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III. ¿Cómo gobernar a los individuos? Tres paradigmas

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He aquí la ecuación inicial del problema: cómo producir y sostener un orden; cómo yugular la irreductible capacidad de hetero-acción; cómo constreñir en un mundo social elástico. Todas las modalidades de gobierno, desde las más formales e institucionalizadas (Estados, organizaciones) hasta las más informales, afrontan explícitamente el primer punto y por lo general implícitamente los dos otros. Puede decirse que, a pesar de la profusión de categorías, dos grandes tipos de respuestas se destacan. Etienne de La Boétie (1993), ya en el siglo XVI, lo resumió con claridad: los hombres son gobernados o porque son obligados o porque son engañados4.

En el marco de las ciencias sociales diversas nociones han sido movilizadas para dar cuenta de lo que denominamos, de manera general, como el gobierno de los individuos, pero tres de entre éstas sobresalen por su permanencia y su importancia: autoridad, dominación y poder. Las diferencias entre estas tres perspectivas son muy significativas.

[1.] En el caso de la autoridad, lo que se subraya es la adhesión voluntaria, autónoma o inmediata, incluso conciliada de un actor a una prescripción, o sea se reconoce la legitimidad de aquél que ejerce la autoridad. En lo que respecta a esta noción, la influencia de Max Weber (1983) es decisiva. Más allá de su distinción entre diversas formas de autoridad, lo fundamental es su concepción de que la autoridad reposa sobre el reconocimiento, por parte de los individuos gobernados, de lo bien fundado del ejercicio de poder. Este reconocimiento puede ser inconsciente, tácito, explícito, reflexivo, pero es su presencia lo que permite hablar de autoridad. En breve, la autoridad es lo que hace que el poder de unos sobre otros se vuelva legítimo. La gran fuerza de Weber –y es posible sostener que en este punto no ha habido ningún progreso significativo en la teoría social– es la de haber comprendido con toda la profundidad necesaria el cambio que en este dominio introduce el advenimiento de la modernidad (o la revolución democrática). Si en el orden tradicional la autoridad es una evidencia cotidiana garantizada por el peso de la tradición y las jerarquías, el valor de los ancestros y en última instancia por un garante de tipo religioso y ultramundano, en una sociedad sumida en el desencantamiento el fundamento de la autoridad se queda sin pie.

Para Weber, existen tres grandes formas –ideales-tipo– de autoridad (tradicional, carismática, racional-legal) y en la modernidad una tendencia dominante: una evolución hacia el primado de la autoridad racional-legal (ella misma, una combinación entre procedimientos jurídicos y legales, por un lado, y consideraciones técnico-científicas por el otro). Para Weber, se obedece a otra persona por tres razones: porque ello aparece como natural; esto es, dictado por los usos y la tradición; debido a que la persona a la que obedecemos tiene rasgos salientes de carácter que ejercen una influencia inmediata sobre nosotros (el carisma); o bien porque comprendemos la necesidad funcional y las bases racionales sobre las cuales reposa la autoridad5.

El tema de la autoridad se aborda como una problemática indisociable de los tiempos modernos. Puesto que el ingreso a una sociedad desencantada, secularizada y democrática implica el fin del orden social heredado y el sustento de la autoridad en valores divinos (o garantes metasociales), esto trae como consecuencia, obviamente, que su ejercicio deba basarse sobre nuevos criterios y que su realidad sea más frágil en sociedades cada vez menos jerárquicas y cada vez más atravesadas por anhelos interactivos horizontales.

