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Es difícil para un hombre hablar mucho de sí mismo sin vanidad. Por lo tanto, seré breve. Puede que se piense que es ya un ejemplo de vanidad el hecho de que yo pretenda hablar en absoluto de mi vida. Pero esta narración apenas si contendrá algo más que la historia de mis escritos, pues, ciertamente, mi vida entera ha estado dedicada a empresas y ocupaciones literarias; y la suerte que corrieron la mayoría de mis escritos no fue tal que pudiera convertirse en objeto de vanidad.

Nací en Edimburgo el 26 de abril de 1711, old style.1 Vine de buena familia, tanto por parte de padre como de madre. Mi familia paterna es descendiente del conde de Home, o Hume, y mis antepasados habían sido propietarios durante varias generaciones de la hacienda que ahora posee mi hermano. Mi madre era hija de Sir David Falconer, presidente del College of Justice; el título de Lord Halkerton recayó por sucesión en su hermano.

Mi familia, sin embargo, no era rica. Y siendo yo hermano menor, mi patrimonio, de acuerdo con las modas de mi país, fue naturalmente muy escaso. Mi padre, que pasó por ser un hombre de talento, murió cuando yo era niño, dejándome, con un hermano mayor y una hermana, bajo el cuidado de nuestra madre, mujer de un mérito singular, la cual, aunque joven y hermosa, se dedicó enteramente a la crianza y educación de sus hijos. Pasé con éxito el período ordinario de enseñanza, y desde muy temprano se apoderó de mí una pasión por la literatura que ha sido la pasión dominante de mi vida y la gran fuente de mis satisfacciones. Mi disposición estudiosa, mi sobriedad y mi aplicación hicieron pensar a mi familia que el Derecho era la profesión adecuada para mí, pero yo descubrí tener una aversión insuperable por todo, excepto por las faenas de la filosofía y el conocimiento en general; y mientras ellos imaginaban que estaba dedicándome a estudiar detenidamente a Voet y Vinius, los autores que yo devoraba en secreto eran Cicerón y Virgilio.

Sin embargo, al ser mi muy escasa fortuna inadecuada para este plan de vida, y al verse mi salud algo dañada como consecuencia de mi ardiente aplicación, fui tentado o, mejor dicho, forzado a hacer un muy débil ensayo por entrar en escenario de vida más activo. En 1734 fui a Bristol con algunas recomendaciones para una serie de distinguidos comerciantes. Pero al cabo de unos pocos meses descubrí que aquel escenario no me iba en absoluto. Marché a Francia con la idea de continuar mis estudios en un retiro campestre, y allí puse por obra ese plan de vida que desde entonces he seguido regularmente y con éxito. Decidí hacer que una muy estricta frugalidad supliera mi falta de fortuna, mantener mi independencia incólume, y despreciar toda otra cosa que no fuera el desarrollo de mis talentos en literatura.

Durante mi retiro en Francia, primero en Reims pero principalmente en La Flèche, en Anjou, compuse mi Tratado de la naturaleza humana. Después de pasar tres años muy agradablemente en ese país, vine a Londres en 1737. A fines de 1738 publiqué mi Tratado, e inmediatamente después me fui con mi madre y mi hermano, que vivía en su casa de campo y se dedicaba muy juiciosa y exitosamente al aumento de su fortuna.

Jamás intento literario fue más desafortunado que mi Tratado de la naturaleza humana. Murió nada más salir de la imprenta, sin alcanzar siquiera la distinción de suscitar murmullos de desaprobación entre los fanáticos. Pero siendo yo naturalmente de temperamento alegre y optimista, pronto me recuperé del golpe y proseguí con gran ardor mis estudios en el campo. En 1742 imprimí en Edimburgo la primera parte de mis Ensayos. La obra fue recibida favorablemente, y pronto me hizo olvidar por completo mi anterior decepción. Continué en el campo con mi madre y con mi hermano, y en esa época recuperé el conocimiento de la lengua griega, que había descuidado mucho en mi primera juventud.

