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DAVID HUME, EL ESCÉPTICO APASIONADO

¿Por qué leer a Hume en pleno siglo XXI? Después de todas las revoluciones políticas y sociales acaecidas en nuestra civilización y en civilizaciones cercanas desde que Hume murió en 1776 hasta hoy, es justo preguntarnos por qué volver a leer —o leer por primera vez— a un filósofo anterior en sentido estricto a todos esos procesos, a todos esos cambios que parecen definir nuestro presente y a buen seguro también nuestro futuro.

En este estudio introductorio a la obra de este filósofo escocés del siglo XVIII, el más importante que nunca ha escrito en lengua inglesa, intento por supuesto proporcionar una explicación a esa pregunta acerca del sentido de recrearse en el pensamiento de Hume. Esa explicación es compleja y multiforme, y sólo adquirirá sentido al final de este viaje que estamos emprendiendo por el pensamiento de este autor.

Se ha dicho de Hume —y de su obra— que es contradictorio, ambiguo, conservador, ultraliberal, radical, ateo, fideísta, escéptico y aporético, antinaturalista y naturalista a la vez, y muchas otras cosas en muy diversos registros y sentidos. No es fácil averiguar cuál es la auténtica cara de la moneda humeana, y por eso —y por haber transitado muy diversos campos de la actividad intelectual: la filosofía, la historia, la economía, etc.— fue calificado, creo que acertadamente, de many sided genius, «genio polifacético» o «multiforme». Eso enriquece sus planteamientos, a la vez que complica su análisis.

Creo sinceramente —y en este momento el lector ha de confiar en mí, porque sólo poco a poco irá teniendo pruebas de lo que voy a decir— que el pensamiento presente tanto filosófico como científico, que incluso el propio presente real, no podría ser comprendido sin recorrer la obra de Hume, de alguien que fundamentalmente intentó extraer las consecuencias del escepticismo sin que ello paralizara nuestra actividad vital. Creo que esa mezcla de escepticismo moderado y apasionamiento equilibrado define su pensamiento, y en un cierto sentido define la actitud del hombre y la mujer actuales: hemos visto mucho para ser ingenuos, y sin embargo hemos de seguir viviendo en nuestro mundo sólo humano y nada más que humano. Hemos de perseverar en la empresa de ser hombres sin autoengaños, como dice Hume, equilibrando nuestras esperanzas y nuestras expectativas a las evidencias, a lo que el mundo nos dice y enseña. De esa esencia surge todo el pensamiento de Hume, y espero poder demostrar que surge una muy interesante propuesta filosófica para poder comprender el mundo contemporáneo y fundar proyectos de construcción racionales, aunque no absolutos, para ese mundo y para mundos alternativos, quizá no utópicos en exceso y algo conservadores para los necesitados lectores y lectoras actuales, pero rebosantes de prudencia, de equilibrio y de sentido crítico. El viaje merece la pena.

VIDA

David Hume (1711-1776) es quizá, de entre todos los personajes de la historia de la filosofía, el pensador que menos se ajusta al modelo o imagen de filósofo que, desde Immanuel Kant, suele ser el estereotipo social de dicha profesión: un individuo soltero, extravagante y senil.1 Hume nunca se casó y mantuvo algunas ideas bastante extravagantes, pero su intensa vida amorosa y lo convencional de su existencia cotidiana lo alejan de ese modelo filokantiano; además, conservó una extraordinaria lucidez hasta el mismo momento de su muerte. Junto a eso, Hume siempre demostró tener un excelente sentido del humor, y mi retrato de su vida y de su obra espera hacerle justicia.2 Uno de sus críticos más despiadados dijo de él:

Su ponzoña helada es mucho más peligrosa que la rabia babosa de Voltaire. Éste ha blasonado, algunas veces por lo menos, de respeto a ciertas verdades fundamentales y ha dicho en cierta ocasión: Si Dieu n’existait pas il fraudait l’inventer. Creo que no es sino culpable, y no es éste el lugar de razonar el porqué. Las contradicciones que en él notan los lectores atentos le hacen mucho menos peligroso que Hume, que mina todas las verdades con una sangre fría tan imperturbable que se asemeja a la lógica. ¿Qué aparato dialéctico no ha desplegado Hume para destruir toda idea de libertad, o lo que es lo mismo, para aniquilar la moral por su base? La inteligencia más ejercitada en esta clase de meditaciones vacila con frecuencia ante el conjunto de sofismas que acumula este peligroso escritor. Nos damos cuenta de que Hume se equivoca incluso antes de decir el porqué. Si ha existido alguna vez entre los humanos que han tenido ocasión de escuchar la predicación evangélica un verdadero ateo (acerca de lo cual yo no me atrevo a decidir), es Hume. Siempre que he leído sus obras antirreligiosas he sentido una especie de escalofrío y me he preguntado cómo un hombre al que no le ha faltado nada para conocer la verdad, ha podido caer en tanta bajeza. Me ha parecido siempre que la dureza de Hume, su calma insolente, no podía ser sino el último castigo a cierta revolución de la inteligencia que excluye la misericordia y a la que Dios castiga alejándose.3

Textos como éste proliferaron en vida de Hume, sobre todo tras su muerte.

No creo que su carácter agresivo proceda de una percepción del carácter decisivamente destructivo de la crítica de Hume a la metafísica clásica (eso sólo lo vio claramente su «principal discípulo», Immanuel Kant), sino de una indignación ante Hume como personaje, como símbolo. Así pues, las raíces de esta indignación no están tan sólo —aunque algo tengan que ver— en las obras de Hume, sino en quien las escribió.

Es evidente que alguien de quien se dicen tales cosas debe ser mucho más interesante que sus críticos, tanto en el aspecto biográfico como en el teórico. Hablemos, pues, de Hume y de su obra, de sus condicionamientos históricos e intelectuales, hagamos aquí un pequeño resumen de la vida de Hume, concentrándonos por supuesto en los detalles de más clara relevancia para la comprensión de su obra. Para ello, el mejor hilo conductor no lo constituyen las biografías existentes —algunas de un volumen y de un detalle abrumadores— sino la propia autobiografía de Hume, Mi vida, en la que, con una brevedad extraña en el género autobiográfico, narra su vida a través especialmente de sus avatares literario-filosóficos.4

David Hume nos dice que nació en 1711, en un pueblecito escocés llamado Ninewells, en una familia de la gentry o nobleza rural escocesa, vinculada al ámbito del derecho (su padre era abogado por la Universidad de Utrecht) y al puritanismo religioso. El joven David destacó pronto por su incapacidad para seguir la tradición familiar tanto en uno como en otro campo. Un divertido cronista actual de la figura de David Hume reconstruye así el entorno familiar del joven filósofo:

No existe ya la casa original donde se crió el filósofo, pero al crédulo turista filosófico se le muestra la «cueva del filósofo», bajando la colina, al sureste de la casa actual; se dice que en esta inhóspita y húmeda oquedad había meditado Hume cuando era un muchacho, y también años más tarde, cuando las dimensiones se habrían quedado estrechas para sus amplias hechuras. Si es verdad que el entorno afecta nuestros pensamientos, esperaríamos que las meditaciones de Hume en aquel lugar produjeran algo así como una filosofía neolítica con tendencias claustrofóbicas, y así es como los grandes filósofos alemanes de los cien años siguientes llegaron a considerar la obra de Hume.5

Desde el punto de vista religioso —fue muy prudente (casi ambiguo) a la hora de señalar si era ateo o no: por ejemplo, en la famosa6 cena del barón de Holbach, y ante el discurso de éste según el cual estaban reunidos allí los más famosos ateos de Europa, Hume intervino para señalar que no se consideraba a sí mismo ateo—7 tuvo siempre claro que el infierno ardiente de los condenados que el calvinismo le enseñó a temer de niño no podía ser considerado como elemento integrante de ninguna institución de utilidad pública.

En todo caso, hay en Hume un cierto gusto por la provocación en temas religiosos. No contento con haber demostrado que existe el derecho a morirse cuando a uno le dé la gana y se den motivos para ello (esto es, casi siempre),8 añadió que en el caso de algunas personas morirse no es un derecho sino un deber (debía de estar pensando en alguno de sus enemigos),9 y en una de sus obras añadió un comentario relativo a que la vida humana vale lo mismo que la de una almeja,10 y expresó asimismo sus dudas sobre la integridad moral de los apóstoles.11

Es probable que esta visión sobre el tema religioso, tan genuinamente ilustrada, no haga justicia a todos los aspectos del fenómeno religioso, pero para Hume la cuestión se planteaba de modo estrictamente inverso: no hay que demostrar el sinsentido de la religión sino más bien su hipotético sentido.

Junto a su falta de interés práctico —que no teórico— por la religión, en el «pequeño» Hume se desarrolló un acuciado desinterés por la práctica del derecho, el segundo horizonte familiar que se le ofrecía.

Aunque cursó estudios varios en la Universidad de Edimburgo, él mismo confesó haberlo abandonado todo por la lectura de Cicerón («Tully» o «Tulio» en sus citas en muchos casos) y de Virgilio, y en general por el cultivo de las letras. La excesiva dedicación a estos menesteres hizo que Hume padeciera un claro agotamiento físico y nervioso que —como confiesa en carta a su médico— se remedió con un tratamiento a base de medio litro diario de vino clarete y un paseo a caballo de ocho a diez millas escocesas.

Junto a estas dos aficiones Hume habló repetidamente, incluso en sus obras filosóficas, del disfrute obtenido cuando, al abandonar por ejemplo las abstrusas reflexiones sobre la disolución del Yo, dejaba a un lado el «ropaje filosófico» y podía dedicarse a menesteres de más interés, singularmente una partida de «chaquete» (un juego parecido al backgammon actual) con los amigos.

El vino, el caballo y las cartas no pasaron inadvertidos a sus enemigos, y doy aquí un salto cronológico para exponer lo que se dijo tras la muerte de Hume, en polémica con su amigo Adam Smith:

Así pues, señor, si me permite usted juzgar, antes de la cena, la filosofía de Mr. Hume tal y como éste la juzgó después de la cena, no habrá ocasión de disputa en lo que concierne a este asunto. Si ello fuera posible, yo preferiría tener ante mí un esquema de pensamiento susceptible de mantenerse en pie a cualquier hora del día; porque, si no, una persona se vería obligada a mantener al mismo tiempo dos tipos diferentes de lo que podríamos llamar «caballos metafísicos», a fin de poder cabalgar en uno por la mañana y en otro por la tarde. […] Eso no quita para que, en alguna ocasión, nos haya entretenido escuchar algún chiste de labios del autor, cuando éste hacía gala de su buen humor teniendo entre sus manos un vaso de vino. […] ¿Sería posible descubrir cuáles son las pestilentes consecuencias a que da lugar una filosofía falsa? Buen ejemplo tenemos de esas funestas consecuencias si contemplamos lo ocurrido en el caso deplorable de Mr. Hume.12

Tras esa depresión física y nerviosa, ya en 1729 (por tanto con dieciocho años) Hume dijo haber percibido «una nueva escena de pensamiento». Este modo mental, compuesto probablemente de influencias filosóficas (John Locke, George Berkeley, René Descartes, Nicolas Malebranche, Francis Hutcheson, el conde de Shaftesbury y también Joseph Butler) y científicas (Isaac Newton, David Hartley), es el que dio origen al Tratado de la naturaleza humana y —si aceptamos la tesis de que éste sienta las bases primordiales de su pensamiento— también a toda su obra, aunque dicho contexto intelectual, junto al social o histórico, no agoten la explicación de la génesis de un pensamiento original como el de Hume.

Transcurrido un tiempo desde la enfermedad mencionada, en 1734 Hume decidió abandonar momentáneamente la filosofía e incorporarse a una compañía de compraventa de azúcar de Bristol. Este provisional abandono de las abstrusas tareas del quehacer filosófico parece deberse a la denuncia —que no prosperó— por la que se acusaba a Hume de ser padre de un hijo ilegítimo de una señora del lugar.

Aunque por la descripción de alguna de sus amantes y amigas se sabe que Hume evidentemente no constituyó en absoluto un prototipo de belleza, e incluso en Francia se contaban chistes sobre su incomprensible francés y —lo que era aún peor— también su hilarante inglés, producto de su marcado acento escocés, fue siempre muy apreciado por las mujeres, como lo prueban diversos incidentes. Es conocido el mapa que describe la ruta de una de sus amantes que le siguió por toda Europa mandándole misivas amorosas. Asimismo se sabe también que una de sus amantes tachó el nombre de la calle en la que vivía Hume en Edimburgo y escribió en su lugar «St. David Street», tradición que, en su biografía de Hume, Ernest Campbell Mossner ha constatado que aún hoy se mantiene. Finalmente, y para cerrar este apartado erótico-filosófico, hay que mencionar las numerosas proposiciones de matrimonio que Hume recibió al final de su vida por parte de diversas damas de la clase alta de Edimburgo. De todas ellas, parece que una tal Nancy Orde estuvo a punto de casarse con él, aunque finalmente Hume no se decidió, probablemente por las razones que le llevaron también a rechazar la propuesta de su editor William Strahan para continuar la Historia de Inglaterra hasta sus días, respuesta que se hizo famosa y que apareció incluso en algún diario de la época: «I’m too old, too fat, too lazy, and too rich».13

Después de este largo interludio, volvamos al hilo natural de la vida de Hume. Lo habíamos dejado en Bristol, y parece que ni siquiera entonces abandonó sus habituales preocupaciones literarias y filosóficas, puesto que Mossner14 ha sugerido que fue despedido por las repetidas correcciones que realizaba del estilo literario de su jefe, y parece que también de su ortografía. Así pues, a los cuatro meses David Home (a partir de entonces Hume, ya que cambió la grafía de su apellido) estaba libre para dedicarse a la filosofía por completo. Y así lo hizo, pero en Francia.

