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Introducción
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El mundo cambia, las sociedades se transforman. Transiciones de época, mutaciones de cultura, evolución y revoluciones, la permanente deconstrucción y reconstrucción del mundo común de los seres humanos, todo ello está en relación con la reformulación de concepciones filosóficas de la sociedad, éticas, antropologías y filosofías políticas; es decir, con la emergencia de ideas nuevas. Algunos piensan que las ideas no mueven al mundo, sino que son más bien las condiciones materiales, la producción y distribución de riquezas y las luchas por el poder de los grupos sociales las que lo hacen. Otros han renunciado a comprender, como si el curso de las cosas escapara totalmente al ser humano y como si los cambios se hicieran solos, sin intervención de la voluntad humana. Contrariamente a esta última actitud, y sea cual sea el sentido de lo que prima en la primera disyuntiva, creo que podemos afirmar claramente que, sin ideas nuevas, sin inspiraciones, sin orientaciones de futuro, la política no tiene porvenir, ni siquiera para quienes tienen intereses y reivindicaciones determinados claramente por las relaciones materiales y los juegos del poder.
Por otra parte, sabemos intuitivamente que no todo es asunto de bienes, recursos, dinero, poder y dominación, aunque todo ello tenga gran importancia. También existen dimensiones de justicia y dignidad, de reconocimiento y memoria, de saber y sentir, de inteligencia y belleza, de valores y sensibilidades, y todo ello cuenta en la construcción de una sociedad. La cultura y las ideas no son ni una simple “superestructura” ni tampoco un mundo aparte; todo está relacionado tanto de manera vital como simbólica.
El mundo cambia, cierto, pero no tanto como quisiéramos. Lastres del pasado pesan sobre el presente y bloquean el futuro de las personas, de las sociedades y de la humanidad. Lacras políticas, insuficiencias económicas, aberraciones humanas y patologías sociales, como el hambre, la pobreza, la ignorancia, la violencia, la explotación, la corrupción, el desprecio por las personas, el odio, el fanatismo, la destrucción de la naturaleza, la degradación de las culturas y la obsesión consumista y posesiva. Taras múltiples que forman una red sistemática en la cual se refuerzan unas a otras. Es lo que corrientemente se llama “el sistema”, pero sin mayor rigor conceptual (¿qué es “el sistema”?) y sobre todo sin perspectivas de poder cambiarlo substancialmente.
Por eso una nueva filosofía política parece necesaria.
Una filosofía política, por cierto, no necesita resolver todos los enigmas del universo ni debe obligatoriamente formar parte de una concepción sistemática y totalizante, porque los regímenes políticos modernos deben ser pluralistas y abiertos, deben tener lugar para todos. Es decir, deben ser aceptables para diversas concepciones del mundo, convicciones, filosofías, espiritualidades y metafísicas, las cuales por cierto no deben afirmarse como poseedoras definitivas de la verdad; el error y los cambios de paradigma son posibles. Sin embargo, parece indispensable al menos ponerse en marcha hacia otro pensamiento filosófico, basado en una concepción nueva —al menos tentativa— de lo que es el ser humano, de las relaciones sociales y de las interacciones de la sociedad con el mundo no humano.
Por cierto, una ontología global acabada no parece estar al alcance por el momento, pero debe poder quedar abierta la posibilidad de avanzar continuamente hacia otra comprensión del mundo y de la existencia, asegurándose de que la proposición no sea en absoluto dogmática y pueda ser completada ulteriormente. Es necesario al mismo tiempo dinamizar el pensamiento crítico, que no es lo más difundido en la cultura actual, que no solo no lo cultiva, sino que más bien lo desalienta. Hay que osar perspectivas éticas globales de nuestra vida y no conformarse con las “éticas minimalistas”, fragmentadas, pragmáticas, visiones superficiales de esto o lo otro, que sirven tal vez para orientarse en cierto dominio profesional, pero que en gran medida sirven también para no cuestionar el sistema y el modo de vida global en el cual estamos inmersos. Y, en todo caso, lo que está clarísimo es que las archiconocidas visiones del pasado ya no tienen capacidad de inspirar cambios ni de entusiasmar a nadie y menos aún a la juventud, y por ello han perdido en gran parte la capacidad de engendrar futuro.
Afortunadamente, muchas cosas nuevas emergen en el mundo, propuestas llenas de sentido y vitalidad: movimientos sociales, experimentos políticos, acciones colectivas, iniciativas organizacionales, innovaciones técnicas, soluciones prácticas, opciones artísticas, estilos de vida, sensibilidades, lenguajes inspirantes, invenciones en todos los niveles. Estos impulsos, aunque muchas veces luminosos y generosos, están en general dispersos, muchas veces se ignoran los unos a los otros, y merecen por ello ser puestos en relación en una filosofía política y un proyecto de sociedad. Creo justamente que la dispersión es uno de los factores que frenan el empoderamiento de estas tendencias nuevas. Un nuevo proyecto de sociedad debe al menos posibilitar esta puesta en relación, dar cabida a los nuevos impulsos que nacen en el mundo. Por supuesto, intentar una visión de conjunto aumenta el riesgo de equivocarse, pero ese es el precio de una actividad filosófica que no pretenda solamente vender papel impreso.
