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ОглавлениеII. La caridad no es un regalo
Hace mucho tiempo, Sir Thomas Browne apuntó, en Religio Medici (1645), que:
[e]s idea igualmente errónea reparar las desventuras de otros hombres por la común consideración de las naturalezas misericordiosas de que un día este puede ser nuestro propio caso; pues es esta una clase de caridad engañosa y diplomática, con la cual parecemos apalabrar la piedad de los hombres en las ocasiones semejantes.
Y en verdad he observado que esos limosneros profesionales, aun en medio de una muchedumbre o multitud, dirigen y hacen sus peticiones a unas pocas y escogidas personas.17
Era siempre así: «unas pocas y escogidas personas». La caridad, que no es suerte de todos los hombres, suele ser discriminatoria. Eso significa que tiene que institucionalizarse, a fin de distinguir entre los necesitados que la merecen y los que no, en función de los valores dominantes y de la ideología del lugar y del tiempo. Algunas personas (en el arte, los pequeños querubines) tienen derecho a este amor de «la humanidad» y otras, no. Esta situación tiene algunas similitudes con la de los derechos humanos, que, a pesar de haberse declarado universales, ciertamente no lo son y, por ello, son prerrogativa de algunos. Como tales, también se han institucionalizado en sociedades desiguales que reparten privilegios y los llaman derechos.
Generalmente, la caridad se considera algo bueno, porque mucha gente alberga al menos sentimientos subliminales de amor y bondad hacia otros miembros de la especie. Efectivamente, existe una amplia área de investigación en psicología en que se intenta demostrar que el altruismo es innato. Si los valores de amor y bondad —entendidos como decencia o conformidad con la norma de tratar bien a todo el mundo— fueran puestos en práctica a escala universal, sería razonable suponer que no habría explotación de seres humanos por otros seres humanos, las guerras se acabarían, la pobreza no existiría y la sociedad sería muy diferente. Ello llama la atención sobre la diferencia esencial entre la caridad, como institución, y los actos individuales de bondad. Existen muchos ejemplos de actos desinteresados de magnanimidad realizados por individuos y por algunas instituciones caritativas (generalmente, pequeñas). Así que, si este libro es una crítica de «la caridad», no vitupera todos los actos de caridad, sino que denuncia específicamente una forma institucionalizada particular que apuntala y, activa o inadvertidamente, participa y se beneficia de sistemas injustos que hacen necesaria la caridad y, con toda probabilidad, no solo desalientan las manifestaciones independientes de amor a la humanidad, sino que también las convierten en peligrosas. Un ejemplo de eso, extremo pero, ciertamente, no el único, es el asesinato, en 2016, de Berta Isabel Cáceres Flores, la activista hondureña en defensa del medio ambiente y los derechos de los indígenas.
Por reformular el viejo dicho, la caridad empieza en la mansión, suele quedarse en la mansión y beneficiar, principalmente, a quienes viven en la mansión, hasta el punto de convertirse en antisocial. Si no vemos este comportamiento «caritativo» como expresión de amor universal a la humanidad, sino de destrucción de la sociedad e incluso del propio entorno de la persona caritativa, justificando y reproduciendo la miseria y el conflicto que implica la desigualdad, acaso la pregunta que plantea Sir Thomas Browne nos dé que pensar: «Pero ¿cómo vamos a esperar caridad hacia los demás si no somos caritativos con nosotros mismos? «La caridad empieza en la propia casa casa» es la voz del mundo; sin embargo, cada hombre es su propio y mayor enemigo y, por así decirlo, su propio verdugo.» Con todo, uno de los clichés más duraderos en torno a la caridad es el de su obsequiosidad desinteresada y expresiva de amor a la humanidad.
Regalar es más complejo de lo que parece a primera vista. Un regalo que no se da y acepta libremente y en condiciones de posible reciprocidad puede ser un cáliz envenenado o, al menos, una afrenta a la dignidad del receptor. Los intercambios económicos, incluyendo la donación y recepción de regalos, se realizan, habitualmente, conforme a una comprensión clara de las condiciones del acuerdo, por ejemplo: el tiempo, el interés y la compensación. En las economías del don, un regalo se presenta de modo más o menos igual, en condiciones bien reconocidas, y la obligación no es individualmente gravosa, sino que es parte de un intercambio social que refuerza a la comunidad. Aquí la propiedad no es algo enajenable, sino que implica una relación entre personas. En relaciones desiguales, el regalo puede ser destructivo y, en el caso de la caridad —erróneamente entendida como regalo—, humillante. Sin algún tipo de relación de deuda, la reciprocidad queda descartada. Si la donación de regalos, a diferencia de la transacción mercantil, une a los miembros de la sociedad o sociedades, la caridad es un regalo falso y divisivo, especialmente porque el receptor, incapaz de corresponder, no puede entrar voluntariamente en ninguna relación socialmente vinculante con el donante. En el prólogo a la obra clásica de Marcel Mauss El regalo,18 Mary Douglas resume la tesis principal del libro: nada se da gratuitamente.