Tras una corta estancia en París, pasó un año en Reims y los dos siguientes en La Flèche de Anjou, lugar donde se levantaba el colegio jesuita en el que se había educado Descartes. Se ha especulado mucho sobre el hecho de que Hume escogiera dicho lugar para redactar el Tratado, y se ha creído ver en ello algún tipo de reconocimiento de influencias cartesianas. Mossner ha demostrado que en esta elección primaron criterios exclusivamente económicos, puesto que la situación de Hume, aunque le permitía dedicarse exclusivamente al estudio y a la investigación, no era holgada y dicho lugar resultaba muy económico. Además entabló amistad con algunos jesuitas del colegio de la ciudad, quienes le permitieron usar con total libertad la magnífica biblioteca del centro, lo que aclara definitivamente la supuesta y oculta conexión cartesiana que se halla en el origen del Tratado. Por lo demás, la propia naturaleza filosófica de la obra podía haber aclarado estas supuestas vinculaciones, ya que su orientación filosófica se sitúa en la posición estrictamente contraria al racionalismo, sobre todo en su crítica al paradigma de pensamiento cuya obsesión es reducir a un origen simple y elemental toda la realidad. Posteriormente Hume reconoció que este defecto no era exclusivo del racionalismo y lo extendió —por ejemplo en «De la dignidad o miseria de la naturaleza humana»—15 también a alguno de los principales representantes del empirismo filosófico (Thomas Hobbes, por ejemplo) y también del sentimentalismo moral (Shaftesbury).

En cualquier caso, tras una estancia de tres años en Francia Hume volvió a Londres en busca de un editor para su obra, que al parecer había terminado en el otoño de 1737. Tardó casi un año en lograr contratar su publicación con John Noon, y los dos primeros volúmenes de la obra aparecieron en enero de 1739 con el título de Tratado de la naturaleza humana. Un intento de introducir el método experimental de razonar en los asuntos morales. La publicación del tercer volumen —el dedicado a la moral— se demoró hasta noviembre de 1740 y fue publicado por otro editor, Thomas Longman, gracias al «éxito arrollador» de las dos primeras entregas.

El pensamiento de Hume resultó conflictivo ya desde su primera obra. Aunque en un cierto sentido Hume estaba apadrinado intelectualmente por Francis Hutcheson —hoy considerado un autor de primera fila—, de hecho la gran figura intelectual de la época en la Inglaterra ilustrada era la del obispo Joseph Butler. Hume quiso dedicarle la obra, pero Butler declinó tal «honor». Tanta era la admiración que Hume tenía por este autor, que incluso llegó a «cercenar» dos importantes partes de la obra para no ofender la sensibilidad de Butler: la sección dedicada a los milagros, en la que se sienta una de las bases metodológicas de la ciencia histórica del siglo XVIII que luego Hume desarrolló en su Historia de Inglaterra, y la sección dedicada a «La Providencia Divina y a la idea de una vida futura», en la que igualmente se sientan las bases de obras posteriores de Hume, en concreto de los Diálogos sobre la religión natural. En cuanto Hume tuvo la certeza de que no obtendría el beneplácito de Joseph Butler en ningún caso y para ninguna de sus obras, incluyó estas dos secciones en la Investigación sobre el conocimiento humano (An Enquiry Concerning the Human Understanding) o primera Investigación.

Al parecer, la acogida del Tratado fue muy mala, aunque investigaciones recientes han determinado que Hume no fue muy objetivo con su propia obra, ya que aunque casi nadie la entendió —debido principalmente a lo voluminosa que era, a la novedad de las argumentaciones y a defectos de estilo—, sin embargo no pasó inadvertida. Al menos se publicaron tres largas reseñas, todas ellas hostiles, y diversos periódicos ingleses y extranjeros hablaron de ella.16

Hume estaba convencido de que el escaso éxito de su obra se debía exclusivamente a la dificultad y a la novedad de algunos de sus puntos, por lo que en 1740 publicó un folleto anónimo —pero en realidad escrito por él mismo— titulado Resumen de un libro recientemente publicado titulado Tratado de la naturaleza humana.27 Aunque en este escrito Hume ilustraba y simplificaba alguno de los puntos más conflictivos de la obra —especialmente los gnoseológicos, con particular atención al problema de la causalidad—, no contribuyó en absoluto a mejorar la comprensión del Tratado por parte de sus contemporáneos ni consiguió llamar la atención sobre él. Los últimos ejemplares de la obra los regaló el autor a sus amigos. Para mayor escarnio de Hume, el Tratado nunca se reeditó en vida de Hume, mientras obras como las de Thomas Reid, An Inquiry into the Human Mind: on the Principles of Common Sense, cuya única originalidad era la de criticar al Tratado y a su autor, alcanzaron hasta dieciocho ediciones en vida de Hume.18

Al ver la poca aceptación del Tratado, Hume realizó un ejercicio de autocrítica, y este análisis al parecer lo llevó a tomar varias decisiones, algunas de las cuales han sido malinterpretadas. Ante todo Hume se dio cuenta de que era necesario modificar lo que puede denominarse el «estilo» del Tratado, pues sus contemporáneos no parecían estar muy preparados para el propio género del Tratado sino más bien para la utilización de lo que García Roca ha denominado muy bien «estrategia de ofensivas limitadas»; así, después del Tratado Hume jamás volvió a abordar, en ninguna de sus obras, lo que podría llamarse un sistema de filosofía —lo cual no quiere decir que éste no existiera en su mente; es más, existía y lo había formulado en el Tratado—, sino que se aplicaba de modo monográfico a un problema hasta agotarlo, lo cual mejoraba evidentemente la comprensión de sus posiciones por parte del lector y, a la vez, proporcionaba una impresión de solidez en los fundamentos, aunque éstos sólo fueran implícitamente aludidos. De modo muy concreto, en la evolución estilística que se produjo en la filosofía de Hume después del Tratado se aprecia la supresión de latinismos y escotismos, así como la desaparición de las conocidas digresiones del Tratado que tanto contribuyeron a que la obra fuera mal comprendida. Así pues, se puede decir que Hume acertó en la reorientación del estilo expositivo, como puede desprenderse del hecho de que, mientras que el inglés del Tratado es una tortura para los traductores, sin embargo el inglés de por ejemplo los Diálogos es incluso usado como modelo de redacción en las universidades británicas y no presenta la más mínima dificultad para un traductor poco avezado.

Otra de las conclusiones que extrajo Hume del fracaso del Tratado fue que, de algún modo, su carrera filosófica y la fama que tanto anhelaba le serían vedadas mientras las críticas a su obra continuaran dirigiéndose hacia su primer trabajo, por lo que repudió explícitamente el Tratado como una obra de juventud, y principalmente a partir de la Investigación sobre el conocimiento humano y la Investigación sobre los principios de la moral (An Enquiry Concerning the Principles of Morals) pidió que las críticas se dirigieran a estas obras y no al Tratado. Desgraciadamente para él y afortunadamente para nosotros, sus contemporáneos no le hicieron ningún caso y siguieron criticando al autor del Tratado. En cualquier caso, e incluso en contra del criterio del propio Hume, las diferencias entre las obras que pretenden suplir al Tratado y este mismo son más bien de estilo y no de contenido, aunque para ser justo con estas obras —y aunque una justificación pormenorizada de este aspecto requeriría una larga exposición—, en ellas se pueden señalar puntos originales que en absoluto las convierten en un mero resumen de los tres libros del Tratado. Al fin y al cabo, conocer a Hume exige de modo inexcusable leer el Tratado, e incluso podría afirmarse que el acceso al resto de su obra nos estaría vedado si no recorriéramos esta obra, un trabajo defectuoso e inmaduro en muchos aspectos, pero también la única formulación sistemática y global de la filosofía de Hume.

Tras exponer sintéticamente la génesis biográfica del Tratado de Hume —sin duda su obra más importante y el origen directo no sólo del Resumen del «Tratado de la naturaleza humana» incluido en este volumen, sino en un cierto sentido también de todo el resto de la obra humeana—, volvemos al relato esquemático del resto de su aventura vital y literaria.

En 1741 y 1742 Hume puso a prueba su reformulación del estilo filosófico al publicar los dos primeros volúmenes de sus Ensayos morales y políticos (Essays, Moral and Political). Tradicionalmente se ha considerado que la dedicación de Hume al género del ensayo fue una deserción de la filosofía y una adaptación a los gustos de los lectores burgueses e ilustrados de la época, y aunque algo de cierto hay en esto —en otro lugar19 analizo con mayor detenimiento la figura del Hume ensayista—, en ninguno de los ensayos de Hume, por muy frívolos que puedan parecer, renuncia éste a poner a prueba alguno de los elementos básicos de su propuesta filosófica, aunque en muchos casos esto no se percibe porque no se ha leído suficientemente el resto de la obra de Hume, en especial el propio Tratado, en el que se delinean muchas de las ideas que posteriormente se conforman en los ensayos.

El relativo éxito económico y personal de los mencionados ensayos, que sin embargo se publicaron de forma anónima, animó a Hume a presentarse a una plaza de profesor de ética y filosofía pneumática (una especie de psicología; de pneuma, «alma» o «espíritu» en griego) en la Universidad de Edimburgo. La elección de profesor se demoró algo, lo que dio tiempo a que la oposición religiosa a Hume se organizara, presionara y finalmente consiguiera que la plaza se concediera a quien sustituía provisionalmente al profesor titular, el cual desde hacía tiempo ejercía de médico militar en el extranjero. La oposición a la candidatura de Hume se manifestó principalmente con la difusión pública de lo que se consideraba una de las principales consecuencias de su filosofía: la crítica del principio de causalidad y, por tanto, la eliminación de uno de los fundamentos de la teología natural, con lo que se abría una puerta al escepticismo y al ateísmo. Evidentemente, la categoría de los candidatos demuestra que la decisión de negarle la plaza a Hume fue injusta, pero a pesar de esto, el proceso de censura pública de Hume tuvo un imprevisto y paradójico efecto positivo para éste, aunque no en el sentido que él hubiese deseado: no ganó la plaza, pero probablemente sus ideas fueron entendidas por primera vez en todo su alcance: eran realmente las ideas del más importante crítico de la metafísica occidental, como poco después supo apreciar también pero más justa e imparcialmente Immanuel Kant.20

La necesidad de asegurarse un sustento económico suficiente hizo que, después de este incidente, Hume se viera envuelto en otro aún más desagradable. Aceptó ser tutor del marqués de Annandale, quien posteriormente fue declarado demente. Así pues, el único alumno que Hume tuvo en toda su vida fue un pobre loco. Pero esto no fue todo. Aunque durante su estancia con el marqués Hume se dedicó principalmente a investigaciones históricas, descubrió que un allegado de la familia albergaba intenciones bastante siniestras con respecto al marqués y principalmente en relación con su fortuna. La denuncia pública por parte de Hume de dichas intenciones hizo que una vez más lo pusieran de patitas en la calle, y tardó más de quince años en cobrar parte del sueldo que le adeudaron entonces.

Ya durante ese aciago período comenzó a preparar sus Ensayos filosóficos sobre el conocimiento humano (Philosophical Essays Concerning Human Understanding), que posteriormente, en su segunda edición, se llamarían ya definitivamente Investigación sobre el conocimiento humano. La obra apareció en 1748, año en que también se publicaron tres nuevos ensayos morales y políticos. El éxito del Hume ensayista era tal que, cada vez que un trabajo no tenía la aceptación que según él merecía, lo incluía en la siguiente edición de sus ensayos, lo que aseguraba su inmediato éxito y su lectura. Éste es el origen de la aparente heterogeneidad entre estos textos ensayísticos, así como la explicación de que los volúmenes que los contienen acabaran ocupando casi tanta extensión en sus obras completas como el resto de sus obras independientes juntas.

En la primera Investigación pasan a un primer plano lo que podríamos llamar elementos del conocimiento —teoría de las impresiones y las ideas— y la crítica del principio de la causalidad y, evidentemente, disminuye en presencia, aunque no en importancia, la psicología asociacionista, probablemente porque Hume se dio cuenta de que el intento de convertir al principio de asociación en un principio omniexplicativo era en sí mismo erróneo, por cuanto no puede haber ningún principio que tenga dicho carácter, como él mismo supo ver muy bien en sus críticas al racionalismo y a Descartes. De todos modos, lo más famoso de la primera Investigación, y probablemente el argumento que más fama le granjeó en vida, fue uno procedente de las famosas secciones cercenadas del Tratado, esto es, el relativo a los milagros: «Ningún testimonio es suficiente para establecer un milagro, a menos que el testimonio sea de tal género que su falsedad fuera más milagrosa que el hecho que aspira a establecer».21 Este argumento, junto a las ya mencionadas dudas expresadas por Hume sobre la decencia de los apóstoles, sentó definitivamente las bases de lo que sería su imagen pública entre sus conciudadanos y explica obviamente por qué en su segunda tentativa de ocupar otra plaza de profesor, esta vez en Glasgow, la Iglesia escocesa no tuviera a bien recomendarlo.

Entre tanto, el general Saint Clair, pariente lejano de Hume, le propuso que le acompañara como secretario en una expedición militar a Canadá para atacar a los franceses. Mientras esperaban en Portsmouth a que cambiara el viento, fue ascendido al cargo de una especie de juez civil de asuntos militares. Al final, la expedición acabó atacando una población de la Bretaña francesa, L’Orient. El fracaso fue total, ya que se retiraron justo en el momento en que los franceses iban a rendirse. Mucho después, Hume tuvo que defender al general —y supongo que a sí mismo— de las burlas de Voltaire, aunque en este caso parece evidente que el francés tenía razón al dudar de las capacidades militares tanto del general como de su joven protegido.22

El secretario de Estado, el duque de Newcastle, una especie de ministro de Defensa, jefe del general y por tanto el coordinador de todo el ejército británico, estaba directamente «chalado». De hecho, sus contemporáneos lo describieron como «el hombre de quien se decía que perdía media hora cada mañana y pasaba el resto de la jornada buscándola».23 Obviamente, una expedición militar concebida en un despacho por un elemento de esa calaña no podía acabar bien, y así fue.