Un proyecto de sociedad, que se entienda bien, es un proyecto de nueva sociedad, lo que implica asumir sin miedo ni complejos una cierta radicalidad. No se trata de la continuación de cosas diversamente apreciadas, como reformas vagamente sociales pensadas para que sean compatibles con el sistema actual, y mucho menos cuando ellas, incluso con un cierto barniz humanista, tienden a intensificar el proceso de globalización neoliberal, insaciable en su voluntad de dominio planetario. Así, más vale decirlo de entrada: se trata de refundar la sociedad desde la base, de reconstruir un pacto social, de recomenzar nuestra vida en común.
Podría hablarse de “revolución”, pero prefiero no utilizar esa palabra, que significa literalmente dar una vuelta entera1, y sobre todo que está históricamente ligada a momentos de violencia, incluso a largos períodos de opresión. Aunque la lírica y el discurso revolucionario sean bellos y conmovedores, no hay que desconocer que uno de los objetivos de esta lírica y retórica ha sido el de ocultar o justificar dicha violencia y opresión, algo a lo que no adhiero en absoluto. Pero no me importará si alguien elige esa expresión o que se califique de “revolucionario” a este proyecto. Yo sugeriría simplemente agregar una “e”, escribiendo así: “re-evolucionario”. El concepto de re-evolución2—o re·evolución— implica la reactivación o el reinicio de la evolución de nuestras sociedades y mentalidades, estancadas desde hace ya mucho tiempo o revertidas en involución. No se trata de una especie de neodarwinismo, sino de un llamado a evolucionar voluntariamente, en términos culturales, en la conciencia, comprensión y acción humanas, que deben abrirse a una multiplicidad de nuevas formas, estilos y contextos, epistemológicos, éticos, políticos y filosóficos para hacer frente al desafío de construir una sociedad futura.
Se dirá evidentemente que se trata de algo utópico, que “hay que ser realista”, que la radicalidad nunca conduce a su realización, que pocos estarán de acuerdo, que hay que ir paso a paso. Se dirá que el mundo actual y que las “realidades” económicas y estadísticas, algo así como “la dura realidad de las cifras”3, no permiten un proyecto global sino simples acomodaciones, reformas, progreso gradual, etc. Volveremos al final sobre el calificativo de utópico, pero, por lo pronto, una filosofía política no es lo mismo que un programa de partido o de gobierno, que se propone para el corto plazo, sino una inspiración general, un ideal, una dirección para iniciar la marcha y para inspirar innovaciones, conducir investigaciones y generar una nueva comprensión de las cosas.
Claro, quien prefiera que todo continúe igual con algunos arreglos o maquillajes, ya sea porque los cambios le producen angustia o porque ha encontrado su lugar en un sistema de privilegios y ha terminado convenciéndose de que más le vale defenderlos, posiblemente no encontrará mucho interés en este libro.
¿Por qué es necesario refundar la sociedad?
Esto equivale a preguntar “¿por qué la radicalidad?”. Es una pregunta legítima porque la radicalidad es una actitud que suele generar temor y desconfianza. Ocurre que las ideologías en las cuales se basan nuestras sociedades y las ideas inspiradoras de nuestras constituciones datan del nacimiento del liberalismo político en el siglo XVII4, la Declaración de Independencia de los EE. UU.5, la filosofía de las luces franco-escocesas del siglo XVIII, la Revolución francesa, el positivismo y republicanismo del siglo XIX, que acompañó el nacimiento de los Estados-naciones actuales. Prácticamente nada sustancial ha sido incorporado posteriormente, ni en el pensamiento político de nuestras constituciones, ni en la inspiración de nuestras instituciones, ni en las bases de nuestros sistemas jurídicos, aparte de una dosis continuamente menguante de socialdemocracia y creciente de ideas neoliberales.
Como el marxismo clásico y el socialismo del siglo XIX se supone que fracasaron, derivando en el totalitarismo soviético y diversos regímenes dictatoriales de partido único —¡ni hablar de los totalitarismos fascista y nazi!—, y que el anarquismo nunca dio mayores resultados, sus opciones, con o sin razón, se han dejado de lado. Así, han quedado prácticamente solos en la arena de juego el capitalismo y la idea de democracia liberal, evolucionando casi sin oposición hacia el sistema que conocemos como “neoliberalismo”, pero que no es muy fácil de nombrar propiamente, lo que exigiría una denominación compleja; algo así como hipercapitalismo neoliberal financiero productivista, rentista, especulativo, globalizado y gobernado por élites patriarcales pseudorrepresentativas6.
¿“Fin de la historia”, como lo sugería Francis Fukuyama?
No tan rápido, porque quedaba la socialdemocracia. El impulso de las ideas socialistas, solidaristas7, mutualistas, welfaristas y progresistas de fines del siglo XIX y comienzos del XX fue reabsorbido en la tendencia socialdemócrata, principalmente europea y a veces latinoamericana. Diversas experiencias, desde las políticas sociales en Alemania durante la República de Weimar (y su fin trágico), los “Frentes Populares” en diversas partes del mundo, y ciertos proyectos de socialismo democrático desde los años setenta, como en Chile (también destruidos por la violencia), la socialdemocracia nórdica, renana o francesa, con sus versiones experimentadas en diversos países, hacían parecer la socialdemocracia como una opción aun vigente.