[L]a idea de un regalo puro es una contradicción. Al pasar por alto la costumbre universal de los regalos obligatorios, hacemos incomprensible nuestra propia historia: en todo el globo y hasta donde podemos llegar en la historia de la civilización humana, la mayor transferencia de bienes se ha producido en ciclos de retornos obligatorios de regalos. (p. viii)
La idea de un regalo gratuito es antisocial, porque «la intención del donante es estar exento de regalos procedentes del receptor». «El rechazo de la compensación pone el acto de la donación fuera de todo vínculo mutuo» (p. viii). Eso plantea dos preguntas. ¿Quién es excluido? ¿Quién excluye? Si la caridad significa la exclusión del intercambio recíproco, entonces nos dice más de la estructura de clases que de la bondad de los donantes. No sorprende, pues, que una amplia gama de augustas instituciones benéficas —incluyendo, por ejemplo, al Dana-Farber Cancer Institute, el Centro John F. Kennedy para las Artes Escénicas y el Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto—,19 a pesar de toda su cháchara sobre abrazar y ayudar a la humanidad sufriente, no destaquen precisamente por su transparencia. Como Mauss, Mary Douglas argumenta que:
En la información sobre la donación y la exclusión de los ciclos de intercambio de voluntad recíproca se revelaría claramente la estructura de clases.
Si seguimos pensando que los regalos deben ser gratuitos y puros, nunca podremos reconocer nuestros propios grandes ciclos de intercambio, qué categorías se incluyen en nuestra hospitalidad y cuáles son excluidas de ella. (p. xv)
De modo nada sorpresivo, este tipo de información no se incluye en los censos ni en la mayoría de registros de encuestas.
Esta percepción de la inclusión y la exclusión en los ciclos de intercambio es aun más llamativa cuando se considera en el contexto de los actuales «ciclos de intercambio», exclusivos, de alcance global, y social y políticamente aglutinadores, que se limitan, básicamente (al menos en términos de influencia), a un puñado de personas inmensamente ricas que poseen más de la mitad de la riqueza mundial. Este pequeño círculo de poderosos cambistas, que pretenden ser «delegados» o representantes del resto de personas, se ha encogido tan drásticamente que la «comunidad» unida por los intercambios en pie de igualdad en el mundo neoliberal cabe cómodamente en la fortaleza montañosa de Davos.
Por el contrario, recreando lo que Mauss denomina el vínculo de la comunidad forjado por el regalo, existen nuevos «grandes ciclos de intercambio» que emergen, principalmente, de la resistencia al poder del aquelarre de Davos, y tienen como representante más destacado al movimiento por los bienes comunes, cuyos partidarios consideran expresamente como una nueva economía del don. En rápida expansión, tiene numerosas áreas de actividad, que incluyen:
la resistencia a la biopiratería de las multinacionales, privatizadoras de las habilidades y saberes tradicionales sobre recursos naturales;
la protección de recursos como el aire, el agua, los bosques y los minerales; land trusts,20 que recuperan espacios públicos;
el movimiento por una sociedad ecológicamente más respetuosa y que aspire a mantener bajo control los excesos políticos y socioeconómicos;
el copyleft y una nueva «economía del don», donde las relaciones de donación rechacen el dinero, como inaceptable moneda enajenable, y se realicen en el seno de una comunidad de fines compartidos cuyos miembros aporten tiempo y creatividad y recojan beneficios a cambio;
comunidades de software libre y abierto, wikis y demás páginas web, el micromecenazgo de bienes comunes colaborativos y Creative Commons;
sistemas de donación de sangre;
intercambios en investigación científica y académica.
El regalo es una elocuente refutación de los supuestos subyacentes a la teoría económica actual, toda vez que, en su explicación de los sistemas de intercambio en sociedades no occidentales, Mauss demuestra que el «libre mercado» no es un producto inevitable de la naturaleza humana y que, en muchas partes del mundo, se considera como un objetivo más importante una vida social estable que la acumulación de capital. Mary Douglas toma las armas y se une a la embestida de Mauss (socialista revolucionario, pero no marxista) contra el utilitarismo, enmarcando directamente su obra en la hostilidad de los filósofos políticos franceses hacia los utilitaristas ingleses, principalmente por los intentos de estos de moderar los principios clave del marxismo y su pobre concepción de la persona como individuo, más que como ser social, su desconocimiento del hecho de que las relaciones sociales cambian con los cambios en los modos de producción, su concepción negativa de la libertad y, por ello, su subestimación del rol moral de la participación política y su incapacidad de explicar la importancia de las normas sociales. En resumidas cuentas, el problema principal es el individualismo (pp. x-xi). Y la caridad, siendo como es antisocial y egoísta y situándose más allá de los límites de la reciprocidad, es una expresión elocuente de ello. En 1990, cuando Douglas estaba escribiendo, el utilitarismo estaba vivito y coleando como teoría social. Actualmente, está resguardado en la respetabilidad de la cuidadosamente podada, estrecha y especializada disciplina de la economía.
