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II Ecología
ОглавлениеUna nueva sociedad en armonía con el ecosistema de lo viviente
La responsabilidad, corolario de la libertad
Por razones históricas que tienen que ver con la situación actual de la vida de las ideas, podríamos perfectamente haber situado la ecología en primer lugar de nuestro manifiesto: parece indispensable poner el acento en ese aspecto de las nuevas sociedades, porque, a pesar de los grandes avances actuales, se ha desarrollado una conciencia muy insuficiente en relación con lo que se necesitaría para evitar grandes crisis e incluso catástrofes futuras. Comenzar por la libertad, sin embargo, nos ha parecido necesario no solo para distinguir nuestra proposición de las teorías de la ecología política tradicional, sino también porque una filosofía política es antes que nada una filosofía de los seres humanos organizados en sociedades. La ecología, si bien es el centro de toda comprensión de la vida, pura y simplemente, no lo es específicamente de la vida social organizada de los humanos, que es el propósito de la filosofía política. Es verdad que la vida política del ser humano es parte de la vida y parte activa de la biósfera, por lo que ontológicamente hablando la ecología es el problema principal de la vida humana, pero, políticamente hablando, lo es la libertad.
Con la ecología, en realidad, no abandonamos el tema de la libertad, pues, si hay dos dimensiones que siempre debemos intentar pensar juntas, son aquellas de la libertad y la responsabilidad. El ejercicio extendido de una libertad efectiva debe absolutamente ser acompañado de una nueva concepción, igualmente extendida, de la responsabilidad. Esta se caracteriza por la capacidad de responder por las consecuencias de nuestras acciones. Por cierto, si nuestra acción tiende a ser transformadora, en el sentido que hemos especificado antes, de estar al inicio de una cadena de causalidades; si nuestra vida y la sociedad pueden ser más libres, tenemos que pensar, definir y visualizar lo más claramente posible las consecuencias que nuestra manera de vivir y nuestras acciones y tendrán para el futuro, tanto inmediato como lejano, de la humanidad y la vida terrestre. Y ese es ya el comienzo del pensamiento ecológico. La responsabilidad es como el espesor de la libertad70.
La ecología hoy en día está en todos los discursos, en todos los programas. Todo el mundo sabe que las cuestiones medioambientales, climáticas, energéticas y de la biodiversidad son fundamentales, y que lo que se juega allí es de consecuencias inmensas para la política, la economía, la salud y en general el devenir de las sociedades humanas. Muchos se esfuerzan en crear conciencia de la crisis profunda del ecosistema global, contaminación y degradación de los suelos, acidificación y contaminación de los océanos, polución de la atmosfera con gases tóxicos, efecto de invernadero y calentamiento global, desregulación climática, caída espectacular de la biodiversidad con la desaparición masiva tanto de especies como del número de individuos en las especies, a tal punto que se habla de la “sexta gran extinción masiva”71. Así, la ecología como desafío político se vuelve omnipresente, inspirando cantidad de movimientos militantes: antinucleares, por el decrecimiento y por la protección de especies amenazadas, contra la contaminación en sus variados aspectos, de oposición a la realización de obras monumentales destructoras de ecosistemas y paisajes, así como por otras tantas causas, y tiende a imponerse en las grandes conferencias internacionales como un tema obligado.
Aunque se piensa menos en ello, la ecología también es un problema filosófico y ético, y de los más importantes. La filosofía permite pensar la naturaleza, el mundo, el ser humano, la técnica, la sociedad, solo que hoy en día está obligada a repensar enteramente las relaciones entre esos términos, a la luz de los conocimientos a propósito de la crisis ecológica planetaria. Abordar la cuestión filosófica de la ecología, sus fundamentos y principios, sus teorías y problemas, es un desafío intelectual necesario y una aventura apasionante para el habitante del futuro.
Cuando definíamos la libertad como la facultad de cambiar algo del mundo, lo primero que debemos transformar es nada menos que nosotros mismos, nuestro ser en tanto ser-en-el-mundo; o, al menos, podemos desarrollar la voluntad, la decisión de encaminarse, de tomar la dirección de esta transformación. La ecología es algo que compete a la civilización humana y no a uno que otro programa político. Y los seres humanos tienen una manera propia de habitar, de situarse y de comportarse en un hábitat, morada, oïkos (casa), en griego antiguo, lo que da origen tanto a la palabra ecología, como a economía, por lo cual no deberían estar nunca contrapuestas, como se hace, absurda pero habitualmente, en las sociedades actuales.
Cuando decimos que la sociedad no debe plantearse como opuesta a la naturaleza ni entender esta última como objeto de dominación, de la misma manera que los humanos no deben ser objeto de dominación de otros humanos, ello implica oponerse a algo que está muy enraizado en la modernidad occidental, en nuestra manera de ser, y para ello hay que desarrollar una firme voluntad y poner en juego grandes energías.
¿Dominadores de la naturaleza? El modelo antropocéntrico
Descartes lo expresó de manera elocuente: si la ciencia, tal como él se proponía fundarla racionalmente, tuviera éxito en su tarea de dar un conocimiento cierto del mundo, sus aplicaciones podrían ser no solo teóricas, perdiéndose en la “filosofía especulativa”, sino también prácticas; así, nosotros los seres humanos podríamos entonces constituirnos “como dominadores y poseedores de la naturaleza”72. Aún más expresivo, Francis Bacon, importante pensador de la ciencia, decía que a la naturaleza había que “forzarla y arrancarle sus secretos”73.
El hombre en este modelo está claramente separado y opuesto a la naturaleza y se trata de triunfar sobre ella; la relación hombre-mundo se interpreta desde la dualidad sujeto-objeto. Ello parece estar al centro de la modernidad, lo que se expresa a veces con una imagen: el “impulso prometeico”, es decir, según el uso metafórico del mito griego, en el cual el titán Prometeo roba el fuego a los dioses del Olimpo para dárselo a los hombres en compensación por la mortalidad, un castigo excesivo infligido por Zeus. Este fuego se interpreta como la potencia industriosa y creadora de la inteligencia humana, que puede doblegar a las potencias naturales para que estas se plieguen a sus designios. En otras palabras, la técnica. Incluso Karl Marx conservó intacto este principio de la modernidad, que se puede definir a grandes rasgos como antropocentrismo o metafísica centrada en el hombre (genérico, universal) como ser separado de la naturaleza cuya vocación es dominarla.
Investigadores importantes lo han atribuido incluso a un acontecimiento en la historia de las ideas muy anterior a la modernidad cartesiana: la difusión y generalización del cristianismo en la Antigüedad. Esta idea fue lanzada por Lynn White en un artículo de gran repercusión. En efecto, en las culturas antiguas, tanto del Egipto como Mesopotamia o Grecia, una interpretación cósmica precede al conocimiento del hombre; este es interpretado como inserto en un orden que lo transciende (kosmos, en griego, significa ‘orden’), una armonía superior que religaba los astros, los dioses, la tierra, las sociedades y los hombres. La sabiduría consiste en conocer esta armonia mundi y actuar según ella. En las culturas que los primeros cristianos llamaron “paganas” —pero ello persistió hasta avanzada la edad media—, cantidades de divinidades, espíritus, genios protectores, demonios y fuerzas invisibles pueblan todas las cosas, los animales, los bosques, la montaña, el río, los mares, las nubes, la tempestad y la tierra fértil. El mundo está lleno de lo sagrado y todo uso de ello, de alguna manera, implicaba una profanación y requería gestos, ritos, palabras, ofrendas, intercambios simbólicos, purificaciones y todo tipo de precauciones.