Ahora bien, el principal problema —y yo diría incluso el drama— viene en gran parte de la caducidad de esta opción socialdemócrata en el mundo occidental. Este punto merece ser explicitado. ¿Por qué la socialdemocracia ya no es una opción? Lo que ocurre es que, lamentablemente, bajo la presión de la globalización neoliberal a la cual ellos mismos han adherido, la cesantía y el estancamiento de las economías que ello ha producido, los socialdemócratas mismos ya no creen en la socialdemocracia. Tardía y trabajosamente, se han convertido prácticamente todos, aunque por supuesto sin decirlo, al neoliberalismo8. Los proyectos de New Left han derivado simplemente en una forma de “social-liberalismo” que cada vez tiene menos de social y más de liberal. Todo tiende a remplazar las políticas sociales por la inversión privada y el lucro transnacional y a remplazar el gobierno del Estado por una forma tecnocrática de gestión del sistema, supuestamente consensual, la gobernanza, que se acerca más al paradigma del management empresarial que a los ideales de la democracia9.
Por cierto, la democracia representativa como modo de organización política de los Estados sin duda es preferible a cualquier forma de dictadura, sin embargo, parece ya no poder cumplir sus promesas, tendiendo a la formación de élites gobernantes que se reproducen a ellas mismas por medio de riquezas, privilegios en materia de educación y lugares ocupados en las sociedades. Pierden así poco a poco el crédito que los pueblos podían depositar en ellas, derivando en oligarquías que viven en un mundo aparte, inalcanzable para las grandes capas de la población, hacia las cuales terminan por desarrollar una indiferencia olímpica, cuando no una clara desconfianza. Pocos ejemplos salen de esta norma y se puede decir que el ideal democrático, que fue el orgullo de la modernidad, se ha degradado en eslogan banal, útil para designar enemigos, pretexto para el gobierno de una especie de casta incapaz de poner en cuestión el sistema liberal globalizado y poco dispuesta a arriesgar sus privilegios10.
Por eso, solo una cierta radicalidad en el pensamiento político puede tener significación. Radical no significa extremista11, sino ir a la raíz de las cosas. Lo contrario de la radicalidad no es lo razonable o equilibrado; es irse por las ramas y ocuparse de lo secundario. La simple consideración en serio de la crisis ecológica planetaria bastaría para convencerse de que lo menos razonable del mundo es seguir evitando la radicalidad.
“Liberalismo real”
Ahora bien, cuando decimos que el socialismo de inspiración marxista, normalmente llamado “socialismo real”, ha fracasado, se trata sin duda de una afirmación discutible, que ciertamente merecería mucho debate y estudios profundos, que no tendremos la posibilidad ni el espacio para desarrollar aquí12. Pero me parece que lo más importante para los fines de este texto es señalar que el liberalismo también ha fracasado. Aquel que fue históricamente concebido como un sistema de libertades, pluralismo y tolerancia, pero basado esencialmente en la propiedad privada y la libre empresa, y que ha ido evolucionando hacia lo que conocemos hoy como “neoliberalismo”, es un fracaso rotundo y mundial; si no fuera por la adhesión de los medios de comunicación de masas, que por cierto pertenecen casi exclusivamente a quienes promueven este sistema, ello sería una evidencia para todos.
La idea según la cual el mercado habría de regular los movimientos de la riqueza y moderar las desigualdades, dando oportunidades a todos; la idea de que, por las libertades individuales, el derecho y la educación, todo el mundo podría prosperar y desarrollar su vida de manera sana y procurar su felicidad de acuerdo con sus intereses propios en una sociedad liberal ha fracasado rotundamente. La famosa regulación por la “mano invisible” del mercado, de Adam Smith, nunca ha funcionado; en realidad, siempre fue la mano perfectamente visible de la ley la que contuvo el exceso de acumulación de riquezas y los abusos de los poseedores: leyes antitrust, importantes incluso en las economías más capitalistas, derechos sindicales obtenidos por duros y largos combates, redistribución por el impuesto, servicios públicos, protección social de la cesantía, educación, medicina y jubilaciones. En otras palabras, una cierta dosis de socialdemocracia en el seno del liberalismo capitalista, impuesta por las luchas sociales y por el pensamiento humanista, incluso de una parte de la burguesía culta, ha permitido que las sociedades, con sus desigualdades y sus injusticias, continuaran avanzando y fueran aún concebidas como “decentes”13.
Pero ello se ha acabado en una gran parte del mundo y se está acabando progresivamente allí donde aún subsistía. Las desigualdades hoy en día no tienen freno alguno, grupos financieros y corporaciones transnacionales burlan toda tentativa antitrust con capitales deslocalizados, fondos ocultos y “paraísos fiscales”; la riqueza se ha acumulado de manera obscena y ello, para muchos, ya no parece ni siquiera deber ser combatido. El pensamiento hegemónico no encuentra ni propone otro tipo de “reformas” que las que van en el sentido de ir disminuyendo cada vez más la dosis de socialdemocracia y de control de los mercados en las sociedades para dejar libre el terreno al capitalismo neoliberal más salvaje.
