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2. Una nueva modalidad de prescripción normativa

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En la teoría social, durante mucho tiempo, un solo y único gran mecanismo de inscripción fue privilegiado a la hora de describir y analizar las maneras en que la dominación y la coacción del consentimiento jerárquico operó a nivel de los individuos: de una u otra manera se trató siempre de analizar la adhesión del dominado a través de distintos procesos de sujeción e inculcación ideológica. Hoy, dada la desestabilización de muchas jerarquías, debemos reconocer la presencia de otra gran modalidad de inscripción subjetiva de la dominación: la responsabilización. La diferencia analítica entre los dos procesos reside sobre todo en las maneras como se conmina a los actores sociales a plegar sus conductas a ciertos mandatos (Martuccelli, 2001 y 2004a).

La primera forma canónica de la inscripción subjetiva de la dominación, la sujeción, subraya ante todo el proceso por el cual se hace adherir (por introyección, por interiorización, por incorporación) de manera más o menos durable un elemento (una práctica, una representación) en el espíritu o en las disposiciones corporales de un actor. La sujeción obliga a los dominados a definirse con las categorías que la dominación impone, un proceso que a veces se inscribe más allá de sus conciencias, sobre sus cuerpos y sus automatismos más reflejos (Foucault, 1976; Althusser, 1995; Butler, 2009). En todos los casos, el proceso se sujeción, incluso de manera implícita, supone la existencia de sólidas jerarquías de conminación entre gobernantes y gobernados.

La sujeción, más allá de la diversidad de las apelaciones, designa pues todas las inculcaciones, imposiciones, simbólicas y corporales, inscritas en los individuos, que les impiden autorizarse ciertas actitudes o que los obliga a percibirse bajo la forma de estigmatizaciones múltiples. Ya sea a través del sistema educativo, de las representaciones sociales, de la identificación psíquica con la Ley, de las normas de género se trata siempre de imponer definiciones. La inculcación está así sistemáticamente apoyada en una serie de contenidos culturales (a veces llamados ideológicos), pero también en un conjunto de factores organizacionales y jerárquicos cuyo objetivo explícito es la producción de los consentimientos (Burawoy, 1979).

Al lado del modelo de sujeción y de sus múltiples variantes, en las últimas décadas se afirmó, a medida que las jerarquías fueron cuestionadas, otro modelo de inscripción subjetiva de la dominación. Este modelo supone que el individuo se sienta, siempre y en todas partes, responsable no solamente de todo lo que hace (noción de responsabilidad) sino igualmente de todo lo que le acaece (noción de responsabilización). En este marco, la imposición y la autoridad jerárquica, puesto que en el fondo siempre se trata de esto, operan de una manera distinta. En la medida en que el individuo está conminado a decidir y elegir por sí mismo, cada individuo es vuelto responsable de las consecuencias de sus libres decisiones.

La responsabilización es así el proceso por el cual se conmina al individuo a asumir una situación (de clase, de trayectoria escolar, de vida conyugal) como el resultado, más o menos directo, de las decisiones que tomó, o no tomó, en el pasado. La situación presente (ya sea una situación de desempleo, fracaso escolar, crisis familiar, etc.) se interpreta a la luz de las decisiones (de acción o de omisión de acción) hechas en el pasado (Beck, 1998). El resultado es una confrontación inédita del individuo con las consecuencias de sus actos en medio de un vacío destructor. Si esto no niega necesariamente ni la permanencia de los destinos sociales ni la disimilitud de las trayectorias o experiencias, obliga a los individuos a asumir las biografías y las trayectorias de clase de una manera altamente personalizada (Beck, 1998; Martuccelli, 2001; Murard, 2003: 213-246). O sea, un mecanismo de este tipo minimiza el peso condicionante de las estructuras y de las posiciones sociales sobre las trayectorias individuales. De la afirmación según la cual las estructuras sociales no determinan las trayectorias de los actores, se cae en el exceso de que éstos son los únicos responsables del destino de sus vidas.

En la base de la expansión de la lógica de la responsabilización se encuentra una concepción de la libertad identificada exclusivamente con la libertad de elegir. Concebido como un elector universal de opciones, el individuo es fuertemente responsabilizado por todo lo que le acaece en su existencia. En este sentido, contrariamente a lo que ciertas posturas conservadores indican, nuestra época no se caracteriza por la ausencia de deberes o responsabilidades; por el contrario, se generaliza un modo de prescripción que, explícitamente dirigido a la reflexividad de los individuos, genera una inflación de consecuencias a nivel de su responsabilización. Frente a la dificultad de las jerarquías a la hora de prescribir conductas se postula que, puesto que cada cual eligió libremente en el pasado, cada cual debe hacerse cargo de las consecuencias de sus actos en el presente.