El utilitarismo no es solo una técnica econométrica ni una olvidada filosofía dieciochesca. […] El darwinismo social merodea de nuevo y la supervivencia de los mejor adaptados se invoca abiertamente. Chirriante filosóficamente, pero técnicamente brillante, unificada y poderosa, la teoría de la utilidad es el principal instrumento analítico para las decisiones políticas. (pp. xvi)
Ahora que las raíces de la economía en la economía política se han extirpado, estas decisiones políticas no se preocupan ni remotamente por investigar el funcionamiento interno de la estructura social expresado en hechos como quiénes están incluidos en los ciclos de intercambio y quiénes, no. Más bien, están desesperadamente ansiosas por no hacerlo. Una ojeada a los informes del Foro Económico de Davos posteriores a 2012 muestra que la camarilla de Davos ha abandonado sus preocupaciones en torno a la prevención de catástrofes y ahora se centra en la «resiliencia», su eufemismo para la supervivencia de los mejor adaptados.
Algunos escritores, como Jonathan Parry,21 han mostrado cómo, en la forma de limosnas caritativas, por ejemplo en la India (Dāna), el regalo caritativo llamado puro puede ser «venenoso». Critica las interpretaciones convencionales de El regalo y, siguiendo a Mauss, destaca que «una ideología del regalo «puro» es inseparable de una ideología de la búsqueda individual puramente interesada de la utilidad» (p. 543). La limosna impide la reciprocidad y, si te cruzas cada día con el mismo mendigo, te seguirá pidiendo limosnas, así que la frialdad de la desigualdad se afianzará cada vez más, igual que la caída de una moneda en el vaso se convierte en una acción mecánica con contacto humano mínimo. A gran escala, es básicamente eso lo que ocurre con la «ayuda» humanitaria o al desarrollo.
Hoy en día, 27 años después de que Mary Douglas escribiera su prólogo, el utilitarismo aún no se ha ido. Uno de sus mayores defensores, Peter Singer, tiene mucho que decir sobre su relación con la caridad. Lo que a él le preocupa es la utilidad, el «rendimiento del dólar»,22 así que cree que, en términos de bienestar humano, es mejor ayudar a aquellos que están en pobreza extrema a desarrollar sus países, porque el dólar rinde más allí. A eso lo llama altruismo efectivo. Como el aspecto social de la reciprocidad no entra en su ecuación, parece creer que el dinero que, supuestamente, ayuda a gentes golpeadas por la pobreza en otros países se queda realmente allí y hace algún bien. De hecho, el dinero caritativo rinde más en casa, normalmente en los bolsillos de los donantes. Irin News23 muestra con gráficos convincentes qué poca parte de la ayuda económica, estimada en alrededor de 156.000 millones de dólares americanos, llega realmente a sus supuestos beneficiarios. Si sigues su rastro, no hace falta mucha investigación para descubrir que el dinero que oficialmente es para la ayuda de emergencia principalmente vuelve a la fuente: a agencias de la onu, grandes instituciones caritativas occidentales, la Cruz Roja o la Media Luna Roja, la industria armamentística y las grandes empresas occidentales de la construcción, por ejemplo. Solo una ínfima parte se canaliza directamente a instituciones caritativas que están en la primera línea de los países afectados.
La caridad es inimaginable en una sociedad basada en el regalo, que puede ser un factor económico, pero, especialmente, se basa en la idea de honor. Marcel Mauss, combinando historia, sociología y etnografía al analizar sus datos antropológicos, lo denomina hecho social total. Es religioso, mitológico, chamánico, jurídico, económico, así como un pilar de una gran estructura social, en la medida en que junta a tribus, clanes, familias e incluso grupos de diferentes territorios. El regalo es político, en la medida en que funciona como una forma de poder, defiende intereses personales y comunitarios, pero este poder se encuentra atemperado porque implica tres obligaciones básicas: dar, recibir y corresponder. Esta tercera condición, la reciprocidad, implica una relación entre más o menos iguales y descalifica la caridad como regalo. El intercambio de regalos allí donde los regalos circulan continuamente es una característica de las sociedades basadas en clanes, pero no en clases, donde las mercancías son intercambiables y alienadas.
En el sistema de intercambio de regalos —que es, básicamente, un ámbito masculino (al menos en la bibliografía, que tiende a soslayar el papel económico de las mujeres), opuesto al de los abundantes senos femeninos de la caridad romana—, uno no debería rechazar un regalo, porque, en el supuesto de que el receptor sea, más o menos, un igual, entraña obligaciones. En efecto, sostiene el sistema social como forma de compromiso, es un pacto que todo el mundo entiende. El rechazo, al mostrar la no disposición a participar, es visto como un acto antisocial, que afecta a todo el grupo. En palabras de Mauss, «negarse a donar y a invitar, igual que no aceptar, equivale a una declaración de guerra; es rechazar el vínculo de alianza y de comunidad». El donante está obligado a dar, porque «el receptor posee algún tipo de derecho de propiedad sobre cualquier cosa que pertenezca al donante», una propiedad expresada y entendida como «vínculo espiritual» (p. 13). A diferencia del intercambio de mercancías, que, al tratar con objetos alienados, implica el establecimiento de precios y normas de compra y venta, el intercambio de regalos crea una relación entre sujetos en la forma de regalo y regalo de vuelta, en un ciclo perpetuo donde la idea de conservación es clave. El regalo es inalienable de la sociedad.