El cristianismo, precedido en ello por el judaísmo, luchó encarnizadamente por despojar el mundo de todos estos espíritus. Solo hay un Dios, el resto es idolatría. El hombre (el Adam), creado “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis 1:26), viene al final, como culminación de la creación, y le es dada la dominación sobre el resto de las creaturas, que fueron puestas allí para beneficio del hombre, así como la tarea de nombrarlas (en el lenguaje de la Biblia, como de los mitos arcaicos, nombrar es ejercer un poder), aunque también la de cuidarlas. “Sean fecundos, multiplíquense, pueblen la Tierra y sométanla”74 (Génesis 1; 28) es una frase de vastas consecuencias para todo el mundo monoteísta, que se construirá de esta manera como en torno a un encarnizado antropocentrismo. Así, puede decir Lynn White, “la victoria del cristianismo sobre el paganismo fue la más grande revolución psicológica de la historia de nuestra cultura”75. Desde entonces, la ruta estaba abierta para interpretar el resto del mundo, vaciado de todos los espíritus o entidades mágicas, como una inmensa reserva de medios al servicio del hombre, que, si bien tiene la responsabilidad de hacer buen uso, no debe reconocer nada sagrado en el mundo, bajo la amenaza de recaer en la idolatría. “Destruyendo el animismo pagano, el cristianismo permitió la explotación de la naturaleza en un clima de indiferencia hacia la sensibilidad de los objetos naturales”76. Aunque el camino fue largo, debía conducir, con los siglos, a la idea de la materia prima, inerte, lo disponible, lo “a la mano”, dirá Heidegger, quien deduce de esta nueva situación una verdadera ontología de la modernidad77.
El cristianismo abre así la vía a las diversas revoluciones industriales, comenzando por la técnica propia en la Edad Media, la técnica y el maquinismo de la modernidad, luego a la “revolución industrial” del siglo XIX, y finalmente a la civilización tecnológica que conocemos en la actualidad78. Por cierto, otras dos interpretaciones de la fuente bíblica y la tradición intelectual occidental que White no menciona pueden ser citadas, en las cuales el hombre no es precisamente el amo de la naturaleza, sino que se sitúa en la posición ya sea de la intendencia o bien de la cooperación con la creación. Esta discusión ha sido llevada por John Passmore, para quien, en la primera de estas actitudes, el ser humano solo es el intendente de la naturaleza, Dios ha dado la tierra a los humanos para que ocupen de ella como un jardinero se ocupa de su jardín, con cuidado y dedicación. Según la segunda, más presente en el estoicismo, la creación es un proceso inacabado, y el hombre tiene por misión de continuarla y mejorarla permaneciendo fiel al proyecto divino79. No iremos más lejos en cuestiones de historia de las ideas religiosas, pero importa tener presente el lazo íntimo de las convicciones y sistemas simbólicos de las sociedades humanas con lo que estas hacen con la naturaleza80 y, por cierto, con el ser humano mismo, que es parte de la naturaleza, aunque no siempre lo reconozca. Ciertamente, estas tendencias minoritarias no aseguran tampoco enteramente una ética del medio ambiente, porque los humanos, aun considerándose intendentes o cooperadores de la creación, aun teniendo cuidado de no destruir, podrían perfectamente no dejar nada intacto y “antropizar” —según la expresión de Richard Routley— todo lo que esté a su alcance, lo que es incompatible con una verdadera ética ecológica. Este pensador se refiere al “chovinismo humano”81 , esa tendencia a pensar al ser humano como único destinatario de la consideración y respeto morales (volveremos sobre ello).
Filosofías de la naturaleza
La temática de la ecología es bastante nueva en la historia del pensamiento; no aparece en el pensamiento clásico europeo, salvo excepciones, ni en la filosofía política ni en la ética, aunque hay precedentes en la filosofía de la naturaleza en casi todas las épocas, siendo el más notable la filosofía (ética y ontología) monista de Baruch Spinoza. Contra los dualismos de toda una tradición metafísica desde Platón a Descartes (espíritu/materia, alma/cuerpo, pensamiento/extensión, Dios/mundo, sujeto/objeto, etc.), el filósofo de Ámsterdam establece claramente que no hay diferencia de substancia entre el hombre y la naturaleza, pues en realidad no existe más que ella, el hombre “no es un imperio dentro de un imperio”; Dios mismo o la substancia infinita no es otra cosa que la naturaleza (Deus sive Natura82), con sus leyes, su causalidad, su necesidad a la cual nada escapa.
Otras premisas se encuentran principalmente en el romanticismo de fines del siglo XVIII, que de alguna manera tiene su impulso inaugural en Rousseau y en Goethe y que se encuentra en la filosofía de la naturaleza alemana, que intenta presentarse como una alternativa al racionalismo de la filosofía de la Ilustración y principalmente de Kant, con pensadores como Herder, Fichte y Schelling83 . Por su parte, los poetas románticos ingleses, como Wordsworth, Carlyle y William Blake, constituyen una fuente aparte. El romanticismo en general es una rebelión de la sensibilidad artística contra el racionalismo científico-técnico de la modernidad y lo que se percibía ya como una degradación de la vida espiritual por el materialismo, el mecanicismo y la mentalidad utilitarista e individualista en la naciente sociedad industrial.
No obstante, hay que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para asistir al surgimiento de la palabra ecología, en la pluma de Ernst Haeckel, un biólogo evolucionista continuador de Darwin84, viniendo a significar la ciencia de las relaciones entre los organismos y lo que les es exterior. La idea misma de interacciones entre las especies y el medio vital está implícita en la obra de Darwin, en la cual se opera el gesto de descentramiento del hombre y el desmentido más fuerte al antropocentrismo de las religiones y de la metafísica moderna. El autor de El origen de las especies establece, en un lenguaje estrictamente científico, que el hombre pertenece al reino de la naturaleza, que se trata de un mamífero que ha evolucionado como todas las especies animales, y, si bien algunos rasgos evolutivos le son específicos, está estrechamente emparentado a los grandes simios85. La ecología como ciencia continuó desde entonces su camino con múltiples desarrollos hacia fines del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, dando lugar a variados sistemas teóricos, teorías organicistas, con la idea de “clímax”86, y a una invención sucesiva de conceptos importantes como “holismo”87, “ecosistema”88, la interpretación trófica o energética89, hasta lo que podría decirse un equivalente del “modelo estándar” en física, que se conoce como la síntesis odumiana90, introduciendo los métodos cibernéticos en el estudio de los ecosistemas. Aunque estos desarrollos no tuvieron más que escasas repercusiones en las ideas políticas de la época, todo ecologista que se respete debería tener algo más que vagas nociones sobre la ecología científica.
