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I Ser libre, cambiar el mundo

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Ciertamente los temas formulados en el manifiesto dependen en gran medida de una nueva comprensión de la existencia del ser humano en el mundo, en otras palabras, una ontología, una teoría del ser del hombre. Pero me ha parecido que ello no debería figurar antes del contenido mismo de la proposición, porque no creo que una interpretación del ser de las cosas pueda determinar de manera clara y lineal una idea del deber ser. El asunto es más complejo, porque cuando se propone una “utopía”, una visión de lo que podría ser la sociedad, no se pone en juego solo lo que creemos que constituye el ser del hombre, sino también, en gran parte, lo que deseamos que sea37. La voluntad que desea remplaza aquí la razón que conoce. Por ejemplo, cuando en el punto 4 se critica la concepción del ser humano en tanto que “homo œconomicus”, en el fondo lo que se quiere decir es que el hombre podría y debería ser otra cosa. Porque en gran medida, aunque sea lamentable, en la realidad de las sociedades actuales, los humanos corresponden efectivamente en gran medida al modelo del homo œconomicus; han sido educados, condicionados y adaptados a ello, lo cual continúa intensificándose día a día en el mundo actual. Pero de alguna manera sabemos que ello implica una reducción y un empobrecimiento de la vida humana; nuestra voluntad se rebela contra este estado de cosas y propone que ser humano es otra cosa, lo que significa en realidad que sería otra cosa si no hubiera sufrido una cierta alienación.

Ya lo dijimos, se dirá que todo esto es utópico, que “hay que ser realista”, que “las condiciones objetivas”, que “la dura realidad de las cifras”, o que la naturaleza predadora y competitiva del hombre, que como se sabe “es un lobo para el hombre”, o que esto o lo otro. Pero el humanismo desde sus orígenes contiene la idea de que el ser humano, no teniendo una esencia fija, puede hacer de sí mismo lo que decida38. Así podemos decir que de alguna manera la especie humana ha preferido ser lo que es, y que las sociedades de violencia e injusticia reflejan esta preferencia; ello no significa que sea inútil proponer otra cosa: si la plasticidad del ser humano forma parte de la esencia del humanismo, cambiar nuestro destino pude ser posible, debe ser posible. Ningún orden resultante de la historia humana puede pretender ser definitivo, y esto es algo que funda en general, aunque no sea conscientemente, nuestra noción de libertad.

Así, expresiones como “cambiar el mundo” o la afirmación “otro mundo es posible” sin duda pueden ser reflejo de una voluntad minoritaria o muy minoritaria, que por ahora choca contra la inercia, la incomprensión y el miedo al cambio tanto de los pueblos, conservadores en sus usos y costumbres, como de sus élites gobernantes, celosas de sus privilegios, aunque este miedo evidentemente no sea por las mismas razones y una buena dosis de manipulación ideológica no esté en absoluto ausente de esta situación. Sin embargo, si tantos movimientos emergentes, iniciativas, acciones, creación e invención políticas se manifiestan en lugares tan apartados del planeta, es porque al menos concebir otro mundo es perfectamente posible y ponerse en marcha hacia una transformación no es solo posible, sino que ya es una realidad para miles de seres humanos en los más diversos rincones del mundo.

Es lo que yo he llamado “despertar la capacidad de utopía”. Todos tenemos esta capacidad, y ella se manifiesta, como también todo el mundo sabe, espontáneamente en los jóvenes. Luego a veces el temor (la amenaza de la exclusión social), la dureza de la vida, la competencia, tal vez las ambiciones y sobre todo el aislamiento, la vida atomizada que vivimos al menos en las sociedades occidentales, el individualismo degenerando en egoísmo y en indiferencia, todo eso hace que esa capacidad de utopía se vaya apagando o que sea totalmente abandonada como un recuerdo incómodo de la impetuosidad juvenil. Y en un momento, más temprano o más tarde según la persona, se concluye que no se puede cambiar el mundo. Incluso algunos reconocen con una mezcla de nostalgia y de vergüenza, como un personaje de un famoso filme: “queríamos cambiar el mundo, pero fue el mundo el que nos cambió”39. Es curioso, sin embargo, que nadie saque la conclusión, que con toda lógica debería seguirse de ello: que no somos libres. En efecto, si la libertad no consiste en cambiar algo del mundo —y por supuesto no la totalidad—, la acción es totalmente inoperante y carente de sentido, da lo mismo lo que hagamos o no hagamos, lo que deseemos o lo que prefiramos, lo que implica que no existe vida ética alguna.

Por ello me parece que lo primero que una sociedad debe decidir sobre sí misma es en qué medida desea ser libre y qué significa esa libertad, si no se quiere que esta sea una palabra vacía, una especie de invocación hipnótica40 .