En 1745 recibí una carta del marqués de Annandale, invitándome a ir a vivir con él en Inglaterra. Supe también que los amigos y la familia de aquel joven noble estaban deseosos de ponerlo bajo mi cuidado y dirección, pues el estado de su mente y de su salud lo requería. Viví con él doce meses. Mis cargos durante ese tiempo supusieron un aumento considerable de mi pequeña fortuna. Recibí después una invitación del general St. Clair para entrar a su servicio como secretario en una expedición suya que al principio estuvo planeada contra Canadá, pero que luego terminó en una incursión a la costa de Francia. Al año siguiente, es decir, en 1747, recibí una invitación del general para servirle en la misma capacidad en su embajada a las cortes de Viena y Turín. Vestí entonces el uniforme de oficial y fui presentado en esas cortes como ayuda de campo del general, junto con Sir Harry Erskine y el capitán Grant, hoy general Grant. Estos dos años fueron casi las dos únicas interrupciones que mis estudios han tenido en el curso de mi vida. Los pasé agradablemente y en buena compañía; y mis cargos, junto con mi frugalidad, hicieron que llegara a poseer una fortuna que yo llamaba independiente, aunque mis amigos tendían a sonreírse cuando lo decía así. En suma, era ahora dueño de casi mil libras.

Siempre había albergado la opinión de que mi falta de éxito al publicar mi Tratado de la naturaleza humana había procedido más del cómo que del qué, y que yo había sido culpable de una indiscreción muy común yendo con el libro a la imprenta demasiado pronto. Por consiguiente, refundí la primera parte de esa obra en mi Investigación sobre el entendimiento humano, que se publicó cuando yo estaba en Turín. Pero esta pieza tuvo al principio poco más éxito que el Tratado de la naturaleza humana. A mi regreso de Italia, padecí la mortificación de encontrarme a toda Inglaterra agitada a cuenta del Free Enquiry del Dr. Middleton, mientras que mi trabajo había sido enteramente pasado por alto y desatendido. Una nueva edición de mis Ensayos morales y políticos, que se había publicado en Londres, tampoco encontró recepción mucho mejor.

Tal es la fuerza del temperamento natural, que estos desengaños hicieron poca o ninguna impresión en mí. En 1749 me fui a la casa de campo de mi hermano y viví con él dos años, pues ya mi madre estaba muerta. Allí compuse la segunda parte de mis Ensayos, que titulé Discursos políticos, y también mi Investigación sobre los principios de la moral, que es otra parte de mi Tratado refundida de nuevo. Entre tanto, mi librero, A. Millar, me informó que mis publicaciones anteriores (todas ellas, excepto el desafortunado Tratado) empezaban a ser tema de conversación; que su venta iba aumentando gradualmente y que se pedían nuevas ediciones. Refutaciones provenientes de reverendos y obispos aparecieron dos o tres en un año; y descubrí, a juzgar por las insolencias del Dr. Warburton, que los libros empezaban a ser estimados entre gente respetable. Sin embargo, había tomado la resolución, que mantuve inflexiblemente, de no replicar nunca a nadie; y como no soy de temperamento muy irascible, he logrado fácilmente mantenerme al margen de toda disputa literaria. Estos síntomas de ir adquiriendo una fama creciente me dieron ánimo, pues siempre estuve más dispuesto a ver el lado favorable de las cosas, que el desfavorable: una manera de ser que reporta más felicidad que el haber nacido con una renta heredada de diez mil libras anuales.

En 1751 me mudé del campo a la ciudad, el verdadero escenario para un hombre de letras. En 1752 se publicaron en Edimburgo, donde yo entonces vivía, mis Discursos políticos, la única de mis obras que alcanzó el éxito desde su primera publicación. Fue bien recibida fuera y dentro de mi país. En ese mismo año se publicó en Londres mi Investigación sobre los principios de la moral, que en mi opinión (aunque yo no debería juzgar sobre este asunto) es incomparablemente el mejor de todos mis escritos históricos, filosóficos o literarios. Vino al mundo sin ser notado ni observado.

En 1752 la Facultad de Abogados me escogió como bibliotecario suyo, cargo por el que apenas recibí emolumento alguno, pero que puso bajo mi dirección una vasta biblioteca. Entonces me formé el plan de escribir la historia de Inglaterra; pero asustado ante la idea de componer una narración continua que cubriese un período de 1700 años, comencé con el acceso al trono de la casa Estuardo, una época en la que pensé que las tergiversaciones partidistas habían empezado por lo general a tener lugar. Reconozco que fui demasiado entusiasta en mis esperanzas acerca del éxito de esta obra. Pensaba que yo era el único historiador que había prescindido por completo del poder, los intereses y la autoridad presentes, así como del clamor de los prejuicios populares; y como el asunto estaba al alcance de cualquier inteligencia, confiaba en recibir proporcional aplauso. Pero amargo fue mi desengaño: fui asaltado por un grito de desaprobación, de reproche y aun de aborrecimiento. El inglés, el escocés, el irlandés, el Whig y el Tory, el eclesiástico y el disidente, el librepensador y el religioso, el patriota y el cortesano —todos se unieron en su rabia contra el hombre que se había aventurado a verter una generosa lágrima por el destino de Carlos I y el conde de Strafford—. Y cuando se extinguieron las primeras ebulliciones de su furia, lo cual fue todavía más mortificante, el libro pareció hundirse en el olvido. Mr. Millar me dijo que en doce meses había vendido solamente cinco ejemplares de la obra. Apenas si oí de algún hombre en los tres reinos, importante por su rango o por su prestigio en el mundo de las letras, que hubiera podido soportar el libro. Las únicas dos excepciones fueron el Dr. Herring, primado de Inglaterra, y el Dr. Stone, primado de Irlanda —dos extrañas excepciones—. Estos dignos prelados me enviaron mensajes por separado, urgiéndome a que no me desanimara.