Cuando el duque de Newcastle decidió que en vez de atacar Canadá atacaran Francia, «que está más cerca», el general y su secretario, Mr. Hume, le escribieron haciéndole una simple pregunta que no recibió respuesta y que sólo se entiende si se tiene presente que iban a atacar Canadá. Hume comunicaba por escrito al ministro: «¿Qué hacemos con los exploradores indios que tenemos en el barco?».24

Una vez evacuados los «indios» del barco, y ya decididos a atacar Francia, planificaron la operación con gran eficiencia y destreza:

El general inquirió entonces en qué lugar de Francia lanzaría su ataque y se le contestó que cualquier sitio vendría bien. El general Saint Clair (junto con su nuevo secretario) montó en la diligencia hacia Porstmouth y subió a bordo del buque insignia, para encontrarse con el primer problema: nadie, en ninguno de los barcos, tenía un mapa de Francia. Hume sugirió que él la conocía y que podía incluso hacer un dibujo, si el general quería; un oficial bajó por fin a tierra y regresó con un libro de segunda mano sobre Francia, con un pequeño mapa al dorso [una especie de guía turística]. Hume confirmó que tenía la forma correcta y el general desplegó velas hacia Francia.25

Acabaron desembarcando frente al puerto de L’Orient, uno de los principales enclaves comerciales de la Bretaña francesa.

Cuenta Voltaire —y no puede aguantarse la risa cruel cuando lo refiere— que el ejército inglés era tan numeroso y había tanta niebla, que en un camino que daba vueltas y vueltas la vanguardia acabó atacando y bombardeando a los soldados de su propia retaguardia al tomarlos por enemigos. Así empezó el asedio a L’Orient, uno de los episodios más ridículos, pero no el único, de la historia militar británica.

Después de un breve asedio durante el cual las tropas inglesas no llegaron seriamente a poner en peligro a una ciudad que estaba básicamente defendida por comerciantes, el general decidió que ya estaba bien de perder el tiempo y decidió volver a Inglaterra con algunas bajas y daños, provocados casi todos ellos por el propio ejército británico. Así acabó el sitio a L’Orient, y aunque cueste creerlo, el rey de Inglaterra —hay que decir, y no es casualidad, que posteriormente tuvo graves problemas mentales— concedió una generosa pensión a Hume y al general en compensación por sus servicios.

Ante el éxito cosechado, el mismo general propuso a Hume en 1748 que le asistiera como ayuda de campo en una embajada militar ante la corte de Viena y Turín.26 Inglaterra se hallaba en guerra con Francia por la sucesión de Austria. Después de recorrer toda Centroeuropa en un viaje que más parecía una excursión turística que una embajada militar, cuando finalmente llegaron a su último objetivo, la corte de Turín, habían tardado tanto que ya se había firmado la paz en Aquisgrán. Una vez más, el general Saint Clair y su secretario habían llegado tarde. Así que lo único que sacó el filósofo de estas dos expediciones fue una sustanciosa pensión real que le garantizó la independencia económica de por vida. Y también tuvo el privilegio de poder vestir uniforme militar, lo que, a juicio de un joven y poco respetuoso testigo, no le favorecía demasiado, ya que en opinión de este observador neutral «jamás se había visto tamaña disparidad entre aspecto físico y personal y talento intelectual», puesto que, en palabras literales de quien lo describe, más parecía Hume «un concejal glotón que un refinado filósofo».27

En cuanto a la unión entre filosofía y arte militar, Paul Strathern concluye —y seguro que no se equivoca— que «se considera frecuentemente este período, en reñida competición, como el de mayor incompetencia en la historia militar británica».28

A pesar de que sus obras, especialmente los ensayos, comenzaban a tener una mayor aceptación, Hume se aplicó en la redacción de la segunda investigación o Investigación sobre los principios de la moral como si se tratara de un debutante. Publicada en 1751, constituía, a su propio juicio, su mejor obra. Por esas mismas fechas Hume comenzó a trabajar en sus famosos Discursos políticos,29 que luego se englobaron en los ensayos, en sus polémicos Diálogos sobre la religión natural y también en su Historia de Inglaterra. Ya por esa época Hume comenzó a convertirse en foco de atención, con lo que se pasó de la situación en la que nadie hablaba de sus trabajos, ni una vez publicados, a la contraria, en la que se los censuraba incluso antes de aparecer, o incluso se llegaban a difundir copias ilegales y piratas de sus obras.

Ese mismo año 1751 —señala en su autobiografía— Hume se mudó del campo a la ciudad, «el verdadero escenario para un hombre de letras».30 En realidad, el motivo del traslado fue optar por segunda vez —y con un nuevo fracaso— a una plaza de profesor, esta vez en Glasgow. Con el apoyo de su amigo Adam Smith, que había pasado de la cátedra de Lógica a la de Ética, se intentó que Hume ocupara la primera, pero la oposición de los sectores religiosos fue tal que incluso llegó a cuestionarse la situación de Adam Smith en la universidad.

En compensación del agravio sufrido, se ofreció a Hume la plaza de bibliotecario de la Facultad de Derecho de Edimburgo, cargo que aceptó y que le resultó especialmente agradable, ya que ponía a su disposición todos los materiales necesarios para la redacción definitiva de su Historia de Inglaterra. Por primera vez la crítica fue unánime: todos lo odiaron por igual, a pesar de que dicho trabajo revolucionó la forma de hacer historia y Voltaire la consideró «posiblemente la mejor que se haya escrito nunca en cualquier lengua».31 Los diversos volúmenes de la obra, que no apareció siguiendo el orden cronológico interno, se publicaron en 1754 y en 1756, dos volúmenes más en 1759, y los dos últimos en 1762.

En el interludio subsiguiente a la aparición de los diversos volúmenes de la Historia, Hume fue víctima de uno de los episodios editoriales más lastimosos de su carrera y uno de los ejemplos más fehacientes de que su obra ya no pasaba inadvertida para los fanáticos. En 1757 Hume publicó Cuatro disertaciones, obra que incluía la famosa Historia natural de la religión, la Disertación sobre las pasiones y dos disertaciones de contenido estético: Sobre la norma del gusto y Sobre la tragedia. Los avatares de esta publicación los he relatado ampliamente y con mayor detalle en otro lugar,32 y aquí basta decir que originariamente la obra pensaba incluir, junto a las dos primeras ya mencionadas, una disertación sobre la geometría, que Hume suprimió y que se perdió, así como dos agresivos ensayos de contenido religioso: «Sobre el suicidio» y «Sobre la inmortalidad del alma»,33 de modo que la obra iba a llamarse Cinco disertaciones. El revuelo levantado por el simple rumor de que estos dos ensayos iban a publicarse hizo que uno de los mayores enemigos de Hume, William Warburton (posteriormente obispo de Gloucester), amenazara directamente a Andrew Millar, el editor de Hume. Así pues, nuestro filósofo tuvo que suprimir los dos ensayos de la edición oficial, y aunque circularon como panfletos, nunca se publicaron en vida de Hume. Si se tiene en cuenta que en uno de ellos Hume mencionaba que en algunas personas el suicidio no parece ser un derecho sino un deber, y que en el otro señalaba que no siendo otros animales inmortales y no valiendo la vida humana más que la de una ostra, no podemos atribuir a dicha vida más propiedades que las que estamos dispuestos a reconocer a un molusco, se entiende que el editor le aconsejara posponer su publicación para una mejor ocasión. William Warburton, su declarado enemigo, había señalado ya antes que prefería no hablar de Hume por temor a que ello le hiciera aún más famoso, y él no quería «contribuir a que avanzara a ningún otro sitio que no fuera la picota».34 Estos ensayos aparecieron de forma anónima mucho después de la muerte de Hume, e iban precedidos de unas palabras del editor destinadas a combatir el veneno contenido en ellos, según reza literalmente el título que se les puso cuando vieron la luz en 1777.35

A pesar de que los enemigos de Hume eran poderosos, también lo eran sus partidarios. En 1763, al terminar la guerra de los Siete Años entre Francia e Inglaterra, el conde de Hertford le ofreció el cargo de secretario personal en la embajada en Francia. Su llegada a París constituyó un auténtico acontecimiento social, ya que entre sus amistades se encontraban Denis Diderot y Jean le Rond d’Alembert, el barón d’Holbach, Claude-Adrien Helvétius, etc., quienes lo agasajaban y adulaban como si se tratase de un oráculo; es conocido el aforismo según el cual el nombre de Hume era «tan respetable en la república de las letras como el de Jehová entre los hebreos».36 En el verano de 1765 Hume se quedó solo en la embajada y ascendió al puesto de encargado de negocios, en el que demostró ser un diplomático cualificado y eficaz. La consecuencia más práctica de ello para Hume fue que en 1767, al volver a Edimburgo, era rico y respetado, a pesar de que seguía contando con innumerables enemigos. A ellos se incorporó su viejo y querido amigo Jean-Jacques Rousseau, quien acusaba a Hume de haberle ridiculizado en un escrito del que finalmente resultó que no era autor. La contestación de Hume fue muy agresiva y, con la ayuda de Voltaire y del verdadero autor del mencionado escrito, Horace Walpole, entonces sí procedió a ridiculizarle públicamente. La desmesura de la contestación de Hume a Rousseau hizo que este último se sintiera víctima de una conspiración y abandonara Inglaterra en 1767. Las relaciones entre ellos se rompieron y Rousseau jamás olvidó dicho incidente.37

La fama de Hume hizo que por tercera vez se le ofreciera un cargo oficial, el de subsecretario del Departamento del Norte, cargo que no deseaba pero que aceptó presionado por sus amigos. El general Conway, quien le había propuesto para el cargo, dimitió en 1768, con lo que Hume quedó libre de sus obligaciones y, además, recibió una enorme pensión del rey Jorge III. En 1769, cuando Hume regresó a Edimburgo, se encontraba en la cima de su opulencia económica y de su celebridad social.

Hume se dedicó entonces casi por completo a revisar las diversas ediciones de sus obras y a mejorar e intentar publicar sus Diálogos sobre la religión natural, que, acabados desde 1752, no había podido publicarlos por la continua presión de los sectores más fanáticos de la ilustrada sociedad británica.

En 1775 cayó enfermo de un mal intestinal, probablemente cáncer, que acabó con él el 25 de agosto de 1776. Unos meses antes de morir concluyó la redacción de su autobiografía, y justo una semana antes envió diversas cartas de despedida a sus amigos. Esta actitud ante la muerte, que se hizo pública, hizo que una vez fallecido el filósofo se abriera una agria polémica sobre su vida y su muerte. Ante el tono de los comentarios y la falsedad de las descripciones de este hecho que se difundieron, Adam Smith tuvo que intervenir con un opúsculo justamente famoso en el que honraba al que fuera su amigo.

Para concluir este apartado citaré alguno de los textos escritos contra Hume y uno de los fragmentos más valientes de Adam Smith, quien posteriormente también se vería envuelto en una nueva batalla contra los enemigos de Hume con ocasión de la publicación de los Diálogos, que al fin vieron la luz, entre un gran escándalo, en 1779. Dice un enemigo de Hume, dirigiéndose a Adam Smith:

¿Estaría bien, señor, que Vd. nos dijese que es «perfectamente sabio y virtuoso», tanto en su carácter como en su conducta, un hombre que, como Hume, demostró albergar una incurable antipatía hacia la RELIGIóN y que empleó todas sus fuerzas en suprimir y extirpar el espíritu religioso de entre los hombres hasta el punto de hacerlo desaparecer, si ello fuese posible, de la memoria de la humanidad? ¿Imagina Vd. que es factible reconciliarnos con una persona de esa clase y tenerle afecto sólo porque el individuo en cuestión era amable en su trato social y sabía jugar a las cartas?38

Una vez más, como vemos, aparece la referencia malévola al juego. Adam Smith, en contra de esas opiniones, dijo emocionado lo siguiente en su panegírico a la muerte de Hume, que puede servir para poner fin a este apartado:

[…] esa alegría de ánimo, tan agradable en la vida social, pero que suele ir acompañada de otras cualidades frívolas y superficiales, fue, en el caso de Mr. Hume, asistida por la más estricta aplicación, el más vasto conocimiento, la máxima profundidad de pensamiento y una amplísima capacidad en todos los órdenes del saber. En general, yo siempre consideré a Mr. Hume, tanto en su vida como después de su muerte, como alguien que estuvo tan próximo a la idea de lo que debe ser un hombre perfectamente sabio y virtuoso, como quizá la frágil naturaleza humana será capaz de permitir.39

Pero este relato de la vida de David Hume no merece cerrarse de un modo tan dramático, porque el filósofo escocés mostró siempre un agudo sentido del humor y un sano espíritu de provocación.