En el sistema económico conocido como potlatch —de la jerga chinook, originariamente derivado de la palabra nuu-chah-nulth pala·č, que significa «donar»—, característico de algunas sociedades como, por ejemplo, los kwakiutl, los haida o los tsimshian de la Costa nororiental del Pacífico, «el castigo a la falta de reciprocidad es la esclavitud por deudas», dice Mauss (p. 42). Esto parece insinuar lo inverso de una relación caritativa, donde la dependencia de la caridad es una forma de subyugación, mientras que, en estas sociedades, cuando una persona no puede o no quiere donar, rompiendo así los vínculos de reciprocidad, es ella la que queda esclavizada y, así, eliminada del ámbito de la vida social entre personas más o menos iguales. Pero no todo era equitativo, porque, básicamente, el regalo incrementa el poder del donante, que, después, puede adquirir dependientes o lo que Chris Gregory24 llama deudores de regalos. El individuo incapaz de devolver lo prestado o de corresponder al potlatch pierde rango e incluso estatus como hombre libre. Entre los kwakiutl, cuando un individuo de poco crédito tiene que pedir un préstamo, se dice que se vende como esclavo.
Antes de que los europeos alcanzaran el noroeste del Pacífico, en 1774, las enfermedades que habían llevado a toda Norteamérica ya habían llegado e infectado a los grupos indios, lo que provocó una caída enorme de la población. Eso llevó a una competencia feroz entre los jefes tribales, que intentaban mantener la jerarquía social amenazada, que no se basaba en la acumulación, sino en la riqueza, para donarla o destruirla. Finalmente, la introducción de bienes manufacturados a las acaballas del siglo xviii y principios del xix provocó una inflación gigantesca de la economía del don.
Faltos de interés e incapaces de comprender cosa alguna de este complejo principio de estructura social y, lo que es peor, escandalizados por una práctica tan antitética a la tacañería de la caridad cristiana, los misioneros vieron el potlatch como un terrible y derrochador obstáculo a la conversión y la civilización. Los legisladores, también. En 1884, la ley sobre los indios lo proscribió, así como las danzas a él asociadas, y cualquiera que participara en él estaba expuesto a ser encarcelado. Sin embargo, la tradición estaba profundamente arraigada, como fundamento mismo de la sociedad, y los asentamientos eran tan numerosos que hasta las tribus conversas podían seguir practicando el potlatch. En contra de las expectativas, cuando un pueblo más joven, educado y más civilizado suplantó a los viejos líderes, el potlatch no se extinguió y, en 1951, finalmente, la ley fue derogada. Actualmente, el pueblo indígena todavía organiza el potlatch como forma de reafirmación de su derecho natural y de sus valores sociales duraderos.
Otro sistema, que no es distinto, es el kula (anillo), el complejo sistema de intercambio de regalos de las islas Trobriand, de Papúa Nueva Guinea, estudiado por Bronislaw Malinowski.25 En su obra, sugestivamente titulada Los argonautas del Pacífico occidental, intenta comprender por qué sus gentes emprendían el arduo y arriesgado viaje a través del mar, si era solo para intercambiar «baratijas», principalmente collares, pulseras y brazaletes. Descubrió que era un intrincado sistema de intercambio reservado a los jefes, que estaba claramente vinculado a la autoridad política, a una colaboración comercial noblemente considerada y que implicaba obligaciones mutuas, como una presentación solemne, la hospitalidad, la protección y la ayuda. Había un regalo «de apertura» y, más tarde, un regalo recíproco o, en palabras de Malinowski, «de cierre», para sellar la transacción. Es el kudu, el diente «que muerde y libera» (Mauss, p. 26). La explicación de Malinowski ha sido criticada por antropólogos posteriores, como Annette Weiner,26 que señala que la sociedad de las islas Trobriand es matrilineal, y Malinowski soslaya los intercambios entre mujeres, que poseen gran poder político y económico. Pero la aportación de Weiner solo hace más interesante la cuestión de los vínculos sociales y reproductivos del don, y no afecta al contraste entre estos ciclos de intercambio dinámicos y el frío confort de la caridad. Weiner también desarrolla las ideas de Mauss sobre la inalienabilidad, al discutir su concepto de espíritu del regalo en términos de reciprocidad, la posición desde la cual aborda la paradoja del guardar dando. El hecho de que sea imposible a la persona salir del sistema una vez que ha entrado en él, porque los regalos siempre deben devolverse, parecería corroborarlo. Sabiendo esto, la persona guarda el regalo o, al menos, su espíritu.
En otro lugar de Papúa Nueva Guinea, en las tierras altas alrededor de Mount Haguen, el sistema de «gran hombre» conocido como moka —que se basa, principalmente, en los cerdos— también gira íntegramente en torno a la deuda. Si un hombre devuelve una suma equivalente a lo que ha recibido, es el fin de la relación. A fin de mantener activo el intercambio, tiene que pagar el moka, el extra, lo que hace aumentar su prestigio y endeuda al receptor. Se considera mejor hacer un regalo a un gran hombre, porque, una vez provisto del moka de ese compañero, se puede legar el extra, aumentar el número de compañeros de intercambio y, así, mejorar las posibilidades de devolver el regalo. A medida que la red se expande, los miembros más activos se convierten en grandes hombres que luchan por hacer el mayor regalo al competidor. Quien devuelve solo lo que ha recibido o ni siquiera es capaz de hacer eso es un rabisman (hombre basura), pero el prestigio del gran hombre también está en peligro porque, sin suficientes seguidores para cuidar su piara, corre el riesgo de no poder pagar el moka. Y, entonces, el gran hombre al que se le sobreobsequia no cuenta con el excedente necesario para mantener contentos a sus seguidores, de modo que el sistema se colapsa y empiezan a salir nuevos grandes hombres.