Pero yo estaba, lo confieso, desanimado. Y si no hubiera estallado entonces la guerra entre Francia e Inglaterra, sin duda me habría retirado a alguna ciudad provinciana de aquel reino, me habría cambiado de nombre y jamás habría regresado a mi país natal. Pero como este plan no era ahora practicable, y el volumen siguiente estaba ya bastante avanzado, resolví cobrar ánimos y perseverar.

En este intervalo publiqué en Londres mi Historia natural de la religión, junto con otras piezas menores. Su entrada en el ámbito público fue bastante oscura, con la única excepción de que el Dr. Hurd escribió contra el libro un panfleto marcado por toda la intolerante petulancia, arrogancia y grosería que distinguen a la escuela warburtoniana. Este panfleto me dio algún consuelo y sirvió para compensar la indiferencia con que, por lo demás, fue recibido mi trabajo.

En 1756, dos años después del fracaso del primer volumen, se publicó el segundo volumen de mi Historia [de Inglaterra], cubriendo el período que va de la muerte de Carlos I hasta la Revolución. Este trabajo pareció disgustar menos a los Whigs y fue mejor recibido. No sólo se mantuvo en pie por sí mismo, sino que también ayudó a levantarse a su desafortunado hermano.

Pero aunque yo había aprendido por experiencia que el partido Whig tenía el poder de otorgar todos los puestos, tanto en el Estado como en el mundo de las letras, me vi tan poco inclinado a ceder a su insensato griterío, que en las más de cien alteraciones que ulteriores estudios, lecturas o reflexiones me obligaron a introducir en los reinados de los dos primeros Estuardos, los cambios que hice fueron siempre, invariablemente, a favor del partido Tory. Es ridículo considerar la constitución inglesa anterior a ese período como un plan regular de libertad.

En 1759 publiqué mi Historia de la casa Tudor. El griterío contra esta obra fue casi igual que el que se había levantado contra la historia de los dos primeros Estuardos. El reino de Isabel resultó particularmente odioso. Pero ya estaba yo inmunizado contra las reacciones de la estupidez pública, y continué muy pacífica y agradablemente en mi retiro de Edimburgo, terminando allí en dos volúmenes la parte más temprana de la historia inglesa, que di al público en 1761, con un tolerable, y nada más que tolerable, éxito.

Mas a pesar de esta variedad de vientos y estaciones a los que habían estado expuestos mis escritos, habían continuado haciendo tales progresos, que el dinero por la venta de ejemplares que me dieron los libreros excedió con mucho cualquier otra cantidad conocida hasta entonces en Inglaterra. Llegué a convertirme, no sólo en un hombre económicamente independiente, sino en opulento. Me retiré a mi país natal de Escocia, resuelto a no poner jamás el pie en ningún otro sitio, y conservando la satisfacción de no haber presentado nunca una solicitud a un hombre importante, o ni siquiera de haber dado señales de desear la amistad de ninguno de ellos. Como para entonces ya había cumplido los cincuenta, pensaba pasar el resto de mi vida de esta manera filosófica, cuando, en 1763, recibí una invitación del conde de Hertford, a quien yo no conocía en absoluto, para que lo acompañase en su embajada a París, con el inmediato prospecto de ser nombrado secretario de Embajada y de desempeñar las funciones del cargo mientras me llegase el nombramiento. A pesar de lo atractivo de esta oferta, al principio la rechacé por dos razones: porque estaba poco dispuesto a relacionarme con los grandes, y porque temía que los refinamientos y el contacto con la sociedad disoluta de París resultarían desagradables para una persona de mi edad y disposición. Pero al insistir su señoría en la invitación, acepté. Tengo muchos motivos, tanto de placer como de interés, para considerarme afortunado por mi relación con aquel noble, así como, posteriormente, con su hermano, el general Conway.

