecho que nunca renunciaría. Sin embargo, en ese momento terrible del crecimiento, padecí una especie de proustismo invertido. Así, aunque mordía una y otra vez la magdalena de mis goces literarios de siempre (Bomba, Tarzán, Sandokán, El príncipe Valiente), lo que me quedaba de esas relecturas era un resto gastado, la memoria de un placer menguante y que estaba dando cuenta de su extinción. Yo luchaba contra ese desprendimiento, dolorosamente. Trataba de aferrarme, deseando que mi devota lealtad a esas lecturas añejas volviera a proporcionarme el goce del lector-niño, que volviera a mí la sensación de lo invulnerable, de lo cerrado a toda transformación: leía apostando a que en el acto de la lectura se escribiera la fórmula de una inmortalidad inmutable, y rabiando contra la evidencia de que yo mismo iba cambiando mientras leía y que esa transformación obligaba a modificar mis lecturas. Seco el árbol de las lecturas de infancia, sus frutos debían mantenerse frescos en las alacenas de la memoria, aunque esa memoria inscribiera más tarde una serie de decisiones de escritura, demarcando límites en mis últimas fronteras de escritor.

De esa desesperación general me salvaron, en parte, como ya dije, los cuentos y las novelas de Ray Bradbury: esos mundos dorados y terribles. La de Bradbury fue de las pocas obras “futuristas” que leí, ya que las especulaciones científicas de Verne eran proyecciones que encajaban o discordaban con las formas de un presente histórico que, a esa altura, venía mejor servido por series televisivas como Los Supersónicos, El túnel del tiempo o Perdidos en el espacio. Además, a la mejor escritura y la más compleja imaginación del francés, yo había antepuesto la aventura pura, el vértigo folletinesco de Salgari, enfrentándolos como si representaran “estilos rivales”. Si, digamos, vivía un ciclo de fanatismo por la saga de Sandokán, no podía permitirme disfrutar de La vuelta al mundo en ochenta días porque eso, de algún modo, significaba traicionar al escritor italiano, convertido en una especie de tótem exigente y celoso. Desde luego, la literatura no pide eso: más bien ofrece todo lo contrario. Pero la escuela de Jehová no es inocua. Tampoco lo es la típica pregunta obsesionante y destructora de la pureza de las almas: “¿A quién querés más, a tu mamá o a tu papá?”. Aún hoy confronto, por ejemplo, a Junichiro Tanizaki con Yasunari Kawabata. Sé que la mayoría de los lectores elige a Kawabata, pero hay quien prefiere las ortigas y yo sigo empeñado en distinguir al primero, aunque reconozca que el otro es “más parejo”. Pero, ¿qué importancia tiene el equilibrio en la literatura? El sutil equilibrio de perversión y tradición de La historia secreta del señor de Musashi no tiene punto de comparación, y yo ya debería abandonar esas fantasmagorías de enfrentamiento y volver al punto, si es que lo hay.

Además de Bradbury, tuve la suerte de que mi tío Mario Kacyn, de inextinguible recuerdo, decidiera irse a hacer la América a Chicago y me legara la colección de Grandes Novelas de la Literatura Universal de Ediciones Jackson (publicada bajo la dirección de Ricardo Baeza). Treinta o cuarenta tomos gordos, de tapas duras y verdes como el musgo y hojas que ya entonces iban del amarillo opaco al ocre, y que hoy, a medio siglo de la primera vez que tomé uno de los tomos, continúan exhalando su olor entre fresco y húmedo. Debe de haber cientos, miles de ejemplares de esa colección desparramados por toda Buenos Aires, pero no dejo de pensar en quién se quedará con mis ejemplares algún día. Mi hija, tal vez, para recordarme. O tal vez no. La literatura lo es todo, pero los libros ya valen menos que el espacio que ocupan.

