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ОглавлениеIII. Religión: amor y propiedad
El paso de economías del don —de la relación entre donantes y receptores aproximadamente iguales y, fundamentalmente, cambistas en una economía circular que era conservacionista y respetaba el tiempo cíclico— a nociones de caridad en civilizaciones antiguas implica la adoptación de otro marco temporal: uno que contiene una conjetura sobre el pasado (que ya se ha ido), el presente (escasamente comprendido) y el futuro (imaginado y en el que se tienen esperanzas), ejemplificado por la metáfora de la «flecha» destructiva y la idea de «progreso» construida sobre ella, que implica la obliteración constante de lo que pertenece al pasado, para dejar paso a un futuro aun más abundante, basado en el comercio explotador y en el consumo de bienes alienados. Actualmente, las cosas han llegado a un punto en que, en un sistema neoliberal antihumano, prácticamente todo, incluyendo a los seres humanos, está mercantilizado. Y, si los seres humanos son convertidos en mercancías, las viejas ideas religiosas de amor por el prójimo mediante la caridad son cada vez más ideológicas y justifican, por ejemplo, que tantas fundaciones caritativas obtengan tanto dinero de los apuros de los condenados de la Tierra.
Si antaño los senos femeninos representaban la caridad, era solo como metáfora, y el flujo corría desde una mujer privilegiada, o desde la Virgen María, desnaturalizada pero indudablemente superior, hasta los inferiores pobres que la merecían. Hacía mucho tiempo que les habían bajado los humos a las viejas deidades femeninas y las habían reducido a damas inmaculadas, esposas y propiedad de los hombres, un desplome del estatus de las mujeres condensado en la fábula de la caja de Pandora, de Hesíodo, en torno al año 700 a.n.e. Después de que Prometeo robara el secreto del fuego, Pandora («todo regalo»), la esposa, supuestamente inútil, de su hermano Epimeteo (también descrito en algunos relatos como no demasiado brillante), abrió la caja prohibida y desató sobre la humanidad las maldiciones de enfermedades, decrepitud y vicio. Y ella, la primera mujer, creada por Hefesto y Atenea conforme a las instrucciones de Zeus y que había empezado como encarnación de la diosa Tierra, la Creadora, acabó como simple instrumento de castigo a la humanidad, envilecida para el resto de la historia. Exactamente igual que Eva. En la tradición judía, Yahvé castigó a Eva por la caída del hombre,35 pero no es tan bien sabido que le había precedido la primera esposa de Adán, Lilith, hecha de inmundicia y sedimento, en lugar del polvo «puro» de que estaba hecho Adán. La historia, casi totalmente censurada, dice que se negó a obedecer a su marido, o a tomar la postura recostada en el coito, y que, después de ser expulsada del paraíso, se fue a copular con demonios a orillas del mar Rojo, mientras la nueva ayudante de Adán pasaba por varias encarnaciones, en el judaísmo y el cristianismo, hasta convertirse en dócil, santa, virginal y, por encima de todo, dependiente y sumisa. Ya sea en la forma de Lilith o en la de Eva, la ayudante de Adán no era el producto del «primer arrebato descuidado» de la creatividad divina, sino una ocurrencia tardía en respuesta a la queja de Adán de que, a diferencia de los animales, a él no se le había dado contraparte femenina.
El Dios de la Biblia es inequívocamente varón y la Santísima Trinidad se compone de tres varones: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Biblia da tres hijos varones a Adán y Eva: Caín, Abel y Set. En la larga lista de descendientes de Adán, no se menciona a ninguna hembra. Las mujeres dan cuerpo al demonio y a la debilidad y, bajo la ley mosaica, son mucho más vulnerables que los hombres. En efecto, los hombres israelitas daban las gracias por no haber nacido mujer. A todos los efectos, el rol subsidiario de las mujeres en el Antiguo Testamento pervive en el Nuevo. El apóstol Pablo, una de las principales fuentes sobre caridad cristiana, decreta que ninguna mujer se atreva enseñar o decir a un hombre lo que debe hacer, porque Adán fue creado antes que Eva. Se invierte la realidad biológica en un ejemplo prístino de verdad alternativa: «no es el hombre el que procede de la mujer, sino la mujer del hombre» (Corintios, 1, 11, 8). Sin embargo, la mujer será salvada mediante el parto (Timoteo, 1, 2, 15), pero también debe ser constante en la santidad. Así, en las representaciones cristianas de la caridad, las «omnidonantes» Pandora y Eva, las «madres de todos los vivientes» (Génesis, 3, 20), acabaron como funciones corporales asexuales, un pecho chorreante rodeado de inofensivos y rollizos querubines, porque ninguna mujer tiene capacidades independientes, ya que, como decreta Pablo, «el marido es la cabeza de la esposa» (Efesios, 5, 23).