Quienes no hayan visto los extraños efectos de las modas no podrán nunca imaginar el recibimiento con que me encontré en París, compuesto de hombres y mujeres de todo rango y posición social. Cuanto más me apartaba de sus excesivas cortesías, más abrumado me veía de ellas. Hay, sin embargo, una verdadera satisfacción en el hecho de vivir en París, debida al gran número de personas con sensibilidad, conocimiento y buena educación, que abundan en esa ciudad más que en ningún otro lugar del universo. Una vez tuve el pensamiento de instalarme allí de por vida.

Fui nombrado secretario de Embajada; y en el verano de 1765 Lord Hertford me dejó, al haber sido nombrado Lord Lieutenant de Irlanda. Fui chargé d’affaires hasta la llegada del duque de Richmond, a finales de año. A principios de 1766 dejé París, y al verano siguiente me fui a Edimburgo con la misma idea que antes había tenido, de enterrarme en un retiro filosófico. Volví a aquel lugar, no más rico, pero sí con mucho más dinero y con ingresos mucho mayores —por mediación de mi amistad con Lord Hertford— que cuando lo había dejado. Y estaba deseoso de ver lo que la abundancia podía producir, pues ya había experimentado antes lo que era meramente subsistir. Pero en 1767 recibí de Mr. Conway una invitación para ser subsecretario. Tanto el carácter de la persona como mis relaciones con Lord Hertford me impidieron rehusar. Regresé a Edimburgo en 1769, muy opulento (pues poseía unos ingresos de mil libras anuales), con buena salud y, aunque algo abatido por los años, con la esperanza de disfrutar por mucho tiempo de mi situación desahogada, y de ver aumentar mi fama.

En la primavera de 1775 fui afectado por una enfermedad en los intestinos que al principio no me produjo alarma, pero que, según entiendo, se ha convertido en mortal e incurable. Ahora cuento con que la disolución será rápida. He sufrido muy poco dolor como consecuencia de mi enfermedad; y lo que es más curioso, en ningún momento he sufrido depresión de ánimo, a pesar de la gran decaída que ha experimentado mi persona. Hasta tal punto es ello así, que si fuera a nombrar un período de mi vida por el que escogiera pasar de nuevo, puede que estuviera tentado a mencionar este último período. Poseo el mismo entusiasmo de siempre en el estudio, y la misma alegría en sociedad. Considero, además, que un hombre de sesenta y cinco años, muriendo, se limita a cortar unos pocos años de molestias; y aunque veo muchos síntomas de que mi reputación literaria está por fin expandiéndose con mayor lustre que nunca, siempre supe que tendría pocos años para disfrutarla. Es difícil estar más desprendido de la vida de lo que yo lo estoy en el presente.

Para concluir históricamente con mi propio carácter: soy, o mejor, he sido (pues ése es el estilo que debo ahora emplear al hablar de mí mismo, estilo que me anima más a expresar mis sentimientos), he sido —decía— un hombre de disposición benigna, dueño de su temperamento, de personalidad abierta, sociable y alegre, capaz de encariñarse, poco susceptible de enemistad, y de una gran moderación en todas mis pasiones. Y ni siquiera mi amor a la fama literaria, mi pasión dominante, llegó jamás a amargarme el carácter, a pesar de mis frecuentes desengaños. Mi compañía no le resultó inaceptable ni al joven y despreocupado, ni al estudioso y literato. Y como encontré una particular satisfacción estando en compañía de mujeres recatadas y prudentes, no tengo razón para estar descontento con la acogida que me dispensaron. En una palabra, aunque la mayoría de los hombres de cierta eminencia han encontrado motivos para quejarse de calumnia, yo jamás fui herido, ni siquiera atacado, por sus funestos colmillos; y aunque abiertamente me expuse al furor de facciones tanto religiosas como civiles, éstas parecieron quedar desarmadas, en mi provecho, de su furia habitual. Mis amigos jamás tuvieron ocasión de vindicar alguna circunstancia de mi carácter y conducta. No es que los fanáticos, como bien podemos suponer, no se hubieran alegrado de poder inventar y propagar alguna historia para hacerme daño; pero jamás lograron encontrar ninguna que pensaran pudiera tener aspecto de probable. No puedo decir que no haya vanidad en hacer esta oración funeral de mí mismo, pero espero que no esté fuera de lugar; y es éste un asunto de hecho que puede ser fácilmente probado y comprobado.

18 de abril de 1766

1 Manera de registrar fechas según el Calendario Juliano, usada en Gran Bretaña hasta el 2 de septiembre de 1752, y en Rusia hasta 1917.

Hume

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