Libertad negativa

Por cierto, pasar revista a las diversas maneras en que se ha entendido la libertad a través de las épocas sería algo que excede nuestro propósito. Pero podemos mencionar que en la Grecia clásica se entendía la libertad como el simple hecho de no ser esclavos, es decir, formar parte de los hombres libres y sobre todo participar activa y directamente en los asuntos de la cité (la polis griega y la civitas, en la república romana), ejercer conjuntamente la soberanía. Es lo que Benjamin Constant llamó “la libertad de los antiguos”, contrastando con “la libertad de los modernos”, que se caracteriza por la definición de una esfera privada que debe estar protegida de la coacción del poder político41. Según Constant, aunque la libertad de los antiguos consiste principalmente en participar en el gobierno de la ciudad-Estado, la polis, ello era contrarrestado por una muy escasa libertad individual, además de que las costumbres, creencias y el modo de vivir eran fuertemente controlados por esa soberanía compartida; en realidad, el concepto de libertad individual prácticamente no existía42 . Por ello, como todos los liberales, Constant prefiere la libertad de los modernos, una libertad privada, individual, aunque esta segunda adolece de otro problema: los individuos, que en principio hacen lo que quieren en su vida privada, puesto que se ha privilegiado la delegación del poder por la representación, pueden participar poco o incluso nada en los asuntos públicos; su soberanía y su estatus de ciudadanos pueden ser ilusorios.

Esta doble interpretación de la libertad alcanza mayor claridad aun en un texto de referencia de Isaiah Berlin43, y uno de los más influyentes del liberalismo, en el que este autor distingue la libertad positiva de la libertad negativa. Esta nueva dualidad, en la cual se trata de determinar la libertad fuera de consideraciones históricas (solo los modernos interesan a Berlin), conserva prácticamente el mismo concepto de la libertad negativa (aquella de los modernos, según Constant), pero la libertad positiva es interpretada más bien como la cuestión de la soberanía individual: ser el amo de sí mismos. Estas dos concepciones deberían ser la base del sistema liberal, según el autor de Oxford. Sin embargo, el liberalismo se caracteriza por retener únicamente el segundo concepto, la libertad negativa, definida como ausencia de obstáculos para la persecución de los propósitos privados de cada individuo. En el fondo, la libertad es aquella que el individuo tiene en su vida privada, en la cual se supone que puede hacer lo que quiera en la medida en que ello no dañe a los demás… Esta concepción remonta a Hobbes, que da una definición casi física: “Libertad significa, propiamente, ausencia de oposición, es decir, impedimentos externos al movimiento, y puede referirse tanto a las criaturas irracionales e inanimadas, como a las racionales”.44 Es decir, hacer lo que se quiere, realizar los fines que el hombre se ha fijado, sin ser obstaculizado físicamente por resistencias exteriores.

Berlin, como la mayoría de los pensadores liberales, desconfía de la llamada libertad positiva, pues al poner el acento en la participación en el gobierno, en la soberanía del pueblo, por ejemplo, bajo inspiración de Rousseau, se abren las puertas a lo que ya Tocqueville llamaba la “tiranía de la mayoría”, o incluso a proyectos totalitarios, toda vez que aquel que no comparte la ideología dominante puede ser acusado de oponerse al pueblo, a la revolución u otro avatar de la “voluntad general”. Constant prefería la “libertad de los modernos” porque su problema, en tanto pensador liberal, era el despotismo, tanto del Ancien Régime —que estaba aún muy presente en las memorias en su época— como los excesos de la Revolución francesa y luego del régimen de Napoleón Bonaparte45 . La preferencia de Berlin por la libertad negativa permanece igualmente prisionera de su época: la posguerra y la segunda mitad del siglo XX, en la cual el principal problema para los teóricos liberales de la política era premunirse contra el comunismo o el fascismo, y es así que llegaron a reducir la libertad a la libertad negativa46 . Es importante no perder de vista que en la libertad negativa se trata de una libertad pura y exclusivamente individual, lo que implica una reducción del problema de la libertad a la protección de la esfera privada de la vida y a los derechos individuales.

Críticas a la libertad negativa. Soberanía, libertad cualitativa, libertad reflexiva