En la caridad, la doble cuestión de quién da y a quién contiene también una cuestión de género, ahora en la parte donante. Esta relegación de las mujeres a criadas o asistentas de la caridad ha seguido a través de los siglos. De ahí, por ejemplo, que en Estados Unidos —donde a finales del siglo xix los nuevos programas de caridad que se ocupaban de la pobreza y de la provisión de limosnas trataban de simular una base científica para objetivos de control y coordinación de ayuda— los miembros de los 55 grupos que asistieron a la conferencia nacional de instituciones caritativas de 1892 sumaran 453 hombres y 3.534 mujeres entre sus miembros más activos. Las mujeres eran la infantería de la caridad, «visitadoras» que iban a los hogares de los pobres a «animarlos», mientras que los hombres detentaban prácticamente todos los puestos directivos.36 Actualmente, como casi todos los multimillonarios son hombres, la mayoría de las fundaciones filantrópicas más grandes están encabezadas por individuos que se llaman Bill, Mark, Howard, Garfield, Henry, Mohammed, Josías, Paul, David, Andrew, Suleimán, etcétera. Queda claro que la pobreza excluye a gran parte de la humanidad del tipo de actividad caritativa más ostentoso, pero se presta menos atención al hecho de que la mayoría de las mujeres, antaño «omnidonantes», la mitad de la humanidad, se encuentra esencialmente excluida de la caridad autonóma (salvo que preparen tartas para ferias), como resultado de su dependencia de la generosidad masculina. Melinda, al fin y al cabo, es, en primer lugar y por encima de todo, la esposa de Bill... y es el nombre de él, por supuesto, el que aparece en primer lugar en su fundación.
En Los orígenes de la familia, de la propiedad privada y el Estado,37 su explicación antropológica materialista de la economía familiar, Friedrich Engels cita la obra La sociedad antigua o investigaciones sobre las líneas del progreso humano desde el salvajismo hasta la civilización pasando por la barbarie, del antropólogo Lewis H. Morgan, que describe cómo el ascenso de la propiedad alienable condujo a un cambio desde el sistema matrilineal a la residencia patrilocal y la descendencia patrilineal y, así, al desapoderamiento de las mujeres. Engels detalla el aumento del control de la esfera de la producción por parte de los hombres cuando «la administración de la casa ya no afectaba a la sociedad», cuando «la esposa se convirtió en la principal sirvienta, excluida de toda participación en la producción social» (p. 39), y el ascenso de la propiedad privada produjo un aumento de la desigualdad. La familia monógama era la institución por la que se podía legar la propiedad de generación en generación, de modo que el matrimonio adoptó los atributos de la relación de propiedad. Ahora que los hombres controlaban la producción y la propiedad, la caridad se convirtió en algo básicamente masculino, excepto para las limitadas funciones «femeninas» en el dominio de la donación, ahora asignadas a las mujeres.
Concluyendo su estudio, Engels establece el vínculo entre la propiedad alienada, controlada por hombres, y la caridad:
Por tanto, cuanto más avanza la civilización, más se ve obligada a cubrir con la capa del amor y la caridad los males que, inevitablemente, crea, para paliarlos o negarlos. En resumidas cuentas, más obligada se ve a introducir una hipocresía convencional que era desconocida en formas anteriores de sociedad e incluso en las primeras fases de civilización y que culmina con el aserto de que la explotación de las clases oprimidas ejercida por la clase explotadora es pura y simplemente en interés de la propia clase explotada, y que si esta no es capaz de verlo e incluso se vuelve rebelde, muestra la más baja ingratitud para con sus benefactores, los explotadores. (pp. 95-96)
Después cita a Morgan, cuyo juicio sobre la civilización acaba con una advertencia a la que debería prestarse atención, ahora que la sexta extinción está en marcha: «parece probable que la disolución de la sociedad sea el final de una carrera cuyos final y objetivo son la propiedad, porque esa carrera contiene los elementos de su propia destrucción». Más de treinta años antes de la aparición de El regalo de Mauss, Morgan acababa con una nota optimista, aventurando que la nueva sociedad «será un regreso, en una forma más elevada, a la libertad, la igualdad y la fraternidad de los antiguos gentiles», una sociedad en que la caridad sería innecesaria.
Entre las más tempranas instituciones caritativas estaban los templos que se ocupaban de los enfermos en el antiguo Egipto. En el siglo iv a.n.e., el rey Pandukabhaya de Anuradhapura (en lo que actualmente es Sri Lanka) estableció una forma primitiva de hospital, como el rey Ashoka en la India, en el siglo iii a.n.e. Documentos de la antigua Mesopotamia y el antiguo Egipto parecen sugerir que la caridad, como «justicia social», era un principio sagrado. Algunos dogmas sobre la caridad, posteriormente declarados esenciales por el islam, el judaísmo y el cristianismo, aparecen en sistemas políticos muy antiguos, como nociones de justicia en la esfera pública basadas en la rectitud (un principio considerado la esencia del viejo concepto judío de la caridad, tzedaká). El de la «ley recta» está entre los principios legales inscritos en el código del rey Urukagina (siglo xxiv a.n.e.), gobernante de la ciudad estado sumeria de Lagash. Acaso sea este el primer ejemplo registrado de reforma política con el objetivo explícito de alcanzar un mayor nivel de libertad e igualdad mediante la limitación de poderes de los sacerdotes y grandes propietarios y la adopción de medidas contra la usura, el hambre y la confiscación de propiedades y personas. «La viuda y el huérfano ya no estaban a merced del poderoso.» Siguiendo el ejemplo, Hammurabi, rey de Babilonia entre 1792 y 1750 a.n.e., hizo esculpir en grandes lápidas su decreto conforme al cual las viudas y los huérfanos debían estar bajo la protección del Estado. Las mujeres, antaño diosas muníficas, se habían convertido en objeto específico de caridad. En estos antiguos edictos, el doble objetivo de obediencia al orden divino y atenuación del sufrimiento humano (o apaciguamiento del malestar social) era casi siempre evidente. En el antiguo Egipto, por ejemplo, la caridad era una vía hacia la inmortalidad, ya que satisfacía a los dioses y mostraba también una propensión bondadosa para con los propios congéneres.