Paralelamente, toda una literatura de sensibilidad naturalista se desarrolla en los Estados Unidos, a partir de Emerson, heredero del romanticismo y fundador de la corriente llamada “transcendentalismo”91. Tomando distancia con el cristianismo de su época, el transcendentalismo establece un puente entre el conocimiento, la visión científica de la naturaleza, los sentimientos estéticos que ella origina y el desarrollo de las potencias del yo humano. Más influente aún fue su discípulo y amigo Henry David Thoreau, quien se retira durante dos años en una cabaña frente a un lago en el bosque de Walden, cerca de Concord, experiencia de la cual dará cuenta en un libro que se convirtió en un clásico de las ideas ecologistas en Norteamérica92. Se trata de una metafísica de la naturaleza que permite la experiencia de la transcendencia, del infinito y de la paz interior, y al mismo tiempo como escuela de la vida simple, un retorno a lo esencial, que por cierto constituyen una crítica frontal a la sociedad de consumo con su conformismo y las múltiples dependencias que los individuos contraen sin tener alternativa93. Su experiencia de autosuficiencia en su cabaña de Walden fundará también ciertas corrientes que existen hasta el día de hoy, como la pobreza o sobriedad voluntaria (voluntary poverty), y las ideas económicas del decrecimiento.
Thoreau inspirará directamente las dos primeras corrientes del ambientalismo norteamericano, la una liderada por el escritor John Muir, considerado el padre de los bosques y parques naturales protegidos y la idea de la preservación de la naturaleza silvestre, la wilderness94; mientras que el otro, Gifford Pinchot, ingeniero forestal, propone la conservación, es decir, pragmáticamente, una gestión moderada de los bosques, considerados como “recursos naturales”, que vale la pena no agotar.
Las dos tendencias, el preservacionismo y el conservacionismo, que en una lectura rápida podrían parecer apuntar a lo mismo, muestran bien la dualidad entre una idea biocéntrica, heredada de Thoreau, y otra que conserva el antropocentrismo o “chovinismo humano”, agregando simplemente el cálculo y la prudencia. Esta alternativa la encontramos hasta hoy en muchos debates sobre la ecología que oponen a quienes profesan una visión radical del respeto y el amor por la naturaleza, que debe ser preservada intacta, al menos en parte, con aquellos que prefieren una visión pragmática, antropocéntrica pero razonable y cuidadosa de la “buena gestión de los recursos”. Aunque nuestra comprensión y sensibilidad se incline por la primera, si la nueva sociedad debe ser ecológica, se debe tener la inteligencia para que las dos tendencias sean aplicables, porque ambas serán necesarias (no todo puede ser preservado), y para que las diversas opciones filosóficas puedan coexistir, considerando que sobre muchos temas y problemas concretos importantes puede haber acuerdo en la práctica aún cuando subsistan diferencias de principios, y que será imposible evitar enteramente el uso de ciertos entes y espacios naturales como “recursos”, y que en esos casos será importante que un máximo de precauciones, heredadas del conservacionismo de Pinchot, puedan ser aplicadas.
Otro ejemplo notable de cómo una visión filosófica de la naturaleza y del hombre puede dar a luz modos de vida y prácticas ecológicas es el de Rudolf Steiner, que constituye un caso aparte. Inspirándose en una visión de la naturaleza que ya era alternativa, la de la ciencia de Goethe, que se había alejado de la interpretación dominante cartesiana antes mencionada, dirigió la atención hacia la percepción de los fenómenos en su continuidad e interacciones dinámicas, sus metamorfosis y sus fuerzas internas95. En 1924 Steiner da el impulso inicial a la agricultura biodinámica96, que, varias décadas antes de la agricultura orgánica, rechaza el uso de fertilizantes, herbicidas e insecticidas químicos. Aunque las razones y los fundamentos de esta agricultura sean sorprendentes y considerados por muchos como científicamente discutibles, sus resultados son apreciados y aplicados cada vez por más agricultores, como los productores de vino, en Europa y en el mundo. El hecho de que el sistema filosófico de la antroposofía fundada por Steiner sea poco coherente con la ciencia y la racionalidad hegemónica97, pero que haya llegado a estas aplicaciones que son hoy en día consideradas como la base de una agricultura sana y ecológica, es una razón más para pensar que la sociedad del futuro deberá ser abierta, ecléctica e inclusiva en su manera de pensar, buscando la convergencia de gestos, prácticas, maneras de vivir diversas e ideas alternativas.
La literatura y la sensibilidad naturalista heredada de Thoreau conduce a la formulación, desde los años treinta, de la “ética de la tierra” (land ethic) por Aldo Leopold, un experto forestal, autor de gran influencia98. En ese libro se formula por primera vez la idea de la comunidad biótica, un todo interrelacionado del cual los humanos formamos parte, junto a los animales y los organismos vivos, no siendo ni centro ni seres privilegiados, sino “los compañeros de viaje de las otras creaturas en la odisea de la evolución”. Así, el reconocimiento de la naturaleza respetable de todos los seres los convierte en objetos de consideración ética. Los deberes morales, los sentimientos y los valores éticos existen siempre al interior de una comunidad de seres que se reconocen como tales; la conquista ética es ensanchar esa comunidad99. Los argumentos de los defensores de los animales tienen una forma similar: ¿por qué reservar solo a los humanos el derecho por ejemplo a la integridad física, si ciertos animales tienen la misma sensibilidad para experimentar el dolor?
La gran innovación de Aldo Leopold es concebir el ensanchamiento de esa comunidad moral, de manera de “incluir el suelo, el agua, las plantas y los animales, y colectivamente, la tierra”100. Este pensamiento, más que un “biocentrismo”, debería ser considerado como un “ecocentrismo”. En efecto, no solo los seres vivos tienen una importancia moral o un “valor intrínseco”, sino también entidades que no son seres vivos, como los ecosistemas, un río, un lago, un valle, un glaciar o una montaña101, que merecen también atención, consideración moral y protección. La idea del valor intrínseco de las entidades naturales choca con un problema filosófico (así como aquella de los derechos de la naturaleza; volveremos sobre eso): ¿qué podrían ser los valores, independientemente de aquel que valora, para el caso, los humanos?
La respuesta a esta pregunta pasa por el aporte del australiano Richard Sylvan Routley, que expuso en un importante artículo lo que se conoce como “el argumento del último hombre”102. La ética, nos recuerda el autor, trata de lo aceptable o no de nuestras acciones, en la medida en que afecten a los otros. Estos otros, evidentemente, son seres humanos. Si una acción no afecta en absoluto a ningún ser humano, la ética no tiene nada que ver en el asunto. Imaginemos que una catástrofe elimina a la totalidad de los seres humanos sobre la Tierra, salvo a uno. Este “último hombre”, contrariado o por aburrimiento, podría elaborar el proyecto de exterminar todo lo que queda de vida, tanto animal como vegetal, en la medida que ello le fuera posible. La ética tradicional no tendría nada que objetar a esta conducta; sin embargo, sabemos intuitivamente que tal conducta sería totalmente reprobable e incluso monstruosa.
