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1. La crisis de los carismas

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Pocas o casi ninguna jerarquía se impone como una evidencia al amparo de lo que a veces se presenta como el aura o el carisma de su detentor. Esto es manifiesto tanto a nivel de las relaciones entre grupos etarios como en las relaciones de género, pero también a nivel profesional o político. A pesar del abuso terminológico del término, existen pocos líderes carismáticos, en el sentido más o menos preciso que Weber (1983) dio al término y que no ha cejado desde entonces de ser desfigurado: o sea individuos a los que se les reconoce una facultad excepcional en función de la cual un actor consiente ser guiado. El carácter transicional de la autoridad carismática (bien subrayada por Weber) pero también su carácter excepcional, en el sentido de poco frecuente, deben ser constantemente recordados por una razón muy simple: no es posible generalizar el carisma como una forma de gobierno de los individuos.

Cierto, la entronización del carisma de los líderes es muy activa en la literatura managerial, pero esta producción explícitamente ideológica debe ser leída como una manifestación más de la tendencia tan visible en el mundo del trabajo a querer generalizar y volver ordinaria la excelencia (Aubert y Gaulejac, 1991; Ehrenberg, 1991). Ahora bien, esta producción ideológica acarrea costos subjetivos intensos y se revela rápidamente como imposible. Este proceso participa incluso en la acentuación del miedo a los subordinados entre los mandos medios en el mundo laboral (Araujo, 2016), pero también en las desestabilizaciones personales que, por falta de carisma, viven por ejemplo tantos docentes a la hora de ejercer la autoridad en las aulas. El anhelo por legitimar la autoridad de las jerarquías sobre la base del carisma lleva siempre a un impase.

La tensión entre la producción ideológica y la realidad social es muchas veces mayúscula: el supuesto aura y carisma de muchos jefes desaparecen apenas dejan el puesto que les transmitía su prestigio y su atracción. Bien vistas las cosas, se asiste menos a una rutinización del carisma de ciertos jefes en las organizaciones (lo que existe, pero es poco frecuente) que a un ensayo de carismatización ideológica de las funciones jerárquicas. O sea, es la posición funcional que se ocupa, y cada vez menos los rasgos o talentos de la persona per se, lo que está en la base del gobierno de los otros.

Existen individuos con notables talentos en muchas organizaciones, partidos, asociaciones. Sin embargo, la mayor parte de los jefes carecen de estos atributos (y, en todo caso, son precisamente sus deficiencias lo que masivamente denuncian los subordinados). Aquí se vislumbran los límites de la operación propiamente ideológica que consiste en generalizar los atributos de excelencia de las jefaturas. Si se lo hace, en contra de tanta evidencia fáctica, es justamente porque una vez convulsionadas las bases tradicionales y verticales de la autoridad, el «carisma» aparece como una vía ideológica para sostener las jefaturas.

En este sentido, la concomitancia observada a fines del siglo XIX y a comienzos del siglo XX entre el auge de los jefes por un lado y el universo administrativo y burocrático de las organizaciones (en la escuela, el ejército, las fábricas o los partidos políticos) por el otro (Cohen, 2013), se transforma en profundidad. El creciente recurso generalizado a los controles fácticos impersonales del que ya hemos hablado debilita, e incluso tiende a volver superfluas en algunos casos, las formas personalizadas de gobierno de las conductas. En las organizaciones productivas, el gobierno de los individuos descansa menos en los carismas de las jefaturas que en los controles fácticos o en la capacidad de sanción o recompensa que se detenta porque se ocupa una posición de jefatura dentro de la organización. La jerarquía impersonal y funcional de la trama organizacional prima sobre las competencias personalizadas de liderazgo de los jefes. Se asiste así, tendencialmente, por un lado, a una crisis estructural de los jefes (en tanto que poseedores de aura y carisma), y, por el otro, al incremento de los controles fácticos, impersonales, despersonalizados.

La contradicción es particularmente aguda en el mundo del trabajo. Por una parte, una importante literatura managerial promueve la ideología del carisma en las empresas, y por la otra, la supuesta importancia de este liderazgo no se refleja en lo que expresan muchos asalariados. Si la ideología del carisma es a veces efectiva, o sea reconocida como una fuente de legitimidad del funcionamiento jerárquico, esto solo es cierto en un muy pequeño número de casos. No se trata solamente del hiato entre el trabajo prescrito y el trabajo real (una de las más sólidas conclusiones de la sociología del trabajo desde hace décadas); la situación actual va mucho más allá de ello. Se asiste a un divorcio entre las conductas de control managerial y las justificaciones ideológicas de las jefaturas. O sea, muchos actores jerárquicos de mando medio se ven sometidos a prescripciones normativas (autoridad participativa, evaluaciones de 360°, el modelo del buen jefe, etc.) que, en lo que respecta el gobierno de los hombres, se revelan irrealistas dadas las formas efectivas como se ejerce el control de las conductas.