Mucho tiempo más tarde, en Oriente, Confucio (551-479 a.n.e.) hizo un llamamiento a los gobernantes a que dieran ejemplo al pueblo mostrando respeto, tolerancia y generosidad hacia el prójimo. Con su gran respeto por la jerarquía, Confucio rechaza la idea de amor universal y establece un esquema de devoción obligatoria que, partiendo del padre y pasando por la familia, se extiende hasta todos los miembros de la sociedad. A su juicio, la responsabilidad del «Gobierno benévolo» era el bien público. En torno a un siglo más tarde, su crítico antiautoritario Zhuangzi, también conocido como Chuang Tzu (siglo iv o iii a.n.e.), celebraba la dignidad de los parias de la sociedad. En el Zhuangzi, su maravillosa defensa de la justicia y la libertad, advertía de la naturaleza divisiva de la caridad autoritaria:
Pero cuando aparecían filósofos y profetas confundiendo al pueblo con la caridad y encadenándolo al deber respecto a su vecino, la duda hallaba su camino en el mundo. Y entonces, con sus preocupaciones por la ejecución musical y sus obsesiones ceremoniales, el imperio quedaba dividido.38
A preguntas de Tang, un alto funcionario de Sung, Zhuangzi explica su visión humanista y universalista de la caridad. A su juicio, no se encuentra sola y no se puede institucionalizar, porque es parte de un todo virtuoso:
La piedad filial, el amor fraternal, la caridad, el deber para con un vecino, la lealtad, la verdad, la castidad y la honestidad, todos ellos son esfuerzos estudiados, diseñados como ayuda para el desarrollo de la virtud. Son solo partes de un todo.39
Este «todo virtuoso» podría subsumirse en la bondad, en su sentido etimológico más pleno.
En la India, el Artha-shastra (c. 300 a.n.e.) del pensador Kautilia (o Chanakia) parece haber influido en el budista converso Ashoka (300-232 a.n.e.), para que, tras sus violentos comienzos, diera un trato humano y magnánimo a todos sus súbditos. Los budistas no tienden a ver la riqueza como intrínsecamente mala, en la medida en que se obtenga por medios honrados y se utilice en beneficio del conjunto de la sociedad. El dar sin buscar nada a cambio aporta riqueza espiritual y desincentiva los impulsos adquisitivos que llevan al sufrimiento. En la comunidad monástica, la caridad es particularmente valorada como donación compasiva y discreta a los pobres y los enfermos. Este es un paso esencial en el camino hacia la iluminación. En el hinduismo, se incentiva la donación, que, como parte del dharma —comportamiento, que incluye leyes, deberes, virtudes o buena vida, respetando el ritá, el orden que hace posible la vida y el universo—, está más relacionada con obligaciones que con derechos y, en la práctica, apuntala un sistema desigual, mediante la rigurosa codificación en diferentes niveles de obligaciones de casta.
Las concepciones más antiguas de la justicia en el derecho natural europeo son difíciles de separar de las primeras nociones de caridad, ya que las descripciones del derecho natural y de los derechos dados por Dios a veces parecen confluir. Ambos postulan estándares morales inherentes independientes y por encima de la positividad de las condiciones existentes y ambos se basan en modelos que van desde la naturaleza física hasta Dios, la naturaleza humana y la razón. En este marco, practicar la benevolencia era más un derecho que una obligación, una parte de un sistema natural. En De legibus, Cicerón escribió que la justicia y la ley derivan de lo que la naturaleza ha dado al hombre. Reflexiona sobre la función del hombre, cómo unir a la humanidad y concluye que estamos obligados, por ley natural, a contribuir al bien general de la sociedad. Las leyes positivas eran los medios para mantener «la seguridad de los ciudadanos, los estados y la tranquilidad y felicidad de la vida humana»40 y, por ello, eran un incentivo para la virtud. Pero las virtudes también eran interesadas. Así, en el libro primero de De legibus, Cicerón describe leyes que aumentan nuestra felicidad y, en el caso de la caridad, cultivan el beneficio mutuo. Pero, con la consolidación de sistemas políticos cada vez más desiguales y de sus leyes autoprotectoras, los principios de justicia natural y la caridad se separaron.
