Читать книгу SGAE: el monopolio en decadencia - David García Aristegui - Страница 7
ОглавлениеPRÓLOGO
AÚN HAY TIEMPO
En «These important years», una canción de la banda Hüsker Dü incluida en el álbumWarehouse: songs and stories, publicado en 1987, su cantante Bob Mould comienza diciendo: «Well, you get up every morning / And you see, it’s still the same». La canción podía servir de paso elevado, un puente entre varias épocas. Todavía no había caído el muro, ni siquiera se hablaba de tantas otras cosas luego excesivamente manidas (el final de la historia y las ideologías) y siempre rodeadas de un entusiasmo que, con el paso del tiempo, se fue desvaneciendo hasta construir un relato absolutamente triunfalista de lo que iba a ser el futuro. Se anunció que el mundo digital, que ha pasado a ser la principal fuente de ingresos en la música una vez que el formato físico ha dejado de venderse tal y como hacía antes, acabaría con la última frontera. Todo eso formaba parte de un gran relato, el himno de una nueva era. Más tarde, como si fuese el siguiente episodio de aquella cibereuforia, Google -que cada cierto tiempo organiza grandes conferencias sobre «seguridad y activismo en la red» y no duda en presentarse como la gran defensora de la libertad de expresión- se convertiría en el martillo que derribaría aquel último muro.
Poco a poco, en medio de una excesiva tendencia a la credibilidad colectiva hacia quienes impulsaban estos cambios (multinacionales y grandes corporaciones, o las por entonces jovencísimas futuras estrellas de la era digital, todas ellas convenientemente progresistas y exhibicionistas de un estilo de vida californiano que exportaron al mundo), las transformaciones se fueron sucediendo y el «muro», entre grandes titulares, cayó. Los impulsores de aquella modernidad líquida se mostraron como los emprendedores definitivos, los heraldos de una libertad sin parangón. La fetichización tecnológica traería un mundo feliz. O casi. Ellos (por supuesto, la mayoría eran hombres que se presentaban «hechos a sí mismos») nos habían dado las herramientas. Ahora bien, el resto dependía de nosotros.
El mundo cambió, desde luego, lo mismo que el modo en que se escuchaba y consumía música. Pero tras aquel muro los creadores se encontraron con una guerra ya en marcha: artistas que debían monetizar más y mejor, junto a la intangibilidad de una industria musical en un nuevo escenario que dio paso a la pérdida casi total en el control de sus obras. Era y es cuestión de elegir. Elegir era y es sinónimo de libertad. Se podía estar o no estar en Spotify o YouTube, pero el precio era y sigue siendo el ostracismo. Los impulsores de las principales plataformas digitales, hoy tan célebres, también eran y siguen siendo grandes compañías y editoriales. Mientras tanto, los artistas, en todo este entramado, han ido desapareciendo.
Lo mismo que antiguos músicos que en su día llegaron a presidentes.
Una imagen, cuanto menos, sorprendente: Antón Reixa, que acaba de ser destituido, es fotografiado abandonando la sede. A su lado, como abriéndole el paso, un grupo de guardias de seguridad lo observa. Uno de ellos incluso le aplaude. Lo que ha sucedido instantes antes ha sido un combate en toda regla, intrigas de salón y denodadas luchas de poder. Más tarde, visiblemente decepcionado y cansado, afirma para El País que «en la SGAE hay una lucha de poder que va más allá de lo legítimo». Hubo dos Reixas. En abril de 2012, un Reixa que todavía no ha metido la nariz en SGAE, lleno de optimismo ante la complicada tarea de renovar la entidad, afirma a la prensa que, lejos de lo que pueda pensarse, «la SGAE no es un poder fáctico, somos unos autores que se asocian». Son otros tiempos. Llega lleno de energía. Viene con el martillo dispuesto a derribar ese otro gran muro. Sin embargo, tras comprobar cómo suceden las cosas en su interior, no solamente se desdice sino que describe su experiencia como una lucha encarnizada entre grupos de poder (editores y autores que más recaudan, y luego el resto), escándalos y turbios asuntos (la famosa «Rueda» de las televisiones, que tan bien se explica en este libro, y que él denunció). Millones de euros, redes que no dudó en calificar de «organizadas» en manos de un puñado de personas, cierres de filas, comunicados por doquier, presión sobre las voces disidentes.