No basta con señalar los éxitos de ciertas economías y que una parte de la población en China o en India ha emergido de la pobreza, lo cual se debe en gran parte al progreso científico-técnico y a la educación, y que además ha significado la ruina o el empobrecimiento de clases trabajadoras en el mundo desarrollado ante la imposibilidad de competir con zonas económicas donde casi no hay derechos sociales y a la gente le pagan diez veces menos. Por cierto, esas mismas economías muestran actualmente el fin de sus fases de gran crecimiento con su ilusión de prosperidad. Solo los poseedores de aquellos capitales mundiales fantasmagóricos han continuado enriqueciéndose. Nuevos focos de pobreza han aparecido en todas las sociedades e inmensas capas de población han sido desplazadas y fragilizadas.
Así, si bien el curiosamente llamado “socialismo real” ha desprestigiado al socialismo y la tarea consiste en recuperar esa expresión —volveremos sobre esa idea—, podemos decir que, respecto a lo que el liberalismo prometía como movimiento histórico, lo que nos queda como herencia es algo así como el liberalismo real. Una deformación grotesca, donde la libertad y la realización del individuo han pasado completamente al olvido.
Por otra parte, la total inviabilidad ecológica del modelo capitalista y productivista actual comienza a ser una evidencia para las grandes mayorías del planeta.
El modelo económico basado en el crecimiento ilimitado, ilusorio en un mundo de recursos limitados14 y en una biosfera frágil, el sistema basado en la multiplicación de la producción y de los intercambios sin otro fin que el lucro a corto plazo de unos pocos, destruye y contamina la naturaleza, agota los recursos de la biósfera y desfigura al ser humano, considerándolo como un objeto de solicitaciones consumistas y no como el habitante-ciudadano de la Tierra. El resultado es cada vez más conocido: pérdida de biodiversidad —desaparición de miles de especies vivientes—, contaminación de las aguas y del aire, acidificación y contaminación de los océanos, desforestación, empobrecimiento de la tierra y desertificación, acumulación de gases de efecto invernadero y su corolario de recalentamiento global, catástrofes tecnológicas y climáticas, consecuencias directas de la irresponsable obsesión productivista, extractivista, expansionista y lucrativa del capitalismo mundial.
Mientras tanto, un ecologismo de fachada que reparte “derechos de contaminar” y sueña con un “crecimiento verde” mantiene una de las tantas ilusiones del mundo actual, que no apunta a otra cosa que hacer parecer compatible el capitalismo con la preservación del medio ambiente, con soluciones que equivalen a disminuir un poco la velocidad de un vehículo que se dirige derecho hacia un muro de piedra. Solo un cambio de sociedad, de valores, de modos de vivir, de sentir y pensar, que se traduzca en un cambio evidente de maneras de inventar, producir, distribuir, consumir y reciclar los bienes que consideramos indispensables, tiene sentido ecológico. La nueva sociedad será ecológica, sustentable y razonable o no será nada en absoluto.
El sistema ha fracasado también en aportar a la paz mundial. El mundo no ha avanzado en absoluto hacia una pacificación ni hacia un orden justo que la permita. Nuevos tipos de guerra han aparecido, nuevos nacionalismos, militarismos y armamentismos; fanatismo, violencia terrorista, guerrillas religiosas, tendencias expansionistas, “limpieza étnica”, genocidios, racismo, luchas ideológicas, xenofobia, tensiones y desequilibrios en sociedades enteras, inmigración de masas, miseria y destrucción. Incluso la esperanza de vida ha dejado de aumentar para una porción de la humanidad, lo cual es una vergüenza histórica en épocas de tanta riqueza y avances espectaculares de los conocimientos médicos.
La globalización es sin duda una realidad, pero su forma actual no es una fatalidad. La reunión de los pueblos del mundo en una “aldea global”, prevista por algunos visionarios optimistas hace décadas15, no se ha realizado en absoluto. Otros en la misma época fueron más lúcidos, anunciando el advenimiento del “hombre unidimensional” o una “deshumanización” generalizada16. De todas maneras, la globalización, tal como se ha instaurado en el mundo, nadie pudo preverla con exactitud. Es una evolución sorprendente y fascinante, que parece también ineluctable. Pero no en su forma actual. Si creemos que la globalización es efectivamente el destino de la humanidad en la Tierra, hay que trabajar para otra situación mundial, en la cual no sean solo la información, los capitales, las armas, las drogas, la prostitución y las personas afortunadas aquello que circule en el planeta, considerando a este como un megamercado, sino que sea la humanidad misma la que comparta el planeta, con todos sus pueblos, y por cierto con los otros seres vivos y los ecosistemas, de manera inteligente y fraternal.
Por otra parte, no hay que extrañarse ni vale la pena declararse escandalizado por el hecho irrefutable de que la corrupción se ha instalado como parte esencial de la mayoría de los gobiernos del mundo, desacreditando totalmente a las élites gobernantes. Es una catástrofe moral que mina las bases de la política y de la vida social misma. No se habla mucho de eso, porque no se asume, pero yo afirmo que un hilo rojo recorre y unifica esta realidad desoladora, desde el delito de cuello y corbata (cohecho, colusión, conflictos de intereses en las cimas de los Estados), pasando por las estructuras mafiosas de traficantes de drogas, armas y cuerpos, la delincuencia omnipresente en los inmensos suburbios urbanos, hasta la incivilidad ordinaria de la cultura actual. No sirve de nada rasgar vestiduras; la corrupción es simplemente la consecuencia de la evolución del sistema socioeconómico y político que hemos permitido que se instale en el mundo, configurando sociedades de maltrato, injusticia, indignidad, indiferencia e incultura, donde el fetichismo del dinero es la nueva idolatría. Salvo gloriosas excepciones, las diferencias en ese plano entre unas y otras sociedades no son más que cuantitativas. Y ocurre que los pueblos están hartos de este show planetario de la inmoralidad; cada vez más, en diversos lugares del mundo, poderosos movimientos de masas protestan contra la corrupción17.