Los romanos vieron su philanthropia como una forma de exhibición que sostenía una estructura social claramente vertical. Y, como los griegos, los filántropos romanos esperaban alguna forma de reconocimiento público a cambio de su manifiesta benevolencia. Según Séneca (4 a.n.e. - 56), la gratitud generada por las donaciones de la élite matendría unida a la sociedad, lo que significaba que la caridad debía ser cuidadosamente calculada. Había que escoger tanto los dones como a los beneficiarios con el máximo beneficio para el donante en mente, para que mostrara su poder y generosidad de la mejor manera posible al conjunto de la sociedad. Los emperadores, evidentemente, tenían ventaja, ya que estaban en condiciones de otorgar a la sociedad los regalos más lujosos. Uno de los grandes donantes romanos fue Cayo Mecenas (70-8 a.n.e.), cuyo nombre es sinónimo de apoyo al arte, tanto en castellano (mecenas) como en francés (mecene). Protector de Virgilio y Horacio, Mecenas era un ideólogo que creía que el arte y la literatura podrían guiar a la opinión pública durante la transición de la República al Imperio. Un donante más populista era otro aliado de César Augusto, el general Marco Vipsanio Agripa, cuyas especialidades eran reparar edificios públicos, limpiar cloacas y repartir aceite de oliva y sal a las masas. Las diferencias entre las prioridades de los donantes llevaron a Cicerón a sostener que había dos tipos de benefactores: los que alardeaban de riqueza organizando festines y juegos para ganar popularidad (los «pródigos»), y los «generosos», que eran bondadosos y realizaban buenas acciones, como liberar cautivos. Su advertencia sobre los primeros (acaso actualmente reencarnados en propietarios de clubs de fútbol o equipos de béisbol, por no mencionar a los que organizan fiestas de caridad ostentosa, por ejemplo) es actualmente pertinente:
Ahora hay muchos —especialmente, los que ambicionan prestigio y gloria— que roban a uno para enriquecer a otro y, si colocan a sus amigos en vías de enriquecerse, sin importar por qué medios, esperan ser considerados generosos. [...] No hay nada que sea generoso si no es, al mismo tiempo, justo.41
En su carta a Arsacio,42 el sumo sacerdote de Galacia (Anatolia central), el emperador reformador Juliano (el Apóstata, 331/332-363), hombre de sentimiento anticristiano pero también máximo pontífice, sumo sacerdote de la religión de Estado, enumeró los beneficios para el Estado de las concepciones cristiana y judía de la caridad. Vio que las reformas gubernamentales no eran suficientes, al preguntarse «¿[por qué] pensamos que esto es suficiente, y no nos damos cuenta de que, con su bondad para con los extranjeros, su atención al sepelio de sus muertos y la sobriedad de su estilo de vida, los cristianos han sacado el máximo provecho para su causa?» Ordenó que se repartiera grano y vino en Galacia; el 80 %, a los ayudantes de sacerdotes, y el resto, a «forasteros y mendigos». «Porque es vergonzoso que ningún judío sea mendigo y los impíos galileos apoyen a nuestros pobres, además de a los suyos; todo el mundo puede ver que nuestros correligionarios están necesitados de nuestra ayuda.» Se hacía eco de San Agustín, casi coetáneo suyo, al querer prohibir a los sacerdotes —la pretendida personificación de la caridad y de su repartición— que recibieran a gente de profesiones «viles» (cocheros, bailarines y mimos). Citando la Odisea, instaba a Arsacio a recordar a aquellos de «religión griega» que «todos los extranjeros y mendigos son de Zeus». Al fin y al cabo, es una cuestión de apariencias, de hacer una actuación mejor que la de los oponentes. «No permitáis que los demás nos superen en buenas obras, mientras a nosotros nos deshonra la vagancia.»
La ley romana hizo un hueco a los donantes menos exaltados que podían trabajar con discreción mediante sociedades reconocidas legalmente, pero había poco consuelo en todo esto para los pobres de las ciudades imperiales, y aun menos para los desventurados habitantes de los países extranjeros absorbidos por el Imperio, vistos como receptores afortunados de la superior magnanimidad de la civilización romana. Todo esto no es distinto de la caridad llevada a zonas del extranjero por misioneros decimonónicos que difundían su mensaje hasta los confines más lejanos de África y Asia, en nombre del Imperio británico.
En la antigua Grecia, los conceptos de caridad y filantropía (como «amor por la humanidad») gozaban de un estatus considerable. Al fin y al cabo, Prometeo, castigado cruelmente por Zeus, justificaba su acción alegando que había robado el fuego espoleado por philanthropos hacia la humanidad. En la sociedad micénica y en la Grecia arcaica (1400-700 a.n.e.), Zeus Xenios (Filoxeno) era el patrón de la hospitalidad (xenia), protector de extranjeros y vengador de todo mal que se les infligiera. La hospitalidad, o la falta de ella, es uno de los principales temas de la Odisea, de Homero. Cuando, finalmente, Odiseo vuelve a casa, recuerda a Antínoo, impertinente y oportunista pretendiente de Penélope, que los dioses y las Furias existen para los mendigos y que su grosería con un extranjero le traerá la muerte, no el matrimonio, profecía que cumplirá pronto, con una certera flecha sobre su cuello.