La gran diferencia entre el potlatch, el kula y el moka y el intercambio de mercancías es que, en los tres primeros sistemas, el objeto que dona una persona a otra es una parte integral del sistema y no está alienado. Una mercancía tiene un valor de uso (su propiedad intrínseca) y, en particular, un valor de cambio o extrínseco, que es la «proporción cuantitativa en que los valores de uso de un tipo se intercambian por los de otro tipo», en palabras de Chris Gregory.27 Adoptando el enfoque de la economía política, Karl Marx, a diferencia de Adam Smith y David Ricardo, distinguió entre economías mercantiles y economías no mercantiles, entendiendo que el valor de cambio era una propiedad específica históricamente cuya existencia requería determinadas condiciones sociales. Por lo tanto:
Originariamente, el intercambio de mercancías evoluciona no en el seno de comunidades primitivas, sino en los márgenes de estas, en sus fronteras, en los escasos lugares donde entraban en contacto con otras comunidades.
Aquí es donde comienza el trueque y de aquí se traslada al interior de la comunidad, sobre la cual ejerce una influencia desintegradora. Los particulares valores de uso que, como resultado del trueque entre diferentes comunidades, se convierten en mercancías, p. ej., esclavos, ganado, metales, habitualmente sirven también como la primera moneda dentro de esas comunidades.28
Resumiendo: el intercambio de mercancías es una relación cuantitativa que implica a objetos alienables entre gente que se encuentra en situación de independencia mutua, mientras que los objetos intercambiados como regalos son inalienables y la relación entre los que transaccionan es, por lo tanto, cualitativa, gobernada por las normas de comunidad y beneficio mutuo. Así, Marx apuntó que, si la alienación marca la transferencia de propiedad privada, «no tiene existencia en la sociedad primitiva basada en la propiedad en común».29 Chris Gregory identifica cinco criterios que distinguen a los intercambios de mercancías de los intercambios de regalos: 1) intercambio inmediato versus intercambio diferido; 2) bienes alienables versus bienes inalienables; 3) agentes independientes versus agentes dependientes; 4) relaciones cuantitativas versus relaciones cualitativas, y 5) intercambio de objetos versus intercambio de personas. La naturaleza de la economía del don constituye uno de los debates fundamentales de la antropología, y la cuestión del intercambio mercantil y el intercambio no mercantil en modo alguno está resuelta, así que esta breve explicación no pretende ser exhaustiva. Varios autores han cuestionado la tajante distinción entre regalo y mercancía, alegando como objeciones el etnocentrismo occidental, la idealización del regalo (por ejemplo, Arjun Appadurai, James D. Carrier), visiones falsas de la economía del don (John Frow) y las vías por las que los objetos pueden fluir a través de esferas de intercambio, convirtiéndose en regalos y, después, volver a ser mercancías, etc. Acaso las distinciones a veces se difuminen, pero eso no niega las características esenciales apuntadas por Mauss, Douglas y Gregory, en particular en lo tocante a la reciprocidad, los lazos sociales y la alienación, aspectos especialmente relacionados con la cuestión de la caridad.
Los autores que quieren difuminar las distinciones entre el regalo y la mercancía o entre los artículos de intercambio alienables e inalienables deben explicar la proscripción de los bienes de capital en algunas sociedades. Entre el pueblo uduk, en la zona fronteriza entre Sudán y Etiopía, un regalo no puede invertirse, sino que debe consumirse. Algunos autores sitúan el origen de la economía del don en la compartición de comida, lo que ha dado lugar a la idea de que el regalo es algo perecedero. Pero es mucho más que eso. El pueblo pirahã (cuya lengua no cuenta con números), de Brasil, lo expresa hermosamente. Un hombre que explica el hecho de que un cazador exitoso invite a otros a un festín, en lugar de guardarse la comida para tiempos de escasez, dice: «guardo comida en la barriga de mi hermano».30 En otras palabras, el generoso festín es una salvaguardia contra el posible fracaso en la futura búsqueda individual de comida. Eso no está muy lejos del precepto de los habitantes de las islas Trobriand, de Papúa Nueva Guinea, según el cual no se pueden acumular regalos, sino que estos deben seguir moviéndose (socialmente).
La economía del don puede adoptar muchas formas y, ciertamente, no puede etiquetarse como meramente primitiva ni como característica de sociedades al borde de la extinción. Estas formas pueden variar ampliamente, desde el diezmo religioso, los «festines del mérito» de los budistas therāvada, que presentan determinadas semejanzas con el potlatch, hasta la Wikipedia (salvo en lo tocante a algunos aspectos operativos de la página web), las escuelas libres, la licencia Creative Commons, el desarrollo de software de código abierto y la compartición de archivos de igual a igual (P2P).