Así que regresamos al mundo feliz de 1987, a Hüsker Dü y su «These important years», a eso de «Well, you get up every morning / And you see, it’s still the same», y tantas otras cosas que pueden servirnos como banda sonora de un discurso que ha terminado saltando por los aires. Más bien, hay poco o nada que celebrar. La canción sirve para explicar el ayer, pero también nos sirve hoy y quizás también mañana, porque lo que entonces se decía de SGAE no difiere mucho de lo que actualmente puede decirse. Haced la prueba: tomad un periódico, haced una búsqueda en la red. Yo lo he hecho: artistas denunciando un sistema de reparto y monopolio que consideran desigual y dañino, conscientes de que tal y como está organizado condena a la precariedad a la mayoría de los creadores de este país, abocados a estar y pasar por integrar el séquito que regularmente acude al Departamento de Socios de la entidad para hablar y revisar sus cifras (pequeñas, muy pequeñas, en la inmensa mayoría de las ocasiones). Porque posiblemente tú también hayas escuchado o leído esto: «Solamente recaudamos por nuestro repertorio». Eso sí, mediante una tarifa «plana» con la excusa de la agilización y la ventanilla única, una gran entidad ofreciendo su repertorio y, de paso, el del resto de artistas. Porque ellos, estés o no estés, tengas las ideas que tengas sobre propiedad intelectual, recaudan por ti. Aunque con precisiones: ese dinero queda en el limbo de los «pendientes» hasta engrosar cifras insultantes en el acumulado en cada ejercicio (puedes, eso sí, «rescatar» tu dinero, porque está ahí, congelado, esperándote, como si se tratase de un depósito bancario). Y luego, poco a poco, vas haciendo otros importantes descubrimientos, como asumir la imposibilidad de licenciar realmente bajo licencias creative commons en SGAE, o el hecho de que licencies como licencies ellos recaudan por ti, ya que tienen un mandato de gestión y una autorización ministerial para hacerlo, pero jamás nadie dijo que debía ser de este modo, sin identificar cada obra por razones, y todo, una vez más, por cuestiones de agilización y ventanilla única. O que existe una entidad que, como un rara avis en el mundo jurídico, es capaz de invertir la carga de la prueba y exigir al demandado que sea este, y no quien litiga, quien pruebe que ha utilizado obras no pertenecientes a su repertorio. O que la mayoría de sus asociados se hallen en «números rojos», con adelantos ya concedidos a costa del cobro de futuros derechos, con lo cual están en una situación de dependencia hacia la entidad.
En esto de la jungla de los derechos de autor pasa como con muchas otras cosas. Las palabras tienen un valor distinto según quién las diga. Porque en el ecosistema de la creación y la industria musical los intereses a veces son enfrentados y ya cada vez son más los que exigen una separación entre editores y autores. Lo mismo que el significado de «cultura libre», tan equívoco y víctima del triunfalismo propio del mundo digital y de ciertos sectores nacidos en el seno del ciberactivismo.
No es sencillo, desde luego. Podemos hablar de SGAE con las últimas noticias, esas que hablan de la enésima renovación de su imagen pública o de un deliberado perfil bajo en su conflictividad. O podemos regresar a 1987, el año en que mientras Hüsker Dü nos decían una y otra vez que había que aprovechar aquel presente para construir un futuro, el que fuera, en España se aprobaba la primera Ley de Propiedad Intelectual, que a su vez venía a reformar la anterior, que databa, nada más y nada menos, que de 1879. Además, la Ley llegaba con una importantísima novedad: «liberalizó» el sector. Junto a la omnipresente SGAE, hasta entonces única entidad de gestión, apareció el actual organigrama de entidades (ocho en total, cada una destinada a un sector concreto de la creación) habilitadas por el Ministerio de Cultura para la gestión colectiva de los derechos de sus socios. Pero aquel canto de cisne tenía trampa: desde entonces, como había sucedido desde su fundación en 1932, se implantó un monopolio que se ha mantenido hasta la fecha, aunque como sabemos la actual Ley ha abierto la posibilidad para que coexistan otros operadores. Sin embargo, consciente de que estos son sin duda años también importantes para la entidad, ha torpedeado a sus competidores, a sabiendas de que juega con ventaja.
Su historia, por tanto, puede contarse como una sucesión de presidentes que, unos más y otros menos, no han querido o no han podido acometer una reforma y saneamiento integrales, tan exigidos por la inmensa mayoría de sus socios y por la sociedad en su conjunto, y que ha obligado a que varios gobiernos, a través de distintos Ministros de Cultura, tomen cartas en el asunto. También es un relato lleno de paradojas. Existen poquísimos casos en que una entidad de gestión, que teóricamente es una asociación sin ánimo de lucro creada para la defensa de sus asociados, tenga tantísimo poder y, al mismo tiempo, disfrute de tan mala prensa, ganada a pulso, incluso entre los suyos. La casi unánime opinión acerca de unas malas y con frecuencia incomprensibles prácticas, que han dado lugar a procesos judiciales penales en los que se han destapado sonrojantes entramados, del todo ilógicos para una entidad de este tipo y descomunales en su magnitud, ha generado un alud de críticas e informes, incluidos los de la Comi-sión Nacional de la Competencia (actualmente integrada en la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia), que ha abierto expedientes sancionadores contra la entidad, y que incluyen fuertes multas debido a su abuso en la posición monopolística y malos usos. Su nombre es como una especie de amuleto, y hay quien asegura que, al pronunciarse en las proximidades de la sede de la entidad, es capaz de producir temblores de tierra y hasta tos nerviosa a sus altos cargos.