[2.] En el paradigma de la dominación, a diferencia de lo que sucede con la autoridad, se acentúan las dimensiones de imposición (ya sea de índole ideológica, ya sea de tipo factual). La noción de dominación designa en efecto un tipo particular de relación social basada en dos grandes elementos. Por una parte, en las sociedades modernas, subraya una forma de subordinación que no es solamente de naturaleza personal (como fue la relación entre amo y esclavo), sino que toma más bien la forma de diversas subordinaciones impersonales a restricciones sistémicas propiamente factuales, de las del tipo capital-trabajo. Por otra parte, designa un conjunto de mecanismos que aseguran o coaccionan el consentimiento de los dominados (a través de diferentes procesos de legitimación, ideología, hegemonía, violencia simbólica, etc.), una dimensión que subraya, así, la importancia decisiva de la adhesión, por coaccionada que sea, de los individuos a las diferentes formas de control. En este marco, a pesar de lo duras que puedan ser las situaciones de dominación, si estas se dan dentro de los límites morales de lo que un colectivo considera como justo, éstas son por lo general aceptadas. El quiebre se produce cuando se acentúa el sentimiento de injusticia o la ruptura de las capacidades de provisión de las élites hacia las demandas sociales de los subalternos (Scott, 2000; Moore, 1978).

Estos dos elementos permiten delimitar la estructura básica y dual de la dominación de manera ampliamente consensual entre muy distintas teorías sociales. En efecto, el análisis dual de la dominación está claramente presente en el marxismo, como en Antonio Gramsci (1983: 83), quien caracterizó al Estado (en verdad la dominación) como «una hegemonía acorazada de coerción», o de manera todavía más sinóptica, «dictadura + hegemonía» (ibid.: 126), y está igualmente presente en la distinción propuesta por Louis Althusser (1995) entre los aparatos ideológicos y represivos del Estado. Pero el marxismo no es la única escuela que caracteriza la dominación en esos términos. En toda otra tradición intelectual e inspirándose en la obra de Weber, Talcott Parsons (1967), al estudiar las maneras en que un actor puede actuar sobre otro, distinguió dos grandes procesos: uno en el que se actúa sobre la situación, el otro en el que se incide sobre las intenciones, por medio de sanciones positivas o negativas. Sin embargo, a pesar de esta caracterización dual, en las teorías de la dominación se tendió por lo general a conceder un papel mayor e incluso una verdadera primacía analítica a los procesos que aseguran el consentimiento o la legitimación del orden social en relativo detrimento de los factores propiamente coercitivos. En la dominación el consentimiento no es conciliado; es consentido porque es coaccionado.

[3.] En el caso del paradigma del poder propiamente dicho se señalan sobre todo los márgenes de acción estratégicos que cada actor (incluso si es de los menos empoderados) posee, pero siempre en dosis diferentes y en el marco de relaciones sociales constantemente asimétricas. Este otro gran paradigma del gobierno de los individuos subraya una concepción dinámica y relacional del poder. Cualesquiera que sean las posibilidades de que ciertos recursos se almacenen o se acumulen, el poder solo opera en y a través de la asimetría de recursos disponibles en cada situación por los diferentes actores. O sea, el poder no se posee, siempre se pone en juego dentro de una situación. Los juegos de poder son, así, una dimensión presente en todas las interacciones. En esta concepción del poder, que siempre es por lo menos ternaria (y no binaria), el ejercicio del poder es indisociable de una variedad de juegos multilaterales entre actores (alianzas y treguas) en donde ningún actor es todopoderoso. Por ejemplo, si en principio el superior jerárquico de una empresa tiene la facultad de poder despedir a un empleado, en los hechos la situación es muchas veces más compleja, dadas las protecciones y los costos que esto implica, pero también porque una decisión de este tipo implica juegos cruzados con otros actores, lo que puede desestabilizar potencialmente al jefe, etc. El poder está siempre en juego.

Entre las teorías sociológicas del poder, sin ser la única, uno de los grandes méritos del análisis estratégico es el haber definido el poder tanto por la capacidad para preservar la propia imprevisibilidad de la acción como por la capacidad para restringir y prever el comportamiento de los otros, lo que genera un control diferencial a nivel de la incertidumbre de las acciones (Crozier, 1963; Crozier y Friedberg, 1977). La concepción estratégica del poder lo define así menos como una imposición que como una habilidad para superar obstáculos o resistencias. Esta perspectiva enfatiza la distribución desigual y asimétrica pero nunca verdaderamente monopolística del poder. O sea, el poder no es propiedad de nadie, siempre es de índole relacional. El poder es un permanente intercambio desigual. El poder, siempre en el marco de este paradigma, rara vez es la única motivación de la acción, pero en la medida en que actúan e interactúan con otros individuos, todos los actores se ven obligados a desarrollar estrategias para ampliar sus márgenes de maniobra.

