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1. Extensión e intensificación de los controles fácticos

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Los controles tienden a operar cada vez más a través de soportes económicos, jurídicos, técnicos u organizacionales que regulan/canalizan/restringen las conductas fácticamente, incluso independientemente de la obtención forzada del consentimiento o del consentimiento conciliado. En muchos ámbitos «la coerción es vista a la vez como un límite de la acción y un determinante de la acción» (Courpasson, 2000: 24). O sea, se intenta disminuir tanto el campo de las opciones posibles como determinar las formas de las acciones. Se busca, así, tendencialmente, minimizar el papel de los factores que subrayan la adhesión, la sumisión y la servidumbre en beneficio de un sistema de coacciones que limita la acción de manera sustancial y desigual. El actor, individual o colectivo, está obligado a someterse a una restricción exógena frente a la cual experimenta un sentimiento de impotencia.

Estos controles operan a veces a distancia, independientemente de las interacciones cara-a-cara (a través por ejemplo de soportes digitales), aunque también lo hacen, al menos parcialmente, en las relaciones cara-a-cara. Lo importante es que se presentan y son percibidos como estructurales; actuando más a nivel del encuadre de las situaciones que a través de un trabajo explícito de inculcación ideológica. El resultado es que tendencialmente se transita hacia una forma de puro control fáctico (regulación y canalización) de las conductas. Esta tendencia que no nace con las TIC (tecnologías de la información y de la comunicación), y que incluso puede pensarse ha sido uno de los más viejos anhelos en el ejercicio del gobierno de los individuos, toma empero formulaciones extremas y cotidianas con las nuevas tecnologías de la tercera e incluso cuarta revolución industrial (la robótica y la automatización).

Sin pretender exhaustividad, es importante distinguir, en la medida en que tienden a presentarse como un bloque fáctico compacto, entre diversos tipos de control.

El primer tipo de control fáctico es de tipo económico: una dimensión indisociable del capitalismo moderno y de la obligación a la cual se encuentran sometidos los trabajadores, jurídicamente libres, de tener que vender su fuerza de trabajo en un mercado laboral. Este rasgo estructural del capitalismo, que Marx (1977) colocó en la base de su sistema de dominación, fue amortiguado en ciertas sociedades tras la Segunda Guerra Mundial, pero se ha vuelto a intensificar con el debilitamiento de los derechos sociales, la moderación salarial o la importancia y generalización del endeudamiento. Pero comprendamos en toda su complejidad este proceso. Uno de los grandes rasgos del capitalismo moderno es el paso desde una subordinación formal, propia de las antiguas manufacturas y sancionada sobre todo por las horas de trabajo, pero muchas veces con escasos controles efectivos en los talleres, a una subordinación real bajo la impronta de crecientes y cada vez más eficaces controles de la producción dentro de la industria moderna. Los controles intentan hacer sistema entre sí, pero limitan sobre todo desde el exterior, por la fuerza de las cosas, las acciones de los subordinados, sin que ello impida empero las tácticas mediante las cuales revierten y neutralizan parcialmente la voluntad de los poderosos (Certeau, 1980).

Dentro de esta continuidad es importante aprehender el cambio actual. Durante mucho tiempo, cualquiera que fuera la fuerza de las coerciones, se pensó que la adhesión y el consentimiento de los subordinados era determinante. Ciertamente, la noción de reificación significó una inflexión importante ya que subrayó la tendencia fundamental del capitalismo a abordar las relaciones entre individuos como relaciones entre cosas. Fue, de alguna manera, una de las primeras grandes nociones por las que se aprehendió y se intentó desenmascarar un sistema total de dominación que oprime a todo el mundo. Como lo ejemplificó Marx, cualquiera que sea su voluntad personal, el capitalista está obligado, so pena de quiebra económica, a desempeñarse (añadamos, dentro de cierta elasticidad)10 como un patrón capitalista: las presiones sistémicas a las que como todo actor dentro de un sistema de acción concreta está sometido son altamente coercitivas. Como lo iremos viendo y lo profundizaremos en otros capítulos, los controles económicos son cada vez más percibidos como coacciones fácticas insuperables.

Un segundo tipo de control que también se acentuó en las últimas décadas tiene más de un lazo con la modalidad precedente: a saber, el disciplinamiento de la mano de obra por controles de índole jurídica. Éste fue y es uno de los grandes epicentros de la ofensiva política y empresarial conservadora-neoliberal desde los años 1970-80: modificar las garantías y los derechos asociados con el contrato de trabajo. Las transformaciones del mercado laboral (extensión de contratos «atípicos», subcontratación, externalización, autoemprendedores, etc.), en tanto facilitadoras jurídico-contractuales de la disciplinarización de la mano de obra deben entenderse como parte de un proceso más general de renovación de los controles. El taylorismo supuso la elección de un sistema de producción, no solamente por cuestiones técnicas, sino también de control (Marglin, 1973). Solo fue el primero de muy diversos y constantes procesos de descalificación profesional (Braverman, 1978). De manera análoga las transformaciones jurídicas actuales en los contratos de trabajo (muy visibles a nivel del capitalismo de las plataformas) no deben leerse únicamente desde una variable económica, sino también como un mecanismo de control. El disciplinamiento jurídico concernió tanto a los asalariados como a ciertas franjas del empresariado (al cambiar las modalidades de la competencia o de la acumulación), e incluso incluyó a los gobiernos (a través de la prioridad acordada e inscrita en textos legales coercitivos a la lucha contra la inflación o a ciertos equilibrios macroeconómicos, como los criterios supranacionales impuestos en el marco de la Unión Europea). También los denominados préstamos por políticas (frecuentes cuando un país recurre al FMI) son un ejemplo de talla de este tipo de disciplinamiento: que el actor (por lo general Estados) adhiera normativamente o no a las políticas que son impuestas no es lo central, lo importante es que en los hechos pliegue su conducta a estas exigencias.

