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Elogio de la bondad
La palabra kind (bueno), cynd(e), en inglés antiguo, es de origen germánico y está relacionada con kin (parientes). El sentido original era «naturaleza» o «carácter innato», de donde pasó a designar a una clase diferenciada por sus características intrínsecas y, en el siglo xiv, la cortesía o los actos nobles expresivos de los sentimientos que los familiares se profesan entre sí. Existe un sentido de igualdad en esta palabra. También de fraternidad. Y de respeto.
La caridad, al menos en su forma institucional, casi ha dejado atrás sus significados más antiguos de «propensión a hacer el bien» y «buenos sentimientos, buena voluntad y bondad», para adoptar su forma actual de relación entre el donante y el receptor, que es desigual, porque el receptor no se encuentra en situación de poder corresponder. Pero se suele seguir presentando como bondad, a menudo para enmascarar la cruel desigualdad ínsita en la relación y, a veces, acaso como expresión del deseo de que nunca hubiera abandonado su más bondadoso pasado. Así, por ejemplo, Jack London escribía: «Dar un hueso a un perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando estás tan hambriento como él.» La «caridad» que describe London se remonta a sus orígenes y es más bondad que la caridad tal y como la conocemos actualmente, porque implica igualdad, una semejanza en hambre entre el donante del hueso y el perro. Y acaso el perro pueda corresponder al hombre dándole calor.
El tipo de caridad más habitual, el que se ha institucionalizado, es aquel del que habla Chinua Achebe en Hormigueros de la sabana: «Mientras hacemos nuestras buenas obras, no debemos olvidar que la verdadera solución está en un mundo donde la caridad ya no sea necesaria.» Lamentablemente, este es el tipo de caridad que se ha convertido en casi sagrado, el que destaca la diferencia y se hace pasar por bondad, cuando, normalmente, beneficia más al donante que al receptor. Una de las revelaciones menos salaces de las grabaciones de Lady Di recientemente publicadas la encontramos cuando le preguntan por qué se compromete en obras de caridad. Ríe nerviosamente y dice: «¡Es que no tengo otra cosa que hacer!» Y los receptores, ¿qué?
Como, en su acepción más antigua, la bondad consiste en ocuparse del bien de la familia y la comunidad. Aristóteles, en el primer párrafo mismo de la Política, nos dice lo siguiente:
Cada Estado es una comunidad de algún tipo, y cada comunidad se establece con el objetivo de alcanzar algún bien […]. Pero si todas las comunidades persiguen algún bien, el Estado o la comunidad política, que es la más elevada de todas y la que las abarca a todas, persigue el bien en mayor grado que cualquier otra, y el bien más elevado.
Sin embargo, hoy en día la palabra clave en política es división: el gran abismo entre los muy ricos y los numerosos pobres, la división entre hombres y mujeres, entre ciudadanos y refugiados, entre negros y blancos, el enfrentamiento de un grupo étnico contra otro, de una religión contra otra, del «progreso» contra el planeta, de lo privado contra lo público, etcétera. El gobierno, y especialmente la Administración Trump, está incitando a la división en beneficio de unos pocos detentadores del poder, en lo que equivale a una guerra total contra la esfera pública, lo público en sí mismo y el bien público. La caridad institucional —que, beneficios fiscales mediante, enriquece aun más a millonarios y multimillonarios cuando distribuyen su filantropía entre sus proyectos favoritos— solo mantiene la división.
La historia, huelga decirlo, y los estudios psicológicos —el experimento Milgram es uno de los más tristemente célebres— han mostrado cómo, en un marco autoritario y egocéntrico, seres humanos aparentemente razonables pueden convertirse en insensibles al sufrimiento de otros y comportarse de modo cruel entre sí. Los daños psicológicos que esta insensibilización inflige a los perpetradores o instrumentos humanos de la crueldad no han recibido gran atención periodística, pero, por poner un ejemplo, el centro de investigación de salud militar rand calcula que el 20 % de los veteranos que han servido en Irak o Afganistán sufren depresión mayor o estrés postraumático. Ser cruel y, por lo tanto, actuar contra su propia especie no es bueno para los seres humanos. Además, la misantropía concertada entre líderes políticos para quienes la gente corriente tiene valor escaso, y los multimillonarios que no son gente como nosotros pero se pavonean como extravagantes personajes mimados que profieren expresiones extravagantes en sus shows de irrealidad, están insensibilizando a naciones enteras respecto al sufrimiento de los demás. En el ámbito individual, ello conduce a la comisión de delitos de odio y ataques racistas, al resurgimiento de la extrema derecha. Y, en el ámbito nacional, lleva al Gobierno a imponer políticas de austeridad que destruyen millones de vidas a conciencia (y basta con leer las recientes memorias de Yanis Varoufakis, Comportarse como adultos, para saber hasta qué punto lo hacen a conciencia), trae gobiernos que gastan miles de millones de dólares en maltratar a refugiados e inmigrantes, ante la vergüenza y angustia de muchos ciudadanos por este trato a sus congéneres.
En nombre de la libertad, la horrible e inútil ambición de la vida capitalista está limitando nuestras elecciones vitales posibles y estrangulando nuestra capacidad de apreciar la belleza de nuestro planeta y aprender de otras especies más humildes. Lo estamos destruyendo todo, temerariamente, en beneficio de unos bienes de consumo innecesarios y de unas distracciones idiotas. Los científicos ya hablan de la sexta extinción. Si somos incapaces de reconocernos y respetarnos mutuamente, de recuperar nuestra bondad, nuestra humanidad, de reconocer a todos los seres humanos como familia y practicar la bondad con nuestros congéneres y con las demás especies, la alternativa hacia la que nos dirigimos es verdaderamente aterradora.
El título de nuestro libro es Contra la caridad, pero podría ser igualmente Por la bondad (también en el sentido familiar de adecuado reconocimiento de todos y cada uno de los miembros de nuestra especie), lo que sería, de hecho, un llamamiento a los derechos humanos universales y sus tres grandes principios de libertad, justicia y dignidad. Casi cada ser humano dirá que aspira a disfrutarlos. Pero estos no pueden darse por caridad, porque la igualdad y la fraternidad son sus otras dos cualidades esenciales. Solo se podrán dar cuando reconozcamos que todos somos familia. Y actuemos con bondad. Así, al escribir este libro, no nos hemos limitado a revelar que la caridad como «bondad» es una estafa, sino que también hemos descrito los medios con que podríamos ser más buenos recíprocamente, en tanto que criaturas que compartimos el mismo planeta.
Esas medidas deberían ser universales. Nadie puede ser excluido ni tratado como diferente. Una renta básica universal no es ninguna quimera. En términos económicos, es perfectamente factible. Y podría garantizar el derecho a la existencia de absolutamente todo el mundo. Se puede erradicar la pobreza y se puede, cuando menos, atenuar la violencia de lo que, en su reciente libro La edad de la ira, Pankaj Mishra describe como una pandemia global. Con una renta básica universal, por el mero hecho de respetar el derecho fundamental a la existencia material, sería posible compartir los valores de libertad, justicia y dignidad con toda nuestra especie humana. Solo con esto la caridad sería innecesaria y estarían puestas las bases para que prevalezca la bondad.
Barcelona, agosto de 2017