Del miedo a la bomba a la idea de la crisis tecno-ecológica
Otra fuente de pensamiento, tal vez la más fuerte, nos llega por la vía de la angustiada experiencia frente a la bomba atómica luego de su lanzamiento por los EE. UU. sobre Hiroshima y Nagasaki, punto final trágico de la Segunda Guerra Mundial. Grandes figuras intelectuales de la época, Albert Einstein, Bertrand Russel103 y Karl Jaspers104, intentaron advertir a la humanidad de la amenaza de destrucción generalizada de la vida humana, tal como se visualizaba en esa época. Luego fue Gunter Anders quien sistematizó esta fuente de inspiraciones en una importante obra105. El mérito de estos pensadores es haber intuido y comunicado al mundo la idea de la desaparición de la especie humana debido al poder destructor de las armas atómicas, del riesgo de una guerra total; esta angustia duró décadas y constituyó el fundamento de lo que se llamó el equilibrio del terror durante la guerra fría. El mérito indirecto es haber enseñado a pensar ciertos problemas como globales; en efecto, “las nubes radioactivas no se preocupan de marcas de kilometraje ni de fronteras nacionales ni de cortinas de hierro”106 —lo que se vio dramáticamente luego de las catástrofes de Chernóbil y Fukushima—. La cuestión de la existencia se dirige desde entonces hacia la humanidad como un todo.
Sin embargo, el primero que intuyó que la amenaza no iba solo por el lado de las armas nucleares, que se podría considerar como un uso perverso de la tecnología, sino de la tecnología misma, fue Hans Jonas, en su obra fundamental107. No obstante, esta idea flotaba en el ambiente intelectual heideggeriano, donde la expresión “la época técnica” o “la era de la dominación total de la técnica planetaria” forman parte del vocabulario corriente de esta tendencia, dando luego lugar a la expresión más corriente aún “la era planetaria”, que se encuentra, por ejemplo, frecuentemente, en la obra de Axelos108. Pero la idea de una ética que tome en cuenta las generaciones futuras es un avance filosófico importante; no resulta fácil en realidad concebir cómo las generaciones futuras podrían ser consideradas y, por ejemplo, tener derechos que nosotros debiéramos respetar. Literalmente hablando, las generaciones futuras son… gente que no existe. ¿Cómo podrían tener derechos? Sin embargo, el asunto aquí deriva en cierta manera de la moral kantiana, en la cual la dignidad humana es la fuente de toda moral y noción de respeto, los seres humanos no deben jamás ser considerados solo como medios, sino también siempre como fines. Por cierto, si no hay habitantes humanos en un hipotético futuro, porque las condiciones del planeta ya no lo permiten, hay que considerar que el daño sería el máximo, aunque no hubiera nadie para constatarlo. Así, el imperativo kantiano109 se convierte en “actúa según el principio que implique que una vida humana aceptable sea siempre posible en el futuro”.
La naturaleza fue durante mucho tiempo considerada como el dominio de lo inmutable, como un marco protector, una armonía celeste a la cual nada podría alterar. Pero ello, según Jonas, se ha acabado. La civilización tecnológica nos ha dado la posibilidad de alterarlo y, más aún, la conciencia de que lo hemos ya alterado substancialmente. Esta conciencia ha dado lugar al concepto de Antropoceno, una nueva era geológica, que sucedería al Holoceno (la fase actual del período cuaternario) y se caracterizaría por el hecho de que es la especie humana la que produce la mayor parte de los cambios del planeta110. Aunque esto sea discutido, el concepto tiene gran utilidad para la conciencia de que la libertad humana (y su potencia) debe profundizar su otra cara: la responsabilidad. Pensar la técnica misma y no solo las técnicas de destrucción es algo que también estaba en el aire, por decirlo así. Diversos aportes importantes, ligados ya sea a la izquierda política o al cristianismo, Ivan Illich, Jacques Ellul, Henry Lefebvre111 habían iniciado importantes reflexiones. Ellul es el autor de una idea que finalmente es aceptada prácticamente por todos: la autonomía de la técnica. No se trata de buena o mala utilización; la técnica tiene sus leyes y su propia dinámica, que remplazan, sin que nos demos totalmente cuenta, la racionalidad humana112.
La voz de Hannah Arendt también es importante en estos temas. Ya nos hemos referido a su idea de la acción (praxis) como comienzo de algo en el terreno humano. También son importantes los conceptos de “la obra” (de nuestras manos), que produce objetos de uso, que tienen una relativa independencia y que están destinados a durar, y “el trabajo” (de nuestro cuerpo); este último fabrica objetos de consumo, efímeros y también de dudosa calidad (volveremos sobre esta idea en el capítulo IV). En su última conferencia anuncia —o, podríamos decir, profetiza— la obsolescencia programa113da de las mercancías que se ha generalizado desde entonces: “La transformación en los hechos de la antigua sociedad de producción en una sociedad de consumo, que no puede avanzar más que convirtiéndose en una inmensa sociedad de despilfarro […] se efectúa en detrimento del mundo en que vivimos y de los objetos con obsolescencia fabricada que usamos y abusamos cada vez más, usamos mal y terminamos por tirarlos”114 .
El aporte de este vasto movimiento de ideas sigue constituyendo un zócalo de base, sin embargo, se puede señalar que todos estos pensadores —comenzando por el más influyente, Heidegger, y el más sistemático, Hans Jonas— han construido filosofías que conservan, en el fondo, el antiguo antropocentrismo. Aunque se han logrado grandes avances en la toma de conciencia, algunos de los cuales se traducen en principios jurídicos, como en Europa, el llamado “principio de precaución”, que conmina a abstenerse de un desarrollo tecnológico cuando no se tiene conocimientos suficientes de su inocuidad115. Por supuesto, esto puede ser interpretado de manera más o menos rígida o más flexible. La primera ha sido denunciada por científicos y, más aún, por industriales, como un freno a la investigación. Pero en el fondo se trata no de detener el conocimiento, sino de destinar una parte del costo de la investigación al estudio de sus efectos, lo cual no es nada obvio en la lógica capitalista, en la cual lo normal es lanzar lo más rápido posible un nuevo producto si no se ha demostrado su nocividad. El principio de precaución invierte de cierta manera la exigencia de la prueba, buscando sobre todo evitar aquello cuyas consecuencias pueden ser irreversibles. Por ello se ha podido prohibir, por ejemplo, la difusión fuera de laboratorio de muchos organismos genéticamente modificados.