Ese Hume más divertido, irreverente, juvenil y provocador no está en sus obras más conocidas, sino en lo que uno de mis maestros, Carlos Mellizo, ha denominado, muy acertadamente, «escritos epistolares», pues los ilustrados consideraban las cartas como un género literario más.40

En dichas cartas, verdaderos ensayos en sí mismas, Hume ironizaba por ejemplo sobre su propia gordura:

[…] en un período de seis semanas pasé de un extremo a otro; y siendo antes alto, delgado y huesudo, me convertí de pronto en el tipo más sólido, robusto y de aspecto más saludable que jamás se ha visto, con buen color y expresión alegre. Como excusa para irme a montar a caballo y cuidar de mi salud, yo decía siempre que tenía miedo de caer enfermo de tisis, lo cual había sido de creer, a juzgar por mi aspecto anterior; pero ahora todo el mundo me felicitaba por mi recuperación absoluta.41

En otra famosísima carta dirigida a un amigo describía satíricamente lo que denominaba «metamorfosis del filósofo»:

Dígale a su hermana (después de saludarla de mi parte) que soy tan serio como ella imagina que un filósofo debería ser: sólo me río una vez cada quince días; suspiro tiernamente una vez por semana, pero tengo aspecto malhumorado en todo momento. En breve: ninguna de las metamorfosis de Ovidio mostró jamás un cambio tan absoluto: pasar de ser una criatura humana a ser una bestia; quiero decir, pasar de ser un galanteador a ser un filósofo.42

Más tarde formuló una sátira antiplatónica y contra el exceso de ejercicio: «Platón dice, a modo de reproche dirigido contra los bárbaros y los griegos asiáticos, que ignoraban la pederastia y los ejercicios gimnásticos. Habla de ambas cosas como si estuvieran relacionadas».43

Finalmente formuló la siguiente apología epicúrea en vísperas de una buena cena:

Querido Doctor: […] Que los placeres espirituales se multipliquen en usted sin menoscabo de los carnales; que crezcan sus riquezas sin que aumenten sus deseos; que su carro de batalla siga rodando sin que fallen sus extremidades; que su lengua adquiera con el tiempo la dulce locuacidad de la edad provecta, sin que sus dientes pierdan el filo y la agudeza de la juventud.44

Entre otras, se encuentran también en Hume críticas a un teólogo por ser ateo,45 así como críticas a Rousseau porque, habiéndose ocupado de la fidelidad conyugal de su heroína Eloísa estando soltera y luego casada, «lo único que le falta es escribir un libro para instrucción de las viudas».46

Pero el texto que más me impresiona de las cartas de Hume, y uno de los que mejor muestran el talante filosófico y vital del pensador de Edimburgo, es el contenido de su última carta a la que fue la única mujer que casi le hizo abandonar la soltería, la condesa de Bouffleurs. Hume, enfermo de lo que pudo ser un cáncer de hígado, se entera de la muerte del amante de la condesa y antaño su propio rival, el príncipe de Conti, y le escribe una cariñosa carta, desde su propio lecho de muerte, en la que le expresa sus condolencias. La despedida vale, es mi opinión, más que muchos tratados sobre el carácter y la virtud y muestran cómo el humor, a lo largo de la vida, puede ser una adecuada preparación, filosófica y vital sin más, para el final de ésta: «Sin ansiedad ni pesar, veo cómo la muerte se acerca gradualmente. Por última vez, os saludo con gran afecto y consideración».

Hume murió cinco días después manteniendo intacta la serenidad, el sentido del humor y la jovialidad de siempre, con la consiguiente indignación de quienes no lograron reconciliarlo con «la única fe verdadera».

PENSAMIENTO

David Hume es considerado el filósofo más importante en lengua inglesa. Su influencia es amplia en la filosofía contemporánea, sobre todo en los campos de la epistemología, la metafísica, la ética, la filosofía política, la estética y la filosofía de la religión. Se ha estudiado con cierto detalle su recepción en la cultura filosófica europea, especialmente en los casos de la filosofía francesa del siglo XVIII y de la filosofía alemana de los siglos XVIII y XIX,47 y es conocida su gran influencia sobre la formación de la filosofía crítica kantiana y sobre el neopositivismo del siglo XX. Todo ello justifica que Hume sea considerado un clásico de la filosofía, un punto central e incluso arquimédico en algunos problemas cruciales de la historia de la filosofía occidental.

Los avatares de la recepción del pensamiento de Hume en España y en la cultura iberoamericana en general son menos conocidos y merecen una consideración aparte, aunque necesariamente breve.

Recepción de Hume en España

Las ideas de Hume llegaron a España en el siglo XVIII, en su faceta de ensayista político, poco después de sus primeras traducciones al francés.48 En el siglo XIX se le conoció principalmente como historiador; según el juicio de Voltaire, uno de los más importantes del siglo XVIII.49 La fama de Hume como filósofo escéptico y antirreligioso había llegado a la Península, pero no así sus obras de contenido filosófico, al menos no directamente.

Hubo que esperar al siglo XX, inicialmente con la traducción del Tratado completo por primera vez por el filósofo gallego Vicente Viqueira50 y alguna otra traducción iberoamericana,51 y luego con la edición de Enrique Tierno Galván de los Ensayos políticos52 y las primeras traducciones de Carlos Mellizo en la editorial Aguilar, para que Hume comenzara a ser conocido como filósofo de forma directa o, como solía ser frecuente, mediante versiones francesas o vertidas al español desde esa lengua.

Todo este proceso de conocimiento y difusión progresivos de los textos de Hume —pero no necesariamente de sus ideas—, del evidente aumento del número de traducciones y del incremento quizá menos intenso del número de monografías y artículos dedicados a Hume y a su pensamiento, culmina con la publicación en 1977 —por la desaparecida Editora Nacional— de la traducción del Tratado de la naturaleza humana firmada por Félix Duque, la primera que incluyó la paginación de las ediciones originales «críticas» de Hume realizadas por L. A. Selby-Bigge, que aún hoy es utilizada por los especialistas.

El hecho de disponer en castellano de casi toda la obra de Hume ha llevado a algunos lectores y estudiosos a suponer que podemos abandonar, por así decirlo, el Tratado y leer a Hume de un modo más fragmentario, pero más sencillo, en sus otras obras mayores y en sus ensayos. Pero eso es un grave error, y es de justicia que este volumen, que quiere hacer llegar a un público amplio el pensamiento de Hume, incluya la meritoria primera edición completa del Tratado realizada por Vicente Viqueira bajo la inspiración de la Institución Libre de Enseñanza en 1923,53 por la importancia que tiene y ha tenido esta obra para el conocimiento de la filosofía de Hume, y sobre todo porque para el público de habla hispana la filosofía de Hume está indisolublemente unida al Tratado de la naturaleza humana.

Junto al Tratado, se incluye también mi traducción de la obra que el propio Hume escribió y publicó de forma anónima, para intentar resumir de un modo sencillo lo expuesto en el Tratado y, también, para intentar aclarar algunos de los malentendidos que su lectura provocó: el Resumen de un libro recientemente publicado titulado «Tratado de la naturaleza humana».

Algunas de esas interpretaciones, sobre todo las que lo leyeron y lo entendieron simplemente como un manifiesto escéptico radical, tenían un claro fondo de mala intención e incomprensión. Otras lecturas de la obra simplemente se confundieron respecto de sus intenciones y sobre el significado y el alcance de sus principales tesis, centrándose excesivamente en lo que podríamos denominar de modo general «fallos de estilo», esto es, una cierta oscuridad en la exposición y, sobre todo, una cierta falta de engarce entre la enorme cantidad de ideas nuevas y enormemente complejas que esta obra de juventud encerraba.54

La consecuencia que el joven David Hume extrajo del fracaso de su obra fue que, a partir de ese momento, él mismo debería intentar olvidar el Tratado y, sobre todo, tendría que conseguir que el público también lo hiciese. Pero también aquí fracasó —afortunadamente— y el Tratado siguió —y sigue— leyéndose como una de sus principales obras, quizá la más importante de todas ellas.

Obviamente, y ahí llevaba razón Hume, no es su mejor obra. No tiene la belleza casi arquitectónica de la Investigación sobre los principios de la moral ni la elegancia estilística de los Diálogos sobre la religión natural o la frescura de alguno de los Ensayos morales, políticos y literarios, pero es la única y más completa versión del sistema filosófico empirista de Hume. En el Tratado está, aunque sea en su primera y juvenil versión, «todo» Hume.

Es posible que las ideas metafísicas, éticas, políticas, jurídicas, psicológicas y lógicas del Tratado de la naturaleza humana logren en otras obras posteriores formulaciones más exactas, precisas y elegantes, pero ya nunca aparecerán formuladas de un modo global y mostrando todas sus interrelaciones. Sólo leyendo el Tratado, sólo desoyendo a Hume y violando su prohibición de volver a esta obra, podemos comprender la grandeza de su pensamiento.

Pero esto no supone negar la evidente evolución interna de las ideas humeanas, y aquí vamos a ensayar una explicación de esta evolución estructurada en torno a la discusión de las distintas interpretaciones más habituales del pensamiento de Hume. Luego se expondrán los temas esenciales de la filosofía humeana, así como la forma en que aparecen, primero en el Tratado y luego en sus restantes obras.

Así, a partir del Tratado y usándolo como guía, lograremos lo que para mí es una plausible reconstrucción interpretativa de la filosofía de Hume. Obviamente hay otras interpretaciones posibles, pero creo que todas deben pasar obligatoriamente por la tarea de proporcionar una lectura sostenible y consistente de las diversas partes del Tratado, que es como decir del sistema general de la filosofía de Hume.

Los rostros de Jano. Interpretaciones de la filosofía de Hume

Mi visión del problema de las interpretaciones, versiones o lecturas de Hume no es neutral: tengo un punto de vista concreto sobre cuál es la más sostenible y más interesante de estas «versiones», pero esto no sirve de mucho si no se acompaña de una justificación suficiente. En todo caso, para no engañar al lector, vaya por delante que considero que hay buenas razones para sostener que el pensamiento de Hume podría definirse globalmente por el primado de la ética, el escepticismo razonable y el radicalismo metafísico y religioso.

Creo que esta concentración en los aspectos «prácticos» —no simplemente aplicados— de su pensamiento es coherente con lo que él mismo parecía definir como las intenciones de su sistema filosófico, dentro del cual la epistemología y la metafísica (al menos la «buena metafísica» de la que habla Hume) sirven de propedéutica para la filosofía práctica, para lo que Hume algunas veces denominó sin más y de modo general como «Ética».

Es obvio que Hume es un grandísimo metodólogo y metafísico, un muy importante filósofo teórico, pero creo que su virtualidad, su potencialidad para el pensamiento de hoy en día, se reduce mucho si, como se hizo durante mucho tiempo, se lo lee «desde Kant» y se lo reduce a ser el mero debelador de la metafísica occidental de corte racionalista.55

El magnífico libro de José García Roca Positivismo e Ilustración: la filosofía de David Hume (1981), contribuyó a mostrar que Hume era mucho más que un simple escéptico, y todos mis trabajos, desde el año 1988 —creo que en consonancia con las líneas internacionales de investigación sobre su pensamiento, y en paralela armonía puramente casual con una cierta deriva ético-práctica de la filosofía contemporánea— han intentado mostrar lo que creo que es el evidente primado de la filosofía práctica en el pensamiento de Hume. La superación de las contradicciones del escepticismo radical, o pirronismo, se lleva a cabo por medio de la acción y no por la pura especulación metafísica. Como dice el propio Hume:

Parece, por tanto, que la naturaleza ha establecido una vida mixta como la más adecuada a la especie humana, y secretamente ha ordenado a los hombres que no permitan que ninguna de sus predisposiciones les absorba demasiado, hasta el punto de hacerlos incapaces de otras preocupaciones y entretenimientos. «Entrégate a tu pasión por la ciencia —les dice—, pero haz que tu ciencia sea humana y que tenga una referencia directa a la acción y a la sociedad. Prohíbo el pensamiento abstracto y las investigaciones profundas y las castigaré severamente con la melancolía pensativa que provocan, con la interminable incertidumbre en que le envuelven a uno y con la fría recepción con que se acogerán tus pretendidos descubrimientos cuando los comuniques. Sé filósofo, pero en medio de toda tu filosofía continúa siendo hombre.»56

A pesar de lo dicho, históricamente ha sido muy frecuente una cierta consideración negativa a priori de la filosofía de Hume, que procede básicamente de su visión como un escéptico radical en el ámbito de la filosofía teórica. Inevitablemente, sin embargo, las investigaciones de Hume sobre problemas como la «causalidad» o la «inducción» se han mostrado como decisivas para la filosofía de la ciencia contemporánea; sus comentarios sobre las «falacias lógicas» cometidas por la mayoría de los sistemas morales —bien es cierto que también por el suyo— han dado pie a muchas de las discusiones éticas contemporáneas; en fin, hoy en día su obra es leída y tenida en cuenta en casi todos los ámbitos de la filosofía, y además ha extendido su influencia a ámbitos no estrictamente filosóficos, como la ciencia política o la economía. En este cambio de actitud hacia la filosofía de Hume ha sido decisiva la revisión a que fue sometida la tradicional visión escéptica e irracionalista de ésta, frente a la que se han elaborado interpretaciones alternativas.

El supuesto escepticismo total de Hume puede ser negado leyendo simplemente sus obras. Pero aparte de eso, también se puede rechazar esa interpretación mostrando que la concepción de la filosofía en Hume y sus soluciones a diversos problemas no permiten atribuirle ningún tipo de escepticismo total:

Tampoco puede quedar sospecha alguna de que esta ciencia [la ciencia de la naturaleza humana] sea incierta o quimérica, a no ser que mantuviéramos un escepticismo totalmente contrario a la especulación e incluso a la acción. No se puede dudar que la mente está dotada de varios poderes y facultades, que estos poderes se distinguen entre sí, que aquello que es realmente distinto para la percepción inmediata puede ser distinguido por la reflexión y, consecuentemente, que en todas las proposiciones acerca de este tema hay verdad o falsedad, verdad o falsedad tales, que no están más allá del alcance del entendimiento humano.57

De una lectura global —y no parcial, como se suele hacer— de las obras de Hume no se pueden extraer tales conclusiones escépticas radicales (o pirrónicas), por la simple razón de que ello convertiría a Hume en un pensador incoherente en extremo: creyendo por un lado que el conocimiento era imposible, habría dedicado toda su vida y su obra a tratar de explicarlo y fundamentarlo.

Otro tópico que circula en torno a la figura de Hume y a su filosofía —tópico que además está difundido incluso entre los especialistas— es el de que tras la indiferente aceptación, o el fracaso sin más, de su primera obra, fue abandonando poco a poco la filosofía para dedicarse, sobre todo al final de su vida, al cultivo de temas más ligeros y mundanos (política, estética…) en formas de expresión también más ligeras, como el ensayo.