Porque, lamentablemente, es posible que todo aquello que pudiera decirse de la entidad en 1987 no difiera mucho de aquello que cada día se dice de la misma. Así que, efectivamente, existe una sensación de cierto vértigo, ese déjà vu del que hablábamos al comienzo, cuando leemos o sabemos de SGAE, e incluso cuando tratamos con ella.
El mundo ha cambiado, lo mismo que la industria musical. También los músicos, productores y promotores han tenido que cambiar. Los músicos, que en muchas ocasiones hacen el papel de mánagers y muchas otras cosas más, deben aprender a construir su propio marco y decidir cuál va a ser el modo en que podrán vivir de su arte, algo que inevitablemente les obliga a entender por qué y para qué existen entidades de gestión como la que nos ocupa. Ahora, inevitablemente, han comprendido que deben saber qué diantres es eso de la «gestión colectiva obligatoria» o la «comunicación pública», o las «licencias libres». Algo de eso, por supuesto, ya les suena, pero apuesto a que lo que se piensa de ello difiere de lo que realmente es. O, al menos, no exactamente.
En términos generales, el mundo de la propiedad intelectual y las aventuras y desventuras de SGAE son objeto de opiniones y comentarios que con excesiva frecuencia caen en lugares comunes, la mayoría completamente equívocos y falsos, la mayoría parciales y unos cuantos casi siempre descontextualizados.
Actualmente, los intereses entre editores y autores no son los mismos y, en muchos casos, la relación contractual suele ser conflictiva y tensa (para empezar, los contratos editoriales son a perpetuidad, algo absolutamente único en el sistema contractual español, así como la mayoría de las editoriales no hacen absolutamente nada por promocionar a sus artistas sino solamente funcionan como acumuladores de obras para rentabilizarlas y, de esta manera, adoptar una posición de mayor peso dentro de SGAE). También ha existido una separación y una desconexión mutua entre activistas que, por distintos motivos, han ido relacionándose con la propiedad intelectual, y los mismos creadores, que buscan algo tan legítimo como poder vivir de aquello que saben hacer.
Existe un problema de base: la falta de comprensión de muchas cuestiones que este libro, por fin, aclara. No ha sido una cuestión de torpeza. El propio Reixa, en un momento grandioso y también hilarante de este libro, reconoce que al alcanzar la Presidencia los técnicos tuvieron que explicarle decenas de veces, a través de interminables power points, cómo se realizaba el sistema de reparto de derechos de televisiones. Yo mismo he tenido en mis manos las liquidaciones y documentos en los que se identifican las obras y, por más que lo he intentado, me ha sido imposible desentrañar el origen de muchos números y datos. Parece que es una mano invisible quien apunta los asientos. Lo mismo que el sistema recaudatorio en general, lo que provoca situaciones absolutamente esperpénticas en las que autores que han percibido una triste liquidación, tras volver a entrevistarse (a ser posible, físicamente, en la misma entidad y sin necesidad de estar armados con los informes de la Comisión Nacional de la Competencia) con el responsable del Departamento de Socios, reciben una cantidad mayor. Este es un relato que habla de la cultura de este país: un grave déficit de la cultura del respeto hacia el autor, en gran parte impulsada por aquellos que deberían ser sus garantes, porque, al fin y al cabo, decimos que ha cambiado el mundo, pero ¿lo ha hecho suficientemente SGAE?
Existe una casi absoluta opacidad en los acuerdos entre la entidad y las grandes plataformas audiovisuales de este país, que a día de hoy mantienen prácticas sin respaldo legal alguno, a todas luces contrarias a derecho, como las llamadas «autopromociones», según las cuales se ha ofrecido y ofrece el repertorio de SGAE para su comunicación pública y explotación en anuncios de programas propios de las cadenas de las plataformas y que, por este motivo y ningún otro (y, desde luego, sin consentimiento ni comunicación de sus autores), se ceden obras para su incorporación a anuncios publicitarios, lo cual implica su previa edición y sincronización, o lo que es lo mismo, la transformación de la obra. En la actual Ley persiste este territorio liberado, lo mismo que existía en todas las anteriores. Los socios no conocen muchos de los acuerdos firmados por su entidad con terceros, acuerdos que por supuesto les afectan y que solo se intentan explicar cuando esta recibe presiones para su publicación o comunicación. Los llamados «derechos morales» (imprescriptibles y que, entre otros, incluyen el derecho a la integridad de la obra y su protección, salvo autorización expresa de su titular) siguen siendo los grandes desconocidos en todo este asunto y, curiosamente, han sido los derechos que más han resistido el paso del tiempo en las sucesivas legislaciones sobre derechos de autor e incluso en todo el sistema y su protección desde hace siglos.
