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3. Cuestionamientos

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En lo que concierne la influencia de las creencias, incluso si no siempre se lo advierte, el corazón del cambio reside en la cuestión de la verdad. El fenómeno más importante en el socavamiento estructural de la autoridad en la modernidad actual es, sin lugar a duda, el cuestionamiento de la ciencia. Aquello que subyacía en última instancia en la concepción de Hannah Arendt (1996) o Hans-Georg Gadamer (1997) sobre la autoridad; a saber, que el individuo se inclinaba frente al saber-verdad (o sea la idea de la autor-itas), ya no se impone como una evidencia. Incluso en el célebre estudio sobre la sumisión a la autoridad de Stanley Milgram (1974), el acatamiento a las órdenes se produjo en el marco de un fuerte reconocimiento de la verdad y de la moral científica12.

Como lo interpretó Stephen Toulmin (1992), la constitución del conocimiento científico, desde el siglo XVII, fue una manera de producir un conocimiento capaz de zanjar, racional o empíricamente, las controversias gracias a pruebas. Frente a las guerras de religión que asolaron Europa en el siglo XVI (los supuestos dogmáticos de cada una de ellas hicieron imposible toda solución ecuménica), la ciencia instituyó un nuevo régimen de certidumbre. Más allá de la tolerancia religiosa o del escepticismo, proclamados por Erasmo o Montaigne, la ciencia moderna pretendió poder zanjar controversias de manera irrefutable gracias a la verdad y sus pruebas.

Ahora bien, lo que durante mucho tiempo en la modernidad hizo función de autoridad en última instancia, la verdad científica, permitiendo zanjar al menos en principio y en última instancia las controversias, no cumple más (con la misma evidencia en todo caso) esta función. La ciencia es, ella misma, objeto de controversias. Diversos grupos sociales, incluso arropados con dosis muy diferentes de legitimidad, son de ahora en adelante capaces de cuestionar la ciencia y sus verdades. Literalmente, y en el sentido más fuerte del término, no existe más una verdad intramundana capaz de zanjar las controversias. La ciencia y sus verdades, o sea su autoridad, se abren a una pugna más o menos interminable de interpretaciones y creencias. Una dimensión bien reflejada a nivel de la epistemología tanto en los movimientos posmodernos, los Sciences studies e incluso cierto pragmatismo, pero también en la idea de la existencia de una pluralidad de mundos en conflicto entre sí (Descola, 2005; Escobar, 2014). No se trata ni de un retorno a un mundo encantado (no es la creencia en la acción ordinaria de las entidades invisibles lo que se generaliza) ni de un incremento del oscurantismo per se, sino del hecho de que la verdad deja de ser el monopolio de los científicos.

Las diferencias nacionales son muy importantes en este punto, pero para un número diverso y creciente de ciudadanos, el valor-ciencia y sus verdades dejan de imponerse por su autoridad intrínseca y tienen, tendencialmente al menos, que ser impuestas por el Estado. Aquí también el cambio con respecto al pasado es fundamental: no es más la ciencia moderna la que le da visos de verdad a la acción del Estado (imponiendo por ejemplo prácticas generalizadas de higiene pública, vacunación o currículums escolares). Ahora, más o menos subrepticiamente, es el Estado el que instituye la verdad, por lo general, por el momento, todavía en consonancia con el saber científico. Repitámoslo: por lo general y por ahora. No olvidemos que ciertos Estados cuestionaron el carácter viral del Sida (Fassin, 2006) y que varios otros rechazan la hipótesis del cambio climático o de los efectos humanos sobre el clima. El cambio es radical. Ciertos individuos o grupos (religiosos, políticos, etc.) afirman no «creer» en las pruebas científicas. Ante estas actitudes, los debates se vuelven literalmente imposibles de zanjar.

El fin del monopolio de la verdad por parte de la ciencia alimenta y generaliza formas inéditas de desconfianza ordinaria. El continuum de verdades científicas y de peritaje es objeto de todo un degradé de sospechas. En este punto es preciso distinguir, aunque sea muy esquemáticamente, cuatro grandes posturas. En primer lugar, aquellos que, incluso creyendo en la superioridad cognitiva de la ciencia, han roto con una concepción ingenua del progreso y son cada vez más sensibles a sus posibles efectos negativos colaterales. En este registro las criticas ecológicas, incluso aquellas hechas gracias al conocimiento científico, han socavado las bases de una cierta forma de autoridad-ciencia. Un ejemplo banal de lo anterior: el importante número de personas que, luego de una visita médica (o sea incluso si cuando consultan creen en el conocimiento experto), chequean por internet lo que el médico les ha prescrito. La confianza no va más de suyo.