En toda esta filosofía y en sus repercusiones políticas, en el fondo se trata de la sobrevivencia de la especie humana. Se trata de las generaciones futuras humanas. Eso de alguna manera comienza a aparecer insuficiente, por un lado, porque la crisis se ha ido agudizando y las amenazas ecológicas pesan ya sobre las generaciones presentes y, por otro lado, porque se trata también de las formas de vida no humanas, de los animales, las plantas y los ecosistemas, como vimos respecto a la land ethic, tanto porque consideramos que tiene un valor intrínseco como porque consideramos que la vida humana está íntimamente ligada a ellas, y que de todas maneras un mundo en el cual la vida humana sea posible pero sin la presencia de los seres vivos que conocemos —y, sin duda, no se tratará de todos, una extinción masiva está en marcha — sería ya un medio de existencia degradado y de alguna manera menos “humano”.
Jonas se equivocaba —a mi juicio— en dos puntos importantes: primero pensaba que la democracia no era capaz de llevar a cabo las políticas tan impactantes que se necesitarían, los sistemas totalitarios estarían más capacitados para ello (¡!)116, y que finalmente se debería avanzar hacia una especie de gobierno mundial por élites ilustradas que asumieran las tareas difíciles de aceptar para las masas. El segundo punto es en su proposición de “heurística del miedo”117, según la cual deberíamos siempre imaginar lo peor para orientar la investigación. El miedo no siempre es buen consejero y por cierto esta ecología del temor ha existido hace décadas, sin gran resultado, como el fumador al cual se le amenaza con cáncer; si no quiere ni puede dejar de fumar, ese miedo no le impedirá de encender un cigarrillo, incluso para pasar la angustia.
Orientalismos y visiones holistas ancestrales. Buen vivir
Buscando alternativas tanto al pensamiento monoteísta antropocéntrico como al racionalismo industrial de la modernidad, una parte de la sensibilidad actual se vuelca nuevamente hacia el Oriente, principalmente hacia el budismo, en sus diversas corrientes, debido a la idea ciertamente central en las enseñanzas del Buda de la compasión universal (karuna) hacia los seres vivos, la no-violencia (ahimsa) y el camino o Dharma, que no es solo para los seres humanos; la idea de la ley del karma, justamente, realza el lazo ético entre los todos los habitantes del mundo y se puede concebir que para cada ser hay un camino evolutivo que está religado a todos los otros.
Por cierto, otras formas de espiritualidad menos conocidas en Occidente parecen más próximas incluso a esta sensibilidad, como el jainismo en la India, en el cual sus practicantes evitan la destrucción del más minúsculo insecto, barriendo ante sus pasos para no aplastar ni a una hormiga o utilizando mascarillas para no aspirar minúsculos insectos. La India es, por cierto un territorio propicio al pensamiento ecológico, a partir del agua, con su visión ancestral de los siete ríos sagrados, según el Rigveda, y sus prácticas devocionales que se han mantenido por unos tres mil años, así como los bosques y las montañas, como en el estado del Uttarakhand, cerca del Himalaya, donde están las fuentes del Ganges y el Yamuna, y donde el folklore local conserva la idea de que son moradas de dioses que merecen ser protegidas antes que todo118 .
Asimismo, el sintoísmo japonés guarda vivo el culto a todo tipo de divinidades tutelares de la naturaleza, los kamis, dioses y espíritus protectores del bosque, de la montaña o de los ríos; verdadero culto a la naturaleza, designando arboles sagrados (en ciertas regiones se ordenan monjes a ciertos árboles con el fin de protegerlos, estando prohibido agredir a los monjes, tabú respetado incluso por bandoleros de caminos), construyendo jardines que celebran la armonía y toda una estética de la espontaneidad de lo que surge. El budismo zen ha heredado de esta estética espiritual de la naturaleza. La simplicidad y la perfección del gesto en las artes, como la ceremonia del té, el ikebana, la caligrafía, el tiro con arco (kyudo)119 y otras artes marciales conservan esta espiritualidad de la naturaleza, lo que puede verse en la belleza impresionante de los jardines que rodean los templos zen, verdaderos poemas ecológicos visuales y vivientes.
En los años sesenta y setenta se generalizó también un interés por el taoísmo chino, en su comprensión de la naturaleza, entendida esta como el equilibrio de sus fuerzas contrapuestas: yin y yang, aunque a veces estas modas ligadas al movimiento New Age han podido ser un tanto superficiales. Por cierto, en el lenguaje de escritores de esa época, la palabra tao, que significa simplemente ‘camino’ o ‘vía’, viene a expresar algo así como la armonía suprema, el conocimiento y la comprensión esencial de algo y, por supuesto, los equilibrios de la naturaleza120. Si bien estas tendencias pueden ser inspiraciones positivas y ayudar a la toma de conciencia, es claro que necesitamos un pensamiento mucho más preciso para afrontar los múltiples y complejos desafíos que la ecología plantea a las sociedades.
Otras corrientes actuales ponen énfasis en la sabiduría de pueblos antiguos en diversas partes del planeta que, por su espiritualidad —ya sea animista, chamanística o politeísta—, estarían mejor provistos para comprender el lazo de los humanos con el resto del cosmos que las culturas occidentales, herederas de los monoteísmos antropocéntricos, del racionalismo, el positivismo, la revolución industrial y el materialismo. Si bien resulta una bella fuente de inspiración, hay que ser prudente en estas materias, ya que en principio nada asegura que las cosmovisiones de los pueblos originarios sean más ecológicas que la Occidental y que el escaso impacto sobre el medio natural de estos pueblos se pueda atribuir en parte al tamaño reducido de estas comunidades121. Así, es importante profundizar el estudio de estas culturas sin caer en mistificaciones. Afortunadamente, un conocimiento creciente se cultiva actualmente en relación con la manera de pensar la naturaleza propia de los pueblos originarios principalmente de las Américas. A este propósito se cita a menudo como una enseñanza importante, sea cual sea su origen, la frase según la cual “La tierra no nos pertenece, somos nosotros los que pertenecemos a la tierra”122. Se constata la utilización generalizada, y no solo en el folklore ni la literatura tradicional123, sino en la lengua corriente, del término Pachamama (‘madre tierra’ en Quechua), que —hecho políticamente significativo— hace su aparición incluso en textos constitucionales como los de Ecuador y Bolivia124, para expresar la idea de una divinidad protectora y benevolente con los humanos, la Tierra, o en todo caso una manera tradicional de nombrar una divinidad tutelar de la naturaleza, que tendría sus propios propósitos y a la cual cabe rendir culto y, por supuesto, respetar sus ciclos y equilibrios125.