Vértigo. Observad todas esas cifras que estremecen, los llamados «pendientes», y que pertenecen a los autores pero que por diversas razones no han llegado a percibir y entran en un cajón de sastre. Cifras que asombran y que, lejos de decrecer y encaminarse a una caja a cero -algo por otro lado imposible-, aumentan cada año. Es una entidad haciendo aguas.
SGAE: el monopolio en decadencia es un libro necesario que, al mismo tiempo, se ha hecho esperar. Es también un libro que llega en una época decisiva en la que se está redefiniendo el «modelo de negocio» alrededor de la música y de toda la industria cultural. Ainara LeGardon y David García Aristegui llevan muchos años derribando mitos, tendiendo puentes y proponiendo un modelo sensato que redunde en la toma de control por parte de los creadores. O intentándolo, porque la tarea ha sido y es inmensa, y los obstáculos muchos. Es la primera vez que en este país se afronta, de este modo, un tema tan complejo y, por otro lado, apremiante. Y ello porque quizás nadie podía haberlo abordado tal y como lo ha hecho este pequeño gran think tank como el formado por Ainara LeGardon y David García Aristegui, dos luminarias cuya autoridad para hablar sobre estos temas queda fuera de toda duda. Es muy posible que estés algo desorientado entre el alud de noticias e informaciones, artículos y declaraciones que diariamente circulan por la red y los medios de comunicación y que tienen como protagonista a la famosa entidad. Este libro, que la disecciona con una habilidad magistral, ofrece respuestas a casi todas las preguntas, pero también tiene otra gran virtud: deja abiertas puertas y plantea preguntas. No cierra ninguna y te empuja a posicionarte. Es un ensayo lúcido, brillante, valiente y pionero, construido de una forma intachable, meticuloso en extremo y que parte de posiciones razonables, donde cada declaración y dato empuja el siguiente. Sus autores están cargados de razones. Les sobran motivos.
Es una obra que, entre otras cosas, viene a decir que aún hay tiempo. Y, además, esconde un último golpe de efecto, un mecanismo oculto. Este libro es lo mejor que podía ocurrirle a una entidad como SGAE, que en caso de estar movida por responsables hábiles e inteligentes, no dudarían en recibirlo como un regalo: en él se ofrecen los pilares básicos para su pervivencia, así como algunas ideas y propuestas a la eterna crisis que sufre una entidad absolutamente única en la historia de este país, con una nefasta imagen pública y unos socios que, en la mayoría de los casos, la ven como un mal menor o directamente un enemigo interior. Algo así tendría que crear un efecto suficientemente movilizador. Debería emprender sin demora la tarea de tirar muros y tabiques, revisar las cañerías, reforzar las vigas. Y reconsiderar su propia naturaleza, lo que ha sido y lo que es y, por supuesto, como afrontar lo que está por venir. Puede que todo esto sean posibilidades o bien probabilidades. Pronto lo sabremos.
1987, 2017... En todo esto, en lo que te dispones a leer, hay algo que una y otra vez regresa sobre sus pasos, o quizás es que se trata de un antiguo cuento. Se dice que un escorpión, que quería atravesar un río, habló con una rana que estaba en la orilla: «Rana querida, ¿podría subirme a tu espalda para que me llevaras hasta el otro lado del río?», preguntó el escorpión. La rana, asustada y temerosa de lo que sucedería, contestó: «Pero, escorpión, si dejo que te subas me picarás». El escorpión, enfadado, le replicó: «¿Cómo voy a hacer semejante cosa? Si lo hago, los dos nos ahogaremos». A la rana, tras escucharlo, le pareció razonable, así que accedió. El escorpión se encaramó a su espalda pero, cuando iban a medio camino, la rana notó el temido aguijón. Mientras se hundían, logró preguntarle: «¿Por qué lo has hecho?», a lo que este contestó: «Porque es... mi naturaleza». Las declaraciones para ABC de un defenestrado Reixa, abandonando el Palacio de Longoria con gesto abatido y cansado, no dejan lugar a dudas: «La SGAE es el lugar menos interesante del hemisferio norte para fomentar la cultura». Entonces ¿a qué se dedica exactamente la entidad? ¿Cuál es su verdadera naturaleza?
Servando Rocha