Esta concepción ha sido criticada por diversas corrientes. La crítica que más fácilmente viene a la cabeza cuando se evoca el problema de la libertad política es la marxista. Pero aparte de las sutiles variaciones sobre la realización del “hombre genérico”, y del individuo libre y realizado en los primeros escritos de Marx, que implican principalmente la liberación de la alienación por el trabajo explotado, que daría al hombre, en una sociedad sin clases, la posibilidad de conquistar una cantidad importante de tiempo libre para dedicarlo a actividades creativas, idea generosa e importante, sin duda, no parece haber en el marxismo una verdadera teoría positiva de la libertad47. Lo que se encuentra en lugar de esta teoría incipiente y apenas esbozada es en general una crítica a la “libertad burguesa” que siempre me ha parecido bastante pobre. En resumen: la libertad que el capitalismo liberal propone, llamada en general “libertad formal” —que no es otra cosa que lo que hemos llamado aquí libertad negativa—, es decir, hacer lo que se quiera sin estar limitado, no existe, según el marxismo, más que para el capitalista. Se trata entonces de conquistar una “libertad real”. El proletario no dispone de libertad para decidir vender o no su fuerza de trabajo, está obligado a hacerlo. Por otra parte, la libertad formal, que implica que muchas cosas no están prohibidas, primero que nada, no es una libertad real porque estamos determinados por el mundo material y sus leyes: de nada sirve que esté autorizado viajar al planeta Júpiter, porque hasta ahora nadie puede hacerlo. Segundo, estamos determinados por las condiciones económicas y sociales; de nada sirve que no esté prohibido al obrero adquirir un Ferrari o pasar sus vacaciones en cruceros por el Mediterráneo, puesto que no tiene los medios para ello.

Pobre me parece esta idea, primero que nada porque muchas cosas se pueden desear aparte de viajes a Júpiter, que pueden estar prohibidas, como por ejemplo viajes al lado occidental del muro de Berlín en la época de la RDA. Enseguida, que los obreros no tengan los medios de comprar objetos de lujo es algo que ya no funciona de la misma manera; tal vez no un Ferrari (muchos burgueses tampoco pueden comprarlos), pero relojes de marca, televisores de alta definición y celulares llenos de funciones (aún inútiles) y otros gadgets de la sociedad de consumo están al alcance de cualquiera que tenga un trabajo estable; el deseo de posesiones materiales o de realizaciones de distracción es todo lo contrario de lo que se podría llamar libertad, incluso en una concepción inspirada del humanismo del joven Marx. Más bien la posibilidad actual real de adquirir este tipo de “bienes”, se trata de lo que justamente impide actualmente la “conciencia de clase”, que era necesaria para la emancipación del proletariado. La pobreza de esos análisis viene justamente —y eso es tal vez lo más importante— de que todo debe interpretarse en términos de lucha de clases, lo que lleva a la necesidad de la revolución, y cuando se intenta definir finalmente el contenido de esa famosa “libertad real” o “libertad sustantiva” se trata en realidad de la necesidad para el proletariado de ampararse del poder para transformar el modo de producción capitalista en socialista y darse los medios de realizar su misión histórica de avanzar hacia la abolición de las clases48. Como se ve, en estas teorías, la libertad se convierte rápidamente en necesidad, y el carro de la historia al cual se trata de subirse se conduce por los rieles fijos del determinismo y no se ve mucho, en ese caso, ni la necesidad de la famosa conciencia de clase (prácticamente desaparecida del mundo actual) ni por qué todo ello no se ha realizado aún, o solo en caricatura.

Otra crítica de la libertad negativa, tal vez más interesante, se encuentra en la corriente autodenominada “neorrepublicanismo”, o a veces concepción neorromana. Autores como Pocock, Quintin Skinner o Philip Petitt han intentado sobrepasar la antinomia libertad positiva/libertad negativa, desarrollando la idea según la cual la pregunta no es solo si puedo realizar mis deseos sin que nadie interfiera, sino también quién gobierna, quién tiene el poder de decirme lo que debo y lo que no debo hacer. Estos pensadores critican al liberalismo que, en la medida en que el individuo no sea impedido a realizar sus propósitos, no importa el poder político en la medida que no esté ocupado por un déspota. Si el gobernante no interfiere, la libertad negativa está a salvo. Los neorrepublicanos proponen agregar a la pregunta sobre la no interferencia la pregunta por el poder: en qué medida estoy o no bajo la dominación de alguien, o en qué medida dependo de alguien. En la situación de dependencia y de dominación, aunque se trate de un gobernante benevolente e ilustrado, que no interfiere, la dependencia subsiste, y no es una situación aceptable; a la no interferencia hay que agregar una situación de no dominación.

En efecto, en muchas sociedades, hasta hoy, una parte de los ciudadanos depende en gran medida de la “buena voluntad” de quien tiene un poder inmenso sobre sus destinos, como en el caso de los trabajadores no sindicados, aún más el de inmigrados en situación ilegal, que un patrón puede despedir sin ningún problema en cualquier momento, así como empleadas domésticas no declaradas y formas variadas de servidumbre que subsisten en muchas partes del mundo. La precariedad de una situación de vida vuelve a las personas dependientes y vacía de sentido la libertad. Por ello el problema se devuelve a la participación activa del ciudadano en la gestión de su vida, en la conducción de la sociedad, aunque no se ve muy bien en qué ello no significa revenir a la libertad positiva, como lo afirman esos autores.

