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IV. Altruismo útil

Diferentes disciplinas emplean una variedad de términos, como altruismo, empatía, cooperación, generosidad, comportamiento caritativo y comportamiento prosocial, para las acciones que benefician a otros a costa de uno. Este marco de coste-beneficio no está exento del supuesto según el cual no debería realizarse ningún acto a menos que sus beneficios sobrepasen a sus costes, cualesquiera que sean los argumentos morales que se presenten en sentido contrario. El altruismo tiene explicaciones evolutivas basadas en el comportamiento animal y, en la psicología evolutiva, se aplica a la caridad, a las causas políticas y ecológicas y, en general, a la amabilidad con el prójimo. Se ha extendido a estudios que incluyen la teoría evolutiva de juegos, los lazos de parentesco, el comportamiento intragrupal, las estrategias para proteger intereses particulares, la teoría de la señalización, la reciprocidad (en que algunas instituciones caritativas incluyen pequeños regalos junto a sus cartas de petición, con la esperanza de inducir a la reciprocidad en una magnitud de algún modo mayor, igual que los supermercados que intentan atraer a compradores con muestras gratuitas, lo que no difiere de una versión, en máquina tragaperras, del moka de los montañeses de Papúa Nueva Guinea), la competitividad (a menudo tras anuncios de que alguien ha realizado una gran donación, para pescar otra aun mayor), y se espera que la comprensión del altruismo, finalmente, conduzca a encontrar vías para hacer que la gente sea más caritativa. En resumidas cuentas, el altruismo se mira el ombligo.

A primera vista, el altruismo y el utilitarismo parecen divergir, porque este se preocupa de la maximización de los buenos resultados para el conjunto de la sociedad, mientras que el (verdadero) altruismo, supuestamente, consiste en la maximización de los buenos resultados para todo el mundo menos para el actor. Sin embargo, en Los principios de la ética (1879), Herbert Spencer cuadró el círculo, al argumentar que, si el resto de la sociedad sobrepasa en número a los utilitaristas, entonces un verdadero utilitarista debería acabar practicando alguna forma de altruismo. Y, para John Stuart Mill, el utilitarismo era una forma de altruismo ético, aunque también creía que un compromiso con la felicidad general era compatible con el hecho de que cada individuo gozara de algún tipo de gratificación de las «tendencias egoístas», porque eso era necesario para una vida feliz e incluso favorable al desarrollo del comportamiento benevolente hacia el prójimo.

Un montón de estudios ha mostrado que, si se hace público el comportamiento filantrópico, los benefactores sienten que es más probable que obtengan ganancias. Los espectáculos caritativos de las celebridades parecen confirmarlo, aunque suele obviarse el alcance de sus donaciones caritativas, el porqué y los resultados para los beneficiarios de su altruismo. Siempre se dan más detalles sobre la vestimenta de los artistas en un baile de gala que sobre las verdaderas condiciones de la gente a la que se supone que ayudan. La teoría de la señalización intenta comprender el altruismo como algo un poco más complejo que la simple forma del «yo te rasco la espalda y tú me rascas la mía», pero, fundamentalmente, se trata de beneficios individuales para los donantes mediante altruismo expuesto públicamente. De ahí que la «señalización costosa» sea el comportamiento que se refiere a los donantes en tres de cuatro puntos (dicho esto, si el donante quiere señalar algo, necesita al menos un beneficiario, así que el primer punto también se refiere a él, al menos parcialmente): 1) beneficioso para el prójimo; 2) observable por los demás; 3) costoso para el emisor de maneras que no pueden ser recíprocas, y 4) asociado a la riqueza, aptitud, fuerza y forma del emisor. Al tomar la desigualdad como algo dado, esta teoría está obligada a explicar el comportamiento aparentemente manirroto y altruista en situaciones en que es improbable que se dé la reciprocidad diferida. Pero no se suele analizar por qué es improbable que se dé.