La vida de las ideas 18
Ahora bien, dar nacimiento a una nueva filosofía política… ¿no parece ello una empresa demasiado ambiciosa?
Es muy posible. Pero sabemos que las viejas recetas ya no dan más; recalentar platos cocinados hace siglos resulta muy poco apetitoso. Cuando las ideas ya no inspiran los movimientos sociales, cuando los ideales ya no alimentan la vida política, ¿qué queda? Intereses personales, tendencias primarias, ambición, pasiones y luchas por el poder, tal como Hobbes lo entendía y como genialmente lo retrató Shakespeare. Queda un mundo invivible donde el ser humano tiene cada vez menos importancia —como lo adelantó Kafka y como Aldous Huxley y Georges Orwell lo previeron—, los sistemas son cada vez más incomprensibles e insoportables, y una amenaza de totalitarismo suave y disimulado no está ausente de las evoluciones tecnológicas actuales. Y quedan los gustos de masas, las emociones colectivas primarias —miedo, odio, frustración—, que serán provechosamente utilizadas para gobernar privilegiando los intereses personales, con reflejos de proteccionismo corporativo, evolucionando hacia la constitución de las mencionadas castas que gobiernan protegiéndose a sí mismas. Ello facilita la tarea de demagogos de todo pelaje, que no tienen problemas para difundir la consigna “todos podridos”, para alimentar el resurgimiento cada vez más inquietante de ideas nacionalistas, retrógradas, intolerantes, incluso neofascistas, que se podría haber esperado que desaparecieran del planeta con el fin del triste siglo XX, así como la aparición de fenómenos de fanatismo religioso totalitario y guerrillas terroristas sedientas de sangre.
Las ideas viven, como las personas, y mueren. Más claramente aún que los seres humanos, se podría decir que las ideas pasan su tiempo en una lucha entre Eros y Tánatos. El principio de vida de las ideas tiende a potenciarlas y a elevarlas al estado vibrante, esperanzador y movilizador de ideales. El impulso de muerte de las ideas primero las rigidiza, convirtiéndolas en ideologías, sistemas cerrados y dogmáticos que remplazan al verdadero pensamiento. Luego las ideas mueren simplemente, sin que quienes creen en ellas se den cuenta, dejando un vacío que será llenado por otras cosas: emociones, obsesiones, odios, ritos de chivo expiatorio, violencia. Las culturas humanas son tal vez lo más rico y complejo que exista en el universo, al menos mientras no se conozcan otras, pero, si no se renuevan, tienden a devenir en subculturas, sistemas de vida empobrecidos espiritualmente, donde la distinción radical entre “los hundidos y los salvados”19 genera desconfianza, indiferencia y violencia permanente. Ello ocurre si no se cultivan sistemática, generosa y amorosamente la consciencia, la creatividad, la invención, la inteligencia y la sensibilidad del vivir en común, del compartir fraternalmente la humanidad, los conocimientos, los logros, el planeta, la vida y sus maravillas.
Y ello tiene que ver con el nacimiento de nuevas ideas.
Así, a la cuestión planteada más arriba, de saber si la tarea es demasiado ambiciosa, si el desafío es demasiado difícil —¡por supuesto que lo es!—, hay que decir que son muchas las cosas que deberán ser tomadas en cuenta en esta empresa, que en principio debería constituir un programa de investigación colectiva y ser la obra de vastos equipos universitarios interdisciplinarios, grupos constituyentes, iniciativas populares, talleres de reflexión trabajando durante años... En consecuencia, mi propósito no es más que el de lanzar ideas, reunir tendencias, suscitar debates o aclarar algunos enigmas. Por consiguiente, no pretendo haber inventado todas las ideas ni la mayoría que alimentan esta proposición. Por esa razón he incluido un máximo de citas y referencias para señalar las fuentes, cada vez que hago mías las ideas y razonamientos de otros (lo que puede incluso a veces parecer excesivo y hacer un poco pesada la lectura; también alguien podría perfectamente saltarse la lectura de las notas), pero tendrá utilidad para quien haga un uso universitario de esta contribución. La originalidad personal no tiene mucha importancia fuera del dominio del arte. Porque tenemos que avanzar; estamos obligados, es una cuestión capital, de vitalidad o decadencia de las sociedades. No tenemos muchas alternativas ni demasiado tiempo por delante.