Subrayemos lo que más nos interesa en el marco de este estudio. A diferencia de la autoridad y de su acento en el consentimiento conciliado, de la dominación y de su acento en la articulación estructural entre coacciones y obtención del consentimiento, el paradigma del poder estratégico pone el acento en los innumerables juegos de asimetrías relacionales que atraviesan la vida social. Algunos incluso se deshacen de las hipótesis más estructurales de la dominación con el fin de centrarse exclusivamente en estudios específicos de juego entre poderes asimétricos, de estrategias de intercambio desigual y negociado de recursos entre todos los actores, a través de una sucesión de acuerdos y compromisos locales, más o menos temporarios6.

Como lo veremos a lo largo de este libro, no se trata ni de escoger entre uno u otro de estos paradigmas, ni mucho menos pensar que, de manera ecléctica, sus pertinencias analíticas varían en función de los ámbitos sociales. El problema que abordaremos es diferente: ¿cómo pensar el gobierno de los individuos en un mundo social marcado por una elasticidad irreductible? Es esta realidad primera y común lo que nos llevará a matizar la vigencia de la autoridad en las sociedades contemporáneas, describir la modificación de la primacía tendencial entre las coacciones y los consentimientos obtenidos en la dominación y dar cuenta de las dificultades interactivas en la que desembocan muchos juegos de asimetrías de poder. Pero lo haremos reconociendo en todos los casos la fuerza condicionante de las estructuras sociales. Cualesquiera que sean las asimetrías de poder en juego, las estructuras priman sobre los individuos, imponen restricciones y coacciones que exceden cualquier nivel de negociación (Courpasson, 2000). No todo es negociable en la vida social. En este punto el análisis de Karl Marx sigue siendo decisivo: en las sociedades capitalistas existe un desequilibrio estructural fundamental que enfrenta a los trabajadores libres (o sea aquellos que se ven obligados a vender su fuerza de trabajo) y los capitalistas (o sea aquellos capaces de comprar y organizar el trabajo) que, como grupo, imponen un orden social en su beneficio. Es solo dentro de esta diferencia estructural, en el marco de la cual los asalariados deben aceptar en sus horas de trabajo las directivas de los capitalistas, que pueden ser negociadas ciertas dimensiones.

Sin embargo, esta dimensión estructural por condicionante que sea opera en medio de una vida social marcada por una elasticidad irreductible y en donde las hetero-acciones son siempre posibles. Esta realidad da cuenta, como lo veremos en tantos capítulos, de los esfuerzos reiterados por proponer representaciones totalizadoras del orden social (de su eficacia, de su solidez) y la permanencia de tantas acciones heterogéneas. Como lo iremos viendo, el gobierno de los individuos no es nunca sistemático (si por esto se entiende la imposición sin desmayo de una lógica dominante), pero es siempre estructural, esto es, basado en condicionamientos diferenciales. El gobierno de los individuos se ejerce siempre en una vida social elástica, lo que invita a tomar distancia tanto de la tesis de una ideología o de un actor todopoderoso como de la tesis de actores comprometidos en la resistencia o en la revuelta, en favor de un conjunto de experiencias ordinarias de encuadre en donde la iniciativa irreductible de los individuos se desarrolla, con márgenes muy distintos, en medio del gobierno de los individuos y sin necesariamente la voluntad de revertirlo. Entre la imposición y la resistencia, existe un espacio irreductible para todo un conjunto heterogéneo de experiencias y acciones. El gobierno de los individuos navega entre grandes representaciones totalizantes y una multitud irreductible de acciones heterogéneas. Es la cohabitación ordinaria entre ambas lo que define el sempiterno problema del gobierno de los individuos.

El nuevo gobierno de los individuos

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