Por otra parte, se puede tomar en consideración que ser libre como “hacer lo que se quiera” (libertad negativa) deja el campo abierto a que aquello “que se quiera” pueda ser una u otra forma de alienación. Este es el ángulo de la crítica de Charles Taylor. Si la libertad es aquella del individuo de realizar sus deseos (en la medida en que ello no dañe a otros o amenace el orden del Estado), nada se precisa sobre el tipo de deseos que ello puede movilizar. Sin embargo, cualquiera comprende que no todos los deseos van en el sentido de la libertad; alguien que desea fumar, porque vive una fuerte dependencia del tabaco —el Estado no debe interferir en su deseo de fumar, eso basta para un liberal—, podría también desear dejar de fumar. Los individuos no solo encuentran obstáculos externos a su realización como seres humanos, sino también obstáculos internos, problemas de personalidad, dependencias o reacciones por miedo, por prejuicios, odio o simple ignorancia49. Los deseos no son todos equivalentes, como lo quisieran los herederos de Hobbes. El hecho de que el fondo liberal de la filosofía política moderna haya impuesto esta concepción negativa deja la vida moral del ser humano vacía de contenido, olvidando que no solo hay deseos, sino también finalidades, objetivos, valores e ideales, que deben ser comprendidos por la persona y finalmente elegidos por la voluntad; y ocurre que no todos contribuyen a la realización de la persona humana. Los deseos deben poder ser sopesados y jerarquizados según una escala de valores de vida que debe poder ser también objeto de elección libre por parte del individuo.

Desde otro ángulo se puede abordar esta concepción liberal como aquella de una libertad cuantitativa. Por cierto, muchos autores hablan de “libertades”, en plural, y entienden que disponer de “un número mayor de libertades” (es decir, un menor número de obstáculos y restricciones) es muestra de una sociedad más libre50. Pero se le puede oponer la concepción de una libertad cualitativa, en el sentido en lo entiende Taylor, como ya mencionamos, capacidad de hacer distinciones cualitativas, jerarquías de valores, pero también, como lo propone Claus Dierksmeier en un importante ensayo, en vistas a una definición de la libertad como libertad cualitativa. Según este pensador alemán actual, las concepciones convencionales (liberales) de la libertad cuantitativa consideran cualquier restricción a esta, por ejemplo, por normas y prohibiciones, como un mal menor, que debe poder justificarse con la ganancia en términos de seguridad y utilidad, por ejemplo, permitiendo negocios privados, que de otra manera estarían amenazados. Así también, por ejemplo, una promesa que debe ser cumplida restringe la libertad en el sentido cuantitativo, pero en el sentido cualitativo alguien puede entender que cumplir su promesa, aunque reduzca el número de opciones, “en vez de una reducción de la libertad, como su realización…”51, porque da contenido y sentido preciso a la libertad. Así, “la idea de una libertad cualitativa se abre a cuestiones de vinculación moral, de sostenibilidad ecológica, de cogestión social y de respeto cultural”52.

Como se ve, la libertad no es un asunto tan simple ni una hoja tan delgada que se la pueda llevar la brisa al azar de los cambios de temperatura más leves, inducidos por la publicidad, la moda, las tendencias irracionales y los intereses manipuladores de la opinión. Es decir que la libertad no solo es un asunto de deseos no obstaculizados, sino un desafío a la profundidad de la voluntad humana, que debe poder inspirar y guiar la acción para construir su vida y no solo pasarlo bien.

Los pensadores neorrepublicanos tienen razón en decir que esta libertad sustancial no puede realizarse más que en una sociedad libre, en un Estado libre, y que este sería el fondo olvidado del liberalismo en el sentido clásico. Solo si los ciudadanos se gobiernan a sí mismos se puede decir que pueden optar conjuntamente, políticamente, por una vida de valores que va en la dirección de su propia realización personal.

Pero los liberales clásicos tienen también razón al señalar que no basta con que una sociedad sea administrada por ella misma en instituciones democráticas, porque diversas formas de “tiranía suave”, como “la tiranía de la mayoría”, que preocupaba tanto a Tocqueville, así como la opinión común, que ejerce un tipo de censura mucho más eficaz que la Inquisición (“el primero y el más irresistible de los poderes, no encontrándose fuera de él apoyo suficiente que permita resistir a sus golpes”53), permanecen posibles.

En el fondo la distinción entre libertad negativa y libertad positiva no es la única manera de entender este tema (y menos aún aquella entre “libertad formal” y “libertad real” del marxismo). Otras distinciones son igualmente pertinentes e influyentes en la historia. Así, al lado de la libertad negativa, que es realmente el concepto privilegiado por el pensamiento liberal, se ha hablado también de libertad reflexiva. Si retomamos la objeción de Charles Taylor antes mencionada, resulta evidente que no basta con tener deseos y poder realizarlos para considerarse libre. Estos deseos pueden ser pervertidos por muchos factores, conducir a la servidumbre o a la alienación; el ejemplo perfecto es el deseo de consumo en las sociedades actuales. Es necesario poder volver la mirada sobre sí mismo y considerar cuáles son los deseos que merecen ser realizados, que merecen convertirse en nuestra voluntad.

