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I. El problema del orden social
ОглавлениеCada vez que las ciencias sociales han tratado de alcanzar un cierto grado de abstracción o de generalidad, han terminado por fijar sus miradas invariablemente sobre el problema del orden social. ¿Qué es lo que mantiene unida a la sociedad? ¿Por qué el orden en vez del desorden? Y pregunta corolario de las anteriores: ¿cómo se ejercita el gobierno de los individuos?
Antes de evocar rápidamente algunas respuestas a este interrogante, es importante preguntarse por la razón de ser de esta pregunta. ¿De dónde viene su centralidad en la teoría social? Para responder, es necesario recordar el contexto y las razones históricas que entronizaron a este interrogante como la problemática fundamental de la teoría social. Si las concatenaciones son múltiples y la genealogía muy larga, baste con señalar aquí que las polémicas medievales sobre la fuente de la autoridad política (descendente, de origen divino, o ascendente, de origen popular) se transformaron en los tiempos modernos, claramente desde Hobbes y en parte ya en Maquiavelo, en una interrogación sobre cómo asegurar el orden político primero y luego el orden social en un período de turbulencia. O sea, en el origen de esta cuestión hubo una inquietud histórica vívida: la interrogante está marcada por la sombra de la guerra civil, el desorden social y los abruptos cambios de régimen político.
Antes de ser una cuestión epistemológica, el problema del orden social (como lo bautizó la teoría social) fue una inquietud histórica y política. Si esto se olvida, se deja de lado lo esencial. En el fondo, no se trata de saber teóricamente cómo se mantiene unida la sociedad, sino de pensar, muy concretamente, cómo conjurar el desorden y contener las pasiones. Por eso, a pesar de cierto exceso verbal, puede decirse que en el origen del moderno pensamiento social y político se encuentra una inquietud de policías. Contrariamente a lo que la cuestión del orden social presupone al menos retóricamente, la sociedad nunca ha dejado de existir (al menos después de la revolución neolítica hace más de diez o doce mil años). Sin embargo, pero esto es otra cosa, las sociedades, o sea los diversos colectivos humanos organizados, no han cesado de ser el teatro de diversos conflictos, tensiones y desórdenes sociales.
¿Cómo no ser sensibles a la permanencia de la vida social? ¿Cómo no reconocer el hecho de que está siempre allí y que la vida humana se desarrolla siempre inserta en ella? Los individuos están siempre en sociedad. Desde «la noche de los tiempos», lo que se impone es la continuidad permanente de la vida social. Ciertamente que las revueltas, rupturas, quiebres y transformaciones políticas forman legión, pero la vida social –con una pluralidad de vías y formas históricas– no ha cesado nunca de existir y los individuos de estar dentro de ella. Las guerras, el fin de los imperios, la barbarie, las diversas anomias, no han afectado nunca esta realidad primordial. Por supuesto, las sociedades han cambiado constantemente, sus manifestaciones históricas concretas han sido diversas, pero eso no modifica en nada el fondo del problema. Más allá de la espuma pasajera del orden o del desorden, de los períodos de calma o conmoción, lo que se impone como constatación decisiva es la permanencia milenaria de la vida social. Ese es en el fondo el gran enigma.
Pero no nos apresuremos. La pregunta por el origen del orden social ha recibido una respuesta privilegiada con la idea de sociedad. Elaborada en los tiempos modernos, esta noción de sociedad, altamente abstracta, propone una representación analítica particular de la vida social desde una lógica explicativa global de los fenómenos. Su vocación es, justamente, llegar a establecer una jerarquización entre los diversos grandes procesos estructurales que actúan en un conjunto social, dictándoles una unidad a la vez de índole funcional y normativa. Para una teoría de la sociedad, en el sentido fuerte del término, las principales transformaciones sociales deben poder ser referidas a un modelo sistémico, esto es a una totalidad, del cual extraen lo esencial de su comprensión.
La vida social se desarrolla desde siempre en grandes conjuntos sociohistóricos. Pero no es sino en el siglo XVIII, y en Occidente, que se impone progresivamente esta representación política e institucional particular que da forma a la idea de sociedad como sistema. En la sociedad-sistema la interrelación de las partes se conjuga con la afirmación de que la estructura de las relaciones sociales, al exceder cada voluntad individual, tiene efectos sobre ella. En ese sentido, la idea de sociedad no es de ningún modo una realidad material evidente, sino que se trata de una construcción significativa particular de la realidad social, la que le otorga a la totalidad una capacidad efectiva de institución práctica de fenómenos sociales. Se convierte en un principio organizador y explicativo, que tiene incluso virtudes causales en muchas interpretaciones. La idea de sociedad supone pues que los diferentes ámbitos sociales interactúen entre ellos como las piezas de un mecanismo o las partes de un organismo, y que la inteligibilidad de cada una de ellas sea dada justamente por su lugar en la totalidad (Dubet y Martuccelli, 2000; Martuccelli, 2005). En la teoría social el advenimiento de la idea de sociedad marca el tránsito de una lógica de conjuntos sociohistóricos a la lógica de los sistemas sociales.