Por otra parte, decir que lo que necesitamos es una renovación radical no significa en absoluto hacer tabula rasa o intentar borrar el pasado20, como si nada nos precediera. Olvidar la herencia intelectual de los siglos de humanismo sería una gran pérdida, e incluso más allá, de los milenios de sabidurías y espiritualidades generadoras de culturas y civilizaciones tanto en Oriente como en Occidente; dejar de lado todo ello sería un suicidio cultural. Tenemos las herramientas intelectuales, los materiales simbólicos y los recursos cognitivos para comprender cómo deberían construirse sociedades humanas dignas. En general lo que falta es claridad, voluntad y coraje. Aunque hay que desconfiar —actitud normal de cualquier investigador— de las soluciones fáciles, ya aplicadas aquí o allá, es necesario seguir la huella de la vida de las ideas para captar, comprender y sentir cuándo ellas viven aún en el estado de ideales, y cuándo se anquilosan en ideología, esquema y dogma, y luego cuándo mueren. Hay que desarrollar una especie de “sexto sentido” para percibir el momento en que están naciendo ideas nuevas, cuando con un leve temblor, pero sin ruido, con pasos de paloma, como decía Nietzsche21, se acercan a la consciencia, en medio de prácticas experimentales, de iniciativas y creaciones inesperadas, antes de ser lanzadas, apadrinadas, recuperadas por partidos, oficinas y poderes.
Y, como la tarea es inmensa y se necesitarán años de trabajo, propongo comenzar por formular algo de la manera más sintética y clara posible, en la forma de un manifiesto. No solo porque ello recuerda una venerable tradición contestataria tanto en política como en movimientos artísticos, sino porque el manifiesto es la forma en que más simplemente un conjunto de ideas podrán ser discutidas. Por otra parte, no hay nada más fácil que refutar que un manifiesto, por ello pienso que es la mejor manera de aportar una herramienta de debate.
Sobre el nombre “transocialismo”:
Propongo un nombre. Se puede pensar que el nombre no es importante, que parece un eslogan, o que a alguien tal vez le suena mal o que existen ya otros nombres (volveré sobre ello). Pero es importante decidirse a nombrar las cosas, aunque por cierto no sea lo fundamental; muchas cosas son lanzadas y desaparecen pronto, otras se arraigan, florecen, duran, cambian, se reproducen, evolucionan. Como los seres vivos. Solo el futuro tiene la palabra en estas materias.
Es difícil encontrar una expresión que, además de ser evocativa y expresiva, sea útil y sirva para situar e identificar claramente una corriente nueva de pensamiento, y es normal plantearse la cuestión de por qué haber elegido una fórmula nueva. Asimismo, la necesidad de conservar la palabra socialismo puede parecer para algunos discutible, y eso tanto por la deformación de las aventuras del llamado “socialismo real”, que ya mencionamos, como también por la impopularidad de muchos proyectos socialdemócratas que han desilusionado, derivando en liberalismo, como también se ha indicado. “El socialismo suena a algo del pasado”, se dirán tal vez algunos.
Como respuesta a esta última interrogante, debo decir que para crear una sociedad humana no me parece que haya una opción válida fuera de un pensamiento que pone la sociabilidad en el centro de su concepción, el convivir, compartir e intercambiar de manera justa entre las personas y los grupos. Algo que por cierto inspiraba tanto la definición de Aristóteles del hombre como zoon politikon, “animal político” o más bien “ser viviente social”, así como los múltiples proyectos y utopías de sociedad justa donde la humanidad pueda realizarse. Y eso es lo que llamamos, en principio, socialismo.
El individualismo de la modernidad ha cumplido su rol histórico: desde el habeas corpus, la protección de la persona, la libertad individual, hasta los derechos humanos, en sus diversas formulaciones, y deriva desde hace décadas en una forma de atomismo22 —las personas se conciben como seres esencialmente separados, teniendo cada cual intereses individuales y egoístas, la sociedad y las instituciones no son más que instrumentos para el logro de sus fines particulares— que lleva a la desintegración de la sociedad, que es el lugar propio de la libertad humana. La palabra socialismo significa que la naturaleza social del ser humano es tomada en serio y que no debemos continuar en un sistema de organización que va de la lucha de clases a la guerra de todos contra todos, pasando por la indiferencia, destruyendo la solidaridad y degradando al ser humano en una partícula elemental23 cuyo centro es la propiedad privada, su motor, el deseo de riqueza y su actividad, el trabajo productivo y el obsesivo consumo, sin que se sepa al final cuál de estas dimensiones es la más alienante.
El humanismo socialista no ha sido agotado ni por su deformación dictatorial en la era soviética ni por su dilución socialdemócrata-liberal, por la simple razón de que ninguna de estas opciones ha sido verdaderamente socialista. El sentido de ese término solo se ha podido entrever en raros momentos de la historia: al comienzo de ciertas revoluciones, como la Comuna de París, o en tentativas democráticas abortadas como el “socialismo con rostro humano” de Alexander Dubček en la Primavera de Praga o el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende en Chile; por cierto, ambos proyectos fueron aplastados por tanques y sus promesas, acalladas por ruido de botas.
El socialismo no es un régimen político definido ni un cierto modo de producción (organización socioeconómica). Concuerdo con el lúcido pensador francés André Gorz, en los términos en los cuales se expresaba en 1991:
Hay que entender el socialismo como el horizonte de sentido que hace surgir la exigencia de emancipación y de autonomía, no como un sistema económico-social diferente, sino, al contrario, como el proyecto práctico de reducir todo lo que hace de la sociedad un sistema, una mega-máquina, y de desarrollar al mismo tiempo las formas de sociabilidad auto-organizadas en las cuales se puede realizar el libre desarrollo de los individuos24.