La responsabilización está así en la raíz de una exigencia generalizada de implicación de los individuos en la vida social y en la base de una filosofía que los obliga a interiorizar, bajo la forma de una falta personal, su situación de exclusión o su fracaso. Esta nueva modalidad de inscripción subjetiva nunca es tan paradójica como a propósito de la prescripción a la autonomía, ya que se trata de conminar a alguien para que se dote a sí mismo de su propia ley. Esta obligación al no imponer un contenido preciso conmina simplemente a que el individuo, en tanto actor, tome decisiones autónomas. Se trata de un nuevo modo de funcionamiento y de imposición de las normas en donde el individuo tiene que dar más pruebas de flexibilidad y apertura que de obediencia y disciplina (Beck, 1998; Roussel, 1989; Kaufmann, 2001; Dubet, 2002; Singly, 2003).

La responsabilización camufla la responsabilidad de las jerarquías. El modelo funciona como un espejo, que engorda y deforma las consecuencias de los actos individuales, pero que se presenta como un modelo puramente consecuencial. No se trata más, en principio, de imponer normas, sino de llegar a una gestión de lo social tomando en cuenta simplemente las consecuencias, deseables o no, buenas o malas, de los actos. Las campañas de prevención del tabaco, sida, del alcoholismo, de la toxicomanía o contra los accidentes de la circulación urbana poseen todas ellas esta misma filosofía14.

En el fondo, esta tensión refleja en mucho la oposición ideológica entre conservadores y progresistas en el mundo de hoy: los primeros, adeptos de las jerarquías, siguen siendo partidarios de prescripciones normativas obligatorias; los segundos son partidarios de prescripciones sujetas a evaluación individual. Para los primeros, en todos los ámbitos, la Sociedad tiene que fijar y definir el Bien. Para los segundos, a nivel de todas las conductas, el Individuo tiene que elegir reflexivamente su línea de acción.

Lo importante es comprender tendencialmente la evolución en curso. En claro contraste con lo que fue habitual hasta hace medio siglo, ha habido una profunda transformación en el trabajo de prescripción institucional a causa de las convulsiones que se han producido a nivel de las jerarquías. En muchos ámbitos sociales ya no se trata más de prohibir conductas o de imponer comportamientos que se juzgan buenos, sino de informar al ciudadano para que éste, con conocimiento informado (y no ya con consentimiento conciliado) decida. Esto es muy visible, por ejemplo, a nivel del consumo del tabaco (en donde a pesar de los riesgos de salud de los que se le informa, el individuo es dueño de su decisión), a nivel del consumo de alcohol, cada vez más a nivel de la alimentación en el sentido más amplio, y también lo es a nivel de la prevención del Sida (en donde se aconsejan prácticas de protección, pero no modelos de sexualidad) o incluso en ciertas prácticas de substitución de drogas. Si es cierto que muchas veces ciertas líneas de conducta terminan por ser institucionalmente recomendadas e incitadas, idealmente lo importante es la decisión de los individuos y la gestión de los riesgos (Castel, 1981).

El proceso es tanto más corrosivo subjetivamente que no se espera que el actor se pliegue a un contenido normativo, sino que está puesto en la situación de tener que afrontar lo que le es presentado exclusivamente como una consecuencia de sus actos pasados. En este juego, por distintas vías, la responsabilización termina por establecer la culpabilidad del individuo. En realidad, el individuo responsabilizado a nivel de las causas de su situación es culpabilizado bajo la forma de una sanción a nivel de las consecuencias. Con la responsabilización no se asiste a una restauración de las jerarquías. Se está delante de un proceso inédito y distinto. Se impone una nueva experiencia de gobierno que al confrontar al actor con lo que le es presentado como las meras consecuencias de sus actos, lleva a una forma inédita de interiorización de las categorías del fracaso. Delante de «su» fracaso, el individuo está obligado a asumir una responsabilidad total. Y mientras más se lo conmina a asumir sus responsabilidades, más se destruye. Resultado: esto se convierte en una razón moral legítima que permite a una colectividad liberarse de su responsabilidad y solidaridad ante la suerte de sus miembros más frágiles.

En algunos aspectos este fenómeno parece ir en contra de la expansión de los controles. Sin embargo, las cosas son más complicadas: la crisis de la autoridad es tal que toda prohibición está bajo sospecha, lo que hace necesario o bien maquillar las interdicciones bajo la forma justamente de una pura coerción fáctica o bien gobernar las conductas como una mera gestión de los efectos inducidos por las decisiones individuales tomadas. Esto no elimina del todo la tensión entre el gobierno de los individuos por controles o por conminación a la reflexividad. Tratándose, por ejemplo, de la prohibición de conducir más allá de ciertos índices etílicos, si el dispositivo técnico existe (un automóvil solo se pondría en marcha luego de un alcotest negativo), por el momento, en este ámbito, el gobierno se sigue haciendo menos desde el control fáctico y más apelando a la responsabilidad de los individuos.