Se ha observado en varios estudios que, en las sociedades precapitalistas, los buenos cazadores que se arriesgan a matar a una presa grande, cuando comparten en común su abundancia, no obtienen más comida que otro. Pero su generosidad aumenta su reputación y señala información fenotípica importante. Un emisor de alta calidad suele tener más éxito a la hora de establecer alianzas y encontrar pareja. La teoría de la señalización costosa no está lejos de la explicación de Thorstein Veblen en La teoría de la clase ociosa, donde la donación de «regalos valiosos y fiestas y espectáculos caros» —lejos de poner las bases para un fondo circulante que cree confianza, estabilidad y estima, como ocurre en una sociedad de intercambio de dones— es una competición individual. Para Veblen, el consumo dilapidador por parte de la clase ociosa era una exhibición de poder: «El consumo ostensible de bienes de valor es un medio de obtener reputación para el caballero del ocio».53 Enseguida establece un vínculo entre los «espectáculos costosos» del potlatch y la organización de bailes de sociedad, aunque, de hecho, existe una gran diferencia entre ambos, porque el primero se orienta a la comunidad y el último es una forma individual de autopromoción y, lo que es más importante, los organizadores del potlach no eran precisamente caballeros del ocio. El punto importante aquí es que, una vez comprendidos los beneficios de la ostentación, hay un pequeño paso, y no solamente lingüístico, hasta la «compasión ostentosa», como apunta Patrick West en Compasión ostentosa: por qué a veces el ser bondadoso es realmente cruel.54

En términos de grupo, las prácticas religiosas costosas pueden parecer inadecuadas, pero unen a la comunidad mediante un ritual ostentoso, a menudo realizado públicamente, a fin de demostrar lealtad al grupo, cuyos miembros responderán después con mayor compromiso con el grupo. Sin embargo, esta es una comunidad totalmente exclusiva y, cuanto más costosas sean las contribuciones, tanto menor será la probabilidad de que surjan gorrones. En general, según la teoría de la señalización, solo un hombre de estatus elevado tiene los recursos para comportarse de modo altruista y, cuanto más altruista sea, tanto mayor será su estatus (hablamos de hombre, porque la selección patriarcal ha determinado, mediante las normas de propiedad, que la «compasión ostentosa» a gran escala sea, generalmente, una actividad masculina).

La teoría evolutiva busca la explicación del señalamiento altruista. La selección natural puede significar que los genes de los individuos prósperos han evolucionado para asegurar que sus familiares con genes semejantes se beneficien de la «adaptación inclusiva». Por ello, muchos investigadores creen que el altruismo se dirige, en primer lugar, a los miembros de la familia. Pero algunos individuos extienden su altruismo más allá de la familia, cosa que el «altruismo recíproco» intenta entonces explicar sugiriendo que los aliados creados de este modo, finalmente, devolverán el favor.

Los investigadores de este ámbito, centrados en el comportamiento individual (o, como mucho, intragrupal), consideran el altruismo un gran misterio, porque los individuos altruistas, aparentemente, sacrifican sus intereses personales, dinero y tiempo. De manera que parece que reducen sus posibilidades de sobrevivir o reproducirse y, según la teoría de la selección natural, este tipo de comportamiento, con el tiempo, debería desaparecer. Pero el altruismo ha aguantado, hasta el punto de estar creciendo en la academia como especialidad autorreferencial y ser practicado por celebridades que entienden muy bien sus beneficios. Por poner un ejemplo: en una entrevista reciente, David Beckham, con una fortuna familiar (la marca Beckham) de cerca de 500 millones de libras esterlinas (lo que le convierte en más rico que la reina Isabel II),55 decía tener la esperanza de ser recordado tanto por «sus obras de caridad como por su fútbol».56 Y demuestra que realizaba sus obras caritativas porque, realmente, tenía la esperanza de obtener el título de caballero (pero la «panda de idiotas» del comité honorífico lo pretirió, preocupada por sus asuntos fiscales).57 Obviamente, la «panda de idiotas» no entendía lo que Beckham sabía: que casi cada acto de altruismo contiene algún tipo de compensación.