Esta visión de la filosofía de Hume olvida que en el propio Tratado de la naturaleza humana —la obra que da origen al Resumen— Hume anunciaba ya que pretendía que su sistema filosófico tratara también cuestiones de moral, política y estética, así como de economía e historia, en la medida en que en aquel momento estas materias formaban parte de lo que podríamos denominar «currículum de filosofía práctica»:

La intención que persigo en la presente obra queda suficientemente expuesta en la introducción. El lector deberá tener en cuenta, tan sólo, que no todas las cuestiones que allí me he propuesto son tratadas en estos dos volúmenes. Los problemas del entendimiento y las pasiones constituyen por sí mismos una cadena completa de razonamientos […]. Si tengo la suerte de salir airoso, continuaré mi obra examinando los problemas de la moral, la política y la crítica de artes y letras. Con ello se completaría este Tratado de la naturaleza humana.58

O como dice en el mismo Resumen:

[…] puede afirmarse con seguridad que casi todas las ciencias están incluidas dentro de la ciencia del hombre, y dependen de ella. El único fin de la lógica es explicar los principios y operaciones de nuestra facultad de razonar, así como la naturaleza de nuestras ideas; la filosofía moral y la crítica se ocupan de nuestro gusto y nuestros sentimientos; y la política considera a los hombres en tanto que unidos en sociedad y en dependencia unos de otros. Por consiguiente, este Tratado de la naturaleza humana parece perseguir el logro de un sistema para las ciencias. El autor ha finalizado lo que se refiere a la lógica y ha sentado las bases de las otras esferas con su investigación sobre las pasiones.59

Por tanto, al dedicarse a investigar sobre estas cuestiones, Hume no estaba abandonando la filosofía ni sus propósitos filosóficos iniciales, al menos desde el punto de vista de lo que para él era la filosofía.60

Si tratásemos de precisar —a efectos de defender brevemente nuestra visión no radicalmente escéptica del pensamiento humeano— la manera en que Hume considera en la introducción al Tratado y en toda su obra —puesto que una de mis tesis de trabajo básicas es que los propósitos o «intenciones» del Tratado se mantienen a lo largo de toda la obra de Hume, aunque varíen sus formulaciones concretas— que esa ciencia del hombre de la que nos ha hablado en los textos precedentes se puede llegar a establecer «sobre unos fundamentos firmes» y liberar a la filosofía de su principal escollo, el «peligro metafísico», veríamos, en primer lugar, que Hume rechaza los procedimientos especulativos, conceptuales o apriorísticos de una gran parte de la tradición filosófica que le precede y opta por defender de una manera clara el predominio en filosofía de la observación y de la experiencia, así como la defensa del razonamiento probable frente al demostrativo.61 Esto es totalmente coherente con los supuestos comunes a todas las filosofías empiristas, pero además, en el caso de Hume, la apelación a la experiencia es singularmente clara, ya que subtituló el Tratado como un «intento de introducir el método experimental de razonar en los asuntos morales»; y con «asuntos morales», en el inglés de su época, se refiere a todos los temas y problemas que no pertenecen a las ciencias de la naturaleza.62

La experiencia de la que debe partir el filósofo es, por un lado, la procedente de la introspección y, por otro —y más importante—, la extraída de la observación de la vida y de la conducta humanas.

La filosofía y la «ciencia de la naturaleza humana» en que ésta se resuelve deben partir de los datos empíricos y no de una pretendida intuición de la esencia de la mente humana y del hombre en general, ya que esto es algo que se halla fuera de los límites de nuestra comprensión. Esto hará que, en contra de la tradición metafísica cartesiana —a la que por otro lado está ligado Hume, especialmente por intermedio de la figura de Malebranche— y en general, en contra de toda la tradición de filosofía de corte metafísico, el método propuesto para la filosofía sea más inductivo que deductivo.

Para Hume, la experiencia constituye tanto la base como el límite más allá del cual no puede extenderse la «ciencia del hombre» o la filosofía:

[…] no podemos ir más allá de la experiencia, y toda hipótesis que pretenda descubrir el origen y cualidades últimas de la naturaleza humana debe desde el primer momento ser rechazada como presuntuosa y quimérica.63

Por tanto, Hume —en coherencia con la tradición empirista de pensamiento— considera toda conclusión no autorizada por la experiencia como una «hipótesis» en el sentido peyorativo dado a este término por Newton y que el primero acabará aplicando al mismo Newton y a sus seguidores, cuando extralimitan sus conclusiones y las trasladan al ámbito de la teología:

Por tanto, la hipótesis religiosa ha de considerarse como un método más para dar razón de los fenómenos visibles del Universo. Pero ningún razonador cabal se tomará la libertad de inferir de ella un hecho cualquiera.64

La filosofía, la ciencia del hombre, tendrá que buscar los últimos principios en que se resuelven los fenómenos y no sobrepasarlos buscando aquello que se supone subyace a tales principios (como veremos más adelante, ésta es la base de la crítica al concepto de sustancia y a las ideas abstractas), ya que ello, según Hume, sería caer en la extralimitación que caracteriza a la metafísica y que acaba convirtiendo a la filosofía en un saber «quimérico y ficticio».

De un modo general, pues, podemos señalar que la intención general de la filosofía de Hume y lo que anima su concepción del quehacer filosófico es extender el método de la ciencia newtoniana al estudio de la naturaleza del hombre y de su conducta, en la medida en que ello sea posible. El propio Hume reconoce que, con esto, lo que hacía era continuar el trabajo comenzado por Locke, Shaftesbury, Hutcheson y Butler.65

La aplicación humeana del «modo experimental de razonar» al conocimiento del hombre —y en general a toda la filosofía— da como resultado, en opinión de Hume, una muy útil clarificación de los problemas que la filosofía puede tratar y resolver. De manera resumida, se puede decir que su concepción empirista de la filosofía logra:

a) Una aclaración de los límites del conocimiento.

b) Una definición clara, aunque parcial, de la razón.

c) Una aclaración de ciertos problemas metafísicos mediante la aplicación de los supuestos gnoseológicos extraídos en a) y en b).

d) Una concepción más adecuada de los móviles de la conducta humana.

Esto significa que ni en cuanto a intenciones ni en cuanto a metodología, a supuestos ni a conclusiones, puede considerarse a Hume un defensor de ningún tipo de escepticismo epistemológico radical.

Esta filosofía empirista y no-escéptica de Hume desde el punto de vista de la concepción del método de la filosofía está definida, de manera final y resumida, por la consideración de la experiencia y la observación como las únicas fuentes legítimas de conocimiento. Por otra parte, Hume considera las ciencias naturales y su aplicación del método experimental —en el sentido de «método de la inferencia a partir de la experiencia»— como modelo de la ciencia del hombre o de la filosofía.

Por último, las condiciones para el desarrollo de esta «nueva filosofía» son el abandono de los asuntos abstrusos y manifiestamente alejados del alcance del conocimiento humano, así como el rechazo de todas las hipótesis que no sean sino conjeturas especulativas inverificables por la experiencia.66

Independientemente de las posibles críticas a todas estas tesis concretas de la filosofía empirista de Hume, se puede cuestionar su intención básica: trasplantar el método de las ciencias de la naturaleza a la filosofía.

Es cierto que casi todos los filósofos prekantianos muestran una insuficiente comprensión de las diferencias entre ambos grupos de disciplinas, pero precisamente no se logró una mejor comprensión de esas diferencias hasta que no se realizó el intento de trasplantar los conceptos y categorías de la «filosofía natural» a la «ciencia del hombre». La filosofía empirista de Hume desempeña un papel crucial en este intento fundamental para la filosofía moderna y contemporánea. Pero para que todo este proyecto tuviese sentido, la filosofía humeana tenía que ser interpretada, por un lado, como no radicalmente escéptica y, por otro, como interesada directamente y de un modo sustantivo por la filosofía práctica, y no sólo por la epistemología o simplemente por la filosofía teórica.

Desde estas coordenadas textuales y metodológicas veamos, pues, qué puede exponerse de un modo global acerca de la filosofía de Hume procediendo de una manera casi arquitectónica desde las bases del edificio (la teoría del conocimiento) hasta las cúpulas y cubiertas, en las que estarían a mi juicio la ética, la filosofía política y la filosofía de la religión.

La teoría del conocimiento de Hume: tesis básicas

La teoría del conocimiento de Hume pasa por dos etapas; en primer lugar, establece dos supuestos metodológicos y cognoscitivos, y en segundo lugar, los aplica a la crítica y a la aclaración de diversas cuestiones, en este caso fundamentalmente a la aclaración del significado y del estatuto de diversos conceptos de la metafísica racionalista anterior al empirismo. Esos dos supuestos son:

1) El principio de prioridad de las impresiones frente a las ideas, lo que constituye la base del criterio empirista de significado elaborado por Hume: el significado de un término viene dado por su referencia a lo inmediatamente percibido (principio de naturaleza semántica).

2) El principio de distinción de todos los enunciados en aquellos que expresan relaciones de ideas, por un lado, y los que establecen cuestiones de hecho (principio de naturaleza lógica o epistemológica), por otro.

En primer lugar se exponen y analizan el principio de prioridad de las impresiones frente a las ideas y el criterio semántico derivado de él.

Prioridad de las impresiones y criterio empirista de significado

Hume comienza su teoría del conocimiento dividiendo todas las percepciones de la mente humana, todo lo que se presenta a la conciencia, en «impresiones» e «ideas», las cuales se diferencian en primera instancia por el grado de fuerza y vivacidad de su presencia ante la mente; la distinción entre impresiones e ideas se corresponde aproximadamente con la existente entre «sentir» y «pensar». Dice Hume:

Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo IMPRESIONES e IDEAS. La diferencia entre ellos consiste en los grados de fuerza y vivacidad con que se presentan a nuestra mente y se abren camino en nuestro pensamiento y conciencia. A las percepciones que penetran con más fuerza y violencia [las] llamamos impresiones, y comprendemos bajo este nombre todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones tal como hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de éstas en el pensamiento y razonamiento.67

Como hemos visto, las percepciones que se presentan ante la mente humana con mayor fuerza y violencia se pueden denominar impresiones. Estas impresiones pueden dividirse en dos clases: impresiones de sensación e impresiones de reflexión (pasiones y emociones).68 Por ideas, en cambio, entiende Hume —como también hemos visto— las percepciones más débiles o imágenes de las impresiones en el pensamiento y en el razonamiento.69

En principio, parece que impresiones e ideas forman dos conjuntos en los que se corresponde un elemento de uno con un elemento del otro. Pero esto es así sólo en apariencia, porque hay que tener en cuenta la distinción entre percepciones (impresiones e ideas) simples y complejas, es decir, entre las que no son distinguibles, analizables ni separables (la idea de «rojo», por ejemplo) y las que sí lo son (la de «auto-móvil»): «Percepciones o impresiones e ideas simples son las que no admiten distinción ni separación. Las complejas son lo contrario que éstas y pueden ser divididas en partes».70

La correspondencia general entre impresiones e ideas presenta el problema de que hay ideas que no se corresponden con impresiones, e impresiones complejas que no son copiadas exactamente por ideas. Ésa es la razón de que Hume, en un principio, sólo pueda afirmar la correspondencia entre impresiones e ideas simples.

Una vez establecida la correspondencia, Hume intenta establecer —como era de esperar en una filosofía empirista— el punto central de toda su teoría del conocimiento: la prioridad de las impresiones simples frente a las ideas simples, aunque luego trata de extender esta tesis a todas las ideas.

Hume prueba dicha «prioridad» aludiendo a una serie de fenómenos en los que se observa una conjunción constante entre impresiones e ideas, en las que las impresiones ocupan el primer lugar.71 Los ejemplos-prueba que aduce Hume en favor de la prioridad de las impresiones frente a las ideas son los siguientes:

1) Para aprender el uso de un término referido a una sensación («rojo», por ejemplo) no podemos recurrir a una definición conceptual sino ostensiva (mostrar un ejemplo o varios del color rojo).

2) No podemos generar una impresión pensando simplemente en ella, es decir, a través de su idea.

3) Cuando falta algún sentido no tenemos ideas referidas a las sensaciones de ese sentido y, por tanto, tampoco podemos utilizar correctamente los términos referidos a ellas (un ciego no sabe utilizar con perfección el lenguaje visual).

Además, no basta sólo con poseer la facultad correspondiente, sino que para tener la idea es necesario haberla aplicado a la correspondiente sensación.72

Todos estos fenómenos parecen apoyar la prioridad de las impresiones simples respecto de las ideas también simples. Pero Hume tiene asimismo que mostrar que esa prioridad se da entre las impresiones e ideas complejas.

Ahora bien, como Hume concibe atomísticamente las ideas e impresiones complejas como simple suma de ideas e impresiones simples y particulares, y las ideas secundarias o «ideas de ideas» —las que componen nuestros razonamientos sobre ideas primarias— remiten también por medio de las ideas primarias a las correspondientes impresiones, se puede afirmar con carácter general lo que Hume llama «el primer principio [de] la ciencia de la naturaleza humana»:73 «Las ideas son precedidas de otras percepciones más vivaces de las que se derivan y a las que representan».74

Una vez establecida la prioridad de las impresiones respecto a las ideas, Hume trata de establecer la derivación de éstas a partir de aquéllas y el modo en que se produce tal derivación. De aquí extrae lo que se denomina «principio de derivación de las ideas a partir de las impresiones», lo que constituye un mero corolario del de prioridad, que es el verdaderamente importante: «Todas nuestras ideas simples en su primera aparición se derivan de impresiones simples, con las que se corresponden y a las que representan exactamente».75

En resumen, las ideas fundamentales de Hume acerca de las relaciones entre impresiones e ideas son:

– Existe una correspondencia —lo hemos dicho ya— entre la mayoría de impresiones e ideas. Además, incluso en el caso de que tal correspondencia no se diese, las impresiones seguirían siendo los materiales de que se componen las ideas.76

– Como consecuencia de lo anterior, Hume puede afirmar que la existencia de cualquier idea exige de hecho —aunque no lógicamente— la existencia de una impresión anterior con la que se corresponde o a partir de la cual está formada. Por tanto, las ideas representan o remiten a impresiones precedentes, e incluso en algunos casos esto sucede de modo exacto.