La pregunta es evidente: ¿por qué este divorcio entre la extensión creciente de los controles fácticos y el discurso sobre las jefaturas? En verdad, este divorcio refleja la fuerza de la toma de conciencia que se produjo a raíz de la impugnación de las jerarquías laborales en los años 1970. Frente a ella, dos grandes estrategias fueron practicadas. Por un lado, y es lo más importante, una remodelación en extensión e intensidad de los controles fácticos. Por el otro, más o menos a distancia de lo anterior, una defensa de las jerarquías desde la ideología del carisma.

La división entre estas dos estrategias es tan profunda que es incluso visible a nivel de la producción sociológica. Cuando los estudios se apoyan principalmente (o exclusivamente) sobre la producción discursiva managerial, se construye la imagen de un mundo laboral gobernado por una nueva ideología dominante (Boltanski y Chiapello, 1999). Cuando, por el contrario, los estudios se basan en monografías de prácticas laborales, lo que aparece es un mundo de amenazas, críticas, reticencias, resistencias, deslealtades hacia las empresas (todo lo cual se exacerba en los malos empleos, cf. Graeber, 2018), un conjunto de actitudes díscolas que logran empero ser subordinadas al designio de las empresas gracias al recurso, efectivo o potencial, de los controles y las sanciones.

En resumen: la expansión de los controles y la visibilidad creciente de las coacciones está en tensión, para decir lo menos, con la ideología managerial del carisma. La extensión y la intensificación de los controles tienden a ser limadas (o veladas) por el discurso sobre los liderazgos (al cual adhieren, sin duda, más o menos temporalmente, ciertos mandos intermedios). Pero en la medida en que este tipo de ejercicio de la autoridad no se verifica en los hechos, esto refuerza el recurso coactivo de los controles y hace que las relaciones asimétricas de poder sean cada vez más visibles.

No solo los verdaderos liderazgos carismáticos son raros, sino que incluso el ensayo de carismatización de las jerarquías funcionales conoce muchos límites. La principal razón es fácil de enunciar: el estatus social no es más una fuente de prestigio tan unívoca como lo pensó Weber. El estatus social, la jerarquía y los diferenciales de prestigio que otorga (un aspecto a veces denominado como aura, carisma o capital simbólico) son cada vez menos capaces de inhibir, impresionar o intimidar activamente a los individuos en sus interacciones. Ciertamente, la intimidación por razones estatutarias todavía es real y activa tratándose de muy «grandes» empresarios, políticos y tal vez algunos intelectuales, pero, por lo general, la gran mayoría de personas que ocupan posiciones jerárquicas (en las empresas, en la vida política, en el mundo intelectual) han sido hechas descender del Olimpo13. No es en absoluto un detalle. La generalización de situaciones de este tipo desestabiliza en profundidad la afirmación, tan central en la obra de Pierre Bourdieu (1979 y 1989), sobre el capital y la violencia simbólica como grandes componentes de la dominación social.

Si la extensión e intensificación de los controles fácticos mitiga la crisis de las jerarquías dentro de los universos funcionales, en la vida social, como lo señala muy bien Randall Collins (2009), muchos prestigios de clase han dejado de ser operativos. Incluso si su observación vale sin duda más para los Estados Unidos que para muchas otras sociedades (como en América Latina), lo cierto es que el prestigio estatutario ya no impresiona o solo lo hace en un radio muy estrecho, e informado, de personas. ¿Quién está socialmente intimidado por un gran, o sea, como lo precisaremos en un momento, célebre dentista? ¿O por un exitoso y rico dueño de una mediana empresa?

Las razones que dan cuenta de este proceso son variadas, pero la pérdida del prestigio social, en sus dimensiones más generales, se puede asociar tanto con los anhelos de relaciones sociales más horizontales en todos los ámbitos de la vida social, como con el acceso creciente que se tiene con respecto a la vida privada e incluso íntima de muchas personas, digamos la escena posterior de la vida ajena, aquella que tradicionalmente se sustraía a la mirada de los otros (Goffman, 1973). La segunda dimensión es tan importante como la primera. ¿Qué es en verdad lo nuevo? Ni necesariamente la publicitación de la vida privada de los jerarcas –piénsese en el protocolo de la Corte de Luis XIV (Elias, 1985)– ni, tampoco, los chismes sobre nobles, políticos o famosos en muchas otras épocas. Lo nuevo está en la amplísima difusión y publicitación, sin el control de estos actores, de los aspectos más privados e íntimos, y a veces sórdidos, de su existencia. El prestigio social durante mucho tiempo asociado a la posesión de ciertas virtudes muchas veces se desploma. La intimidación social, la inhibición ante los oropeles y la munificencia del poder y de las jerarquías se debilitan por doquier: se vuelve transparente el hecho de que detrás de las diferencias estatutarias solo hay individuos similares que ocupan posiciones disimiles.

Esta situación interactiva, en mucho exterior al mundo de las jerarquías dentro de una organización, tiene empero consecuencias a nivel de las jerarquías. El prestigio social en el sentido más amplio del término (violencia simbólica, aura, etc.) no sostiene más el ejercicio ordinario de la jerarquía. Aquí también es evidente lo que esto implica a nivel de la autoridad y el consentimiento conciliado.

El nuevo gobierno de los individuos

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