La historia de la sociología, al autonomizarse de la filosofía política, ha terminado por hacer olvidar su común interrogante original y por oscurecer el hecho de que la cuestión del cuerpo político, y por ende del gobierno de los individuos, fue una interrogante sobre el Estado-nación a través de la idea de sociedad. Sin embargo, ahí donde la cuestión del origen del poder en la filosofía política insistía en la cuestión de la legitimidad del Soberano, las modernas teorías sociales (la idea del mercado o la idea de sociedad) postularon la existencia de colectivos sociales modelados por una lógica sistémica (a lo más por algunas lógicas sistémicas) que definía lo esencial de sus características históricas.
Pero volvamos a la inquietud original porque en ella reside la principal patología ocular de la sociología. Esta disciplina no ha cejado en sus intentos por organizar la vida social alrededor de una imagen especular (la idea de sociedad). Pero, en cuanto esta imagen era concebida operando como un todo funcional, los sociólogos constataban la realidad de un mundo social atravesado por una serie de desajustes, un conjunto heterogéneo e irreductible de fenómenos irreductibles al orden, a los cuales sólo se les dio una significación periférica: los residuos propios de los períodos de transición, la desviación moral congénita propia a los individuos, el tema de las anomalías de las sociedades inconclusas, de las formaciones sociales con modos de producción múltiples, de los desfases en el ritmo de crecimiento de los diferentes subsistemas, etc. Se terminó creyendo que el mundo social solo es posible a través del ajuste estricto entre diversos procesos, cuya coherencia y armonía emanarían de necesidades estructurales decretadas ineludibles2.
Aquí está el problema inextirpable de las ciencias sociales: la vida social es refractaria a su inserción en un modelo o un molde totalizante. Siempre existe un conjunto de fuerzas y actores irreductible, productor de alteridades en el seno de toda sociedad.
Contra las tesis que suponen una fuerte homogeneidad entre las dimensiones macro y microsociológicas, es indispensable reconocer (como lo destaca un número creciente de trabajos desde hace décadas) la existencia de configuraciones de acción diferentes, incluso relativamente independientes, entre los niveles macro y microsociológicos. Muchos estudios a escala microsociológica han así, por ejemplo, terminado por cuestionar los lazos habituales entre las prácticas cotidianas y las estructuras sociales. En sí mismo, estos trabajos no abogan por una autonomía creciente entre estos niveles; lo que subrayan son sobre todo los impases de una cierta concepción del orden social. Al acercarse a los comportamientos, los estudios de la microhistoria, por ejemplo, han establecido que muchas conductas individuales no se ajustan a las normas sociales hegemónicas sino que, por el contrario, poseen un alto grado de variación. La atención se desplaza hacia la variedad y la diversidad irreductibles de las prácticas (Ginzburg, 2014; Lévi, 1989). Sin anular el condicionamiento de las conductas, es necesario, por lo tanto, prestar más atención a las trayectorias individuales y a las posibles acciones heterogéneas dentro de una sociedad. El interés mayúsculo de estos estudios (desde la microhistoria a los trabajos de los interaccionistas, pasando por ciertos desarrollos del análisis de redes), consiste en haber cuestionado la idea de un orden social que operaría por inscripción homogénea sobre todos los individuos, imponiendo un programa único de acción. En lugar de reducir la vida social a conexiones típicas y necesarias, estos estudios constatan la existencia de todo un continuum de formas y de acciones heterogéneas dentro de lo que se percibe como un orden social instituido y activo.
El pensamiento social moderno se encuentra así constantemente tensionado entre el hecho de que porta, como disciplina, la premisa del orden social (y de la idea de sociedad), y el que en sus análisis concretos no puede nunca ignorar experiencias que se producen fuera o contra de ese marco de interpretación. Acciones que, por alternativas que sean con respecto a los dictados del orden social hegemónico, no lo alteran fundamentalmente, sino que, en verdad, coexisten en él y contra él. O sea, los desajustes estructurales y las inextirpables variaciones de acción nunca han sido un obstáculo para el despliegue teórico y práctico de grandes modelos sociales, y, a su vez, estos nunca han podido aniquilar completamente las experiencias de desacuerdos, las anomalías y las alternativas que jamás cesan de inventarse en la vida social.
Éste es el punto de partida: el orden social (en verdad, el gobierno de los individuos) en ningún lado ha sido capaz de yugular enteramente los desajustes estructurales y las iniciativas heterogéneas de los actores sociales.