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2. El régimen político de realidad

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Desde un punto de vista analítico, más que estrictamente histórico, incluso porque se dio a través de una inextricable y durable articulación con la religión, este vacío fue llenado por el ámbito político y las jerarquías en el sentido más fuerte del término. Fue a través de la naturalización de las jerarquías sociales y políticas como se construyó un nuevo imaginario de la realidad. En cuanto régimen de realidad, el imaginario político se estableció, como Hobbes lo expresó mejor que muchos otros, alrededor de la evidencia primera de la guerra de todos contra todos, y el miedo a una muerte violenta en manos de otros. Para yugular este miedo y esta desmesura, se impusieron distintas representaciones de jerarquías naturales, la idea de una Gran cadena del Ser: un universo holista en el cual cada actor ocupa un lugar y debe respetar las obligaciones que le dicta su posición.

O sea, incluso si se apoyó durante mucho tiempo en representaciones religiosas y en la legitimidad que éstas le transmitieron, el régimen político de realidad propuso otra versión de lo imposible. El miedo original se desplazó de los fenómenos naturales y sociales hacia el temor a una muerta violenta dentro de las sociedades humanas. Fue para contener este miedo que se erigieron nuevos límites en la vida social. El Estado y el orden social se asentaron en torno a una jerarquía social naturalizada: en este nuevo régimen de realidad las posiciones sociales mundanas reproducían y respetaban la jerarquía natural de los seres. Cada cual tenía imperativamente un lugar en la sociedad (los que rezaban, los que luchaban, los que trabajaban) y todos debían respetar su lugar, y las obligaciones y derechos aferentes a cada uno de ellos. La razón era profunda: las posiciones y las jerarquías sociales eran concebidas como un calco del orden cósmico.

El escrupuloso respeto de las jerarquías marca la diferencia con el régimen anterior. El choque con la realidad ya no está más refrendado por la intervención de las entidades invisibles, sino que debe ser garantizado por los castigos efectivos que la política y los gobiernos (reinos, imperios, Estados) son capaces de imponer con el fin de hacer respetar el orden social naturalizado. Nada de extraño por ello que este régimen se haya apuntalado a través de la progresiva expansión de las capacidades coercitivas de los Estados y su durable fortalecimiento histórico a través de los impuestos, la administración, pero, también, mediante diversas tecnologías de vigilancia por las que se aumentó la capacidad de control sobre la población. O sea, en el momento de su máxima vigencia, el régimen político de realidad articuló estrechamente la representación de un orden social basado en la legitimidad naturalizada de las jerarquías con una creciente capacidad de castigo a las conductas transgresoras. En este régimen de realidad, el castigo no es pues simplemente una cuestión de reparación entre actores. De manera infinitamente más consistente, es una forma necesaria de restauración del orden social y de los límites imprescriptibles de la realidad.

Sin embargo, como en el régimen anterior, el régimen político de realidad también ha conocido un largo proceso de desinversión histórica que ha terminado por socavar su papel hegemónico. En primer lugar, como en el caso anterior, a medida que se debilitaron las creencias, las anomalías se volvieron cada vez más visibles. Regresaremos sobre esto en el próximo capítulo, pero paradójicamente a medida que los Estados se volvieron fácticamente más poderosos, su poder de regulación a nivel del imaginario mermó puesto que se hicieron cada vez más patentes las desviaciones prácticas y sus límites para establecer lo imposible. En segundo lugar, la política perdió con el advenimiento de la ciencia moderna la capacidad de dictar los parámetros de la realidad. Si todavía instituye las grandes categorías funcionales de la realidad social (desde un certificado de nacimiento hasta las normas legales), la política no es más considerada como en posición de enunciar lo que es la realidad, una función que en el pasado aseguró ampliamente gracias a sus vínculos con la teología. En tercer lugar, en el curso del siglo XVIII, con una asombrosa rapidez, se transitó de la primacía hasta entones evidente de una representación naturalizada de la jerarquía entre los seres humanos al nuevo imaginario de la igualdad radical de todos los individuos. Finalmente, y fue lo que marcó el socavamiento definitivo de este régimen de realidad, la era de las Revoluciones cambió radicalmente la función de la política en los tiempos modernos: si durante milenios le había correspondido instituir lo imposible en torno a los límites naturalizados de las jerarquías, en la modernidad la política se convirtió en el lugar por excelencia de la apertura de los posibles. Como Hannah Arendt (2006) lo entendió a cabalidad, la clave del universo político moderno radica en que «todo es posible». Con la generalización de esta actitud, la política toma otras y muy diversas funciones en la modernidad, pero deja de ejercer como régimen de realidad, o sea, el papel de trazar desde la realidad definida por lo político la frontera entre lo posible y lo imposible. Aún más: la política se volvió, ya sin frenos, en uno de los grandes locus de la desmesura humana.

No vayamos tan de prisa y recordemos lo que tal vez sea el principal cambio que se dio con el advenimiento de los tiempos modernos. La ciencia moderna se convirtió en el nuevo, único y gran lenguaje hegemónico para enunciar y aprehender la realidad. Gracias a su acceso privilegiado al conocimiento de la realidad objetiva, se considera que la ciencia moderna es capaz de zanjar las controversias mediante pruebas indiscutibles. Se instituye así en el corazón de las sociedades una nueva e inusitada confianza en el conocimiento. El saber científico dice lo verdadero y lo falso, lo real y lo irreal, y, desde esta base, lo posible y lo imposible. Pero, maticemos. Desde su nacimiento en el siglo XVII, la ciencia moderna es indisociable de un anhelo prometeico y de una desmesura de otra índole. Al articularse estrechamente con la técnica, la ciencia moderna se vuelve indisociable de un auténtico proyecto de poder que promete reducir sin desmayo lo imposible y abrir ilimitadamente el horizonte de los posibles. ¿Cómo limitar en este contexto la desmesura humana?

El nuevo gobierno de los individuos

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