En contraste, la caridad es estática y socialmente árida, a pesar de que el acto caritativo se repita, porque es unidireccional, desigual y pone su granito para acomodarse a un statu quo discriminatorio. Una fábula cachemir cuenta que dos bráhmanas intentaron limitar sus limosnas a su propia casta, dándoselas y devolviéndoselas la una a la otra. Al morir, se transformaron en pozos envenenados, una adecuada metáfora de su estéril noción de la donación. Lo esencial de la caridad es un asalto a los tres principios básicos de los derechos humanos: justicia, libertad y dignidad humana. Imponer un regalo a quien no puede corresponderlo es una ofensa a su dignidad. La exención del donante de recibir un regalo a cambio y las obligaciones que ello implica es una afirmación de su libertad y posición social y una negación de las del receptor. El supuesto beneficiario es dependiente de la voluntad del donante y, así —como han reconocido muy diferentes pensadores sociales, desde Aristóteles hasta la gente de habla kwak’wala—, no es libre. La institucionalización política, las connotaciones religiosas y la insensata respetabilidad de la desigual relación de caridad consolidan y perpetúan injustamente la falta de libertad.
En palabras de Mary Douglas, en su prólogo a El regalo (p. x), «un regalo que no hace nada por aumentar la solidaridad es una contradicción». Y Mauss concluye que «el regalo no correspondido […] hace inferior a la persona que lo recibe» (como el «hombre basura», incapaz de corresponder en el sistema del moka) y, por lo tanto, «la caridad es […] hiriente para quien la acepta, y toda la tendencia de nuestra moral es luchar por la eliminación del patrocinio inconsciente y ofensivo del rico donador de limosnas» (p. 65).
El enorme trabajo de Mauss en forma de librito examina la donación recíproca de regalos en sociedades tan lejanas como los indios americanos, los esquimales, los melanesios y los aborígenes australianos, y también descubre los mismos principios básicos en los sistemas legales antiguos —romano, germánico, indoeuropeo e hindú clásico—, cuyas legislaciones, en todos los casos, contienen el principio básico de que no existen los regalos gratuitos. A partir de su amplia gama de datos, argumenta que gran parte de la sociedad humana se basa en prácticas de intercambio colectivo. Su teoría del don es una teoría de la «solidaridad humana», pero también expone puras relaciones de poder en la estructura económica de la sociedad —«todas las deudas, regalos, multas, herencias y sucesiones, impuestos, tarifas y pagos» (p. xii)— que muestran que esos mecanismos posibilitan saber quién es excluido y a quién se beneficia. Pero, a diferencia del capitalismo y su falta de transparencia, incluso en las operaciones caritativas, o especialmente en ellas, la economía del don es pública por naturaleza y los participantes conocen esos factores.
Los mecanismos reveladores de las estructuras económicas que describe Mauss no se limitan a lugares remotos, sino que parecen ser intrínsecos, si bien en grados y formas distintas, a todas las sociedades humanas. La frecuente confusión sistemática entre la caridad y el regalo también es indicativa de quién es excluido y a quién se beneficia, como puede ejemplificarse mucho más cerca de casa, por ejemplo, en la Inglaterra del siglo xviii, con los intentos de presentar como muestras de magnanimidad cristiana leyes contra los pobres cada vez más duras. Aquí la caridad se hizo famosa como una ideología de la benevolencia que, regulada por una miríada de leyes, normas e instituciones —y, en el caso de las mujeres de clase alta en apuros, tutela moral, como narran las novelas de Sarah Scott Descripción de Millenium Hall y del país adyacente, junto con los caracteres de sus habitantes y anécdotas históricas y reflexiones que pueden suscitar en el lector genuinos sentimientos humanitarios y dirigir su mente al amor por la virtud (1762) y La historia de Sir George Ellison (1766)—, apuntalaba un sistema social y económico que actuaba a favor de la gentry y ejercía sobre las infraclases una violencia cubierta con guante de terciopelo. La caridad y la benevolencia no solamente servían para enmascarar la brutalidad del capitalismo agrario, sino que también eran esenciales para la construcción y mantenimiento de las relaciones de dominio mientras se consolidaba e institucionalizaba el capitalismo industrial.
Raymond Williams31 identifica uno de los elementos económicos clave de este apuntalamiento caritativo de la mayormente no caritativa empresa de depauperar a una parte muy grande de la sociedad. Cita a Rosa Luxemburg, que apunta que la tradición cristiana de la benevolencia era solo una paralizante «caridad de consumo»:
Los proletarios romanos no vivían por el trabajo, sino por las limosnas que repartía el Estado. Igualmente, las peticiones de propiedad colectiva de los cristianos no estaban relacionadas con los medios de producción, sino con los medios de consumo.