Esta problemática nos viene de Rousseau, quien formuló con gran claridad la idea de que ser libre consiste no en dejarse llevar por los deseos o “apetitos”, en lo cual no hay precisamente libertad, sino en “la obediencia a la ley que uno mismo se ha prescrito”. Es el concepto de autonomía (la ley, nomos, que viene de sí mismo, autos), que tendrá una importancia central en la modernidad, principalmente en la filosofía de Kant. Para este último seguir simplemente nuestros deseos o “inclinaciones” equivale a funcionar como la naturaleza, actuar según causas externas, lo cual llamó “heteronomía” (la ley que nos viene del exterior). La libertad como autonomía equivale a una libertad reflexiva, en la cual el individuo, y también las sociedades, ejercen su capacidad de razón y de juicio, dándose fines a sí mismas y fijando los límites a lo que se debe hacer, produciendo normas. En Rousseau, el ejercicio de la autonomía de una sociedad llega a constituir lo que se llama la “voluntad general”, que es el zócalo sobre el cual reposa toda legitimidad democrática54 . Estas ideas son las más conocidas e influyentes en filosofía política.

Sin embargo, siempre se pueden considerar insuficientes, y se ha dicho que la libertad reflexiva o autonomía en el fondo desemboca en una visión procedural (o “procedimental”) de la sociedad, en la cual basta con que las instituciones sean racionalmente organizadas para que los individuos puedan llegar a las normas justas, de la misma manera que Kant pensaba que razonamientos morales abstractos podían generar una ética del deber suficiente. Es lo que se encuentra, hasta avanzado el siglo XX, en proposiciones llamadas procedurales como las de John Rawls o Jurgen Habermas; procedurales porque basan en una idea racional abstracta la posibilidad de la justicia en la sociedad, ya sean las condiciones de “velo de ignorancia” de la teoría de Rawls55 o las condiciones formales de la “ética de la discusión” de Habermas.

Libertad social

Una idea posterior, tendiente a superar el aspecto abstracto y procedural y los problemas que ello suscita, es la que se puede llamar “libertad social”. Si seguimos el pensamiento de Hegel, aunque el filósofo de Jena no utiliza esta expresión, la idea se encuentra en germen en las Lecciones sobre la filosofía del derecho56. Hegel critica la libertad como autonomía y la visión procedural del kantismo e intenta pensar la libertad en el contexto de sociedades concretas históricamente determinadas. Es lo que en su lenguaje se llama la búsqueda de la dimensión objetiva. Es en esta obra que Hegel forma el concepto de “eticidad”57 (aunque la traducción es problemática) para nombrar la práctica de la libertad en sociedades concretas, históricas, aquella de un individuo contextualizado, “en situación”, dirán los filósofos posteriores, como Sartre. Pero la principal utilidad de este concepto es que no se puede pensar sin la interacción con los otros y con las instituciones de la sociedad. Por ello se habla de “libertad social”; aunque inspirado por Hegel, este concepto ha sido desarrollado por un pensador contemporáneo importante, Axel Honneth58, en un libro masivo y profundo, para nombrar una libertad que no se concibe sin la participación de los demás, que incluye como un elemento constitutivo el hecho de ser ejercida en común, de ser construida con otros, sin los cuales ella no puede simplemente existir59. Según el pensador de Frankfurt, inspirado en Hegel, tanto la libertad negativa de los liberales como la libertad reflexiva, de Rousseau y Kant, no hacen más que pensar la libertad del individuo como si este permaneciera aislado en su propia vida moral, como un puro intelectual, que no tuviera relación más que con ideas, y no con contextos sociales, lo que favorece el individualismo y la atomización de las sociedades contemporáneas. Más importante aún, estas dos versiones, en el fondo, lo que hacen es establecer una posibilidad de la libertad y no la efectividad de ella. En efecto, si la libertad negativa es respetada, nada asegura que yo haré efectivamente aquello que me he fijado, solo que no estoy impedido por obstáculos exteriores; la libertad reflexiva, por su parte, en nada asegura que efectivamente yo me daré mis propias leyes y normas (auto-nomía), solo que soy capaz de hacerlo. La búsqueda, tanto en Hegel como en Honneth, es la de una libertad efectiva, la de un uso actual y real de la libertad como acción, y ello no puede hacerse más que en un tipo concreto de sociedad o de interacciones con los demás (el autor habla de instituciones).