En algunas investigaciones sobre altruismo aparece la transacción de género, lo que sugiere que las mujeres que buscan pareja estable consideran más atractivos a los hombres buenos, en tanto que personas dispuestas a compartir sus recursos con ellas y sus hijos. Los hombres suelen ser más altruistas en las fases iniciales de una relación romántica, o cuando presumen ante una mujer atractiva, mientras que las mujeres son menos dadas a mostrar altruismo a un hombre atractivo (al fin y al cabo, la mujer no puede ir derrochando recursos). Ambos sexos, pero especialmente las mujeres, suelen afirmar que la bondad es el rasgo más deseable en una pareja. Así:

Si eres un hombre que busca un compromiso con una mujer, no deberías dudar en alardear de ser el mentor no retribuido de los niños de la escuela básica o de ayudar a tu vecina anciana a hacer la compra cada semana.58

A pesar de que se ha teorizado que la evolución ha dado forma a mecanismos psicológicos como las emociones que promueven el comportamiento altruista, el enfoque evolutivo se centra, fundamentalmente, en la utilidad social del altruismo. La teoría de la inversión selectiva plantea la hipótesis de que los vínculos sociales estrechos y los mecanismos emocionales y cognitivos evolucionaron para asegurar la supervivencia y el éxito reproductivo mediante el altruismo a largo plazo y de alto coste entre personas mutuamente dependientes. A menudo, el objetivo es descubrir cómo promoverlo mediante «la investigación, para crear situaciones en que el comportamiento caritativo dé buenos resultados a largo plazo».59

A primera vista, el altruismo —este comportamiento en que, según todas las explicaciones, un agente incurre en un coste personal mientras mejora el bienestar de otro— parece contraintuitivo, en contradicción con los principios de la evolución darwiniana. El propio Darwin reconocía que el altruismo representaba un desafío a su teoría de la evolución: «quien, como muchos salvajes, está dispuesto a sacrificar su vida en lugar de traicionar a sus compañeros a menudo no dejará retoños que hereden su noble naturaleza».60 En este punto intervienen los neurobiólogos, que buscan las bases neuronales del comportamiento altruista utilizando el escáner de resonancia magnética funcional. Han descubierto, por ejemplo,61 que la actividad caritativa activa la vía de recompensa mesolímbica, que se suele encender en respuesta al sexo o el alimento, y la corteza subgenual/región sextal son activadas por la actividad caritativa, y que esas estructuras están estrechamente relacionadas con el apego social y la vinculación con otras especies. La conclusión es que el altruismo, más que una facultad moral superior de algunos individuos, está programada en el cerebro y se asocia a sensaciones placenteras.

Un influyente estudio, El cerebro altruista: cómo somos buenos por naturaleza, de Donald Pfaff,62 discrepa de la noción cristiana de pecado original y del concepto capitalista del egoísmo humano como fuerza motivacional de los actos bondadosos y plantea la hipótesis de que los seres humanos están «programados» para ser buenos, exactamente igual que lo están para adquirir una o más lenguas naturales. Pfaff presenta e interpreta datos a favor de la idea de Wilhem von Humboldt, expuesta en su tratado sobre la libertad y la responsabilidad humanas,63 según la cual la humanidad está intrínsecamente más inclinada a la filantropía que a las acciones egoístas (como si la filantropía estuviera libre de la sospecha de egoísmo). Como los seres humanos nacen en una fase de desarrollo en que necesitan muchísimos cuidados, Pfaff argumenta que la supervivencia evolutiva depende del cuidado de madres, padres y familiares. El cerebro humano, dice (p. 58), superpone y difumina imágenes de otras personas con la nuestra, mediante «un incremento de la excitabilidad de las neuronas corticales, de modo que, cuando las células nerviosas que representan al otro emiten señales, las que representan al yo también lo hacen». Existe un «interruptor ético» en el cerebro, que se activa antes de que realicemos un acto, de manera que, «en lugar de ver literalmente las consecuencias del acto para otra persona, ¡las visualizamos automáticamente como si afectaran a nuestro propio yo!» (p. 60).