Toda noción de caridad de producción en que la gente pudiera haber trabajado conjuntamente «en relaciones de amor» estaba casi totalmente ausente. Alimentada por las desigualdades estructurales del feudalismo, la incipiente industrialización no iba a tolerar ninguna reivindicación de los trabajadores sobre los beneficios de su propio trabajo. Sin duda, la visión de John Locke sobre la abundancia de la tierra pinchó nervio:
todos los frutos que produce naturalmente, y las bestias que alimenta, pertenecen a la humanidad en su conjunto, ya que los produce la mano espontánea de la naturaleza, y nadie tiene, originariamente, un dominio privado, exclusivo, del resto de la humanidad sobre ninguno de ellos, puesto que están así en su estado natural: pero siendo dados al uso de los hombres, tiene que haber, necesariamente, medios para que estos se apropien de ellos antes de que, de algún modo u otro, puedan ser de algún uso o beneficiosos para algún hombre en particular. […] Aunque la Tierra y todas las criaturas inferiores sean de propiedad común de todos los hombres, cada hombre tiene una propiedad en su propia persona, sobre la cual nadie, salvo él mismo, tiene derecho alguno. El trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos, podemos decir, son propiamente suyos.32
Las referencias a la caridad señalaban el reparto de comida y, a veces, a ricos y pobres compartiendo el pan en la misma mesa, como miembros amorosos de una misma familia, pero las relaciones de producción eran totalmente carentes de amor, una ausencia a veces camuflada por barrigas llenas permitidas por un amo temporalmente benéfico, cubierto por el simbolismo del pan y Dios. Y, como concluye Williams, «en el complejo de sentimiento y referencia derivado de esta tradición, importa, y mucho, además, que el nombre de Dios y el del amo sean, significativamente, uno solo: Señor» (p. 31).
El humanitarismo, actualmente, tiene elementos de esas viejas ideas de caridad, al aceptar que la catástrofe es algo establecido, que ocurre, básicamente, a los condenados de la Tierra, y al urgir a remediar los desastres supuestamente naturales con bienes de consumo, sin un solo pensamiento sobre las causas de aquellos, un punto de vista que se remonta a la Edad Media: «en la escasez de la economía medieval, la pobreza podía verse como la consecuencia natural de lo que parecían calamidades naturales: hambrunas, enfermedades y plagas» (p. 83). En teoría, la respuesta era la caridad «natural», que se esperaba que practicaran todos los hombres buenos como servicio a Dios, su creador.
La pobreza asfixiante de cada día formaba parte del orden establecido y, con la transición a la sociedad posfeudal, más abundante, se organizaron las viejas ideas de un impuesto obligatorio para pobres, que gravaba a los terratenientes para ayudar a los pobres merecedores (en ambos sentidos).33 Las leyes de pobres del siglo xvi funcionaban como una nueva maquinaria administrativa, porque había que sistematizar a los pobres como parte del sistema que los producía. Así, desde principios del siglo xviii hubo «escuelas de caridad», a veces denominadas, más sinceramente, «escuelas industriales» para la «promoción del conocimiento cristiano», y se desarrolló un sistema de asilo para pobres, de base parroquial, donde se ponía a trabajar a los físicamente capaces y algunos de los enfermos y ancianos recibían cuidados. En 1780, los niños de los asilos de Londres eran enviados a hacer girar los molinos de Lancashire y Yorkshire.
En la arbitrariedad caritativa, durante mucho tiempo se distinguió entre «vagabundos delincuentes» y «pobres merecedores de ayuda». En la temprana modernidad inglesa, entre 1700 y 1828, se aprobaron 28 leyes sobre vagabundeo. En sus comienzos, el Estado moderno era draconiano y solo los pobres más dóciles recibían caridad. El vagabundeo —relacionado etimológicamente con walcrer, en francés antiguo, «vagar»—, una de las escasas vías por las que una persona pobre podía ejercer una pizca de libertad, era un delito intolerable para una sociedad en que los valores cristianos de trabajo y orden eran fundamentales para los jefes supremos. Cuando los pobres abrazaban esos valores eran recompensados, con un poco de suerte, con unas migajas de caridad. El vagabundeo o la itinerancia significaban ausencia de control —semilla de masas indisciplinadas y peligrosas y de sus marchas del hambre y, en el fondo, de los efectos potencialmente incendiarios de la falta de tierra— y desgobierno social en el campo. Un vagabundo era un hombre sin amo, una anomalía terrible, por lo que podía ser esclavizado, ahorcado, encarcelado o deportado. La cuestión aquí es que las leyes de vagabundeo, en sus comienzos, eran parte del enfoque oficial sobre la caridad en tiempos cambiantes. Es difícil hallar un ejemplo más claro del hecho de que la caridad significa control y dominación.
Cuando los mercados «libres» quiebran la estructura social de las sociedades basadas en el don y el grado de igualdad que permiten la reciprocidad o la «solidaridad humana» de Mauss desaparece, cuando la riqueza y el poder se concentran en manos de unos pocos, entra en escena la caridad, vestida de regalo. En los últimos años se ha convertido en un sigiloso y muy lucrativo negocio conocido como filantropocapitalismo. La caridad, con sus rasgos utilitaristas estáticos y su concepción mezquina del ser humano, como un individuo aislado y alienado, es solo un pilar más de los sistemas capitalistas y neoliberales. Soslayando los cambios en el modo de producción (y, especialmente, aquellos relacionados con la destrucción ambiental, engendradora de desastres, y el calentamiento global), este sistema produce ahora formas oligárquicas de caridad, como, por ejemplo, la Fundación Bill Gates, en su particular versión del utilitarismo. Pero hoy en día los bienes comunes están resurgiendo, como unidades políticas más pequeñas, como, por ejemplo, las administraciones locales, que son mucho más visibles. Existe un nuevo énfasis en la «horizontalidad»,34 descrita por la antropóloga cultural Marianne Maeckelberg a propósito de la página web de noticias Global Uprising como «una toma de decisiones apasionadamente igualitaria, descentralizada y en red», que rechaza «la representación fija como estructura política» y dice no al espacio geográficamente demarcado del Estado nacional y a la uniformidad como principio rector de la deliberación democrática. En lugar de ello, cada miembro del gobierno en red «debe responsabilizarse activamente», lo que significa que «los participantes lidian continuamente (con grados de éxito variables) con desigualdades y discriminaciones, en la medida en que estas surgen en el seno de sus propias estructuras de gobierno».