Este concepto, que continuaremos desarrollando en el capítulo sobre la democracia —puesto que constituye verdaderamente un concepto de libertad política concreta, sobre el cual podemos fundar una idea de la democracia que vaya en el sentido de la realización de la libertad de las personas—, constituye un aporte en la comprensión de lo que implica la acción común o la intersubjetividad. Porque en este nivel no somos libres más que al interior de relaciones de reconocimiento recíproco. La presencia de los demás es constitutiva de esa libertad. La efectividad de la libertad implica que la realidad, el contexto (la institución o la organización) social debe estar construido de manera que cada individuo entienda la realización de la libertad de los otros como condición sine qua non del ejercicio colectivo de su propia libertad. Es necesario que los otros concurran a la realización de una obra común para que podamos hablar de libertad social efectiva, que mis fines se vean confirmados por los fines de otros, en un reconocimiento recíproco del aporte de cada uno. El ejemplo que el autor saca de Hegel es el amor, el cual sin reciprocidad no se puede realizar de manera efectiva, aunque tal vez la amistad sería un ejemplo más preciso. Honneth cita una frase de Hegel, “estar consigo mismo en los otros” o “ser sí mismo en el otro”60.

Ciertamente lo que nos interesa aquí es el aspecto propiamente social de esta libertad efectiva, es decir, allí donde no solo dos personas están implicadas, lo que puede ocurrir en el amor o la amistad, sino en aquellas relaciones en las cuales grupos, colectivos, organizaciones dan lugar a iniciativas, acciones que no podrían existir sin que cada cual se experimente como enriquecido por el aporte de otros y que su aporte sea reconocido por los demás.

Para concebir una sociedad como libre, puesto que ese es nuestro desafío, creo que nuestro esfuerzo filosófico, que por supuesto nunca es enteramente exitoso, debe ir hacia una integración de los diferentes conceptos de libertad. Porque de alguna manera todos tienen su importancia. La libertad de los antiguos, la participación en los asuntos comunes de la polis, es fundamental; sin ella no hay política o, más precisamente, no hay democracia. Pero la libertad de los modernos, aquella que nos permite salvaguardar una esfera privada, tanto para vivir de acuerdo con nuestros valores como para emprender, es igualmente importante. La libertad positiva, si ella implica el cuestionamiento y la participación en el poder político, resulta tan fundamental como la libertad negativa, si por ella se entiende la ausencia de obstáculos externos a nuestros propósitos. Pero sin una libertad reflexiva, sin la madurez de edad61 que implica la autonomía, es evidente que ninguna de las anteriores puede ser cabalmente ejercida. Finalmente, sin la libertad social, todo el edificio de la cultura humana se ve truncado y restringido a la concepción del solo individuo, lo que impide enteramente vislumbrar el vínculo esencial entre la libertad y la política, que es el lugar central de su realización.

Defender y profundizar la libertad puede constituir la tarea misma de la existencia humana. Y por lo pronto, en la sociedad, el ejercicio de la libertad debe ser la acción eficaz misma de los ciudadanos conjuntamente en la transformación, construcción y mantención del tipo de sociedad en la cual han decidido vivir. Para volver a nuestra primera formulación, “La acción que cambia algo del mundo” es la que puede suscitar el deseo de participar… y el deseo mismo, que es el motor de la vida humana; toda otra forma se agota en la frustración o cae en el desencanto y conduce ya sea a la indiferencia o bien a los extremos. Este cambiar algo del mundo debe poder ser el combustible que pone en marcha las diferentes comprensiones de la libertad para que puedan ser efectivas y no meras posibilidades.

La objeción determinista a la libertad

Por ello, nos permitimos aquí, antes de pasar al siguiente capítulo, un paréntesis sobre una forma de objeción común a la idea de la libertad que puede ilustrar nuestro propio concepto. Se ha querido muchas veces refutar la libertad con diversos conceptos ligados a la predestinación divina (no nos ocuparemos de ello aquí) o a su versión laica, el determinismo, ya sea este físico, histórico, social o pulsional. Aunque estas teorías han aportado mucho al conocimiento, en general se utilizan como sofismas destinados a alejar la atención del tema de la libertad.

Ocurre que tenemos la costumbre de interpretar todo lo que acaece en el universo físico como inserto en una cadena de causas y efectos. Esto nos viene de la manera galileo-newtoniana de hacer ciencia y de ver el mundo como un conjunto más o menos determinista de causalidades que se entrelazan62. Si interpretáramos —y, por cierto, muchos lo hacen— nuestras acciones de la misma manera, tendríamos que concluir que ellas son efecto de las causas que las preceden, aunque estas causas no sean físicas sino psicológicas, como lo ven a menudo los científicos: “El papel que cumplen las fuerzas de la naturaleza como causa del movimiento, tiene su contrapartida dentro de la esfera mental, en la motivación como causa de la conducta”63.