Puede que los argumentos de Pfaff no apoyen necesariamente la programación para el altruismo o la bondad innata, pero sugieren la naturaleza social de los seres humanos. Pero ¿qué tipo de naturaleza social? La regla de oro o ley de reciprocidad, «haz a los demás...», puede llevar a resultados contradictorios y violentos. ¿Quién sabe lo que le gusta a una persona? Un sádico no es un masoquista. A la mayoría de nosotros nos gusta que nos traten bien, pero ¿significa eso que debemos tratar bien a los supremacistas blancos? ¿O pensamos en sus víctimas, las apoyamos y hacemos la vida imposible a sus abusadores? Las explicaciones respetuosas con todas las religiones que instan a una u otra versión de la regla de oro suelen soslayar las cuestiones sociales.

Existe un peligro en la teoría de Pfaff, especialmente cuando afirma que su investigación sobre el altruismo puede «emplearse para contribuir a atraer a los individuos antisociales a la corriente mayoritaria» (p. 221). ¿A qué redil «mayoritario» quiere llevar a esos individuos? Este es un asunto cultural y político y a menudo puede utilizarse, como sabemos por todo tipo de terribles experimentos de ingeniería social, para discriminar, atacar la libertad y la diferencia, destruir identidades y hacer daño, en general. Basta con pensar en los «tratamientos» dados a homosexuales y mujeres difíciles que eran bondadosamente encerradas, como a Lucia Joyce, la hija de James Joyce (encerrada con la ayuda de los benevolentes fans ricos de Joyce), por citar un solo caso espantoso. A Pfaff le interesan principalmente las iniciativas sociales para incentivar las funciones del cerebro altruista, aun si las condiciones sociales, incluyendo a la pobreza y la gran desigualdad, resultan irresolubles. Pero, en esas condiciones, es más probable que los desposeídos sean «antisociales». Seguramente, es natural expresar ira contra una sociedad que te perjudica. Así que ¿habría que convertir a la «corriente mayoritaria», con un poco de altruismo, a los rebeldes iracundos? No hace tanto tiempo que la lobotomía se consideraba bienintencionada. El altruismo de Pfaff no está lejos de los viejos preceptos religiosos que aceptan la injusticia e intentan, a lo sumo, poner parches al statu quo (con la intención de apoyarlo).

Richard Dawkins, en su revolucionario superventas El gen egoísta, examina la «biología del egoísmo y el altruismo» y concluye que el egoísmo genético suele tener como resultado el comportamiento egoísta del individuo, aunque hay circunstancias en que, entre animales individuales, los intereses de un gen se defienden mejor con un cierto nivel de altruismo. Aporta una explicación de la evolución centrada en los genes y dice, por ejemplo, que, cuando un pájaro o un insecto se reproducen, asumen un riesgo, no para beneficiarse ellos mismos o a la especie, sino para asegurarse de que sus genes perduren, sobreviviendo a expensas de otros genes. El título del libro llevó a la especulación de si Dawkins abogaba por el egoísmo individual (al dotar a los genes de rasgos mentales y habilidades como el egoísmo y la intencionalidad). Dawkins a menudo ha dicho que habría querido titular el libro El gen inmortal.

Otro enfoque biológico al altruismo procede de David Sloan Wilson, profesor distinguido de biología y antropología de la Universidad Estatal de Nueva York.64 En su libro ¿Existe el altruismo? Cultura, genes y bienestar del prójimo, argumenta que la selección multinivel —una versión de la selección grupal en que la selección natural puede darse simultáneamente en muchos niveles de la jerarquía biológica, desde los genes hasta los individuos, las poblaciones y las especies— explica el altruismo, lo que sugiere un modo de guiar la evolución de las instituciones sociales humanas, por ejemplo, la economía. A juicio de Wilson, la teoría evolutiva puede localizar los intereses grupales altruistas y los diseños sociales que los favorecen:

Si queremos resolver los problemas más acuciantes de nuestra época, como la paz mundial y la sostenibilidad ecológica global, se requiere más evolución cultural, que debe guiarse por un complejo conocimiento de la evolución. (p. 88)

Dado que los problemas de nuestra época son extremadamente acuciantes y millones de personas mueren o viven con gran angustia a causa de ellos y la evolución se encuentra algo dañada, ya que especies enteras desaparecen cada minuto, puede ser divertido jugar con la «evolución cultural», pero esta es más bien lenta en traer mejoras.