El principal problema que se presenta a la teoría de la correspondencia entre todas las impresiones e ideas es la existencia de ideas complejas para las que no existe ninguna impresión correspondiente; Hume analiza a este respecto las ideas de «espacio» y «tiempo».77

El concepto de «relación» y la delimitación humeana de los ámbitos del conocimiento

El segundo principio fundamental de la teoría del conocimiento de Hume es el que establece la dicotomía entre proposiciones sobre relaciones de ideas y sobre cuestiones de hecho.

Este principio es la afirmación fundamental de la teoría de la razón de Hume en cuanto que delimita los ámbitos de los que ésta puede ocuparse, dejando en primer lugar fuera del dominio del conocimiento en sentido estricto a todos los tipos de metafísica, y en segundo lugar, restringiendo mucho el papel que pueda concederse a la razón en la práctica.

Veamos cómo llega Hume a esa delimitación de los ámbitos del conocimiento. Él mismo resume los pasos de su argumentación en un importantísimo texto:

Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho; a la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría, Álgebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intuitiva o demostrativamente cierta. […] Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, con independencia de lo que pueda existir en cualquier parte del universo. […] No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente.78

Hume llega a esa afirmación fundamental a partir del establecimiento del hecho según el cual todo nuestro conocimiento versa sobre relaciones entre cosas, entre objetos, ya sean ideales o reales. Por eso, dice que todos los objetos de conocimiento son o bien relaciones de ideas o relaciones entre hechos (en terminología de Hume y desde ahora en adelante, «cuestiones de hecho»). Una proposición de la aritmética («2 + 2 = 4») es un ejemplo del primer grupo; en cambio, una afirmación fáctica como «El sol saldrá mañana» pertenece al segundo.

Al profundizar en el concepto de «relación» vemos que Hume distingue siete relaciones distintas agrupadas en invariables y variables:

– Invariables: semejanza, contrariedad, grados de una cualidad y proporciones en cantidad o en número.

– Variables: identidad, relaciones de lugar y tiempo y causalidad.

Las relaciones invariables se identifican con las relaciones entre ideas; las variables, con las cuestiones de hecho.

Dentro de las relaciones invariables, la semejanza, la contrariedad y los grados de una cualidad se pueden determinar de modo más o menos inmediato y, por tanto, son objeto de una intuición más que de una demostración. La relación de proporción en cantidad o en número no se puede apreciar de ese modo intuitivo y es objeto ya de un conocimiento demostrativo: la matemática, que incluye para Hume la aritmética, el álgebra y la geometría. Esta relación es objeto de lo que Hume denomina razonamiento demostrativo.

Hume considera que la matemática, que es el paradigma de este tipo de razonamiento, sólo se ocupa de relaciones entre ideas, que no depende de cuestiones de existencia, en el sentido de que la veracidad de sus afirmaciones no puede ser refutada por la experiencia.

Las proposiciones sobre relaciones de ideas son puramente formales; son (aunque esto resulte algo anacrónico aplicado a Hume) proposiciones a priori. Los empiristas lógicos han tendido a ver la matemática, igual que Hume, como un conjunto de proposiciones analíticas y a priori, vacías de contenido factual y empírico, aunque resulten indispensables como elemento formal de la ciencia empírica.

Las relaciones variables de identidad y de lugar y tiempo son objeto de percepción más que de razonamiento; la relación de causa y efecto es objeto, por su parte, de un razonamiento distinto del que se efectúa sobre relaciones de ideas: el razonamiento probable o inferencial.

Hume considera que, al ser tales relaciones variables (sobre todo la de causa-efecto), no podemos conocerlas por un razonamiento demostrativo, es decir, por medio de un análisis de ideas o una simple demostración a priori, sino que lograremos penetrar en ellas por la observación y la experiencia. Esto precisamente hará que no podamos alcanzar el mismo grado de certeza respecto a las relaciones de ideas (demostración) que a las cuestiones de hecho (inferencias empíricas).

Con esto no quiere decir Hume —como tradicionalmente se ha pensado— que las proposiciones sobre cuestiones de hecho no son verdaderas ni poseen certeza alguna (clave de la interpretación escéptica de su pensamiento), sino simplemente que su negación no implica contradicción lógica, que no podemos tener la misma seguridad de que el sol saldrá mañana que de la veracidad de una proposición de las matemáticas puras.

Las proposiciones sobre cuestiones de hecho pueden tener una gran probabilidad de cumplirse y de ser verdaderas, pero pueden no ser totalmente ciertas, si entendemos por proposición cierta la que es lógicamente necesaria y cuya opuesta es contradictoria e imposible.

Si traducimos esto al lenguaje actual nos encontramos con que las proposiciones que versan sobre relaciones de ideas son analíticas, y las que se formulan sobre cuestiones de hecho son sintéticas.

La caracterización que hace Hume de las proposiciones sobre relaciones de ideas coincide con la que hacen los empiristas lógicos del siglo XX de las proposiciones analíticas: son proposiciones cuya verdad se conoce independientemente de la experiencia y cuyas contrarias implican contradicción; su verdad o falsedad dependen sólo del significado de los símbolos o términos empleados.

Como es evidente, para los empiristas ninguna proposición sintética podrá ser a priori absolutamente cierta, ya que tendrá el carácter de hipótesis empírica con mayor o menor probabilidad.

No obstante, lo más característico de la teoría de la razón de Hume no es que señale que el ámbito del conocimiento empírico o probable posee una certeza distinta al demostrativo, sino que afirma la no-reductibilidad de un conocimiento a otro y su similar legitimidad: el conocimiento deductivo-matemático no es ya el ideal a que debe reducirse todo otro conocimiento.

Esta afirmación de la irreductibilidad de las inferencias empíricas probables a las demostraciones matemáticas es la aportación más importante de Hume a la teoría del conocimiento. Con esta tesis, Hume se está oponiendo a la metafísica, que considera que lo universal y lo racional encierran y contienen lo concreto, que sólo hay ciencia de lo universal.

A partir de este momento —y como ya hemos anunciado— voy a explicar de qué modo critica Hume los conceptos básicos de la metafísica clásica a partir de las ideas sobre el conocimiento que ya hemos analizado con anterioridad y que, aunque pueden resultar muy discutibles en los detalles, espero que hayan quedado relativamente claros en su formulación global y propósitos.

De los elementos básicos de la filosofía de Hume hay que retener en este momento tres fundamentales:

– La primacía de las impresiones frente a las ideas.

– El criterio semántico derivado del principio anterior.

– La división de todos los ámbitos de conocimiento en dos tipos: demostrativo (que trata de relaciones de ideas) y probable o inferencial (que se ocupa de cuestiones de hecho).

Aplicación crítica de los principios del empirismo humeano a los conceptos de la metafísica racionalista

Locke, Berkeley y Hume sometieron a crítica, y en algunos casos literalmente «derruyeron», tres de los conceptos básicos de la tradición metafísica tal y como habían sido legados al pensamiento de los siglos XVII y XVIII: sustancia, causa y Dios.79

El concepto de «sustancia» y su crítica tienen una importancia primordialmente antropológica, pues su crítica y su posterior negación acaban llevando a la «disolución del sujeto sustancial» humano llevada a cabo por Hume.

El análisis del concepto de «causa» y del «principio de causalidad» derivado de dicho concepto se plantea en el empirismo humeano en términos sobre todo epistemológicos, aunque sus repercusiones sean evidentemente más amplias.

Finalmente, el concepto de «Dios» se va racionalizando hasta llegar a su ruina total en el análisis de Hume contenido principalmente en los Diálogos sobre la religión natural, por lo que las connotaciones de dicha crítica son claramente «teológicas» y «filosófico-religiosas».

No obstante, lo antropológico, lo epistemológico y lo teológico forman parte de una unidad de propósito en el empirismo humeano, y ésta es la crítica de la tradición filosófica y metafísica que habitualmente denominamos «racionalista».

Empirismo y concepto de sustancia

La mayor parte de los filósofos racionalistas, al menos en el modelo consagrado por los denominados racionalistas morales británicos, consideraban la sustancia como una de las categorías básicas de su ontología, y la definición que daba Descartes de ella («una cosa que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra para existir») sirvió de punto de partida para todas las teorías racionalistas de la sustancia.

La sustancia es entendida, por tanto, como lo que existe por sí y es soporte de los accidentes, como el elemento estable y permanente de la realidad, lo que subyace a todos los cambios y que se conoce sin necesidad de que exista una experiencia sensible de ella.

A pesar de que podemos rastrear esta línea común de argumentación en el racionalismo, no sería justo hacer con dicha corriente lo mismo que tradicionalmente se ha venido haciendo con el empirismo, esto es, simplificarlo, por lo que es necesario reconocer en este momento las profundas diferencias existentes entre los conceptos de sustancia de René Descartes, de Baruch Spinoza y de Gottfried Leibniz, por poner sólo algunos ejemplos.

El origen inmediato de la crítica paradigmática del empirismo al concepto de sustancia, que es la de Hume, está en John Locke. Para él la mente del hombre es la que elabora sus propias nociones, incluso las más abstractas, a partir de la experiencia sensible. Y aunque admite que las ideas tienen una cierta relación objetiva con lo real, esto es, que representan cosas reales ante la mente humana, acaba afirmando que la esencia o la sustancia de éstas nos es totalmente desconocida.

Lo único que podemos conocer mediante los sentidos son las «cualidades sensibles de las cosas», pero el concepto de sustancia no representa a ninguna cualidad sensible sino al sustrato en el que reposan dichas cualidades.

Así pues, y según Locke, la génesis de la idea de sustancia está en una serie de agrupaciones de ideas simples que se repiten o tienden a repetirse. Tenemos de ese modo una serie de agrupaciones o haces de cualidades, y «al no imaginar de qué modo esas ideas simples pueden subsistir por sí mismas, nos acostumbramos a suponer la existencia de algún sustrato en el que subsisten y del que resultan; al que, por tanto, llamamos “sustancia”».80

Según Locke, por tanto, la idea de sustancia no es más que una noción oscura, un «no sé qué» que sirve de fundamento y sustrato a conjuntos de cualidades sensibles (los tradicionalmente llamados «accidentes»).

Como ya hemos señalado, la metafísica racionalista se apoyaba en la idea de sustancia para justificar la racionalidad de lo real. Locke dio el primer paso para la crítica de este concepto al exponer que se trata, en suma, de lo que podríamos llamar —en términos del propio Locke— «una referencia misteriosa».

No obstante, para comprender el sentido —o más bien, el creciente sinsentido— del concepto de sustancia en Locke se hace necesario señalar que este autor no está analizando en las secciones del Ensayo referidas a este problema la validez real de la sustancia, su existencia, sino la génesis de su idea, con lo que comienza el desarrollo del paradigma genético que por ejemplo Michel Foucault considera específico del empirismo en su obra Las palabras y las cosas.81 A partir de esa «retirada estratégica» —que posteriormente Hume desplaza ya no sólo al ámbito genético sino también al lingüístico y semántico—, Locke inaugura el planteamiento crítico empirista en torno a la sustancia, lo que es simplemente una modalidad específica del cuestionamiento empirista acerca de la naturaleza de las ideas abstractas.

Si aceptamos —como hace Locke— que los entes sensibles son ideas presentes ante la mente humana, la noción de sustancia parece innecesaria; Berkeley dice más: señala que la noción de sustancia, además de ser «innecesaria», es «ininteligible», con lo cual sienta ya todas las bases para la aplicación a la noción de sustancia por parte de Hume del llamado «criterio empirista de significado»: el significado de una idea se averigua por su referencia a la experiencia.

En opinión de Berkeley, la expresión «sustancia material» carece de significado. Si el sustrato es algo que se encuentra por debajo de las cualidades sensibles o accidentes, habrá de subyacer también a la extensión y ser, por tanto, él mismo extenso, lo cual evidentemente nos lleva a una cadena sin fin, a una paradoja irresoluble.

Como el criterio de existencia en Berkeley es «ser percibido» y la sustancia material es, por definición, distinta de las cualidades sensibles, no podrá tener ninguna relación directa con nuestra percepción y, por consiguiente, será imposible demostrar su existencia. Y es que, en sí misma, la afirmación de la realidad de objetos sensibles independientes del sujeto que los percibe resulta contradictoria dentro del planteamiento empirista del conocimiento.

Es evidente que la crítica de Berkeley a la sustancia —y esto se repite punto por punto posteriormente, en el Tratado de Hume y en el Resumen que lo abrevia— se basa en su rechazo anterior de las ideas abstractas: no hay ideas abstractas, todas nuestras ideas son particulares. Lo único que hay en ciertos casos es una idea particular utilizada en sentido general. Como muy bien resume el propio Berkeley: «Una idea que considerada en sí misma es particular, se convierte en general cuando es construida para representar o significar todas las demás ideas particulares de la misma especie».82

Ahora bien, la universalidad le pertenece a esta idea sólo en cuanto a su función significativa o lingüística; considerada en sí misma y en cuanto a su contenido propio, se trata siempre de una idea particular. Más que ideas universales o generales, lo que hay son «términos lingüísticos generales».

Podemos pronunciar perfectamente la expresión «sustancia material», pero estos términos no «denotan» nada, no hacen referencia a ninguna idea general o abstracta. Si suponemos que, dado que podemos construir el término, a éste le corresponde una entidad aparte de los objetos que percibimos, sencillamente las palabras son las causantes de nuestro error.

Las doctrinas que en general aceptan que hay sustancias de algún tipo pueden denominarse «sustancialistas», y las que lo niegan, «fenomenistas». Locke y Berkeley, a pesar de sus críticas al concepto racionalista de sustancia, son sustancialistas, pues no niegan la existencia o el sentido de algún tipo de sustancia: Locke acepta la existencia de sustancias individuales, y Berkeley, la de sustancias espirituales; en cualquier caso, ambos detienen su análisis —no por falta de valor filosófico, como tradicionalmente se les ha atribuido, sino por propia coherencia de sus sistemas— en el momento de extender esta crítica al ámbito de la sustancia espiritual y del sujeto humano. En vista de esto, se puede afirmar que Hume es el filósofo fenomenista por excelencia, como veremos a continuación.

