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2. Confrontaciones

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Más allá de los aspectos más ostensiblemente manipulativos de los fake news, lo importante es comprender los cambios estructurales ocurridos en la esfera pública contemporánea y la manera como las TIC actuales suscitan el advenimiento de actores que dan forma a una nueva arena de conflictividad de creencias, opiniones e influencias.

Regresaremos en detalle sobre esto en un capítulo ulterior, pero tomemos en cuenta desde ahora la multiplicación de actores que emiten interpretaciones u opiniones alternativas, así como de sitios web que reúnen individuos que tienen representaciones distintas y a veces opuestas a las que son movilizadas, y legitimadas por las principales instituciones sociales. Si esta realidad no es nueva en sí misma –los historiadores han mostrado fehacientemente los límites de la imposición en el pasado sobre todo en las capas populares de la ideología dominante (Abercrombie, Hill, Turner, 1987; Ginzburg, 2014)–, la más frecuente y la más fácil federación de estas contravisiones, gracias a las TIC, sí constituye una auténtica inflexión. Aunque, como lo veremos en otro capítulo, los resultados empíricos son más prudentes, la frecuentación de estos sitios web (y la lectura de mensajes personalizados enviados con claros fines instrumentales) tiende al menos potencialmente a encerrar a ciertas personas dentro de universos ideológicos estancos. Aún más: si las expresiones contemporáneas del complotismo se apoyan, como en el pasado, sobre coordenadas ideológicas, su realidad actual va más allá de ello. Por un lado, convocan sesgos informativos de un nuevo tipo: los complotistas muchas veces saben muchas más cosas sobre un evento particular que la mayoría de los ciudadanos, pero lo que saben es sesgado o incompleto (Cazeaux, 2014). Por otro lado, dan forma a una agonística de influencias que es mucho más simétrica que en el pasado.

Para comprender este aspecto de la agonística de la influencia contemporánea no está de más recordar, aunque sea brevemente, la teoría de las two steps (los dos peldaños de la influencia). Según esta perspectiva, se admitía o se adhería a una proposición porque ésta era retomada por una persona a la cual se le tenía confianza (por lo general por razones combinadas de tipo estatutarias, morales o políticas). O sea, era porque un pariente, un líder, un gran patrón, un sindicalista, un editorialista renombrado hacía «suya» una opinión que ésta ejercía una influencia sobre aquellos que reconocían su autoridad. La influencia pasaba, así, por alguien a quien se le reconocía autoridad por una combinación de diversas razones. Entre los complotistas este proceso sigue siendo activo (lo que saben lo saben porque hacen confianza a ciertos sitios web), pero también porque, y esto va más allá de la teoría de los dos peldaños, buscan activamente, y en medio de una gran desconfianza institucional, sitios de información diversos para hacerse su propia opinión.

En el campo político se asiste a la generalización de una concepción abiertamente gramsciana, por decirlo de algún modo, de la lucha entre hegemonía y contrahegemonías. Aquí también la inflexión se inscribe en la continuidad del pasado, con innegables especificidades: si la era de las ideologías es lo propio de la modernidad (una época indisociable de un espacio público conflictivo), y si el combate hegemónico fue un aspecto mayor de las sociedades civiles durante todo el siglo XX, la situación actual agudiza ambas realidades. Abordaremos en detalle estos puntos en capítulos ulteriores, pero la imposible imposición uniforme de una ideología dominante da paso a una concepción mucho más agonística de los debates y de la información. De todos los debates y de todas las informaciones. La producción de visiones contrahegemónicas del mundo (lo propio de los movimientos sociales y de la crítica social) entra en competencia con un conjunto de prácticas ordinarias de microvisiones y mensajes alternativos. Por supuesto, los niveles de cuestionamiento de la realidad entre unas y otras nunca son los mismos: en el primer caso, se apunta a cuestionar los grandes principios del orden dominante (por ejemplo, la propiedad privada o el productivismo); en el segundo, se expande el sentimiento de que sobre todos los temas existen opiniones diferentes inconciliables. Sin embargo, en todos los casos, la imposición de creencias es más que nunca una lucha agonística.

Resultado: el consentimiento no solo no es conciliado, sino que muchas veces ya no es ni tan siquiera el objetivo. La generalización de la exposición a las news (cadenas de información continua, portales informativos, alertas en los móviles, etc.) y la vivencia de la contraposición ordinaria de perspectivas, alimenta a veces indecisiones compartidas, muchas otras veces formas de polarización que en su diversidad van mucho más allá del clivaje de los antiguos universos ideológicos (a tal punto las coordenadas agonísticas se multiplican). La impresionante agonística de la esfera pública actual, cotidianamente puesta en escena en torno a una gran variedad de temáticas, hace ilusoria la idea de una autoridad consensuada generalizada. Es suficiente leer, por ejemplo, a propósito de un solo artículo de prensa, las decenas de reacciones de los lectores a las cuales se tiene acceso, para comprenderlo.

La tesis de la importancia creciente del tema del soft power en reemplazo o desplazando nociones como ideología o autoridad reconocen en parte este cambio. Pero solo en parte. En verdad, en muchos usos de la noción de soft power, desde la geopolítica hasta las relaciones sociales (Anderson, 2015; Guilluy, 2018), solo se trata de un nuevo nombre para designar al antiguo trabajo de inculcación ideológica. Cierto, se reconoce mejor y más abiertamente el carácter conflictivo de la influencia, pero se sigue creyendo en el fondo en la importancia central de las creencias en el gobierno de los individuos. Si esta dimensión (¿es necesario decirlo?) no ha desaparecido, no es ésta empero, dado el incremento de los controles, la que mejor describe las prácticas de gobierno contemporáneas de los individuos.

Pero ¿por qué cuestionar la centralidad de las creencias? Porque lo que se debilita en la esfera pública actual es la política por consensos y compromisos a la cual apuntaba (en el marco de regímenes liberales y socialdemócratas) la pugna ideológica. Ayer, sin desconocer la divergencia estructural de intereses, el objetivo explícito de la política consistió en limar asperezas, en conformar coaliciones de intereses y alianzas entre grupos; en breve, obtener consensos más o menos temporarios más allá de los disensos. Hoy, al contrario, lo que se estimula es muchas veces una política de confrontación, de polarización de los clivajes, la constante representación de una vida social dividida en campos irreconciliables. Si situaciones de este tipo se dieron en el pasado, tendencialmente esto parece devenir la norma en un mundo posverdad. Las discusiones públicas se tienden a centrar en torno a los casos más polémicos y aporéticos, aquellos que parecen no tener solución alguna, con el fin justamente de persuadir de la imposibilidad de los consensos (algo particularmente visible a nivel de los debates sobre el multiculturalismo o la diversidad sexual). El objetivo de las políticas de influencia consiste así más en profundizar los disensos que en estimular los consensos. De lo que se trata es de personalizar los mensajes enviados a cada individuo con el fin de reforzar sus propias creencias. En este marco, tanto la autoridad como la dominación-consentimiento ven modificarse profundamente su razón de ser.

El nuevo gobierno de los individuos

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