Pasando de la neurobiología a la psicología, uno va de un complejo debate sobre el neocórtex a una descripción de la Enciclopedia Internacional de Ciencias Sociales (2007) que parece haberse limitado a añadir la palabra motivacional a descripciones normales y corrientes, para hacerlas así «psicológicas», de modo que aquí el altruismo es «un estado motivacional con el objetivo de aumentar el bienestar del prójimo». Motivacional no ayuda mucho, si no sabemos nada de las motivaciones, por no hablar de las necesidades del beneficiario. El altruismo parece desarrollarse en el vacío social. También en sociología, evidenciando otra vez el abandono de los principios emancipatorios de la Ilustración —que antaño habían predominado en las humanidades—, la definición común de altruismo es vaga y cargada de valores: «un principio de solidaridad respecto a las necesidades y los intereses del prójimo». Pero esta estima solidaria no parece extenderse a, por ejemplo, el estado de Rakáin, en Myanmar, donde el pueblo rohingya ha estado largo tiempo sometido a una persecución genocida.65 Esta tragedia, bien documentada, es tan poco conocida que el corrector de Google objeta a las palabras Rakáin y rohingya. A pesar de que muchos estudios ponderan la relación entre altruismo y bien común, casi nunca se mencionan las condiciones materiales que provocan la necesidad, socialmente originada, del altruismo.

En las actuales sociedades seculares, el debate normativo sobre la caridad o la filantropía suele centrarse en el altruismo y la empatía que aparecen, al menos en algún grado, en todas las opiniones antiguas sobre la caridad, pero ahora adaptadas a los tiempos modernos. Si en el pasado lejano los distintos conceptos estaban marcados por la relación entre divinidades y buenas acciones en la tierra, el debate actual giraría más en torno a la responsabilidad individual (y, a veces, social o estatal) respecto a la gente sufriente. La palabra altruismo fue acuñada por Auguste Comte (1798-1857), como antónimo de egoísmo. Acercándose, más o menos, a lo que actualmente se denomina ética evolutiva, Comte consideraba la ayuda mutua entre los hombres como la continuación de los fenómenos de comportamiento cooperativo que abundan en biología. Reconocido como fundador de la disciplina de la sociología, la «filosofía positiva» y el «evolucionismo social», y también calificado de ideólogo de una posteísta «religión de la humanidad», Comte fue influyente en el siglo xix, una época en que «la caridad era la base de la ayuda a los pobres».66 Con la creciente popularidad de las relativamente nuevas ideas de laissez faire, laissez passer (dejen hacer, dejen pasar) —expresión atribuida a Vicente de Gourney (1712-1759)—, a veces con la floritura de le monde va de lui-même (el mundo funciona por sí mismo), pronto se comprendió que esta versión del individualismo necesitaba ser atemperada con algo de altruismo, finalmente formulado por Auguste Comte.

Pero seis décadas después del inicio de la reacción termidoriana, ya no se hablaba de derechos. En efecto, en su Catecismo positivista,67 Comte elimina conscientemente los derechos de su marco:

[El] punto de vista social no puede tolerar esta noción de derechos, porque esta se basa en el individualismo. Nacemos bajo una carga de obligaciones de todo tipo, para con nuestros predecesores, para con nuestros sucesores, para con nuestros coetáneos. [...] [Vivir para los demás], la fórmula definitiva de moral humana da una sanción directa exclusivamente a nuestros instintos de benevolencia, la fuente común de felicidad y deber. [El hombre debe servir a la] humanidad, a la que pertenecemos totalmente.

Llegados a este punto, es instructivo volver al tipo de derechos contra los que estaban reaccionando los pensadores franceses decimonónicos con sus nociones de altruismo. El derecho esencial, primero, formulado por Robespierre en su discurso de 2 de diciembre de 1792, sobre la subsistencia, contradecía todas las anteriores doctrinas, religiosas y seculares, sobre la caridad:

¿Cuál es el primer objetivo de la sociedad? El mantenimiento de los derechos inviolables del hombre. ¿Cuál es el primero de estos derechos? El derecho a la existencia. Así, la primera ley social es la que garantiza los medios de existencia a todos los miembros de la sociedad; todas las demás están subordinadas a ella.