La crítica humeana de la sustancia

Hume comienza su crítica de la idea de sustancia tratando de clasificarla dentro de su teoría acerca de los elementos básicos del conocimiento (impresiones e ideas). A partir de esto analiza si dicha idea tiene un significado real o no. Hemos de recordar aquí el ya expuesto principio humeano según el cual el significado de un término o símbolo viene dado por su referencia a una impresión, así como por su descomposición en ideas más simples que se refieren a las correspondientes impresiones.

Como consecuencia de la aplicación de este criterio empirista de significado a la idea de sustancia, Hume se pregunta de qué impresión o impresiones procede dicha idea; ahora bien, como no puede encontrarse ninguna impresión (ni de sensación ni de reflexión) que sea su fundamento u origen, se ve obligado a poner en cuestión su legitimidad como idea:

Preguntaría gustoso a los filósofos que fundan muchos de sus razonamientos sobre la distinción de sustancia y accidente e imaginan que tenemos ideas claras de ello, si la idea de sustancia se deriva de las impresiones de sensación o de las de reflexión. Si nos es procurada por nuestros sentidos, pregunto por cuál de ellos y de qué manera. Si es percibida por la vista, debe ser un color; si por el oído, un sonido; si por el paladar, un sabor, y así sucesivamente sucederá con los otros sentidos. Creo, sin embargo, que nadie afirmará que la sustancia es un color, un sonido o un sabor. La idea de sustancia debe, en consecuencia, derivarse de una impresión de reflexión si realmente existe. Pero nuestras impresiones de reflexión se reducen a nuestras pasiones y emociones, ninguna de las cuales es posible que represente una sustancia. No tenemos, por consiguiente, una idea de la sustancia distinta de una colección de cualidades particulares, y no nos referimos a otra cosa cuando hablamos o razonamos acerca de ella.

La idea de una sustancia […] no es más que una colección de ideas simples que están unidas por la imaginación y poseen un nombre particular asignado a ellas, por el que somos capaces de recordar a nosotros mismos o los otros esta colección.83

Como señala el texto, la idea de sustancia no puede derivar de las impresiones de sensación, puesto que entonces tendría que ser un color, un sabor, un sonido, un olor, un tacto; pero la sustancia no es nada de eso, sino que se pretende que sea lo que sustenta todo eso.

Como la idea de la sustancia, para tener sentido, necesita referirse a una impresión originaria, las únicas impresiones que nos quedan son las de reflexión, así que tendrá que ser una de ellas. Ahora bien, como las impresiones de reflexión se identifican en el sistema de Hume con las pasiones y emociones, tampoco es posible argumentar en esta línea, ya que ¿quién sostendría que «siente la emoción de la sustancia»?

Pero si no deriva de ninguna impresión, ¿de dónde procede la idea de sustancia? Las impresiones se nos suelen dar agrupadas, y es precisamente esa agrupación lo que nos produce la ilusión de que existe algo que subyace a las cualidades que producen las impresiones y a las impresiones mismas: la sustancia, que es sinónimo de sustrato, «lo que está por debajo».

Pero el concepto de sustancia es algo vacío por la simple razón de que no hay ninguna impresión que se refiera al supuesto soporte de todas nuestras agrupaciones de impresiones. Pero a pesar de algo tan evidente, la idea de sustancia ha surgido, y esto es lo que principalmente le interesa explicar a cualquier paradigma empirista desde su modelo genético de explicación.

La idea de sustancia —y, en general, todas las ideas abstractas— está formada por la imaginación mediante la asociación de una serie de impresiones claramente diversas y discretas. Dicha idea de sustancia no posee un correlato real sino que tan sólo expresa el enlace o unión realizado por la mente humana entre un conjunto de fenómenos sensibles. Pero en realidad de lo único que obtenemos impresiones es de tales fenómenos, no de algo que subyace a ellos y los soporta. Por eso, se puede concluir que la sustancia es una ficción, y el término «sustancia» un mero nombre que no denota nada.

Una vez dado este primer paso deconstructivo del concepto racionalista de sustancia, el empirismo humeano da un segundo paso hacia la reconstrucción de dicho concepto de una manera fenomenista: debemos concluir, por tanto —y como ya se ha dicho antes—, que la sustancia no es más que «una colección de ideas simples que están unidas por la imaginación y poseen un nombre particular asignado a ellas, por el que somos capaces de recordar a nosotros mismos o los otros esta colección».84

Hume y el Yo sustancial

Así pues, en la discusión de las sustancias Hume sigue los pasos de George Berkeley y se basa en la teoría de las ideas de John Locke. Lo característico de Hume es su ampliación de la crítica de Berkeley al concepto de sustancia espiritual, es decir, «extiende la interpretación fenomenista de las cosas del campo de los cuerpos al de los espíritus o mentes».85 En términos más propios, pasa de los fenómenos naturales a los asuntos humanos.

Hume opina que si la crítica de Berkeley es perfecta, será aplicable con todo derecho a las sustancias espirituales, a los sujetos humanos; ésta es la puerta de entrada a su conocida crítica del Yo sustancial.

Dice Hume en el Resumen del «Tratado de la naturaleza humana»:

[…] el alma, en la medida en que podemos concebirla, no es más que un sistema o sucesión de diferentes percepciones, unas de calor o frío, otras de amor y cólera; de pensamientos y sensaciones; todas juntas reunidas, mas sin simplicidad o identidad perfectas. Des Cartes mantuvo que el pensamiento era la esencia de la mente; no este o ese pensamiento sino el pensamiento en general. Esto parece resultar totalmente ininteligible, ya que cada cosa existente es particular. Por consiguiente, nuestras diversas percepciones particulares deben ser lo que componen la mente. Y digo componen la mente, no pertenecen a ella. La mente no es una sustancia en la que las percepciones se inhieran. Esta noción es tan incomprensible como la idea cartesiana de que el pensamiento o la percepción en general es la esencia de la mente. No poseemos idea ninguna de sustancia de ninguna clase, ya que no tenemos más ideas que las derivadas de alguna impresión, y no tenemos ninguna impresión de ninguna sustancia, ya sea material o espiritual.86

Frente al uso tradicional de la idea del Yo como sustancia espiritual o pensante, Hume procede a redefinir dicho término de acuerdo con las exigencias de una filosofía más ajustada a la experiencia y acorde con el criterio empirista de significado: el significado es una idea, y cada idea debe corresponderse con una impresión.

Como toda idea, la idea del Yo debe derivarse de una impresión, pero al igual que ocurre con cualquier otra sustancia, tampoco tenemos ninguna impresión del Yo.

La base de la afirmación de la existencia del Yo como una entidad sustancial es siempre nuestro supuesto conocimiento interior de él. Ahora bien, el Yo sustancial, como cualquier otra clase de sustancia, no puede ser percibido y, por tanto, no podemos formarnos ninguna idea de él, ni simple ni compleja. Por tanto, hemos de concluir que el Yo o sustancia pensante no existe, o al menos no tenemos conciencia de él, ya que en el empirismo humeano ésta se encuentra necesariamente mediada por la experiencia.

Una vez mostrado por el planteamiento de Hume que si el Yo existiese como sustancia, al igual que todas las sustancias, no podría ser conocido por nosotros, Hume procede a redefinir el concepto de Yo —como en todos los casos anteriores de otros tipos de sustancia—: si el conocimiento humano está limitado genéticamente a lo que se nos aparece, al fenómeno, será inevitable considerar el Yo como un «haz o manojo de percepciones» que encontramos asociadas entre sí con cierta frecuencia, a partir de lo cual, debido a la costumbre o al hábito de verlas unidas (igual que en el concepto de causalidad), pensamos que existen superpuestas a una sustancia (en la causalidad a una idea abstracta), que es lo que las mantiene unidas. Pero esto es sólo una suposición de la imaginación, igual que ocurre con la idea de sustancia material:

Por mi parte, cuando penetro más íntimamente en lo que llamo mí mismo, tropiezo siempre con alguna percepción particular […]. No puedo jamás [captarme] a mí mismo en algún momento sin percepción alguna, y jamás puedo observar más que percepciones. […] Y si mis percepciones fueran suprimidas por la muerte y no pudiese ni pensar, ni sentir, ni ver, ni amar, ni odiar, después de la disolución de mi cuerpo, mi yo resultaría totalmente aniquilado, y no puedo concebir qué más se requiere para hacer de mí una perfecta nada. […]

[Por tanto] me atrevo a afirmar del resto de los hombres que no son más que un haz o colección de diferentes percepciones que se suceden las unas a las otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un flujo y movimiento perpetuo.87

Este Yo-multitud-de-percepciones o Yo-disgregado sigue pudiendo realizar todas las funciones de conocimiento y acción que desempeñaba el Yo sustancial clásico; sin embargo, su concepción teórica y la idea derivada de ésta son mucho más rigurosas desde el momento en que no utilizan ninguna idea que no se apoye en una impresión. De este modo, la pretensión de ajustarse al criterio empirista de significado y depurar el lenguaje metafísico se muestran como las motivaciones esenciales del análisis humeano del concepto de Yo o sustancia espiritual individual.

Ahora bien, para ser totalmente justos con Hume y no atribuirle algo que no sostiene, hay que dejar bien claro que él no niega la existencia del Yo, sino que niega cualquier significado a la concepción de ese Yo como una sustancia, ya que no hay ninguna impresión de algo que esté por debajo de las cualidades que vemos en los otros, ni de las percepciones de nuestras propias cualidades:

La mente es una especie de teatro donde distintas percepciones aparecen sucesivamente, pasan, vuelven a pasar, se deslizan y se mezclan en una infinita variedad de posturas y situaciones. […] La comparación del teatro no debe confundirnos. Sólo las percepciones sucesivas constituyen la mente y no poseemos la noción más remota del lugar donde estas escenas se representan o de los materiales de que están compuestas.88

La crítica del principio de causalidad

El mismo análisis de las ideas metafísicas como ideas de la imaginación que Hume aplica a la idea de sustancia en virtud del criterio empirista de significado, lo aplicará en un tercer momento crítico a la idea de causa como una conexión necesaria entre causa y efecto.

Hume había dividido el conocimiento en su epistemología en dos ámbitos: el demostrativo o necesario y el empírico o probable. El primero sería un conocimiento de relaciones invariables o de ideas, y el segundo, de relaciones variables o cuestiones de hecho.

La experiencia nos muestra que podemos equivocarnos al inferir un efecto de una causa o una causa a partir de un efecto. Esto demuestra que la relación causa-efecto es variable y constituye una cuestiónde-hecho. Por tanto, Hume considera evidente que sólo podemos conocer la relación causa-efecto por medio de la experiencia —o, lo que es lo mismo, por medio de un razonamiento empírico—, pero nunca por deducción o demostración.

Mas entonces, como las uniones experienciales o fácticas son siempre sólo probables y nunca necesarias o invariables, la experiencia sólo nos puede mostrar la conjunción constante de ciertos acontecimientos pero nunca su conexión necesaria:

En la consideración del movimiento comunicado de una bola [de billar] a otra, no podríamos descubrir más que contigüidad, prioridad de la causa y conjunción constante. Pero, junto a estas circunstancias, se supone comúnmente que existe una conexión necesaria entre la causa y el efecto y que la causa posee algo, a lo que llamamos poder, o fuerza, o energía. El problema reside en qué idea llevan aparejada estos términos. Si todas nuestras ideas o pensamientos se derivan de nuestras impresiones, este poder debe o descubrirse por sí mismo a través de nuestros sentidos o a través de nuestro sentido interno. Pero, es tan escaso el poder que se descubre por sí mismo ante los sentidos en las operaciones de la materia, que los Cartesianos no han tenido el menor reparo en afirmar que la materia está desprovista por completo de energía y que todas sus operaciones se realizan simplemente con la energía del Ser supremo. Pero la cuestión se plantea de nuevo: ¿Qué idea tenemos de energía o poder incluso tratándose del Ser supremo? Toda idea que tengamos de la Deidad (de acuerdo con los que niegan la existencia de ideas innatas) no es más que una composición de esas ideas que adquirimos a partir de la reflexión sobre las operaciones de nuestras propias mentes. Ahora bien, nuestras propias mentes no nos proporcionan noción alguna de energía más de lo que lo hace la materia. Cuando consideramos nuestra voluntad o volición a priori, abstrayéndola de la experiencia, no somos capaces de inferir ningún efecto de ella. Cuando tenemos la ayuda de la experiencia, ésta sólo nos muestra objetos contiguos, sucesivos y unidos de forma constante. En general, por tanto, o no tenemos ninguna idea en absoluto de fuerza y energía, y estas palabras son ambas carentes de significado, o pueden significar tan sólo la determinación del pensamiento, adquirida por el hábito, de pasar desde la causa a su efecto corriente.89

Desde el punto de vista del ya mencionado criterio empirista de significado esto quiere decir que el término «causa», con el sentido de «conexión necesaria entre dos eventos», carece de significado, puesto que no hay ninguna impresión de una conexión necesaria sino tan sólo de conexiones más o menos probables, como cualquier otra relación fáctica. Pero entonces ¿cuál es el origen de la utilización metafísica del término «causalidad» como conexión necesaria?

Lo que en opinión de Hume ocurre es que, cuando nos acostumbramos a ver que dos acontecimientos se siguen, hablamos de que «uno de ellos es causa del otro», en vez de decir que «uno está constantemente relacionado con el otro». Por consiguiente, Hume piensa que es el hábito o la costumbre (custom) de ver sucederse dos fenómenos lo que nos lleva a creer que uno es causa del otro y que su relación es de una conexión necesaria.