También se habla cada vez más, y no solo en la región andina donde tiene su origen, del concepto de “buen vivir”, sumak kawsay en lengua quechua, así como el equivalente aymara: suma qamaña, “vivir bien”, o “con-vivir bien”; asimismo, küme Mogen en lengua mapudungun126 e incluso teko kavi, en guaraní. Se trata más bien de un conjunto de nociones emergentes que de un pensamiento tradicional o de una filosofía ancestral, aunque ellas retoman elementos ancestrales, inspirándose en el modo de vida comunitario de los pueblos precolombinos, y también, de alguna manera, conservado en los pueblos actuales. Es difícil definir con precisión lo que significa este buen vivir, pero se puede decir que permite “construir colectivamente otra manera de vivir […]. El buen vivir, en substancia, es el proceso de vida nacido de la matriz comunitaria de pueblos que viven en armonía con la naturaleza”127 , y en todo caso “no se limita a la noción occidental del ‘bienestar’. Para comprender lo que implica el buen vivir, antes conviene reencontrar la manera en que los pueblos y naciones indígenas conciben el mundo”128 , donde parece fundamental alejarse del productivismo, los esquemas antropocéntricos y patriarcales, que han instaurado un divorcio entre la naturaleza y las sociedades, un modelo colonialista del desarrollo129 , abriendo el camino a la degradación del planeta. Se puede decir que el buen vivir, en sus diversas formas, es una búsqueda de un modelo de vida opuesto al individualismo del sistema neoliberal predominante y que substituye la lucha encarnizada en pos del éxito económico de cada cual por una manera armoniosa y pacífica de coexistir, en la que no se abusa de ningún poder ni se explotan los recursos de manera excesiva. No se puede tener una “vida plena” (es otra traducción posible) si se destruye la, o más bien si no se respeta a la Pachamama, o si no se vive en armonía con los demás seres humanos y vivientes. Un ejemplo histórico de “buen vivir”, aunque la expresión no existiera en esa época, se puede deducir de la organización de los ayllus o comunidades en el altiplano boliviano, chileno y peruano, entre otras cosas, con su sistema ejemplar de distribución equitativa del agua130 .
Otro concepto emergente, salido de las mismas zonas geográficas y culturales, es el de los derechos de la naturaleza, se la llame o no Pachamama. La idea de atribuir derechos a las entidades naturales fue precedida por el combate de los defensores de los animales131, adquiriendo una característica propia alrededor de los procesos constitucionales del Ecuador y Bolivia antes mencionados. Se trata de un movimiento que intenta asumir una ética bio-centrada, inspirada en conceptos de la land ethic —como la idea de valores intrínsecos de la naturaleza132— y no solo instrumentales, es decir, utilitarios para el ser humano, pero más bien coherente con el contexto cultural de la idea del buen vivir como alternativa al antropocentrismo mayoritario. Resulta lógico que tales valores de la naturaleza se traduzcan en derechos de protección, desarrollo vital propio y regeneración para las entidades naturales vivas, así como también para ecosistemas133. Esto constituye una ontología alternativa, según Eduardo Gudynas, que cita como momento significativo la iniciativa “Cuidar la Tierra” de 1991, de la época de la preparación de la Cumbre de Rio 1992, donde se indica que “toda forma de vida merece ser respetada, independientemente de su valor para el ser humano”. Según el autor uruguayo, esto “es claramente una sentencia biocéntrica. El ser humano pasa a ocupar otro sitio y se lo interpreta como una parte de la comunidad de vida; es uno más junto a las demás especies vivientes y no está por encima de ella”134.
Tales fuentes étnicas y poéticas, y actualmente políticas, conteniendo lenguajes religiosos y coloraciones culturales, pueden no ser compartidas por todos, pero es innegable que tienen actualmente un fuerte poder de inspirar ideas, conductas, movimientos, obras de arte, sensibilidades y estudios, más allá de las áreas geoculturales que les han dado origen, por lo que tienen sin duda un lugar importante en la formación cultural de la sociedad futura135. Las ideas, las prácticas, el mundo simbólico y la imaginación se enriquecen revisitando y dinamizando lenguajes y tradiciones durante tanto tiempo despreciadas. Nos hemos considerado orgullosamente modernos136; la fascinación de la técnica ha invadido todos los campos. Así, resulta paradójico y rico en enseñanzas que antiguas prácticas, experiencias e ideas de grupos étnicos que han sufrido la invasión y la destrucción del mundo occidental tengan algo que mostrarnos en nuestro camino actual hacia el futuro.
Ecología profunda y movimientos alternativos
Una manera de pensar de manera rigurosa la relación entre el hombre y su medio, que se ha convertido en una referencia en la construcción de paradigmas alternativos137, es la que propuso el fundador de la “ecología profunda” (deep ecology), el filósofo y alpinista noruego Arne Næss. La primera distinción es para mostrar que existe una ecología superficial (shallow ecology) que consiste en el intento por reducir la polución, minimizar los impactos nefastos de la industria sobre el medio ambiente y salvaguardar los recursos naturales para que no se agoten, en el sentido antes mencionado del “conservacionismo”. Se puede ver rápidamente que lo que el pensador noruego propone tiene mucho más que ver con la land ethics que con las políticas adoptadas por los partidos verdes y los gobiernos socialdemócratas en el mundo —aunque no se puede negar que ha habido progresos, principalmente en la toma de conciencia138—. Si se puede ir más lejos, y es lo que propone el pensador montañista, es en considerar que la ecología no solo debiera orientar una nueva ética, sino también una visión filosófica de la realidad humana inserta en la naturaleza. Es decir, lo que en filosofía llamamos una ontología general.
Para explicarla muy brevemente, la metafísica tradicional, digamos hasta Nietzsche, propone la existencia de seres individuales, llamados substancias, seres existentes o “entes”, objetos separados139, a los que luego se les pueden encontrar características, “accidentes” decían los escolásticos, “calidades segundas” decía Descartes, como el color, la temperatura, el peso, etc. En otras palabras, los seres son lo que son, y luego, como por añadidura, les ocurren cosas, se sitúan en un mundo o se relacionan entre ellos. Esta metafísica no corresponde a la experiencia originaria del mundo140. Lo que vemos son entidades y acontecimientos siempre en relación, no existe una esencia de la lluvia a la cual le ocurra ser fría o intensa e inundar un barrio. Hacemos la experiencia del evento total, insertos en él. Es lo que Næss llama “campo relacional”. Los seres no existen en realidad separadamente, son la relación misma. Por cierto cualquiera sabe hoy en día que un conejo, una ballena o una medusa, situada en el vacío sideral no viviría más de unas décimas de segundo, ni siquiera su cuerpo continuaría existiendo. Existimos no “en el mundo” sino “con” el mundo, en lo que Merleau Ponty llamaba la chaire du monde141, y en él somos un haz de relaciones.
Por la misma razón, en esta inspiración, hablar de “medio ambiente” no tiene sentido; ambiente es algo que se encuentra alrededor, en el entorno de un ser, y como por casualidad ese ser somos nosotros los humanos. En ecología profunda se hablará, entonces, no de medio ambiente sino de medio simplemente142; o, mejor aún, de “campo relacional”, esto es, un plano de lo inmanente en la interpenetración de relaciones múltiples que lo constituyen todo.
Esta idea, que puede parecer un tanto abstracta, tiene consecuencias directas para la ecología y el comportamiento humano. En efecto, si somos el conjunto de relaciones que nos constituyen, si experimentamos esta unidad fundamental como una realidad, la acción que atenta contra la naturaleza, empobrece la biodiversidad o ruina un ecosistema en realidad es un atentado contra sí mismo. El hombre empobrece su campo relacional y por ello reduce y mutila su propia experiencia del mundo y, en definitiva, su ser mismo143. La ecología se vincula así a una idea de la “realización de sí”. La preservación y el cuidado de la naturaleza144, de la vida de la diversidad del mundo y sus relaciones, son una manera de obrar por una vida más plena y una realización del ser humano mismo.