Habitado por el sentimiento de una inminencia riesgosa, me asomé al universo de la “literatura adulta” que propuso la colección Jackson. No recuerdo una sola palabra de las leídas. De hecho, del listado de más de cuarenta autores (Dostoievski, Tólstoi, Peña, Pereda, Quevedo, Austen, Gaskell, Stendhal, Brontë, Twain, Queirós, Flaubert, Dumas, Thackeray, Hugo, Cervantes, Gogol, entre otros), solo me queda, firme, el recuerdo de la escena de Crimen y castigo en que Raskolnikov asesina a la vieja prestamista; el resto se disipó, aunque me queden incertidumbres y sensaciones. ¿Leí las Novelas ejemplares? ¿Tuve entre mis manos Resurrección? ¿Pude entonces con La cartuja de Parma? ¿Me apreté a La princesa de Clèves? No lo sé. Sí tengo la sensación de haber leído por primera vez Un corazón sencillo y pasado por alto Salambó, que hubiese sido una lectura de las más adecuadas para la época. Al mismo tiempo, tengo la sensación de haber descubierto entonces al Adolfo de Benjamin Constant (autor fundamental en mi formación de escritor) y, sin embargo, no lo encuentro en el tomo correspondiente a “Novelistas románticos franceses”, que ocupan Chateaubriand y de Vigny.

No creo que esas imprecisiones de la memoria sean solo efecto del tiempo transcurrido; de alguna manera, los sacudones que produjo la lectura de cada texto en particular, el descubrimiento de mundos narrativos y estilísticos diversos y poderosos, no aparece en mi mente como registro de lo leído sino como recuerdo de lo vivido. La marca de la impresión del momento, la lectura como una experiencia de altísima intensidad, como vorágine o como fiebre. Más que frases o citas citables, hay escenas o pequeñas situaciones que no se perdieron: el ruido siniestro de la pata de palo de Long Silver cuando aparece por primera vez en La isla del tesoro, el descubrimiento de la huella de un pie en la arena de la isla donde vive solitario Robinson Crusoe, la mano de un salvaje que sale de la oscuridad del agua y se aferra al borde de la canoa en alguna de las novelas de Rider Haggard. Pero sobre todo pervive en mí el efecto de la lectura como continuidad y como “masa”, un continente verde a devorar.

Lo escrito en estas páginas parece sugerir que el amor, el sufrimiento, el crimen, la esperanza, la culpa y el remordimiento, los “grandes temas”, desplazaron con su seriedad el universo maravilloso destinado a la imaginación infantil por el realismo de la experiencia adulta que, de ser soportada, me habría convertido primero en un lector y después en un escritor responsable y adecuado a las exigencias que le imprimen la evolución de las lecturas y de su propia vida. Sin embargo, aun esa frontera que establezco (y que hasta este momento indica una clara preferencia por las lecturas de los inicios), se había visto infiltrada por la gravedad consciente, dramática y culpabilizante de lecturas como las de Álvaro Yunque y Edmondo de Amicis. El eterno resplandor de la aventura literaria no había sido el único fulgor que iluminó mi infancia, también la encendieron esos textos con su luz siniestra. No obstante, y de alguna manera, ambas vertientes se amalgamaban en libros como Rojo y Negro o Los siete locos, folletines de alto nivel, políticos y sentimentales. O en novelas en verso como el Martín Fierro (pocos personajes literarios más interesantes que El Viejo Vizcacha, avatar literario de Perón). Me estoy refiriendo a lecturas de la adolescencia temprana, pero entonces ya había descubierto que la peripecia es la verdadera melodía, la más amplia de un universo narrativo, la que modula en grandes oleadas la forma secreta del asunto y lo va desplegando mientras su música se clava en el oído de nuestras pupilas.

Lo que no termino de decir y por eso insisto, es que en la percepción de un lector pequeño las zonas parecen claramente marcadas de antemano, pero en realidad la literatura cruza las secuencias: lo adulto está dentro de lo infantil y lo infantil dentro de lo adulto, y sobre esa cinta corremos, desplegamos y sintetizamos efectos de lectura. (Nombré a de Amicis y a Yunque y omití a Oscar Wilde, la belleza desoladora de cuentos como “El Príncipe Feliz” y “El gigante egoísta”, didácticas de la generosidad y el bien, apuestas a lo mejor de una humanidad expandida en un monstruo y una estatua, que suponen que la comunidad de nuestra especie bajo el ideal socialista no será una teratología).

