Читать книгу El libro de las decisiones: una guía para darse cuenta - Daniel Jorge Martínez - Страница 11

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La vida propia y los deseos ajenos

“No busques aprobación de los demás, porque terminarás desaprobándote…”.

La tarea de decidir puede resultar más o menos sencilla cuando se trata de escoger entre uno u otro objeto material, o cuando se puede recurrir a las matemáticas para repartir en forma equitativa.

Fijate algo: cuando vas a un restaurante, te sentás y no importa quién se encuentra a tu lado; vos elegís lo que querés comer sin ninguna objeción de tu parte, es decir, no te condicionás en esa decisión. Es que no comprometés el afecto del otro al decidir tu comida. Pero esa misma persona, quizá sentada con sus padres en ese lugar, cuando tiene que decidir la carrera a seguir en la facultad, proyecta en esa elección los deseos de sus padres. Es entonces cuando deja a un lado sus propios deseos buscando la aprobación de los otros y no la propia estima.

Luego, cuando es profesional, seguramente sus decisiones como tal serán acertadas porque estudió para eso.

Ciertamente, habrás conocido en tu vida a muchas personas que son supereficaces en su trabajo y que su vida personal es un desastre. En lo personal, no hay libro ni profesor ni cátedra alguna en los que apoyarse; al elegir las cosas de tu vida, fuiste apartidando tus propios deseos, con lo cual has ido mancillando tu propia estima, te has ido separando de vos mismo para convertirte en un interpretador fiel del deseo ajeno.

En realidad, vamos por la vida separándonos curiosamente de nosotros mismos para lograr acercarnos a los demás. Somos los verdaderos artífices de nuestro fracaso como individuos. Cuántas veces hemos visto personas que, al elegir su pareja, necesitan rápidamente presentársela a sus parientes, amigos o allegados. La mayoría de las veces, no hacen esta presentación por el orgullo de su nueva compañía, sino por el contrario, lo hacen para buscar que los otros aprueben su nueva pareja, observando detenidamente cada gesto, cada señal de aprobación o no, hacia la persona presentada.

Y así, luego, van corrigiendo la elección tantas veces como sea necesario, hasta lograr encontrar a alguien que le agrade a todo su entorno. Entonces, se miente creyendo estar enamorado de esa persona, sin darse cuenta de la verdad; luego, todos estarán contentos, menos el verdadero interesado.

Pues bien, en este camino erróneo que tomamos nos separamos de nosotros, de nuestra esencia, de nuestra verdad. Y eso se paga caro, porque somos nosotros los jueces que establecemos la sentencia por esos actos condenándonos definitivamente al malestar, a la insatisfacción, a la desdicha, al mal sexo, a la enfermedad. Sí, a la enfermedad que nuestra mente provoca en el cuerpo como revancha de la desdicha, a la enfermedad que nos imponemos en forma inconsciente como castigo.

En definitiva, nos condenamos al fracaso. Sí, no es una derrota, porque de la derrota se sale, se trata de un fracaso, y cuando fracasamos sentimos que no hay revancha. Y entonces nos quedamos ahí, porque además nos cuesta asumir tamaños errores y no queremos darnos cuenta; por eso nos condenamos al miedo, a la tristeza, a la insatisfacción, a la frustración. Es claro que el miedo por ser rechazado, por dejar de ser querido, llevado al extremo, puede inducirnos a vivir una vida llena de angustia e infelicidad, dejando a un lado los propios derechos.

Todos estos mecanismos previenen de muchas cosas, como hemos visto anteriormente, pero siempre nos conducen al mismo final: las aprobaciones del mundo no compensan nuestra desaprobación. El amor que tengamos de otros no suple la falta de amor por nosotros. Y lo peor del caso, es que buscamos el cariño ajeno para que el otro cambie, con objeto de conseguir del otro lo que tanto esperamos, pero jamás llega; y si llega, tampoco alcanza. ¿Por qué? Porque es nuestra aprobación la que falta, nuestro propio cariño el que no está, la vieja historia de traicionarnos a nosotros mismos para ser fieles a los demás.

Pensemos un poco lo que nos ha costado perdonar una traición, quizá ni siquiera hayamos podido lograrlo. Imaginemos lo que ocurre con nuestra propia traición, es decir, con la traición a nosotros mismos. Esa es la más dura, la más difícil de perdonar, porque la estaremos recordando todo el tiempo, porque por más que queramos no podremos mentirnos siempre.

Las malas elecciones, las que hacemos desde un deseo que no es el nuestro, llevan a desperdiciar la vida, a tirar por la borda la felicidad.