Extrañamente, la “ecología profunda” ha sufrido numerosos ataques; confusiones y fantasmas son explotados no siempre con buena fe. Probablemente sus proposiciones radicales producen temor, y se la ha acusado de todo tipo de cosas, principalmente de antihumanismo145 . Y al momento de proponer políticas, redactar programas o publicar estudios, las autoridades y los partidos gobernantes prefieren adaptaciones graduales y parciales que no ponen en cuestión el sistema. De más está decir que, si bien un máximo de conocimientos será requerido por las evoluciones a venir, se necesitará también un máximo de coraje y un deseo de ir mucho más adelante en esta manera de pensar.
Animales
Aunque no tenemos espacio en el marco de este estudio para desarrollar esta importante dimensión del pensamiento actual, debemos mencionar la ética animal, con sus importantes desarrollos conceptuales conducentes a la consideración moral hacia los animales, que ha avanzado mucho desde los notables movimientos de protección de los animales, el antiespecismo146, vegetarianismo y veganismo, y produce un reforzamiento de la reflexión ética. En efecto, preguntarse si tenemos o no derecho a hacer esto o lo otro a seres sensibles, preguntarse si ellos tienen derechos como nosotros147, confirma la visión de que la vida, incluso humana, es un tejido de relaciones y que podemos ser conscientes de esas relaciones de amistad, de vecindad o de cooperación con nuestros “compañeros de viaje de la evolución”. En efecto, una sociedad del futuro no podrá evitar la cuestión fundamental de la alimentación y de lo que hacemos con los seres sensibles y complejos que son los animales de crianza. El hecho de que hoy en día la mayoría de las personas que se alimentan de carne nunca hayan visitado un matadero o un criadero industrial de pollo, y que ni siquiera vean la forma del animal en las presas condicionadas para su venta en supermercados, coloca a la sociedad en una cierta forma de esquizofrenia y un punto ciego en nuestra manera de pensar y de educar a nuestros hijos: amamos y cuidamos a nuestras mascotas, disfrutando tranquilamente de un biftec, que procede de un ser tan inteligente y sensible como nuestro perro. Es lo que se llama especismo.
Construido según el modelo de los términos racismo, machismo y otros similares, el concepto de especismo implica la discriminación de ciertos seres, que se ven privilegiados o, por el contrario, despreciados y reducidos al estatuto de máquinas productivas, objetos, pertenencias, explotados, maltratados, destruidos y consumidos, con el solo pretexto de que pertenecen a una especie, como el racismo perseguía a individuos con el argumento de la raza. Un prejuicio fatal, que se acomoda de una acumulación tan gigantesca de sufrimiento para nuestro placer culinario y nuestro bienestar vestimentario; a veces para nuestra distracción, como en el caso de corridas, rodeos o circos; puesto que no se trata en absoluto de necesidades, ni siquiera nutricionales. Este verdadero escándalo moral tiene que ser conocido, cuestionado y denunciado. Es inverosímil y contradictorio desear una evolución ética y política, es decir, humana, de nuestras sociedades, conservando esta crueldad sin fin y el estado de inconsciencia generalizada de la ciudadanía respecto a esta contradicción impresentable148.
La situación de los animales y la relación del ser humano con estos, comenzando por la caza, luego la domesticación y la crianza, forma parte de la larga historia de la civilización y su “solución”, si se puede hablar en esos términos, implicará también una larga evolución. La sociedad futura será de alguna manera una zoopolis, según el concepto recientemente inventado por Sue Donaldson y Will Kimlicka. Estos autores distinguen entre los animales salvajes y los animales domésticos una tercera categoría, intermedia, en realidad, llamada animales “liminares”, que son los que, sin ser domésticos, viven a proximidad de los humanos, a veces en medio de nuestras ciudades o espacios rurales, como palomas, zorzales, ratas, ardillas, lagartijas. Hay que asumir que todos los animales no son equivalentes y, si se les debe protección y respeto a todos, el tratamiento no puede ser equivalente. Basándose en una teoría política de origen liberal, proponen acordar la ciudadanía (o una forma de ciudadanía) a los animales domésticos y de compañía, la soberanía a los animales salvajes y a sus comunidades y un estatus de residentes a los animales liminares. Esta proposición149 es un simple ejemplo (pueden proponerse muchos otros, como el abolicionismo radical de algunas tendencias veganas) de cómo la imaginación política puede asumir y hacerse cargo de manera responsable, con una teoría perfectamente racional, del problema mayor de la convivencia de la sociedad humana con los animales.
También tendrá que ser pensada la cuestión del “desarrollo” y encaminarse hacia nuevos conceptos. Hay formas de desarrollo que obligatoriamente habrá que abandonar (como el uso de combustibles fósiles o la agroindustria intensiva); otros que habrá que moderar, y otros aun, inventar. El concepto de lo “sustentable” no es suficiente ni suficientemente preciso; hay que decir claramente que no es sinónimo de ecología. Nada más “sustentable” que la energía solar, pero, si se instalan grandes cantidades de superficie de captores solares sobre un pantano, la biodiversidad de ese ecosistema ciertamente desaparecerá. Muy sustentable es también una central hidroeléctrica: la energía es proporcionada por la gravitación que hace avanzar el agua, que, por cierto, no se consume. Pero un río es también un ecosistema en relación con los otros en una región determinada, que puede ser gravemente perturbado, y si se instala una represa en un valle de gran valor estético la pérdida será de otro orden, que también debe ser considerado. Tenemos necesidad de la belleza del mundo. Todo ello debe ser pensado y negociado inteligentemente y de manera transparente en la sociedad del futuro.
Por ello, la ecología nos conduce a la democracia (capítulo siguiente) y a la invención de nuevas formas de deliberación, de decisión y nuevas prácticas sociales. Por otra parte, el sentido político y social de muchas decisiones respecto a la energía, al medio ecológico y al clima es evidente. Los primeros perjudicados por el cambio climático, originado principalmente por el industrialismo de los países ricos, son los países más pobres y en ellos, las poblaciones más desfavorecidas, que habitan zonas vulnerables. Basura química y atómica ha sido enviada al tercer mundo, al mismo tiempo que formas de agricultura tradicionales eran erradicadas por la presión de la competencia mundial y los bancos. Algunos no han dudado en afirmar que no es la especie humana que destruye el planeta, sino el capitalismo. Esto es falso históricamente, ya que las catástrofes ecológicas del “socialismo real” y su dogma industrialista son conocidas, pero este sistema prácticamente ha desaparecido, por lo cual se puede decir que la afirmación anterior actualmente es cercana a la realidad.