Con una antología de Poe, Charla con una momia y otros cuentos, publicada por Ediciones Caldén, me gané mis primeros insomnios. Quizá la causa no fue siquiera el relato mismo sino la tapa del libro, donde se ve una especie de cuerpo en trance de corrupción, con los huesos que asoman entre la carne y el rigor mortis torciendo los labios del difunto. La máscara del fin, su evidencia, había caído sobre mí justo cuando las páginas de la revista Así publicaban las primeras fotos del cadáver de Evita en su ataúd. La constancia de la muerte y la resistencia a aceptarla, observada en la nostalgia popular de tiempos mejores, fabricaron en mí un orientalismo de cuño local: en el relato sin interrupciones o con interrupciones oportunas, encontré la estrategia única (y provisoria) para enfrentar la amenaza de la muerte.

La literatura, la felicidad que proporciona la lectura, depara al que lee la ilusión de un tiempo que se consume en la dicha del instante pero que se promete eterno. Esa ilusión solo la ofrecen los libros que no sacrifican todo su dispositivo a la resolución de un enigma consumada al fin del relato. La buena literatura, la buena novela (sea esto lo que sea, y para cada quién es distinto), propone un despliegue que se sueña inacabable y exige su continuidad en el despliegue de sus bloques narrativos –los capítulos–, al tiempo que pide la detención en sus unidades más pequeñas –los párrafos–, reduciéndose en una progresión inversa hasta la unidad estética mínima –la felicidad de la frase, o incluso el acierto de una sola palabra puesta en el lugar justo–. Eso se advierte bien en el registro de la voz narrativa, que debe llevarnos pero no arrastrarnos, que debe ser lo suficientemente amplia y abierta para que no nos devore la exigencia extrema de su estilo (como en los ejercicios experimentales, que lo sacrifican todo al mandato de su forma). Y debe ser, también, lo bastante reconocible para que nuestro oído se pierda en la melopea de su narración.

Dicho esto, no estoy seguro de estar de acuerdo con el carácter preceptivo de mi afirmación del párrafo anterior, que en cualquier momento podría desembocar en un decálogo idiota para el escritor principiante. Pero, de alguna manera, sirve para anticipar mi relación con un libro que “abrochó” lo infantil y lo adulto, el vértigo de la narración y el efecto del estilo: no se trató, como era de esperar, de Cien años de soledad, la novela ideal para el niño que todos llevamos dentro.

Fue durante unas vacaciones en Miramar, la “ciudad de los niños”. Persistente en mi actitud de no juntarme con nadie (sobre todo, con la multitud enarenada y encremada que atestaba esas playas estrechas), yo huía del sol y solo bajaba a la costa a eso de las cuatro de la tarde. El resto del día lo pasaba leyendo en un departamento feo, frío, chico, húmedo, que la sociedad familiar recibió como pago de una deuda comercial. Mi padre y mis tíos dividían su uso veraniego, y a nosotros nos tocaba un mes entero. Pero a la semana de llegar, yo ya había consumido los libros traídos desde Buenos Aires. Provisto de algún dinero, que no sé si me entregó mi madre o aligeré de la billetera de mi padre, fui hasta la librería de la ciudad balnearia. No sabía qué comprar para leer. Era ese momento exacto en que se abría un futuro desolador, así que tuve que hacer la pregunta: “¿Qué tienen para mi edad?”. El vendedor dudó, me preguntó cuánto dinero traía, y cuando se lo dije, barrió con sus ojos cansados algunos estantes hasta que de pronto sonrió, estiró las manos para tomar de un solo agarrón los dos tomos y me entregó lo que debía de ser un clavo en la biblioteca: Sinuhé, el egipcio, de Mika Waltari.

Si uno busca referencias, lo primero que aparece en Wikipedia es la mención de la versión fílmica, The Egyptian, un mamarracho intragable filmado en 1954, dos años antes de que yo naciera. El afiche era una imitación involuntaria de los aquelarres de El Bosco; la superposición de imágenes parece alentar la promesa de una superproducción hollywoodense: una mujer desparramada sobre una litera, mientras un hombre la toma pasionalmente de los brazos; incendios, carreras de caballos, guerreros tendiendo el arco y a punto de disparar la flecha; más mujeres en pose de danza y seducción, envueltas en prendas doradas, todas alrededor del actor que debe encarnar a Sinuhé, alguien que muestra la expresión frígida y fruncida que se tenía por signo de delicadeza de espíritu. Mis conocimientos cinematográficos son limitados. Del reparto de estrellas solo conozco a Victor Mature (lo vi exhibiendo tetas en varias porquerías ubicadas en la antigua Roma) y a Peter Ustinov, un perpetuo condenado a mostrarse en películas que se obstinan en desaprovechar su talento. El resto: Jean Simmons, Gene Tierney, Michael Wilding, Bella Darvi y Edmund Purdom. En el afiche, sus nombres duplican o triplican en tamaño a los del director, el productor y los guionistas, que a su vez son el doble de grandes que el del autor de la novela.