En cuanto a la palabra comunismo, aunque expresa más o menos lo mismo, incluyendo las bellas expresiones de común y comunidad, está más específicamente identificada con la ausencia de propiedad privada y —problema mayor— asimilada indisociablemente a los partidos comunistas históricos del mundo, responsables en gran medida de la degradación dictatorial del proyecto socialista y cómplices durante tanto tiempo del totalitarismo estalinista, con el cual tomaron cierta distancia muy lenta y tardíamente. Aunque muchos partidos comunistas han evolucionado en sus ideas, abriéndose a reivindicaciones diversas en cuestiones de sociedad y costumbres, y acercándose, a veces con brío, a inquietudes ambientalistas y culturales, los hábitos tanto ideológicos como de militancia y de disciplina hacen que el comunismo continúe pareciendo indigesto en casi todo el planeta.
Lo que quisiéramos es una renovación del socialismo, una revitalización de sus inspiraciones. Pero la expresión “neosocialismo” no parece tampoco utilizable debido a que, si tuviera respecto al socialismo la misma relación que el “neoliberalismo” tiene respecto al liberalismo clásico, más que en una evolución, ello haría pensar en una degeneración perversa, en esa versión hipertrofiada y enferma que yo llamo también “liberalismo real”.
Por otra parte, las ideas de este manifiesto son claramente ecologistas. ¿Por qué no conservar simplemente el apelativo “ecologismo”? La razón es que los movimientos ecologistas y los partidos verdes, desde su nacimiento, han sido fuertemente minoritarios y no han conseguido convencer a las mayorías de electores ni a las élites gobernantes. Parte de ello es comprensible debido a la novedad de lo que planteaban, pero desde hace décadas la conciencia mundial acerca de la urgencia de las crisis medioambientales no ha cesado de crecer; la ecología está en todos los discursos, grandes conferencias mundiales han sido organizadas. Y, paradójicamente, los partidos ecologistas han permanecido casi al mismo nivel, con altibajos. A veces, en Europa, han integrado coaliciones de gobierno con las tendencias socialdemócratas, defendiendo políticas sin duda de buen sentido, logrando algunas cosas positivas, pero, como dijimos más arriba, absorbidos por el poder socialdemócrata (en vías de neoliberalización), se han conformado con medidas ínfimas y se han forzado a creer en el supuesto “capitalismo verde”25 y el desarrollo sustentable26, para no perder sus participaciones ventajosas en dichas coaliciones, y todo esto al mismo tiempo en que se desgastaban en luchas y divisiones internas en las cuales son unos verdaderos especialistas. De más está decir que todo ello ha minado, cuando no aniquilado, su credibilidad.
Es más, un segmento importante de los movimientos ecologistas nunca ha tomado en cuenta seriamente la relación íntima entre la destrucción del medio ambiente y el capitalismo, sin percibir la incompatibilidad de este sistema mundializado (basado en el crecimiento económico sin límites y el enriquecimiento sin frenos) con la preservación del ecosistema global de la biósfera terrestre, insistiendo en proclamarse cómodamente “ni de izquierda ni de derecha”. Esto, aunque suene bien para algunos, anula gran parte de su sentido político, y suena a una oportunista manera de reservase para optar a puestos de ministro del Medioambiente cualquiera que sea la coalición ganadora.
Sin embargo, hay un movimiento que ha intentado hacerlo, reivindicando con cierta lógica el apelativo “ecosocialismo”, forjado desde los años ochenta, e inspirado por el aporte de personalidades de gran valor, como André Gorz y René Dumont en Francia, Rudolf Bahro27 en Alemania. La expresión fue inventada por el pensador estadounidense Joel Kovel y el investigador brasileño-francés Michael Löwy, que produjeron incluso un Manifiesto ecosocialista en el año 200128. Este movimiento, muy ligado a ciertas tendencias del altermundialismo de la misma época, intentaba pertinentemente un acercamiento de la crítica a la economía capitalista propia al izquierdismo marxista tradicional y de las exigencias de la ecología política naciente.
Mis proposiciones están cerca de las de ese movimiento, que considero con gran interés. Ciertas razones me llevan sin embargo a elegir otro nombre. La más importante es que el movimiento “ecosocialista” a mi juicio permanece demasiado deudor de la esfera ideológica marxista; una de su finalidades más evidentes es agregar el tema ecológico al socialismo tradicional, compensando lo que ellos mismos aceptan como una limitación del pensamiento de Marx: el hecho de que haya hablado muy poco de ecología (en realidad la temática está casi totalmente ausente en la obra de Marx), como si al socialismo tradicional de inspiración marxista le faltara únicamente la ecología para ser una doctrina completa, un poco como se dice de un dispositivo muy eficaz, que “solo le falta hablar”. Yo no creo en absoluto que sea el caso; creo que le faltan muchos elementos fundamentales y que el socialismo debe reinventarse. Esa proximidad estrecha e incluso dependencia del socialismo marxista es un lastre para muchos movimientos, con su omnipresente interpretación de todo bajo el prisma de la lucha de clases. No solo porque ello crea “anticuerpos” en muchas personas, sino por razones de pensamiento político: la configuración de las sociedades en clases sociales —si bien las desigualdades persisten— es muy difícil clasificarlas actualmente en explotadores y explotados, y el lenguaje que separa a la burguesía del proletariado resulta arcaico, sin mencionar la casi desaparición de la clase obrera en muchos países29, lo que es una severa limitación de perspectiva. Como todo reduccionismo, el marxismo se priva de la comprensión de variadas esferas de la vida humana y de la sociedad, y, si bien permanece como uno de los conjuntos de ideas más significativos de la historia de la economía política moderna, claramente no es un buen punto de partida para una nueva filosofía política.