Esta interpretación bien poco sutil de la acción humana no toma en cuenta que, determinismo o no, las causas y los efectos constituyen cadenas múltiples de causalidad, y no una única concatenación universal. Un fenómeno físico como lluvias torrenciales en las costas de América Latina forma parte de una cadena de causalidades: humedad, temperatura, vientos, corrientes marinas intervienen en una secuencia compleja cuyas causalidades se pueden comprender a grandes rasgos. Si en la misma época un artista vienés realiza un trabajo de estética neobarroca y su exposición da lugar a toda una escuela de arte, críticos, historiadores, profesores, curadores, intervienen en una cadena de hechos en los cuales algunos son causa de otros. En otro lugar del mundo, un gobierno fragilizado por una revuelta contrata mercenarios para eliminar a rebeldes, que a su vez se asocian a grupos de un país vecino, y ello da lugar a varias masacres. Las consecuencias y ramificaciones causales de estos tres acontecimientos duran décadas. Pero es absolutamente indemostrable que ellos estén ligados en una supuesta concatenación universal, que es una idea metafísica bastante inútil en ciencias humanas. De la misma manera, al menos en los eventos en los cuales intervienen seres humanos, es imposible demostrar que todo ocurrió como habría sido posible preverlo y que cada elemento o personaje obedeció a una causalidad oculta. En realidad, cuando actúan seres humanos, en todo momento hay algo que es efecto de alguna causa, y también otras cosas que no lo son. Llamamos acción humana a un acto o movimiento intencional de un ser consciente, que, aun siendo parte de una cadena de causas y efectos, es, a su vez, causa inicial de otra cadena de causalidades, por más pequeña o insignificante que esta pueda ser.

Esto es lo que significa cambiar algo del mundo. Podemos llamar entonces acción libre a aquella que no es enteramente efecto al interior de una cadena de causalidad, sino que también es el inicio de una nueva cadena. El elemento libre en la acción humana es la parte imprevisible; así como el azar o el caos en los acontecimientos físicos, la invención, la creatividad, la imaginación e incluso un toque de excentricidad o de locura aportan a la acción humana una dimensión de libertad, que consiste en situarse en el comienzo imprevisible de una nueva cadena de causas y efectos. Por cierto, ello puede ser ínfimo o puede ser más importante. Depende de nosotros. La libertad se cultiva; también se puede dejar que se marchite. Si nuestras vidas se limitan a la ejecución de tareas, roles, funciones e incluso vidas sentimentales, relaciones, situaciones todas que de alguna manera están previstas —no diré “modelizadas”, pero se trata de algo de ese estilo—, ello implica que no nos situamos al inicio, sino en la simple continuidad de cadenas de causas y efectos que nos preceden; es evidente entonces que nuestras vidas, aunque sigamos considerándolas como valiosas, tienen muy poco que ver con la libertad.

Esta explicación un poco técnica, breve incursión en una filosofía de la libertad que por cierto ultrapasa la esfera estrictamente política, tiene para mí la utilidad de dar un contenido concreto a esta noción fundamental pero en general vaga. Ello nos ayudará a comprender por qué la política es el lugar de la libertad efectiva… o de su alienación. La acción humana libre es aquella que se inscribe en un campo de significaciones humanas, cambiando algo del mundo real, de una manera que no estaba ni prevista por la causalidad física ni determinada por costumbres, roles o funciones que la sociedad impone. Esta calidad de comenzar, de estar en el principio (arché, en griego), como lo hace ver de manera brillante Arendt64, aunque se trate de algo muy modesto e ínfimo debe ser posible en un mundo humano libre y debe tener su lugar en la sociedad, en la estructura política y jurídica. Si nos limitamos a reproducir comportamientos, incluso virtuosos, incluso morales, no estamos ejerciendo la libertad; no actuamos, sino que efectuamos; nos hacemos eco, en tanto efecto, de causas anteriores. Mientras tanto, legisladores, gobernantes, “expertos”, directores y asesores, líderes o jefes dan forma al mundo en el cual nosotros ejecutamos nuestras tareas. La política debe ser una búsqueda de mayor libertad, de efectiva libertad. Y ello pasa por una idea precisa de qué es la libertad política y una voluntad de profundización y de realización de esta.

La libertad es, por otra parte, aquella que tradicionalmente se ha concebido como ideal en las sociedades modernas, esto es, la posibilidad de elegir su modo de vida, su pensamiento, su moral. Y de expresarla, de comunicarla a los demás. Uno de los pensadores liberales más profundos, John Stuart Mill, consideraba que la libre expresión (Mill hablaba de “libertad de pensamiento y discusión” ) y su aplicación más obvia, la libertad de la prensa, debe ser preservada sin fallas. Primero que nada, porque no somos infalibles; podemos estar seguros de la falsedad de una afirmación y equivocarnos. Así, tanto las opiniones verdaderas como las falsas tienen derecho a ser expresadas y publicadas. Las verdaderas porque si no lo fuera nos privamos, dice Mill, de una parte de la verdad, y las falsas, porque sin ellas perdemos la chance de reforzar la verdad al refutarlas65.