El tercer control es de tipo organizacional. Si estos siempre existieron, una de las novedades relativas de las últimas décadas es la voluntad expresa de utilizar la presión de los colectivos de trabajo (pero también de la opinión pública), en sus aspectos tanto formales e informales, como mecanismos de control (presión de los pares en el trabajo para alcanzar los resultados fijados y por ende las primas; transformación y aparición de nuevos mecanismos de control social informal de las conductas, etc.).

El cuarto tipo de control, a veces transversal a los precedentes, es de tipo sociotécnico. Con la tercera y cuarta revolución industrial esta modalidad de regulación y control de los actores tomó alcances jamás antes vistos. Ningún otro tipo de control es más revelador de la dimensión propiamente fáctica desde la cual se intenta hoy gobernar a los individuos. Basta evocar, entre tantos otros, un ejemplo cuyo interés reside justamente en su banalidad misma: el control presente en muchas plataformas digitales en las cuales si no se llenan los rubros obligatorios (generalmente marcados con un asterisco) la acción es simplemente imposible. El control digital permite rodear el espinoso problema del forzamiento o de la conciliación del consentimiento, incluso imprime una línea de acción necesaria en medio de una apabullante asimetría de poderes. No es el único ejemplo: variantes de esta modalidad de gobierno de las conductas, desde dimensiones exclusivamente factuales, también son visibles en diversos dispositivos del ámbito urbano: los caddies de los supermercados y el gobierno de las conductas de los consumidores con una moneda; los dispositivos de urbanismo para regular la presencia de jóvenes en lugares públicos a través de perturbaciones sonoras; mecanismos para regular, fácticamente, la velocidad de los automovilistas, los «policías tumbados»; pequeños arbustos en el ingreso de las aglomeraciones para influir en la velocidad de los automovilistas, rotondas, etc. Pero pensemos también en las nuevas potencialidades de control que hacen posibles los algoritmos, algo visible, por ejemplo, en la gestión del trabajo de los futbolistas durante un partido, cuyos rendimientos, desplazamientos, tiempo de posesión del balón, pases, bajas de ritmo son evaluados en tiempo real por los entrenadores. Esto es particularmente determinante desde hace poco más de una década en las bolsas de valores, en donde se ha generalizado el uso de algoritmos para realizar estrategias de inversión con mucha –muchísima– mayor velocidad que los humanos, y cuyo objetivo expreso es alcanzar una total autonomía (o sea control) de operación.

Se consolidan, así, nuevas formas de gobierno de las conductas gracias a los algoritmos que hasta hace muy poco tiempo eran difícilmente realizables o incluso imposibles. Por ejemplo, en lo que concierne a la gestión del trabajo (como lo muestran las prácticas de cloppening), gracias a la gestión por algoritmos, es posible comunicar con solo una semana de anticipación los horarios hebdomadarios a los trabajadores, y, en el caso de algunas empresas en los Estados Unidos, regular estos servicios para que nunca superen las 34 h por semana (porque desde 35 h los asalariados obtienen ciertos beneficios). Como se vislumbra, el control por los algoritmos (como por ejemplo la selección de los candidatos a un puesto de trabajo vía una evaluación automatizada de los CV) no excluye la decisión. Los algoritmos son en sí mismos decisiones (opacas, escondidas, etc.), pero que al ser automatizadas/matematizadas, se perciben y se presentan como meramente factuales (O’Neil, 2017). Se ejercita así una dominación, incluso en algunos casos se extrae al fin y al cabo un consentimiento, pero los controles se presentan y se perciben como operando sobre bases estrictamente factuales.

Este es el corazón del cambio que produce y producirá, en lo que al gobierno de los individuos se refiere, la IA. Más allá de la cuestión –polémica– del grado efectivo de determinismo comportamental que se alcanza, lo importante es que se apunta a una determinación de las conductas incluso más allá de las intenciones explícitas de los actores. Los mensajes publicitarios personalizados, el almacenamiento y procesamiento de nuestras conductas pasadas en la web, hacen que progresivamente las correlaciones se vuelvan normativas (Harari, 2017; Koenig, 2019). En verdad, que ellas nos dicten lo que haremos independientemente de nuestras voluntades o conciencia.

Como esta lista heterogénea lo muestra, no todo es nuevo en el incremento de los controles, pero en los hechos, muchas veces, los distintos controles diferenciados se refuerzan entre sí, lo que, a su vez, refuerza el sentimiento de estar frente a un bloque fáctico compacto.

El nuevo gobierno de los individuos

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