En general, la idea de reunir dos términos importantes para producir una expresión compuesta presenta un defecto adicional, que es el de considerar que habría solo dos aspectos fundamentales. Así, según la sensibilidad o la inspiración podríamos encontrar, al lado del ecosocialismo, formulaciones como “ecofeminismo”30, por cierto muy pertinente, “anarco-ecologismo”, “ecología social”31, “bio-regionalismo”, “ciberfeminismo”, “eco-pacifismo”, “transhumanismo social”, “multiculturalismo liberal”, “cristianismo libertario”, “comunismo amerindio”, etc. (nada de esto es inventado). Una “solución” que tendría tal vez el mérito de la exactitud, consistiría en reunir no dos términos sino varios, todos importantes. Se llegaría así a expresiones compuestas como “eco-democracia-socio-feminista-colaborativo-libertaria”, o alguna otra fórmula de este tipo, lo que evidentemente no es utilizable en ningún tipo de comunicación.
Otro movimiento que me ha interesado mucho se ha autodenominado convivialismo, liderado por el sociólogo francés Alain Caillé, en la línea de Ivan Illich y en torno al equipo de investigación de la revista Mauss32, con la intención —que es también la mía— de inspirar un movimiento de ideas33, produciendo también un manifiesto34 y una serie de estudios a partir de este. Comparto una buena parte de lo propuesto: inquietud ecológica, desconfianza de la economía clásica, decrecimiento, profundización de la democracia, elogio de las iniciativas alternativas en marcha. El nombre “convivialismo”, sin embargo, me parece que expresa demasiado poco: todas las culturas y sociedades humanas implican formas de convivencia. Aunque ello no sea tan importante, lo es más el hecho de que en tanto movimiento permanezca un tanto al interior de esferas académicas, con una cierta tendencia al “políticamente correcto”, lo que le hace aspirar —y ello es explícito35— a una menor radicalidad que la que yo busco y tal vez se debe a que un gran número de intelectuales de tendencia muy diversas lo han suscrito36.
Por ello la opción ha sido la de conservar la palabra socialismo agregándole el prefijo trans, que no conlleva un segundo conjunto de significaciones, sino que simplemente abre el primero. El fonema trans fue utilizado por los romanos para traducir el muy importante prefijo meta, de los griegos, que quiere decir ‘más allá de’. Así, el nombre pudo haber sido “metasocialismo”. Solo que me parece académico y a más de alguien puede sonarle a metafísica, o a metalenguaje y otras entretenciones postmodernas, y me parece más sano evitar ese tipo de confusiones. Porque se trata en efecto de transportarse más allá, hacia un nuevo ideal socialista, lejos del estatismo totalitario de los países de la ex área soviética, y lejos de la decepción de la socialdemocracia. Se trata de transitar y crear puentes entre las diversas formas de movimientos emergentes, y de participar en la transformación del mundo que ya está en marcha, aunque de manera dispersa. Se trata de ir precisando colectivamente, en una búsqueda transdisciplinaria, teórica y práctica, la dirección de esta transfiguración, el sentido de la marcha hacia una nueva sociedad. Este conjunto de ideas e inspiraciones son transversales, se alimentan de un conocimiento y de reflexiones interdisciplinarias, y no debería poder constituirse en una nueva ideología dogmática y limitante, sino en un impulso colectivo de apertura y fraternidad, una vocación de acercamiento y de relaciones entre diversas posturas que persiguen un cambio de civilización, una poderosa aspiración y un placer compartido de construcción de un mundo habitable y deseable. El transocialismo es, en otras palabras, el conjunto de ideas para pensar globalmente y preparar la sociedad futura que deseamos.
Finalmente, la cuestión del nombre no es la más importante en las ideas, aunque tiene su rol en la difusión de ellas. Todo nombre tiene sus defectos, porque no se puede nombrar correctamente un ideal. Por ello lo mejor es explicitar su contenido de la manera más sintética posible y es la razón, una vez más, de haber escogido la forma de un manifiesto, que por cierto tampoco está exenta de problemas, pero presenta la ventaja de la claridad. Una serie de puntos serán así enunciados, una cierta concepción de la libertad, la ecología, la profundización de la democracia, la no reducción del ser humano a la esfera económico-material, el feminismo, la horizontalidad, la igualdad y la cooperación en vez de la competencia, el principio de inapropiabilidad y los comunes, el pluralismo y las identidades culturales, el cosmopolitismo, pacifismo y una nueva globalización, y finalmente la política de civilización, horizonte de la realización humana y la trascendencia. Esos puntos serán luego desarrollados en los capítulos, aunque sin duda no todos con exhaustividad ni con la misma extensión ni profundidad, tarea que resultaría excesiva para nuestras capacidades y para el objeto de esta publicación.