En segundo lugar, en clara oposición contra cierto positivismo, pero sin que esto suponga necesariamente una ruptura con el espíritu de la Ilustración, existe un grupo de actores que luchan por el reconocimiento de la diversidad de las formas de conocimiento. Los debates sobre la homeopatía son un buen ejemplo de lo anterior, pero también se puede pensar en muchas terapias alternativas o en la medicina suave (Colombo y Rebughini, 2003). Aún más compleja es la cuestión de los fórums híbridos, ámbitos en donde se considera se puede discutir, más o menos en pie de igualdad epistemológica, el saber científico, las pericias de los expertos y los saberes ordinarios de la experiencia (Callon, Barthe y Lascoumes, 2001). En estos fórums no se niega la verdad-ciencia, pero se impone la necesidad de reconocer otras formas de conocimiento y, por lo tanto, de confrontar las verdades de la ciencia a otras representaciones y problematizaciones juzgadas legítimas. En proximidad con esta situación se puede también evocar la importancia creciente dada a la palabra de los enfermos en lo que respecta al sufrimiento o a los efectos secundarios de ciertos fármacos, pero también con respeto a sus decisiones en lo que concierne al fin de su vida (Bataille, 2003 y 2012), lo que ha conducido no solo a la introducción de nuevos cursos en las facultades de medicina sino incluso, en algunas de ellas, a que ciertos cursos sean dictados por los pacientes a los médicos.

En tercer lugar, se encuentran aquellos que desconfían de las conclusiones de la ciencia. Se trata de un espectro amplio de actores que van desde los clima-escépticos hasta los que rechazan la vacunación. En estos casos, el cuestionamiento a veces se hace invocando interpretaciones científicas alternativas o minoritarias. Otras veces, el rechazo opera por razones identitarias, intuiciones, desconfianzas institucionales diversas, etc.

Por último, existe una figura aún más extrema, aquellos que rechazan abiertamente las verdades científicas en nombre de posiciones dogmáticas, muchas veces de índole religiosa (creacionismo, el diseño inteligente, ciertas interpretaciones de la hipótesis Gaia, lecturas literales de los libros sagrados contra los resultados de teoría de la evolución, etc.). En este caso, la autoridad de la verdad-ciencia deja simplemente de funcionar.

En los hechos, estas posiciones se mezclan a veces entre sí, pero en todos los casos, lo que ha cambiado sustancialmente es el apego inmediato y conciliado con lo que enuncia la autoridad de la ciencia. Ciertamente, la ciencia sigue siendo, en cuanto amparada por el Estado, la principal vía hegemónica para enunciar la verdad en el mundo de hoy. Pero su autoridad de ahora en más es y puede ser cuestionada. En el marco de la modernidad, esto es radicalmente nuevo a nivel del gobierno de los individuos.

Un bemol antes de concluir este apartado. La metamorfosis de la influencia pareciera no concernir plenamente el ámbito religioso, en donde se observa incluso un regreso de la autoridad. En realidad, el panorama es más variado y menos unívoco. Si en las tres grandes religiones del libro (cristianos, musulmanes, judíos) se observan, en efecto, marcadas tendencias integristas y fundamentalistas con fuertes radicalizaciones político-ideológicas, en lo que concierne a la autoridad de los dogmas y la sumisión voluntaria (y conciliada) a ellos, la situación general de los creyentes no es tan homogénea. No solamente las experiencias son muy diversas entre los creyentes, muchos de ellos desarrollando vínculos más subjetivos y menos dogmáticos con las autoridades religiosas (Hervieu-Léger; 1999; Roy, 2004), sino que incluso los más ortodoxos de entre ellos están obligados a practicar su fe en medio de un mundo social atravesado por la incredulidad y la diversidad irreductible de las creencias (Taylor, 2011). Por ello, aunque real, la importancia de la renovación de estas formas efectivas de la autoridad, en el sentido fuerte del término, no debe llevar a sobredimensionar el fenómeno.

Notemos, por último, un punto particularmente bien analizado en la historia de las revoluciones. A saber, los regímenes se desmoronan cuando los ciudadanos pierden fe en sus instituciones y en los genios invisibles de la polis (Ferrero, 1988), cuando lo que hasta hace muy poco tiempo parecía intangible se derrumba y cuando se advierte, tras un más o menos largo trabajo de zapa, que el Rey está desnudo. En este sentido, el orden social reposa en efecto en grandes creencias fundacionales. Pero aquí también la transición es visible: sin que tenga que cuestionarse lo anterior, la novedad proviene de la capacidad creciente de los regímenes de sostenerse desde los controles. Eso que Talleyrand le dijo a Napoleón –que se puede hacer todo con las bayonetas, salvo sentarse sobre ellas– empieza a no ser más necesariamente un juicio cierto.

El nuevo gobierno de los individuos

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