Insistamos: en muchos ámbitos se siguen in fine prescribiendo reglas, pero desde una modalidad muy distinta. Puede así pensarse, por ejemplo, que los libros de autoayuda, desarrollo personal, consejos a los padres, etc., son los herederos de las antiguas prescripciones éticas y de los libros de moral. Pero, y aquí está lo fundamental, muchos de estos soportes de prescripción (sobre todo los que conciernen a la vida personal y la organización de la vida familiar) se dirigen explícitamente a la reflexividad crítica de los individuos (Giddens, 1991 y 2004; Beck y Beck-Gernsheim, 2002; Papalini, 2014). O sea, incluso cuando el mensaje es enunciado por un experto, con el fin de suscitar un tipo de conducta, lo que se invoca no es el peritaje sino la reflexión y el discernimiento de cada cual. La prescripción se impone porque el individuo elige qué tipo de consejo (o fuente de información, influencia) decide seguir o acatar (con amplias posibilidades de bricolaje individual). Si ningún individuo inventa normativamente su estilo de vida, se encuentra en la posición de tener que decidir qué tipo de conductas quiere imitar (Gomá, 2014) y con qué grado de celo.

Frente a la conminación generalizada de tener que decidir libremente y ser responsabilizados ulteriormente por lo que se presenta indefectiblemente como la mera consecuencia de decisiones pasadas, muchos individuos son invadidos por el deseo de no tener que decidir. O sea, intentan escapar, liberarse, de esta coacción a la libertad como elección. Se expande así un cansancio frente al cúmulo de microdecisiones. Como Giddens (1991) lo entendió muy bien, frente a la presión constante a la decisión que los procesos de responsabilización acentúan, las rutinas aparecen como un importante mecanismo de defensa individual. De ahí también el placer de descargarse del fardo de la elección tanto en dispositivos técnicos como sobre otras personas que decidan en el lugar de uno.

Notemos aquí también la continuidad de esta actitud con el pasado y su diferencia. A pesar de ciertas similitudes, no estamos más ni en el universo de la servidumbre voluntaria ni en el del miedo a la libertad (La Boétie, 1993; Fromm, 2005). Es menos el temor y más el cansancio lo que es subyacente a esta resistencia a las microdecisiones. Se pasa del miedo a la libertad a la simple fatiga de la libertad (de tener que elegir). Un sentimiento agudizado tanto por la aceleración de los ritmos de vida como por los procesos de movilización generalizada de los individuos en todos los ámbitos sociales (Rosa, 2010; Martuccelli, 2017a). No se trata de un tema menor: desde los años 1970, la problemática del cansancio del actor ha estado muy presente tanto en la prensa feminista (a propósito de la carga mental) como en literatura sobre las organizaciones (Alter, 2000). El gobierno de los individuos no se ejerce, así, necesariamente imponiendo creencias o restaurando jerarquías; se ejercita cansando a los actores y controlándolos vía su constante responsabilización.

Esta fatiga de la libertad (la conminación permanente a tener que decidir) alimenta en muchos ámbitos formas aparentes de conformismo funcional. No se trata empero ni de confianza en el jefe, ni de confianza en el sistema experto sino de un mero conformismo por cansancio libidinal: el deseo de no tener que complicarse frente a cada decisión, de no tener que discutir, debatir, reflexionar, luchar, hacer estrategias constantemente, lo que se traduce en la aceptación más o menos resignada de la trama funcional del mundo o de una organización.

La metástasis de la decisión conminativa se revela, así, ambivalente. Si, por un lado, en la medida en que generaliza el recurso a prescripciones sujetas a evaluación individual, ella profundiza a su manera la crisis de la autoridad y las jerarquías, por el otro, frente a la fatiga de la libertad que esto induce alimenta un anhelo renovado de autoridad y de jerarquía (en verdad de conformismo, en el sentido del traspaso de la elección a manos de otro agente).

La situación actual está marcada por una tensión entre estos dos modelos de prescripción normativa. Si la generalización de prescripciones sujetas a evaluación individual tendió a extenderse en las últimas décadas, en los últimos lustros, con importantes diferencias entre países, se asiste a un retorno de las prescripciones normativas obligatorias. En verdad, por el momento, a lo que se asiste es a un reinicio de hostilidades entre estas dos posiciones. Es esto lo que subyace, por ejemplo, a la oposición entre los que creen que la sociedad, vía el Estado, debe imponer y dar prescripciones normativas fuertes a nivel de la familia, el matrimonio, el aborto, la gestación o el fin de vida (o sea dictar y promover explícitamente una gramática de vida por sobre todas las otras, en nombre muchas veces de la naturaleza, la tradición o un dogma religioso) y los que, por el contrario, piensan que, dada la crisis de las jerarquías, se debe en todos estos aspectos otorgar a cada individuo la más grande libertad de elección posible15.

El nuevo gobierno de los individuos

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