Este es un derecho que, con sus radicales implicaciones para sociedades devastadas por una desigualdad que se ensancha cada vez más, sigue siendo altivamente ignorado por la teoría actual del altruismo.

En un viejo artículo, de influencia duradera,68 Peter Singer analiza la distinción, comúnmente aceptada, entre deber y caridad. De un rico, dice, se espera que cumpla la ley como una cuestión de obligación (pero el hecho de que a menudo se haya enriquecido quebrantándola no se menciona). Sin embargo, el dar dinero para ayudas contra un desastre es más un acto laudable que un deber. El hombre que no da nada no es condenado, porque se considera que no tiene obligación de hacerlo (aunque la ley actúe a su favor y haga a los pobres más pobres). La caridad del rico, nos dice Singer, es el tipo de acción que los filósofos y los teólogos denominan supererogatoria (la que es bueno hacer pero cuya omisión no es nada malo). Pero ¿acaso esta visión de la caridad privilegiada no recuerda al miedo de Comte al individualismo que surgiría de los derechos?

La palabra supererogación viene del latín, super-erogare (pagar más de lo debido). El término aparece por primera vez en la versión latina del Nuevo Testamento, con la parábola del buen samaritano. Como se dice que su acción es a la vez laudable y no obligatoria, los filósofos se han enzarzado en sesudas discusiones sobre si puede haber acciones moralmente buenas que no sean moralmente obligatorias, si tales acciones existen y, si existen, cómo se convierten en optativas o supererogatorias. Puede ser más fructífero reflexionar sobre la visión de Margaret Thatcher, cuando fue derecha al meollo de la cuestión: «Nadie se acordaría del buen samaritano si solo hubiera tenido buenas intenciones; también tenía dinero.»69 No solo descubría que el darse el gusto de la caridad pertenece al reino de los privilegiados, sino que también hacía un poco de economía política realista.

Los padres de la Iglesia católica maquillaron moralmente la caridad supererogataria añadiendo dos virtudes más: la castidad y la obediencia. De ahí que, en Corintios, 1, 7, san Pablo ponga como ejemplo el hecho de que un hombre es libre de casarse, pero que es más laudable permanecer célibe, para ser mejor servidor de Dios. De esto se puede extraer un valor añadido, porque las obras supererogatorias de los santos se guardan en una suerte de banco de liberación por penitencia para uso de Dios, para eximir a (algunos) pecadores arrepentidos de los actos de expiación que en otros casos podrían exigirse. La supererogación era un punto particularmente sensible para Martín Lutero y sus objeciones se blandieron profusamente en la reforma protestante, con teólogos que atacaron la noción de acciones «supermeritorias» y la corrupción resultante que floreció en la comercialización de indulgencias institucionalizadas, a las que la supererogación servía de pretexto. La Iglesia anglicana llegó a decir, en sus Treinta y nueve artículos (1571), que las obras de supererogación «no pueden enseñarse sin arrogancia e impiedad». Además, los teólogos disidentes comprendieron lo fácilmente que podía ordeñarse a la «moral», en forma de grandes donaciones procedentes de ingenuos y, así, atisbaban clarividentemente lo que vendría con las fundaciones caritativas de finales del siglo xx y el filantropocapitalismo.

Peter Singer70 cita Santos y héroes, un artículo de 1958 de J. O. Urmson que sostiene que los imperativos del deber funcionan para prohibir el comportamiento que es intolerable si la gente tiene que vivir en sociedad, y que eso es distinto de hacer algo bueno pero cuya omisión no es nada malo. Singer afirma que «esto puede explicar el origen y existencia continuada de la actual división entre actos de precepto y actos de caridad», una distinción a la que él se opone, ya que dice estar intentando fundamentar el comportamiento moral en el terreno social (como opuesto al religioso, por ejemplo). Las actitudes morales, por lo tanto, «están formadas por las necesidades de la sociedad», que «necesita a gente que observe las normas que hacen tolerable la existencia social». Pero su perspectiva «social» soslaya las preguntas de las necesidades de quién, qué normas, quién las hace y con qué objetivo, como si la sociedad fuera una suerte de masa homogénea sin esa cosa denominada economía política.