Sinuhé, el egipcio se publicó en 1945, y si bien en su momento resultó un éxito internacional y se tradujo a decenas de idiomas, lo cierto es que, cuando el librero me la encajó, su cuarto de hora se había esfumado un cuarto de siglo antes y, salvo en Finlandia, el apellido Waltari se alojaba en el incómodo nicho del precursor olvidado de nuevas camadas de novelistas históricos. Acepté el libro solo por la promesa de extensa sustracción a las molestias del sol y la arena que prometían sus setecientas y pico de páginas. Lo que no dejaba de ser raro, ya que se trata de una novela que se desarrolla a orillas del Nilo, durante el reinado del faraón Akhenatón.

Hasta entonces, yo no me había encontrado con un libro cuyo asunto principal era el tiempo, pero no concebido en términos de una experiencia subjetiva (que es la dimensión propia de la experiencia burguesa en tiempos de apaciguamiento de la lucha de clases), sino la de una subjetividad arrojada a los vientos de una historia apasionante y paradójica, porque es una novela de aventuras sociales, históricas, políticas y hasta teológicas, narrada por un melancólico inclinado a las virtudes de la autoobservación y el sedentarismo, y que, sin desearlo, se ve obligado a participar en un mundo que cuanto más conoce menos le gusta y menos comprende. Lo que quiero decir es que Mika Waltari, ese autor desconocido para mí, me abrió como ningún otro hasta entonces las puertas de la-novela-de-verdad, una novela-como-las-de-antes, un bien durable por expansión, abandono y retorno de sus asuntos. Lo que quiero decir… ningún libro ha sido para mí tan instructivo y tan íntimo en términos de aprendizaje narrativo. Ese aliento de un universo novelesco inagotable que puede encontrarse en libros como Don Quijote.

Vamos a la comparación fatal…

Don Quijote va cumpliendo su vida fantasiosa mientras recorre las llanuras castellanas; Sinuhé no deja nunca de ser quien es (aunque cargue con el enigma de su doble condición de expósito y de secreto heredero de la Doble Corona Imperial egipcia) mientras atraviesa una época que le permite brindarnos la ilusión de que, en algunas circunstancias excepcionales, puede vivirse una vida como si fueran muchas. Esos espejismos de identidad, diversos y complementarios, quizá sean el secreto del gran arte de la novela.

Al leer Don Quijote, se acepta de antemano su condición de novela extraordinaria, la primera y principal en su género. Uno parte de ese supuesto para disfrutarla enteramente, soportando incluso sus narraciones injertadas, y acepta también que la forma más amplia del libro, el arco que construye el personaje, es el tránsito de la locura genial a la resignada aceptación de la cordura última, estadío o “cura” a la que arriba luego de haber enloquecido. La identificación de cualquier lector con Don Quijote es un proceso bien temperado de diversión y de comprensión de la tristeza definitiva de su destino, pero sus capítulos son como pequeñas joyas engarzadas de escenas cómicas y patéticas cuya primera función es la de entretener. La presentación del personaje es inmediata, se resuelve en el primer párrafo (de inmediato sabemos dónde vive, con quién vive y la edad que tiene; sabemos lo flaco que es por lo poco que come; nos enteramos que se la pasa todo el año leyendo, día y noche, arruinándose económicamente para comprar libros de caballería), pero su despliegue y transformación es diferida, acumulativa, se va definiendo y modificando a lo largo de las páginas de la novela, llevándonos a olvidar su condición circular: en su fin, Don Quijote vuelve a ser Alonso Quijana, Quijada o Quesada, el pequeño hidalgo que era en el instante anterior al comienzo de la novela; su pequeño Big Bang lo lleva al punto cero, lo vuelve a la cordura previa. Dos comparaciones:

1) En una visita a los astrónomos jesuitas, Stephen Hawking (o algún otro astrofísico) ofreció una conferencia sobre el comienzo y desarrollo del Universo hasta nuestros días, y adelantó pronósticos sobre su hecatombe última: luego de la charla, el científico fue recibido en alguna habitación vaticana por el Papa, no recuerdo cuál. Amable y campechano, el Sumo Pontífice lo libró del besuqueo de su anillo y de la cortesía del tecito servido por las monjitas. Luego de la pequeña charla social sobre la humedad, el tiempo y su historia, al anfitrión admitió que conocía al detalle las teorías expuestas por su invitado, que por supuesto estaba de acuerdo con ellas, que por supuesto el relato del Génesis acerca de la creación del Universo en seis días no era más que una bella metáfora, pero… Entonces se puso serio y alzó la mano anillada: “Del Big Bang para atrás, ustedes los científicos no se meten, la Creación es un asunto entre nosotros y Dios”.

2) La famosa parábola zen: “Antes de iniciar el camino del zen, el árbol es el árbol y el bosque es el bosque. Cuando se empieza en el zen, el árbol deja de ser el árbol y el bosque deja de ser el bosque. Cuando uno se vuelve completamente zen, el árbol vuelve a ser el árbol, y el bosque vuelve a ser el bosque… Pero ya no es lo mismo”. Es probable que Cervantes tuviera conocimiento de esta o de alguna similar narración moral proveniente de Oriente, ya que pasó mucho tiempo prisionero en Argel, y tan mezclado estaba con turcos y moriscos que su narrador atribuye la autoría de la obra a Cide Hamete Benengeli.

En resumen de 1 y 2: no conocemos las intenciones de Cervantes, pero la transformación del protagonista de su novela rechaza la interdicción papal e invade el punto de inicio anterior a su texto, lo deja idéntico a como había nacido y existido hasta que lo ocupó la demencia literaria, pero a la vez distinto, porque su locura atravesó la novela e hizo su vida plena y distinta. (¡Dios mío! Siempre la cago explicándolo todo).

Por su parte, Sinuhé, el egipcio está construida sobre el mismo esquema argumental: un hombre que quiere reformar el mundo (su saber o su locura no son librescos; se trata de un plus melancólico, de un disgusto frente a lo real), alguien que cuenta como ladero sanchopanzesco a su fiel esclavo, protector y amigo Kaptah, quien le dice las simples verdades que nunca quiere escuchar. Sin embargo, la novela de Waltari presenta una serie de diferencias respecto del modelo cervantino. En principio, su protagonista está dado de una vez y para siempre, no cambia ni se quiebra nunca (tal vez para mantener la uniformidad de su voz en la diversidad de los hechos narrados, como si lo hipnótico de su canto monótono obrara como una especie de reserva, una garantía de integridad personal). Luego, la dimensión de los acontecimientos de su época es de un tenor distinto al de las rústicas vicisitudes manchegas: la vida de Sinuhé transcurre en un momento crucial de la historia de la humanidad, cuando el faraón Akhenathón pretende imponer a Atón, su dios solar y difusor del igualitarismo y el amor, erradicando por decreto el politeísmo de rigor para la época y estableciendo el imperio de una nueva moral. Hoy no existirían creyentes en el profeta Mahoma ni devotos del resurrecto rabino Jesús si no contáramos con el precedente de Jehová, una versión amarga del Atón parido por ese luminoso y desdichado faraón egipcio, Moisés de toda la humanidad. Otras diferencias: Don Quijote apenas llega a rozarse con la chusca nobleza provinciana, del amor conoce únicamente su versión cortés (y lo suponemos virgen), no tiene hijos ni preocupaciones devotas (la literatura es su religión y su ley), su voluntad de reforma de las costumbres es reaccionaria (nostálgica del género caballeresco) y se considera a sí mismo el encargado de obrar el regreso al paraíso literario perdido. Sinuhé, en cambio, conoce la pasión carnal y el desencanto sentimental más extremos, vive la experiencia serena del matrimonio y de la paternidad (aunque ignorada), trata con faraones y jefes militares, enfrenta al Minotauro cretense y dialoga con los grandes guerreros hititas; su voluntad de transformación apuesta a una revolución absoluta, atraviesa cultos y civilizaciones como si fuera avatar de un inmortal. Sumado a lo anterior, su historia recicla el mito del niño de origen elevado que se abandona al amparo del Nilo en una cuna de mimbre (una cesta de cañas). Nuestro autor, como vemos, desprecia por anticipado las virtudes avaras del minimalismo.