Nombrar bien las cosas. La gaya ecología
Hemos presentado aquí un cierto número de ideas, algunas de ellas heterogéneas, que constituyen el fondo del pensamiento ecológico. Pero a cada cual le corresponde profundizarlas, elegir aquellas que más le hablen y, por supuesto, continuarlas. Mi manera de ver es que todos los enfoques tienen su lugar, todos los aportes tienen su utilidad y su rol. Lo peor que se puede hacer en estas materias es desarrollar dogmatismos, intolerancias y fundamentalismos. La ecología del futuro será pluralista y multidimensional; para algunos constituirá el centro de su compromiso social, para otros un marco de vida, una sabiduría. Pero para todos será central.
Hay que decirlo: algunas maneras de abordar la ecología actualmente fallan en plantearse principalmente como alarmas frente a la crisis, con anuncios desastrosos destinados a suscitar miedo, proposiciones de paliativos ante la destrucción, algo así como frenos ante un precipicio, tal como la “heurística del miedo” de Hans Jonas, antes mencionada. Otros hablan de “catastrofismo ilustrado”, es decir, el hecho de considerar que la única manera de evitar la catástrofe venidera y remover suficientemente las conciencias es dar esta catástrofe por segura150 . Aunque en muchos aspectos la situación es crítica y no hay que desconocerlo, no estoy seguro de que esta estrategia del miedo, que podría llamarse ecología de Casandra, produzca los resultados esperados. Por cierto, hace mucho tiempo que ella viene practicándose, y de manera no siempre “ilustrada”, por los diversos movimientos y partidos verdes, pero la toma de conciencia de la crisis ecológica por parte de grandes electorados, de responsables y dirigentes del planeta continúa haciéndose esperar.
Creo más bien que necesitamos una ecología de afirmación, de conquista de nuevos territorios de la existencia, y que solo ella puede tener la fuerza necesaria para cambiar los modos de vida y organizar las sociedades de manera diferente. La ecología que podrá imponerse debe hacerlo por la vía del deseo, el placer, el gusto, la alegría, el goce de una nueva forma de habitar el mundo y no solo ni principalmente motivadas por el miedo, que origina privaciones, prohibiciones, control e impuestos, aunque en muchos casos estas restricciones son necesarias en una fase de transformación y también tienen cierta utilidad las medidas paliativas. Esta gaya ecología, o ecología gozosa, la nombro así aludiendo al sentido en que Nietzsche hablaba, y que constituye el título de uno de sus libros más luminosos, de “gaya ciencia” o “gay saber”151. Ella debe, por supuesto, asumir los conocimientos, la lucidez y el rigor de los diagnósticos científicos, incluyendo los más severos en cuanto a la crisis ecológica y los daños hechos, tal vez ya irreparables, pero sin olvidar que solo por deseo de otra cosa, por la voluntad, por el placer del cambio y de la experiencia de lo nuevo pueden las mentalidades y las prácticas encaminarse hacia otros rumbos. La denominación de gaya ecología proporciona, por simple coincidencia, una bella homofonía con la hipótesis Gaia, de James Lovelock, antes mencionada152. La gaya ecología sería, así, el conocimiento gozoso, la alegre y jovial puesta en práctica de nuevas formas de habitar el sistema Gaia. Aunque en tanto hipótesis científica esta no se verifique, nombrarla así marca simbólicamente un cambio de mentalidades y constituye un contexto ideológico inspirador de nuevas actitudes.
El placer del cambio es evidente en las iniciativas que proliferan por todas partes, en torno a la protección de especies vivas, de lugares hermosos, de modos de producción —por ejemplo, en la agricultura orgánica, la permacultura—, de modos de vida, como el movimiento cero desechos153, y comunidades de nuevas formas de producción. Es la vuelta a (o la invención de) estilos de vida más simples, como la “pobreza voluntaria”, aunque mejor nombrarla, como lo hace un pionero de la agricultura orgánica en Francia, como “sobriedad feliz”154. Incluso ideas políticas inspiradas directamente en la ecología, como el “biorregionalismo”, que propone que las dimensiones de la comunidad política deberían ser proporcionales a un ecosistema, el anarco-primitivismo y la práctica de cultivos orgánicos comunitarios… Volveremos sobre estas ideas en el capítulo III, sobre la democracia, y IV, sobre la economía; estas dimensiones están íntimamente ligadas.
Y también por cierto el placer de la investigación, el descubrimiento, la audacia y la invención, para científicos e ingenieros, agricultores, artesanos, industriales, emprendedores y simples ciudadanos. Porque ocurre que los desafíos energéticos, urbanísticos, agrícolas e industriales que se presentarán serán inmensos. No hay que imaginar que la gran industria desaparecerá y que la construcción de grandes obras se detendrá. El tamaño de las poblaciones humanas actuales hace imposible soñar con una wilderness generalizada, un “preservacionismo” integral; la naturaleza actual está en gran parte humanizada. Ello es irreversible y por cierto no es lo contrario de la ecología: se ha comprobado que en muchos ecosistemas la presencia de humanos y sus prácticas ha sido y es fuente de biodiversidad155. No basta con dejar a la naturaleza actuar para preservar la vida. Somos parte de ella, hay que asumirlo, retirarnos no es siempre la solución. Por ello no caben aquí dogmatismos ni fundamentalismos.
La gaya ecología o el gay saber ecológico es una ecología de la felicidad y de la realización humana; es gozar de un medio vital (y no “medio ambiente”) rico en diversidad. Que las implantaciones humanas no sean incompatibles con el hecho de disponer de aire y aguas puras, tierras fértiles y montañas inmaculadas, con bosques milenarios y selvas proliferantes de especies, renovando nuestro gusto por la belleza de los paisajes, el acontecer de la vida y el milagro de la evolución. Todo eso debería formar parte de los derechos fundamentales y, por supuesto, espero que ya se comprenda que ello no podrá seguirse llamando simplemente “derechos humanos”. Alimentarse con productos de calidad, cuyo cultivo no contamina ni empobrece la tierra, ni procede de sufrimiento o violencia, convivir amistosamente (a veces amorosamente) con los animales, a los cuales se les respeta, conlleva un tipo de conciencia de sí mismo y de experiencia del ser diferente. Quien se interesa y se acerca a estas temáticas y sobre todo se aboca a las prácticas que de ellas se inspiran experimenta de manera clarísima que ello contribuye a la felicidad y a la realización de sí, ampliando la experiencia de vida. La riqueza de la vida terrestre preservada no solo es promesa de felicidad futura o tranquilidad por las catástrofes evitadas, sino un goce en el aquí y ahora de nuestras existencias, por el ensanchamiento de la sensibilidad y la conciencia, por los conocimientos que ello requiere y los sentimientos que ello despierta.
Así, podemos decir finalmente de esta nueva ética y manera de vivir entendida como una gaya ecología, de esta nueva y apasionante dimensión de la existencia y desafío a la libertad, que se trata también de una ecología del amor. En efecto, amar, cuidar y cultivar el maravilloso mundo viviente que es nuestra morada constituye una nueva forma de felicidad y de realización humana. ¡Tantos territorios nuevos de la vida nos quedan por inventar! ¿Cómo podríamos, si no, tener la fuerza de encaminarnos hacia una sociedad futura en esta vasta re·evolución a la cual la ecología nos invita?