Fundamentalmente, la caridad era un asunto de política, en la mejor tradición de la economía política, porque el interés era apuntalar el sistema de clases. En los siglos v y iv a.n.e., la caridad se basaba más en la sociedad que en el reino de los dioses, porque el mal se veía ahora como un problema terrenal o, como dijo Platón, «la causa del mal debemos buscarla en otras cosas, y no en Dios».43 Aristóteles, el pragmático, estaba preocupado por los efectos desestabilizadores de la pobreza, «porque los débiles están siempre pidiendo igualdad y justicia, pero a los fuertes no les importa ninguna de estas cosas».44 En los siglos vii, vi y v a.n.e., un número creciente de ciudadanos había alcanzado más derechos políticos, pero en el período helenístico, después de 323 a.n.e., las clases altas, comprendiendo que la aplicación legal de los derechos políticos no actuaría en favor suyo, ofrecieron el hoi polloi, una cierta suma de caridad «para que sea concedida o denegada a su antojo», como dice G. E. M. de Ste. Croix.45 Al fin y al cabo, si venían tiempos difíciles, era más fácil recortar en caridad que derogar leyes. En torno a 700 a.n.e., Hesíodo escribió que la pobreza era una realidad dada por Dios y que caería una maldición sobre aquellos que no ayudaran al prójimo necesitado. Pero los pobres estaban lejos de ser la principal preocupación de la filantropía de la antigua Grecia. Los ciudadanos ricos contribuían notablemente a la financiación de los costes de templos, expediciones, producciones teatrales, así como de la liturgia y los deportes, en una primigenia forma del actual tipo de caridad de que tanto alardean las celebridades. La caridad, como en Roma, era una forma de exhibición y, en algunos casos, quizás no fuera distinta de la competición por el protagonismo en los ciclos de regalos en Papúa Nueva Guinea o entre los kwakiutl. Pero había una diferencia esencial, que es que el sistema en que los griegos ricos se esforzaban por conservar un grado considerable de predominio económico individual era, esencialmente, desigual.
En cualquier caso, esas actuaciones eran también una obligación, porque se esperaba de los ricos que dieran apoyo directo a la seguridad del Estado, por ejemplo, comprando barcos para la armada. Así, la «caridad» se convertía en una forma de impuesto, y los nobles atenienses no eran inmunes a las tentaciones de evasión y de solicitar honores de Estado, cuando consideraban que la demanda pública era demasiado alta. En el siglo vi, la «filantropía» hacía referencia, en griego, a las exenciones que los emperadores de Bizancio —durante siglos dotados del título de Vuestra Filantropía— concedían a instituciones caritativas como orfanatos y escuelas. Y, probablemente, ahí está el origen de las exenciones/evasiones fiscales de las instituciones caritativas modernas.
Ste. Croix señala que, en el siglo iv de nuestra era, la esclavitud era universal y acríticamente aceptada como parte del orden natural. El cristianismo, dice, no alteraba la situación, «salvo para reforzar la posición de los pocos que gobernaban y aumentar la aquiescencia de los muchos explotados, aunque incentivara los actos individuales de caridad» (p. 209). La caridad, como el ir a la guerra, era algo que hacían los hombres. Si entraba en la escena alguna dama, era mejor que fuera lactante y virginal y, por lo tanto, que no interfiriera en ninguna propiedad del marido ni en la estructura política general. O podía, discretamente, hacer donaciones al Cristo personificado en los necesitados, como exhorta San Jerónimo (c. 347-420) a Demetria, de alta cuna, en su epístola 130, 14: «a ti se te proponen otros caminos: vestir a Cristo en los pobres...»
Las primigenias ideas hebreas sobre la caridad parecen haberse visto influidas por las de los babilonios, egipcios y otros pueblos del antiguo Oriente Medio, combinadas con su propio pensamiento religioso y social, como se expone en las Escrituras, especialmente en la Biblia hebrea. La raíz ahed (amar) unía lo terreno y lo divino en la caridad, citando el amor de Dios por la humanidad y el amor de la humanidad por Dios, expresado a través del amor por los otros pueblos creados por este. Con todo, la idea actualmente predominante de utilizar la caridad para apuntalar el orden establecido, fijar jerarquías de estatus y resaltar la propiedad era una constante. En el fondo, la idea de filantropía tiene que ver con la responsabilidad cívica: la donación era más una obligación del estatus noble o privilegiado que un derecho y un deber del común de la humanidad.
