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IV. Gobernar en un mundo social elástico

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Regresemos a la afirmación de La Boétie: nunca es fácil obligar o engañar a los individuos. Por un lado, a pesar de los esfuerzos sistemáticos por imponer representaciones unívocas en la realidad, la vida social está constantemente atravesada por una diversidad de visiones antagónicas y de acciones heterogéneas. Por el otro lado, a pesar de los esfuerzos permanentes por coaccionar a los individuos, los controles jamás operan de manera inmediata y sin desmayo en la vida social. Resultado: el gobierno de los individuos, por sólido y permanente que parezca, requiere de un constante trabajo de manutención.

Precisémoslo mejor. Una de las principales lecciones impuestas por los estudios microsociológicos es que la acción no es la reproducción fiel de un modelo sino una traducción local llena de escorias y diferencias. Abandonar por eso la veleidad por instaurar un lazo unívoco entre formas culturales hegemónicas y acciones sociales es la primera etapa para reconceptualizar el gobierno de los individuos. Sin embargo, y a pesar del grado de variación que cada una de ellas introduce, el conjunto de la vida social y las evidentes rutinas cognitivas se revelan demasiado fuertes como para que se produzcan sino muy lenta y marginalmente transformaciones importantes. El punto comienza incluso a hacerse consensual en la teoría social contemporánea, en donde se reconoce cada vez más el carácter abierto, contradictorio y heterogéneo de las formas culturales disponibles en toda sociedad. Los horizontes de representación no son jamás unívocos: lo importante es pues comprender (al contrario de lo que el tema del orden social afirmó durante tanto tiempo) la diversidad irreductible y permanente de significaciones en la cual se desenvuelve constantemente la vida social. Si lo propio del gobierno de los individuos es justamente tratar de canalizar y pre-orientar las acciones, imponiendo ciertas definiciones y excluyendo otras, esto nunca logra cerrar completamente o convertir en unidimensional la heterogeneidad posible de las acciones.

Como Émile Durkheim lo señaló desde el nacimiento de la sociología, no hay vida social sin coerciones. Pero si las coerciones son un rasgo ontológico de la vida social, es necesario deshacerse de la idea, central en él (y en la casi totalidad de los sociólogos posteriores), que las coerciones trabajan y se difunden de manera durable, uniforme y constante. Por el contrario, más allá de la diversidad de coerciones (objetivas, interactivas, simbólicas, interiorizadas, etc.), lo importante es entender que todas ellas tienen un modo operatorio particular: actúan de manera irregular (aquí y no allá); mediato (a través de un intervalo de tiempo más o menos largo, lo que complejiza la reactividad coactiva del entorno, como la que se da, por ejemplo, entre el pago de los impuestos y la capacidad coercitiva del aparato del Estado); transitorio (las coacciones se debilitan o se transforman y a veces dejan de actuar). O sea, las coerciones no son ni regulares, ni durables, ni permanentes.

Regresemos a la hetero-acción. Sin duda, los actores tienen frente a las coerciones muy diferentes márgenes de acción según sean individuos o poderosos actores colectivos. Pero para todos la experiencia de la vida social es, al mismo tiempo, e indisociablemente, maleable y resistente. Esta experiencia se origina en el excedente permanente de significaciones presentes en toda sociedad y a causa de las maneras irregulares, mediatas y transitorias por las que operan las coerciones. El problema no es por lo tanto comprender el orden inmanente en el nivel de las prácticas, como en el proyecto de la etnometodología (Fornel, Ogien y Quéré, 2001), sino comprender cómo el mundo social condiciona o limita diferencialmente nuestras acciones dentro de una situación elástica irreductible7.

El giro metafórico en beneficio de la elasticidad no debe así llevar a sustituir la idea de un mundo social sólido, rígido, organizado en torno a estrictos principios de orden (descritos en términos de sistemas, campos, configuraciones) por la representación de un mundo social líquido (Bauman, 2000) o de una modernidad desorganizada o compleja, sometida a distintos flujos y fluidos (Urry, 2003; Wagner, 1996; Castells, 1998; Appadurai, 1996; García Selgas, 2007). En su elasticidad intrínseca, la vida social no está caracterizada ni por la rigidez o la solidez puras, ni por la liquidez o la fluidez radicales.

Muchas visiones y categorías del pensamiento sociológico contemporáneo han tendido a señalar al amparo de metáforas abiertas (redes, flujos, fluidos, desorden, complejidad o contingencia) el tránsito histórico entre dos tipos de sociedad. El mundo social fue sólido y organizado, hoy sería líquido y complejo. Sin embargo, al inscribir esta modificación metafórica (de lo sólido a lo líquido) como la consecuencia de una transformación histórica, estos estudios reafirman, incluso involuntariamente, la idea de una sociedad industrial sólida y organizada, con lo que eliminan de cuajo la necesidad de conceptualizar la vida social desde siempre como un ámbito de maleabilidad resistente.

Ciertamente, la elasticidad de la vida social es más evidente en el momento del tránsito de economías nacionales reguladas a sociedades globalizadas caracterizadas por una transformación de los marcos organizativos e institucionales (cambios que las nociones de posmodernidad, modernidad desorganizada o líquida, o globalización buscan justamente identificar). Sin embargo, a pesar de la importancia de estos cambios y trastornos, no se asiste ni a la disolución generalizada de los viejos vínculos sociales ni al ingreso a un mundo inédito en su desbocamiento. Lo importante está por fuera de la solidez y de la liquidez. Si la visión monolítica del orden en el pasado es una permanente ilusión retrospectiva de la modernidad, la visión tentacular del orden en el presente es el permanente objetivo proyectivo en el gobierno de los individuos.

En este punto, la metáfora de la elasticidad establece una firme separación analítica con la tesis del fin de la modernidad organizada o de la primera modernidad. Si la sociedad industrial produjo universos sociales homogéneos y biografías estandarizadas, solo lo hizo dentro de una vida social que siempre conservó dosis significativas de elasticidad y que siempre permitió formas de hetero-acción (algo muy patente, de muchas maneras, en el mundo del trabajo). La sociología bajo la doble y durable influencia del marxismo y del funcionalismo minimizó enormemente estas realidades designándolas, en el mejor de los casos, como desviaciones o contradicciones. Hoy, a pesar de lo que afirman los defensores de una segunda modernidad (Beck, Giddens y Lash, 1994) o de una sociedad incapaz de estabilizarse tras la autonomización de los sistemas sociales (Luhmann, 1995), la vida social sigue enmarcada por importantes límites y coerciones estructurales. No se ha producido ningún tránsito de lo sólido a lo líquido. En todos sus periodos históricos, la vida social ha sido al mismo tiempo, e indisociablemente, fría y caliente, institución y movimiento. En todo caso, el reconocimiento de la elasticidad y de la irreductibilidad de las hetero-acciones plantea nuevas cuestiones en lo que concierne al gobierno de los individuos.

El nuevo gobierno de los individuos

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