¿Seguir a los demás? ¿Escuchar a los demás? ¿Interpretar a los demás? ¿Ser como los demás quieren que seas? Eso lleva a un solo camino, el de la infelicidad. Entonces, ¿cuál es el secreto?, ¿qué hacer?

A ver si me explico mejor:

Había una vez un lugar que podría ser cualquier lugar, y en un tiempo que podría ser cualquier tiempo… Se trataba de un hermoso jardín, con naranjos, manzanos, perales y bellísimos rosales. Todo era alegría, y sus habitantes vivían muy satisfechos: era un sitio perfecto. Aunque existía un árbol que se sentía profundamente triste. El pobre tenía un problema: no daba frutos.

—No sé quién soy —se lamentaba.

—Lo que te falta es concentración —le aconsejaba el manzano—. Si en verdad lo intentás, podrás tener deliciosas manzanas. Mirame a mí, fijate qué fácil es.

—No lo escuchés —interrumpía el rosal—. Es más sencillo tener rosas, ¿ves qué bellas son?

Y así, desesperado, el árbol intentaba todo lo que le sugerían. Pero al no lograr ser como los demás le decían, se sentía cada vez más frustrado.

Cierto día, llegó hasta el jardín un búho, la más sabia de las aves, y al ver la desesperación de aquel árbol, se posó en él y le dijo:

—No te preocupes, tu problema no es tan grave, es el mismo de muchísimos habitantes de la Tierra: se trata de tu mirada sobre la realidad, eso te hace sufrir. No dediqués tu vida a ser como los demás te dicen que debés ser. Sé vos mismo, dejá de escuchar a los otros, conocete tal cual sos.

—¿Y cómo lograré esto? —preguntó el árbol.

—Tendrás que escuchar tu voz interior.

Dicho esto, el búho se fue.

—¿Mi voz interior? ¿Ser yo mismo? ¿Conocerme?— se preguntaba el árbol en voz alta.

—Sí, así es —respondió un hornero, que no era tan inteligente como el búho, pero había escuchado la conversación entre ambos porque hacía tiempo que vivía en una rama cercana.

Ese pájaro sabía de la constancia que hay que tener para ser uno mismo, él mejor que nadie conoce de traer pajita por pajita, piedrita por piedrita, para hacer su nido de la forma en que el hornero debe hacerlo, y así cumplir con lo que él es en realidad.

—Jamás podrás dar manzanas —agregó—: no sos un manzano. Ni tampoco darás rosas, no sos un rosal. Mirate bien: sos un roble, tu destino es crecer grande y majestuoso, dar cobijo a las aves, sombra a los viajeros y belleza al paisaje. Sé lo que sos de una vez…

Y el árbol se sintió fuerte y seguro de sí mismo, comprendió su esencia y se dispuso a ser todo aquello para lo cual estaba destinado.

Al poco tiempo, llenó su espacio y fue admirado y respetado, y nadie más se atrevió a decirle lo que debía ser, porque aquel árbol había “decidido” ser él. Y entonces, todo el jardín quedó feliz y cada integrante festejó su propio “ser”.

Desde este momento, la historia no es más mía, la compartí con vos; por lo tanto, ahora también es tuya, pero no para que la leas, sino para que la hagas propia. Sé como el árbol de la historia: escuchá tu voz interior, sé vos mismo, sé lo que te toó ser, sé tu esencia.

Conozco una anécdota de San Martín, el gran prócer, que seguramente habrás leído o te la habrán contado en el colegio. Y dice que, cierta vez, el General se dirigió hacia el polvorín del cuartel —donde había un soldado custodiando— e intentó entrar. El soldado le cerró el paso y le dijo:

—General, no podré dejarlo entrar, pues trae espuelas en sus botas y usted mismo dio la orden de que nadie con espuelas podría entrar al polvorín, ya que un roce de estas podría soltar una chispa y hacer volar en pedazos el cuartel.

—Yo soy el General —dijo San Martín—, déjeme entrar soldado.

—Lo lamento, señor. No desobedeceré la orden que tengo… esta es mi misión y estoy decidido a cumplirla.

Cuenta la historia que San Martín lo miró fijamente y le dijo, con señal de aprobación:

—Serás lo que debas ser o sino, no serás nada.

Bien, así es. Por eso el cuento anterior, por eso esta anécdota, por eso y para eso el libro. Te pido encarecidamente, por todos los conjuros de los dioses, por mi Dios, por tu Dios, por quien quieras: sé vos mismo, sé vos misma, porque, sino, nunca serás nada.

El libro de las decisiones: una guía para darse cuenta

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