En este marco, la moral parece flotar sobre casi toda la realidad social: en términos morales, prevenir el hambre en otros países es tan importante como mantener la legislación sobre la propiedad dentro de una sociedad. Pero ¿qué pasa si las normas de «propiedad» prevén expropiaciones de tierra, amparadas por leyes nacionales e internacionales que desposeen a millones de personas? Sin embargo, solo estamos obligados a observar las normas que hacen tolerable nuestra existencia social, y nuestras necesidades morales pueden saciarse, si queremos, haciendo algún que otro donativo (que, en cualquier caso, con sospechosa frecuencia canaliza el dinero de vuelta a casa). Singers dice que, «moralmente, deberíamos trabajar en todo momento para aliviar el gran sufrimiento que ocurre como resultado del hambre o de otros desastres». Pero ¿cómo? Concluye que «el mejor medio para prevenir el hambre, a largo plazo, es el control de población», desplazando así, genialmente, la responsabilidad moral hacia las víctimas del desastre. Así que, como parte de nuestra bondad supererogatoria, nosotros, en los países ricos, deberíamos asegurarnos de que los pueblos a los que hemos desposeído en el saqueo imperial y en las formas del capitalismo que le siguieron bajen su ritmo reproductivo. Y podemos ayudarles a hacerlo apoyando a organizaciones que trabajan por el control de población.

Pero ¿ayudan esas organizaciones pro control de población a alguien más que a extranjeros excesivamente fértiles? Steven Mosher, que se declara conservador, dice que sí. Poniendo como ejemplo a Population Services International (psi), una ong (o «brazo gubernamental», como reconoció una vez Colin Powell) generosamente financiada por la Agencia Estadounidense para el Desarrollo (usaid), Mosher apunta que es un brazo con mucho músculo estatal. psi, dice, es,

en efecto, una máscara puesta por los gobiernos occidentales para evitar la desagradable situación que resultaría de que fueran los propios funcionarios estadounidenses quienes dijeran a africanos y latinos que están teniendo demasiados hijos.

¡Oh!, y de paso: el fundador de psi, el mismo Phil Harvey (calificado por la revista Mother Jones como «un filántropo apasionado»), fundó Adam & Eve, una de las principales empresas porno de los ee uu. Así que existe un «encaje natural entre el negocio porno de Phil Harvey y el programa bomba antinatalista de usaid: mucho sexo y cero niños».71

El viejo artículo de Singer puso las bases del creciente movimiento denominado altruismo efectivo, cuyos adeptos meditaron sobre dónde está mejor empleada la beneficencia supererogatoria, para animar a los ricos a donar conforme a ello (donde rinde más el dólar). El argumento dice que deberíamos dejar de gastar dinero en cosas que no necesitamos realmente y donarlo a grupos de ayuda que trabajan en zonas golpeadas por desastres o pobreza. Singer pone el ejemplo de un niño que se ahoga en un estanque. Estamos obligados a salvar al niño. O nuestras neuronas especulares —que algunos neurólogos consideran la base de la empatía, y otros, que están sobrevaloradas— hacen efecto y nos impulsan a salvar al niño. O no. El salvar a los que se ahogan no se aplica a todo el mundo. En enero de 2017, Pateh Sabally, un refugiado gambiano de 22 años, no cumplía los requisitos de receptor de empatía obligatoria y no hubo neuronas especulares que hicieran efecto, solo teléfonos móviles filmando cómo se ahogaba en el Gran Canal de Venecia. Una persona gritó: «¡Vamos, vuelve a tu casa!»72 Impasible ante diferencias como las que pueden surgir entre el ahogamiento hipotético de un niño y el ahogamiento real de un refugiado negro, Singer no afloja: «si está en nuestra mano impedir que pueda ocurrir algo malo sin sacrificar por ello nada de importancia moral comparable, moralmente debemos hacerlo.» El principio, dice, no tiene en cuenta la distancia, así que debemos extender nuestro altruismo a gente que está muy lejos, en este caso, la que muere en Bengala Oriental como consecuencia de la pobreza, de un ciclón y de una guerra civil.