En términos ideológicos, el cristianismo pasó de un «tipo público» de caridad a adoptar, conforme a las enseñanzas de Cristo, un valor más universal de «amor» (aheb) o «caridad» (ἀγάπη, agápē, en griego), como expone San Pablo en su carta a los corintios: el cristiano estaba obligado a prestar ayuda, no solo a un compatriota, sino también a cualquier persona en situación de necesidad. Ahora la filantropía estaba cambiando la generosidad pública por una beneficencia más privada, aunque los privilegios del sistema de propiedad quedaran intactos, en parte porque la recompensa prometida en el Nuevo Testamento no era solamente terrenal, como aclara Lucas (12, 33): «Vendan sus bienes y denlos como limosna. Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo, donde no se acerca el ladrón ni destruye la polilla.» Pero la recompensa celestial no era suficiente y era generalmente aceptado, con un pequeño retoque del mandamiento de Cristo en los Evangelios, que un cristiano tuviera propiedades, pero no en exceso. Podía hacer uso de ellas, pero no abuso, y era un tipo de fideicomisario para los pobres a los que tenía que conceder su caridad.46
Pero, ¿quiénes eran esos pobres que la merecían? La distribución de caridad no se regulaba por lo que necesitaba la persona, sino por su carácter moral. Según San Agustín (354-430), no debía darse limosna a practicantes de «profesiones reprobables, como adivinos, gladiadores, actores y prostitutas», porque «quienes dan a gladiadores no dan al hombre, sino a su malvado arte». «Y es que si solo fuera un hombre, y no un gladiador, no le darías...»47 En la Edad Media, concluye Bronislaw Geremek, «la doctrina cristiana sobre la pobreza tenía poco que ver con la realidad social; la pobreza se trataba como un valor puramente espiritual». «Sin embargo, la exaltación medieval no alteró el hecho de que el pobre no fuera tratado como un sujeto, sino como un objeto de la comunidad cristiana.»48
El judaísmo antiguo había presentado como la esencia de la beneficencia a un solo Dios macho, protector de los débiles, las viudas, los huérfanos y los sin techo. Jehová era el amo y señor de toda la creación y había dado refugio seguro y hospitalidad a los israelitas, en forma de Tierra Prometida. Eran refugiados, extranjeros pero «para mí, huéspedes» (Levítico, 25, 23). Como tales, los judíos estaban obligados a «amar, por tanto, al extranjero, ya que vosotros habéis sido extranjeros en Egipto» (Deuteronomio, 10, 19), so pena de cometer apostasía, en caso de no obedecer. Esto significa que la caridad —institucionalizada en los rituales prescritos de donación que articulaban el calendario hebreo— se convertía en una forma de veneración. Ayudar a los pobres era algo más que benevolencia. Era lo que Dios esperaba, una cuestión de justicia divina (más que terrenal) o, en otras palabras, más rectitud (tzedaká) y menos amor (aheb). La tzedaká está exigida por ley, porque es la cancelación de una deuda con Dios. El sentimiento queda fuera de escena. Como se supone que toda la riqueza pertenece a Dios, cualquier bien dado a los pobres es, realmente, un regalo de Dios, y los humanos son solamente los agentes (o fideicomisarios) que aseguran que se reparta.
Uno de los textos más influyentes sobre esas viejas ideas es un tratado sobre la tzedaká49 escrito por Rabbi Moses ben Maimon (Maimónides, 1135/1138-1204), filósofo, astrónomo y físico sefardí y uno de los eruditos sobre la Torá más destacados de su tiempo. Fundamentalmente, es una recopilación de las leyes rabínicas existentes, que resalta la filosofía que las sustenta y, en particular, la idea de que Dios considera que los pobres están cerca de él. Pero el desigual orden establecido queda siempre incontestado: «nunca faltarán pobres en tu país» (Deuteronomio, 15, 11).
Maimónides echa mano, entre otros, del Levítico («No sacarás hasta el último racimo de tu viña ni recogerás los frutos caídos, sino que los dejarás para el pobre y el extranjero», 19, 10) y del Deuteronomio, así como de otras partes de la Torá. Analiza las leyes bíblicas respecto a los dones agrícolas para los pobres, incluidos:
los de los «márgenes» de las cosechas, las «espigas sobrantes», los «frutos caídos», los racimos de uva malformados y la «propiedad sin dueño»;
«el diezmo para los pobres», cuánto, de quién y para quién;
las donaciones a la comunidad judía y las relaciones con la comunidad gentil;
la redención de los cautivos;
las instituciones caritativas, normas para los recolectores de tzedaká, motivaciones para donar e incluso una jerarquía de ocho niveles de caridad: 1) apoyar a un compatriota judío hasta que ya no necesite depender de otros y, así, eliminar la necesidad de caridad ajena; 2) donar anónimamente a pobres desconocidos, respetando su dignidad; 3) dar anónimamente a pobres conocidos; 4) dar a un desconocido —por ejemplo, dejando caer monedas de espaldas— que conoce al benefactor; 5) dar directamente antes de que le pidan a uno; 6) dar después de que le pidan; 7) dar insuficientemente, pero voluntariamente, con una sonrisa, y 8) dar de mala gana.
La caridad era nada menos que una parte integral del pueblo de Israel. La generosidad y la identidad judía eran inseparables, tanto que Maimónides afirmaba que nadie podía ser judío sin ser caritativo y que el trono de Israel se basa en la tzedaká (Isaías, 54, 14) y está establecido únicamente sobre la tzedek (rectitud). No hay redención posible sin practicar la caridad. Pero, a pesar de todos sus aires de universalidad, la caridad estaba firmemente basada en un concepto más o menos limitado de bondad, por una razón altamente práctica. El pueblo elegido estaba solo y tenía que ser autosuficiente, porque nadie más se iba a ocupar de él. Maimónides pregunta: «Y si un hermano no muestra compasión por otro hermano, entonces ¿quién lo hará? Y ¿a quién pueden mirar los pobres de Israel?» Sin la (misma) bondad de familia, estaban sentenciados. Según la ley de la tzedaká, tenían prioridad los parientes, pero también había que aceptar como familia a las viudas y los huérfanos. Y la familia implicaba obligaciones de empatía. Maimónides (10, 5) advierte de que «está prohibido hablar con dureza a un pobre o alzarle la voz, porque su corazón está roto y machacado». Sin embargo, la realidad es que, con el advenimiento de nuestra era, la caridad en las comunidades judías, en muchos casos, se convirtió en un medio de expresión de estatus y garantía de privilegio sacerdotal. Como había predicho antes Zhuangzi, en China, los actos de caridad selectiva habían originado sectarismo y, de los conflictos sociales resultantes, surgieron judíos desafectos que, como Jesús de Galilea, siguieron predicando los viejos valores de humildad y caridad empática.