Mill concebía la sociedad humana liberal como un campo abierto de opciones de vida lo más variadas posibles para el individuo. La sociedad, para llamarse libre, debería brindar al individuo la posibilidad efectiva de realizar un máximo de experiencias, incluso “excéntricas”, según su propia expresión, sin ser encuadrado por normas convencionales o reprimido por leyes restrictivas que imponen un contexto moral66, con el único límite de aquellas que dañan efectivamente a los demás. Estamos sin duda muy lejos de este tipo de libertad, que parece insoportable para las sociedades actuales. Muchos pretenden poseer la verdad respecto a cómo debería vivirse la vida, cómo amarse, reproducirse, cómo organizar las familias, la sexualidad, los gustos, el trabajo, el vestir y el alimentarse y las apariencias físicas, sin darse cuenta de que esa seguridad no es compatible más que con sociedades totalitarias. Eso implica que incluso la libertad negativa —que, como hemos mostrado, es la forma más básica e incompleta de la libertad— no está tampoco realizada en nuestras sociedades, que en el fondo temen la libertad y desarrollan estrategias que les dan seguridad, como lo mostró en su tiempo Erich Fromm67.

Sin embargo, la evolución de las mentalidades es una realidad cada vez más fuerte: cada vez son más numerosas las sociedades que aceptan la unión civil o incluso el matrimonio fuera del contexto heterosexual y que reconocen la existencia de géneros diversos, formas de amor y de sexualidad no convencionales. De la misma manera, la alimentación, la educación, los estilos de vestir y de hablar, los gustos, las formas de arte y lenguajes nuevos intentan abrirse camino en múltiples contextos. Un tipo nuevo de conflictos valóricos, ya vislumbrados por Max Weber, que hablaba de “guerra de los dioses”, tiene lugar en diversas sociedades, suscitando debates que unas décadas antes habrían parecido imposibles y que se traducen a veces en legislaciones que consagran derechos nuevos, conquistas de espacios de vida y formas de realización de la humanidad que eran antes rechazados sin matiz ni comprensión.

Nombrar bien las cosas: libertad integral

Concebir que el centro de la construcción de las sociedades debe, una vez más, ser ocupado por la libertad, una libertad real, actuante, amplísima y sin prejuicios sobre las maneras de vivir, ejercer y realizar la humanidad, constituye el fondo verdaderamente revolucionario de una nueva filosofía política. Podemos decir que la libertad es el fondo de la cultura humana, en el sentido de lo que debe cultivarse en prioridad; y ello considerando que la libertad no debe ser restringida por un concepto limitante, que se trate de la libertad de los antiguos como la de los modernos, de la negativa o positiva, de la libertad reflexiva, la autonomía del sujeto racional, como de la libertad cualitativa o social, que resulta de la colaboración de los individuos entre ellos en la construcción sus vidas en el seno de instituciones justas que se trata —la política consiste en ello— de crear y hacer vivir. La política no tiene otro sentido fundamental. Ni otro principio; no vale la pena buscar, como se hizo en la Revolución francesa, tres principios, libertad, igualdad y fraternidad, porque de ellos se sigue un sinnúmero de dificultades debido a la asimetría de cada miembro de la tríada. La igualdad y la fraternidad las reencontraremos bajo otras nominaciones. Citemos una vez más a Arendt: “La libertad es en rigor la causa de que los hombres vivan juntos en una organización política. Sin ella, la vida política como tal no tendría sentido. La raison d’être de la política es la libertad, y el campo en el que se aplica es la acción”68

Nombrar bien las cosas es uno de nuestros objetivos. Albert Camus dijo una vez: “Nombrar mal las cosas es aumentar la desgracia del mundo”69. Una de las tareas de la filosofía es nombrar las cosas, evitando eufemismos y transacciones acomodaticias, o, peor aún, evitando participar a la mentira. Intentaremos hacerlo.

Pero cómo encontrar otra palabra que la libertad; incluso buscarle un apellido es difícil. Ya hemos nombrado (invención de Hegel y Honneth) la libertad social, aunque también podría llamarse libertad interactuante, ya que, presuponiendo todas las formas anteriores de la libertad, solo se constituye en la acción conjunta de individuos que se asocian reconociéndose mutuamente indispensables. También podríamos llamarla libertad integral, puesto que no se trata de uno de sus aspectos o momentos parciales, sino de su ejercicio pleno. Esta expresión tiene una ventaja suplementaria: si en una sociedad futura viniera a la cabeza de alguien alguna forma de “integrismo”, solo el integrismo de la libertad sería aceptable, y por supuesto incompatible con e irreductible a cualquier proyecto de tiranía o dominación.

Manifiesto para la sociedad futura

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