Este tipo de estructura requiere reciprocidad. Aquí no hay lugar para la caridad. Al menos en algunas partes, la cultura del don está renaciendo.
17. Thomas Browne, Religio Medici, 1645, p. 130, <http://penelope.uchicago.edu/relmed/relmed1645.pdf> (última consulta: mayo de 2017). [Hay traducción castellana: La religión de un médico. El enterramiento en urnas, Barcelona: Penguin Random House, 2017, a cargo de Javier Marías, de la que procede el fragmento citado. (N. del tr.).]
18. M. Mauss, op. cit., n. 10, cap. 1.
19. «Top Ten Charities That Should Raise a Red Flag for Donors», <http://give.org/news-updates/news/2016/08/top-10-charities-that-should-raise-a-red-flag-for-donors/> (última consulta: enero de 2016).
20. Entidades sin ánimo de lucro surgidas en Estados Unidos a finales del siglo xix para la conservación de zonas naturales, mediante su adquisición o protección en régimen de usufructo. Actualmente, hay más de 1.200 entidades de este tipo en todo el país, así como también existen en el Canadá, México y otros países del entorno. (N. del tr.)
21. Véase Jonathan Parry, «The Gift, the Indian Gift and the ‘Indian Gift’», Man, 21 (3), 1986, pp. 453-473.
22. Peter Singer, «Best Charities for 2015», 2014, <http://www.thelifeyoucansave.org/Blog/ID/139/Best-Charities-for-2015> (última consulta: 2016).
23. «Where Is All the Money Going: The Humanitarian Economy», Irin News, 1 de julio de 2015, <http://newirin.irinnews.org/the-humanitarian-economy/> (última consulta: agosto de 2017).
24. Chris Gregory, «The Competing Theories», Gifts and Commodities, Londres: Academic Press, 1982, capítulo 1, <http://haubooks.org/viewbook/gifts-and-commodities/08_ch01> (última consulta: agosto de 2016).
25. Bronislaw Malinowski, Argonauts of the Western Pacific, Londres: Routledge, 2014 [1922]. [Hay traducción castellana: Los argonautas del Pacífico occidental, Barcelona: Planeta Agostini, 1986 (n. del tr.).]
26. Annette Weiner, Inalienable Possessions: The Paradox of Keeping-while-Giving, Berkeley: University of California Press, 1992.
27. Chris Gregory, op. cit., capítulo primero, nota 22.
28. Karl Marx, «The Commodity», Critique of Political Economy, parte I, 1859, <https://www.marxists.org/archive/marx/works/1859/critique-pol-economy/ch01.htm> (última consulta: agosto de 2016). [Hay traducción castellana: Contribución a la crítica de la economía política, Madrid: Alberto Corazón Editor, 1970 (n. del tr.).]
29. Karl Marx, «Exchange», Capital, volumen 1, capítulo segundo, <https://www.marxists.org/archive/marx/works/1867-c1/ch02.htm> (última consulta: agosto de 2016). [Hay traducción castellana: «El capital», Karl Marx y Friedrich Engels, Obras, Barcelona / Buenos Aires / México, DF: Grijalbo, 1976, vols. 40-44 (n. del tr.).]
30. Eric Curren, «Charles Eisenstein Wants to Devalue Your Money to Save the Economy», Transition Voice, agosto de 2012, <http://transitionvoice.com/2012/08/charles-eisenstein-wants-to-devalue-your-money-to-save-the-economy/> (última consulta: 23 de agosto de 2016).
31. Raymond Williams, The Country and the City, Nueva York: Oxford University Press, 1975, p. 30. [Hay traducción castellana: El campo y la ciudad, Barcelona: Paidós, 2001 (n. del tr.).]
32. John Locke, Two Treatises on Government, 2, 1689, capítulo 5, «Property», parágrafos 26 y 27. [Hay traducción castellana: Segundo tratado sobre el gobierno civil: un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil, Madrid: Alianza, 2000 (n. del tr.).]
33. Los autores hacen un juego de palabras con la doble interpretación que puede tener en este contexto deserving poor: pobres que merecen ayuda y pobres que se merecen su propia condición de pobres (n. del tr.).
34. Carlos Delclós, Rosemary Bechler y Alex Sakalis, «What Kind of Hope Is a Promise?», openDemocracy, febrero de 2016, <https://www.opendemocracy.net/can-europe-make-it/carlos-delcl-s-rosemary-bechler-alex-sakalis/what-kind-of-hope-is-promise> (última consulta: agosto de 2016).