La concepción de la limosna pasó del judaísmo al cristianismo casi inalterada, a pesar de que la idea de expiación del pecado se asociaba, habitualmente, a esta última tradición. San Optato, al justificar su apoyo al orden social, citaba los Proverbios (xxii, 2): Dios ha creado al rico y al pobre, así que el pecador puede expiar sus faltas. Al fin y al cabo, ¿acaso no dijo el Eclesiástico (3, 30) que «el agua apaga las llamas del fuego y la limosna expía los pecados»? Clemente de Alejandría (c. 150-215), en su tratado de defensa de la propiedad, se regocija en el hecho de que la limosna pueda comprar la salvación y pone a la caridad en el reino de los negocios: «¡Qué espléndido comercio! ¡Qué divino!»50 Gregorio Nacianceno, arzobispo de Constantinopla del siglo iv, teólogo y estilista retórico (Carmina Theologica, II: xxxiii, 113-116), alivió cualquier cargo de conciencia que pudiera tener un rico:
Tíralo todo y posee solo a Dios, porque tú eres el proveedor de riquezas que no te pertenecen. Pero si no lo quieres dar todo, da la mayor parte y, si ni siquiera quieres hacer eso, entonces haz un uso piadoso de tu superfluidad.
Esto empieza a sonar un poco al altruismo de Peter Singer.
La caridad, pilar ideológico y fuente de prestigio, tenía que ser algo más que un acto individual determinado libremente. Necesitaba ser codificada y regulada por la Iglesia. Tomás de Aquino (1225-1274) enumeraba siete buenas obras obligatorias, que se hallaban más en la categoría de «superfluas» (posteriormente conocidas como supererogatorias) que en la de grandes obligaciones de los ricos: vestir a los desnudos; ofrecer agua; dar comida; rescatar de la cárcel; dar cobijo; cuidar a enfermos y ancianos, y enterrar a los muertos. Al enfrentarse con la pregunta planteada por Aristóteles en torno a si la donación puede ser virtuosa si es interesada y espera recompensa, Aquino retrotraía la tradición cristiana a las antiguas nociones griegas de caridad. Esquivaba el problema utilizando el viejo argumento hebreo según el cual la caridad es un acto de amor a Dios, expresado indirectamente en la forma de beneficencia hacia el prójimo. Era la mayor de las tres virtudes cristianas (fe, esperanza y caridad). Al cabo, está escrito (Juan, 1, 4, 8) que Dios es caridad (deus caritas est o, en griego, θεὸς ἀγάπη ἐστίν [Theos agape estin]), aunque, más frecuentemente, se traduce como Dios es «amor» (volvemos de nuevo al aheb).
En la tradición musulmana, la caridad está codificada como una obligación, el tercer pilar del islam (zakat, que tiene el sentido de fortalecer y purificar) y, en tanto que acto voluntario (sadaqa), como un hecho virtuoso. La raíz, s-d-q, se refiere a la rectitud y la verdad y, en el Corán, cuando se emplea para describir al profeta José (al-siddiq, «verdadero») o designar a un amigo de confianza, significa excelencia moral. Ha habido intentos de hallar vínculos etimológicos con la tzedaká hebrea, y algunos eruditos ven sadaqa como un préstamo. En cualquier caso, las diferencias entre las normas de la caridad en el judaísmo y el islam no son grandes. Ambas religiones exponen quién debe dar qué, las donaciones máximas y mínimas, las preferencias caritativas y la distribución, con especial atención a viudas y huérfanos, normas sobre cosechas, el espíritu con que debe donarse (concretamente, desinteresada y anónimamente) y las recompensas.51 El zakat enumera a ocho tipos de «buenos» beneficiarios: los pobres sin medios para mantenerse, los que tienen medios insuficientes, los recolectores de zakat, los conversos al islam, los esclavos, los deudores, los yihadistas y los viajeros sin recursos.
En la Edad Media, la caridad se institucionalizó cada vez más. La Iglesia, financiada por el diezmo y apoyada por la Corona, proporcionaba auxilio social. En fecha tan temprana como 511, el Concilio de Orleans nombró a los obispos «padres de los pobres» y, en consecuencia, un cuarto de los ingresos eclesiales debía repartirse entre ellos. Pero los ricos seguían queriendo algo a cambio de su dinero y solían ofrecer más por su seguro para la otra vida, en forma de plegarias por sus difuntas almas, que por las necesidades cotidianas de los cuerpos en lucha por su supervivencia en la tierra. Para la Baja Edad Media, la filantropía que aspiraba a la reforma social apenas existía. A medida que crecían los centros urbanos, las finanzas y el comercio desplazaban a la riqueza de la tierra. Los siervos capaces y razonablemente bien alimentados ya no eran el activo que habían sido antaño. Sin embargo, con la Ilustración la filantropía empezó a aparecer en su forma moderna, con una sociedad civil expansiva y asociaciones voluntarias y cooperativas. En 1741, el capitán Thomas Coram fundó el Hospital de Expósitos de Londres, para niños abandonados y huérfanos. Fue la primera iniciativa de este tipo en el mundo occidental y sería el precedente de futuras instituciones caritativas.