Peter Singer, por supuesto, no se inventó el ejemplo de salvar a una persona que se ahoga, un marco que también utiliza el filósofo confuciano Mencio (372-289 a.n.e.), con algo más de complejidad, cuando habla de la compasión. En realidad, la situación de salvar a un individuo a punto de ahogarse era un lugar común en gran parte del debate y el discurso morales de sus días. Mencio dice que cualquier hombre que vea a un niño caer en un pozo alberga en su corazón sentimientos de ansiedad o compasión. No es algo premeditado o aprendido previamente, y el salvar al niño no es el resultado de intentar dar buena impresión ante sus progenitores o de ganar buena reputación entre vecinos y amigos o de la aversión al ruido del llanto del niño. De ello concluye que, si el hombre no alberga sentimiento de compasión en su corazón, no es humano. Sin embargo, esta no es una acción moral, porque la cuestión es que el acto de salvar al niño es espontáneo, no tiene en cuenta el elemento temporal ni influye en él la reflexión sobre las consecuencias que puedan tener los sentimientos, ni la acción de rescate depende del reproche o elogio que puedan expresar los demás.

Otro filósofo, Chunyu Kun, presenta un falso dilema en que intenta forzar al rigorista Mencio a elegir entre el respeto escrupuloso por las normas ceremoniales que definen el orden moral de la escuela confuciana y salvar una vida:

Chunyu Kun preguntó: «¿Exige el ritual que los hombres y las mujeres no se toquen cuando se pasan algo en mano?» Y Mencio contestó: «Es el ritual.» Entonces Chunyu Kun preguntó: «Si tu cuñada se estuviera ahogando, ¿la rescatarías con la mano?» Mencio contestó: «Solo los chacales y los lobos no rescatarían a su cuñada si se estuviera ahogando. El ritual exige que los hombres y las mujeres no se toquen mientras se pasan cosas en mano, pero si tu cuñada se está ahogando, rescatarla con la mano es una cuestión de emergencia.»73

La respuesta de Mencio, que contrarresta el tramposo enfoque de Chunyu Kun al dilema, utiliza el término quan ( ), que designa a parte de un conjunto de escalas y que, en la literatura antigua, tiene, entre otros significados, el de «ponderar», «valorar» (en el sentido de «calibrar») y «medir» una determinada situación, pero, en el contexto de este pasaje específico, parece emplearlo para señalar circunstancias urgentes, una emergencia que requiere una evaluación instantánea y que haga caso omiso del ritual, así que no puede ser una acción moral.

Otro texto antiguo, el Lüshi Chunqiu, parece emplear una anécdota sobre el discípulo de Confucio llamado Zilu, para enfatizar el valor ejemplarizante de la acción espontánea (no moral) de salvar a una persona de ahogarse:

Zilu rescató a alguien que se estaba ahogando y el hombre lo recompensó con una vaca, que él aceptó. Y Confucio dijo: «La gente de Lu acudirá, invariablemente, al rescate de una persona que se esté ahogando.» Confucio previó el resultado final de los acontecimientos en sus más tempranos inicios, ya que su habilidad para percibir desarrollos futuros era de largo alcance.74

Zilu acepta una recompensa por su acción de salvar la vida a un hombre que se estaba ahogando. En la visión de Confucio, el egoísmo aparente de Zilu al aceptar una recompensa del hombre al que ha salvado es ejemplar e incentiva a otros a imitar su buen comportamiento.

Singer soslaya los elementos más sutiles de si un acto espontáneo puede ser moral, o si un buen acto no moral puede seguir siendo ejemplar, y, lo que es peor, parece que la cuestión moral real de las causas de fondo no le interesa. El que un niño caiga en un pozo es (habitualmente) un accidente.

Contra la caridad

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