Otra sensible diferencia se encuentra en la cuestión del punto de vista. Es evidente que Waltari leyó (y saqueó) a Cervantes, mientras que no existe prueba alguna (excepto hallarla en ámbitos sobrenaturales) que indique que lo mismo ocurrió a la inversa. Sin embargo, comparados ambos libros, una primera lectura suscita la impresión de que Cervantes estudió la obra de Waltari, conoció sus debilidades y obtuvo buen provecho de su corrección. Cultivando el anacronismo, bien podemos afirmar que el finlandés es un precursor ignorado del Manco de Lepanto. Su novela está narrada en primera persona por un testigo de personalidad fuerte pero que, sin embargo, es un protagonista secundario de los hechos salientes de la época; para dar cuenta de estos, insensiblemente, Sinuhé pasa cada tanto a una tercera persona que los registra sin necesidad de interponer sus opiniones e impresiones, se deja arrebatar por el puro relato de los acontecimientos y luego retoma la primera persona cuando le viene en gana a su autor o cuando el relato lo vuelve a poner en el centro de la escena. De Sinuhé sabemos todo lo que él dice de sí mismo, y de la época sa­bemos lo que Sinuhé cuenta de lo que sabe y ve. Cervantes, en cambio, no se permite la menor oscilación, la menor imperfección técnica ni la menor vacilación ante lo narrado; registra los hechos paso a paso, sin adelantarse. Es una tercera persona que brilla como un dios sin historia, alguien que se hace a cada instante. Esa separación, esa distancia entre narrador y protagonistas permite que asignemos mayor grado de realidad a los personajes de la obra cervantina, que parecen funcionar solos y por derecho propio, en tanto que con Waltari a veces nos incomoda la sospecha de que su autor inventa a un egipcio taciturno que leyó mucha novela histórica y nos quiere contar el cuento. En resumen, la superior pericia de Cervantes debería llevarnos a concluir que en la literatura también se verifica (como en las ciencias) el ideal del progreso. Solo hay que saber retroceder lo suficiente. (1)

1- Acabo de formular una especie de ley general que, con suerte, solo se aplica a un caso particular: el mío. ¿Existe una novela de vanguardia? ¿Es lo mismo que una novela experimental? ¿Nacen ambas del mismo árbol, el del Padre y el Hijo, Joyce-Beckett? Más allá de las remisiones homéricas, Joyce parece ser el último exponente de la gran novela realista, afectada por una serie de cánceres, cada uno de ellos un cáncer-capítulo distinto, unido al resto por el filamento del argumento. Beckett fracciona, reduce el acontecimiento a lo mínimo, y lo somete a las alquimias de un lenguaje que da cuenta de esa condensación en un movimiento único: la piedra que va y vuelve al bolsillo de un ciruja. Si esta lectura tuviera algún viso de verosimilitud, una franja luminosa de certidumbre, permitiría derivar en una sospecha: lo que llamamos literatura de vanguardia es una escisión ritual, de cuño religioso, que toma a la estructura por objeto de la fe y a la repetición o ahondamiento del lenguaje como rezo o como mantra. Por supuesto, es imposible no soñar con una novela que rechace la sobrevalorada progresión hipnótica del relato bien concertado, con sus nuditos bien atados de causa y efecto, una novela de post-vanguardia, de ultravanguardia, de post-ultravanguardia, que acune y multiplique condiciones de absoluta ilegibilidad, y una vez dadas estas, las derogue, en un circuito infinito; una literatura apartada de las exigencias compartidas de la razón y de la demencia, que cierre su brillante ojo de Cíclope a toda expectativa ajena… para después entregarse a todos los manoseos…

Un resplandor inicial

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