Ahora la cultura ha asumido el rol de la religión, conservando muchos de sus preceptos en lo tocante a empatía, altruismo y caridad, si bien con disfraces nuevos, como el filantropocapitalismo, el humanitarismo, las fundaciones, los ricos exhibicionistas y las estrellas de cine que vuelan alrededor del mundo abrazando y adoptando a niños pequeños de países pobres. Un notable ejemplo de altruismo contemporáneo es el que no brota del sentimiento de culpa, sino del derecho, de la arrogancia de la benevolencia. Andrew Carnegie se sentía con tanto derecho a su riqueza que consideró su codicia como valor moral del orden más elevado y, por lo tanto, se sintió con el deber de enriquecerse más. Como apunta su biógrafo David Nasaw, «al reconocer que, cuanto más dinero ganara, más tendría para donar, presionó implacablemente a sus socios y empleados en búsqueda de beneficios cada vez mayores, aplastó a los sindicatos obreros que antaño había elogiado, aumentó la jornada laboral de los obreros siderúrgicos de ocho a doce horas e hizo caer sus salarios».52 Esta forma de caridad engendró la infamia de los mercenarios armados de Pinkerton y los muertos y heridos de la masacre de la huelga de Homestead.
A lo largo de toda la historia de estos conceptos, una serie de ideas ha permanecido más o menos constante. La pobreza o la desigualdad social se toma como algo dado, el debate sobre la justicia (y los derechos humanos) está ausente y la propiedad es siempre protegida. Todo se centra en una cultura individualizada pero altamente institucionalizada de donación aparente (y, a menudo, interesada) y, por supuesto, no tiene nada que ver con lo que el orden establecido le quita al pueblo.
35. El triple castigo era que su sufrimiento en el parto se multiplicara enormemente; que siguiera deseando a su marido, y que se tuviera que someter a él (Génesis, 3, 16).
36. John C. Cumbler, «The Politics of Charity: Gender and Class in Late 19th Century Charity Policy», Journal of Social History, vol. 14 (1), otoño de 1980, pp. 99-111.
37. Friedrich Engels, Origin of the Family, Private Propery and the State, pp. 95-96, <https://www.marxists.org/archive/marx/works/download/pdf/origin_family.pdf> (última consulta: enero de 2017). [Hay traducción castellana: El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, Madrid: Akal, 2017 (n. del tr.).]
38. Véase Chuang Tzu, capítulo «Nature and Government», <http://www.humanistictexts.org/chuang.htm> (última consulta: enero de 2017).
39. Véase Chuang Tzu, capítulo 14, <http://www.universal-tao-eproducts.com/taoism-resources/ChuangTzu14UTEP.html> (última consulta: enero de 2017).
40.Marco Tulio Cicerón, De Legibus, libro segundo, capítulo 11 (traducción de C. W. Keyes). [Hay traducción castellana: Las leyes, Madrid: Gredos, 2009 (n. del tr.).]
41. Marco Tulio Cicerón, De Officiis, 1, 43. Véase Complete Works of Cicero, Delhi Classics, 2014 (traducción de C. D. Yonge). [Hay traducción castellana: Los oficios, Madrid: Espasa-Calpe, 2003 (n. del tr.).]
42. Accesible en <http://www.thenagain.info/Classes/Sources/Julian.html> (última consulta: enero de 2017).
43. Platón, The Republic, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press (traducción de Paul Shorey), libro segundo, p. 185. [Hay traducción castellana: La República, Madrid: Akal, 2009 (n. del tr.).]
44. Aristóteles, Politics, Batoche Books, 1999, libro sexto, parte tercera (traducción de Benjamin Jowett), p. 143. [Hay traducción castellana: Política, Madrid: Biblioteca Nueva, 2017 (n. del tr.).]
45. G. E. M. Ste. Croix, The Class Struggle in the Ancient Greek World: From the Archaic Age to the Arab Conquests, Cornell University Press, 1981, p. 306, <https://es.scribd.com/document/145580446/Class-Struggle-in-the-Ancient-Greek-World-St-Croix> (última consulta: febrero de 2017). [Hay traducción castellana: La lucha de clases en el mundo antiguo, Barcelona: Crítica, 1988 (n. del tr.).]
46. Ibid., pp. 433–434.
47. Citado en Brian Tierney, Medieval Poor Law: A Sketch of Canonical Theory and Its Application in England, University of California Press, 1959, p. 56.
48. Bronislaw Geremek, Poverty. A History, Blackwell, 1994, p. 21.
49. Maimónides, Mishneh Torah (Laws on Gifts to the Poor, 10, 7-14), 1170–1180. Véase Marc Lee Raphael, Gifts for the Poor: Moses Maimomedes Treatise on Tzedakah, 2003, traducción e introducción de Joseph B. Meszler, accesible en línea: <http://rabbimeszler.com/yahoo_site_admin/assets/docs/Gifts_for_the_Poor.27084324.pdf> (última consulta: enero de 2017).
50. Citado en Ste. Croix, <https://es.scribd.com/document/145580446/Class-Struggle-in-the-Ancient-Greek-World-St-Croix>, p. 435.
51. Véase «Tzedakah and Sadaqah: The Laws of Charity in Islam and Judaism», <http://www.judaism-islam.com/tzedakah-zakah-sadaqah-the-laws-of-charity-in-islam-and-judaism/> (última consulta: enero de 2017).
52. David Nawsaw, Andrew Carnegie, Penguin Books, 2006, pp. xii-xiii.