De este modo, la causalidad y en general cualquier tipo de inferencia empírica basado en ella quedan reducidos a meras formas de asociación de ideas basadas en el hábito y en la creencia injustificada e injustificable de que esa misma asociación de ideas volverá a repetirse. Con esto, Hume hace desembocar la cuestión de la causalidad en la cuestión de la imposibilidad de justificar lógicamente la inducción: cualquier tipo de inducción o inferencia empírica se basa en el supuesto de la uniformidad de la naturaleza (de que volverán a repetirse las mismas asociaciones de ideas), pero ese supuesto es también una inferencia empírica del pasado al presente, con lo que «la justificación de la inducción es circular e imposible».

Esta reducción de una de las principales bases del conocimiento humano al ámbito del dinamismo de la mente humana ha hecho que tradicionalmente se haya atribuido a Hume una posición epistemológica de carácter escéptico. Él mismo bromea y atiza el fuego de las críticas de escepticismo que posteriormente se le dirigieron cuando en el Resumen señalaba:

[…] el lector percibirá fácilmente que la filosofía que se contiene en este libro es muy escéptica y pretende proporcionarnos una visión de las imperfecciones y estrechos límites del entendimiento humano. Se reduce allí casi todo el razonamiento a la experiencia, y la creencia, que va unida a la experiencia, se explica que no es más que un sentimiento peculiar o una concepción vívida producida por el hábito. No es esto todo. Cuando creemos en una cuestión de existencia externa, o suponemos que un objeto existe un momento después de dejar de ser percibido, esta creencia no es más que un sentimiento de la misma clase. Nuestro autor insiste en otros varios tópicos escépticos y, en resumen, concluye que asentimos con nuestras facultades y empleamos nuestra razón sólo porque no podemos evitarlo. La Filosofía nos volvería completamente pirrónicos si la naturaleza no fuera demasiado fuerte para ello.90

El supuesto escepticismo de Hume, sin embargo, y como hemos visto, no le ha impedido reconocer, aun limitándola, la importancia de todo el ámbito del conocimiento probable. Así pues, la causalidad, desprovista de su carácter metafísico necesario, no sólo es la base de gran parte del conocimiento humano, sino que constituye el sustento fundamental del conocimiento «sobre» el propio hombre. Por consiguiente, la crítica humeana de la metafísica acaba siendo una defensa del conocimiento probable, de la inferencia, de todo el ámbito del conocimiento limitado y no-necesario que, sin embargo, es el más imprescindible para los seres limitados que son los humanos.

Ahora bien, ese conocimiento tan sólo probable y no necesario, característico de la ciencia del hombre que Hume aspira a establecer, tiene un escollo intermedio que éste tiene que superar: la supuesta indeterminación completa a que están sujetas las acciones humanas. Si la libertad humana se interpreta así, como «completa indeterminación», cualquier ciencia del hombre es ilusoria.

Interludio conceptual previo a la crítica de la ética racionalista. Causalidad, libertad y necesidad

Hume discute este tema tanto en el Tratado91 —que compendia en el Resumen— como posteriormente en la primera Investigación.92

La idea fundamental en que se apoya la investigación humeana sobre la libertad es la de lograr una articulación o «reconciliación» —según los términos de la primera Investigación— entre la libertad y la necesidad.93

En el Tratado,94 Hume distingue dos conceptos de libertad: libertad de espontaneidad y libertad de indiferencia, y se centra fundamentalmente en el segundo.

Comienza Hume su tratamiento de este tema intentando mostrar que la conjunción constante y regular entre fenómenos —uno, la causa; otro, el efecto— se puede encontrar con igual facilidad en la esfera moral o de los fenómenos humanos que en la de los naturales. Hume se refiere a la existencia de esta regularidad que permite realizar inferencias probables cuando dice que los «asuntos humanos están regidos por la necesidad». Éste es el contenido exacto y no ampliable de su concepto de necesidad.

La libertad de indiferencia —en el sentido en que es sostenida por Samuel Clarke y los «libertarianistas», a quienes se refiere el análisis de Hume— significa la negación de la conjunción constante entre motivos y acciones, implica la anulación de las explicaciones causales en el ámbito de lo humano y, por tanto, es igual al azar, como señalan Hume y otros filósofos empiristas contemporáneos.95 En la medida en que el concepto de necesidad o conjunción constante entre motivos y acciones nace, según Hume, de la experiencia, esa misma experiencia supone la negación de tal libertad de indiferencia, indeterminación de la motivación o azar (en sentido antropológico, claro está).

Ahora bien, Hume piensa que, aunque hay que negar la libertad en tanto excluya la «necesidad» o «regularidad», puede admitirse la existencia de la libertad en un segundo sentido: libertad de espontaneidad, que Hume explica como sigue:

Sólo podemos entender por libertad el poder de actuar o de no actuar de acuerdo con las determinaciones de la voluntad; es decir, que si decidimos quedarnos quietos, podemos hacerlo, y si decidimos movernos, también podemos hacerlo. Ahora bien, se admite universalmente que esta hipotética libertad pertenece a todo el que no está prisionero o encadenado. Aquí, pues, no cabe discutir.96

Muchos autores han destacado la clara influencia de Hobbes en la concepción de la libertad de Hume. Esto parece sugerir que, al igual que Hobbes, cuando Hume habla de «libertad de espontaneidad» se refiere a la «libertad natural» o simple poder de ejercer la propia voluntad. Como lo dicho por Hume sobre este tipo de libertad es prácticamente nada, vamos a tratar de completar el sentido de esa libertad «natural» o «espontánea» siguiendo las indicaciones que da Hobbes en el Leviatán, capítulo XXI. Las tesis que voy a atribuir a Hume no se puede decir que sean estrictamente suyas, pero la clara filiación respecto a Hobbes de sus ideas sobre la libertad parece sugerir que es muy probable que las sostuviera. Otro criterio en favor de ellas es que, a mi parecer, no dan lugar a ninguna conclusión globalmente contraria a la filosofía de Hume.

A Hume, igual que a Hobbes, le parece evidente que un gran número de acciones proceden del hombre como agente sin que haya intervenido coacción exterior. Esto permite afirmar que hay una libertad que consiste en la ausencia de violencia o constricción, siempre que interpretemos esta violencia como algo puramente externo —impedimento— y no como algo interno u ontológico, pues como dice Hobbes, «cuando el obstáculo al movimiento está en la constitución de la cosa misma no solemos decir que le falta la libertad, sino el poder para moverse».97

Una vez definidos lo que serían los «poderes» de un individuo o de los seres humanos en general, una vez establecidas y conocidas las capacidades y las limitaciones del hombre —tanto las individuales como las derivadas de su relación con el medio y con los otros—, ser libre consistiría en poder ejercer o no sin estorbo una volición, es decir, en poder llevar a cabo —en términos humeanos— la línea de conducta que ha de conducirnos a la evitación de un dolor o a la consecución de un placer. Ésta es la única libertad «que nos interesa conservar»,98 en tanto que el ámbito de los «poderes» está fuera de nuestro alcance —aunque no está nada claro que sea algo definitivamente precisado— y el de la libertad de indeterminación se ha mostrado inexistente.

Esta «libertad de espontaneidad» es, para Hume y también para Hobbes, absolutamente compatible con la existencia de una «conjunción constante» entre motivos y acciones (necesidad). Los actos voluntarios realizados por los agentes humanos son libres en cuanto proceden de la voluntad, pero son a la vez necesarios en cuanto están sometidos a conjunciones constantes (esquemas causases en la naturaleza, esquemas motivacionales en el hombre), es decir, a la necesidad.99

La razón del temor de Hume a que su planteamiento fuese interpretado como un determinismo estricto es que sabía que la mayoría de los lectores olvidarían la distinción entre los dos tipos de libertad, olvidando también, por tanto, que cuando niega la libertad en favor de la necesidad no está negando el poder de obrar voluntariamente, sino que en realidad está negando sólo la libertad-azar o indeterminación en el ámbito de la decisión, con lo que en realidad está posibilitando que haya alguna conexión razonable entre la voluntad y las acciones.

Interpretar a Hume en sentido determinista estricto significa trasladar la confusión entre los dos tipos de libertad también al concepto de necesidad. Así, mientras que Hume dice que el concepto de necesidad se refiere tan sólo a la existencia de una conjunción constante entre motivos y acciones, podría haber otro sentido de necesidad que implicase la inexistencia de voliciones libres en el sentido de «espontáneas» o no sometidas a constricción. Hume no llega nunca a ampliar el concepto de necesidad a los actos voluntarios en este segundo sentido —a diferencia de Hobbes—.100 Además, el propio Hume se dio cuenta de que sus contrarios podían realizar tal extensión ilegítima de su tesis sobre la «necesidad», y por eso dijo:

Que nadie, pues, saque de mis palabras una construcción capciosa, diciendo simplemente que yo afirmo la necesidad de las acciones humanas y las coloco en el mismo plano que la materia inerte. No adscribo a la voluntad la necesidad ininteligible, que se supone existe en la materia.101

La confusión de los dos tipos de libertad y el haber interpretado siempre la «necesidad» no como ausencia de indeterminación en la motivación sino como carácter forzoso de las voliciones, ha sido también la causa del rechazo generalizado hacia la tesis que afirma la existencia de necesidad en los fenómenos humanos, así como de que se haya concluido por lo común que los hombres no están sometidos a la misma necesidad que otras partes de la naturaleza. Pero «de hecho lo están. Pues hay regularidades en el pensamiento, la volición y la conducta humanos que permiten realizar inferencias».102

Si quisiésemos resumir en dos puntos lo más importante del análisis de la libertad en Hume, tendríamos que decir que:

1) La necesidad o regularidad de la motivación es compatible absolutamente con la existencia de voliciones libres en el sentido de no constreñidas por nada externo al agente.

2) La experiencia de la conjunción constante entre motivos y acciones supone la negación de la libertad en el sentido afirmado por la tendencia libertarianista y por Clarke: «Al menos alguna conducta voluntaria procede de causas que en sí mismas son incausadas, es producto de las determinaciones indeterminadas de la voluntad del agente».103

Esta última tesis —es decir, la negación de la libertad como indeterminación básica— permite afirmar a Hume la uniformidad relativa o regularidad (probable) de los fenómenos conductuales humanos.104

Ahora bien, «esto no significa que cada ser humano sea igual que cualquier otro o que cada uno de nosotros actuaría de la misma manera en una situación dada. Significa sólo que cada acción humana es una instancia sometida a una cierta uniformidad».105

Hume no se detiene en esta afirmación de la uniformidad relativa de la conducta humana, sino que afirma su gran importancia metodológica por cuanto es la base de la ciencia de la acción humana (antropología), de la filosofía moral, de la atribución moral y de la propia vida humana en sociedad. Todas ellas descansan sobre las expectativas que nos hemos formado respecto a los demás seres humanos a partir de la observación de su conducta anterior.106 Estas expectativas se forman, por tanto, a partir de inferencias. Hume dirá que estas inferencias son causales, y como todas las inferencias causales, éstas también se hacen basándose en observaciones pasadas de conjunciones constantes entre ciertos motivos, temperamentos y circunstancias de las personas y ciertas acciones de éstas.

Lo que hay que tener en cuenta es que tales inferencias no son tan infalibles, como sería el caso si se tratase de fenómenos sujetos a ciertas leyes naturales. Pero que no sean altamente probables no quiere decir que las inferencias sobre las acciones humanas tengan tan baja probabilidad que cualquier acierto deba considerarse azaroso. Entre la «necesidad inamovible» de ciertos procesos naturales (en realidad sabemos que es tan sólo una altísima probabilidad) y el azar hay muchos grados posibles de probabilidad y certeza.

La ciencia de la naturaleza humana o antropología, como toda ciencia, parte del supuesto de que su objeto es cognoscible; en este caso, de que las acciones humanas son explicables. Para Hume, explicar es lo mismo que averiguar por medio de inferencias causales cuál es la génesis de una determinada cosa o fenómeno o acción. Por eso piensa también que, a partir de la simple observación, podemos averiguar que las acciones humanas tienen causa, que están sometidas a vínculos causales.

La negación de esta unión entre motivos y acciones que conlleva la idea de libertad como indeterminación o azar haría imposible la antropología, la ética y cualquier «ciencia del hombre» como conocimiento de tipo racional. En otros términos, no tendría sentido, por ejemplo, hablar de libertad —o atribución de responsabilidad moral— si no hubiera «necesidad» en la esfera de la conjunción entre motivos y acciones: «No es sólo que la libertad y la adscripción de responsabilidad sean compatibles con la necesidad, sino que la necesitan, no tendrían ningún sentido sin ella».107

Hume se dio cuenta de que por lo común se tiende a negar esta doctrina de la necesidad por el supuesto determinismo estricto que se derivaría de ella, aunque en realidad su intención fuese tan sólo buscar una regularidad en los fenómenos humanos que permita estudiarlos de modo riguroso.

Parece, a tenor de esto, que el primer paso para entender la postura de Hume es darse cuenta de que su «determinismo» no puede ser visto como algo directo y simple, sino más bien como una posición primaria que funciona a la vez como supuesto de esa ciencia del hombre en ciernes y como «artefacto explosivo» contra la postura antropocentrista y altiva de los defensores de una libertad absoluta basada en una supuesta heterogeneidad del hombre respecto a los demás seres de la naturaleza.108

Los componentes de la filosofía de Hume que sus contemporáneos consideraron «materialistas» afloran en este tema más claramente que en ningún otro, quizá porque al ser dicha cuestión el centro de la antropología, los diversos sistemas filosóficos se califican y diferencian por la explicación que dan de ella. Un cierto primado de la filosofía práctica en Hume también se revela en la preocupación de éste por un tema como el de la libertad, que pertenecía a lo que él denostaba como «metafísica».109

Parece, pues, que la aportación principal de Hume al tema de la libertad y la necesidad es haber mostrado con cierta claridad su compatibilidad. Sólo estableciendo este supuesto es posible realizar el proyecto humeano de «introducir el método experimental de razonar en los asuntos morales»;110 sólo desde ese punto de vista es posible lograr esa mezcla de crítica escéptica moderada de la metafísica racionalista y alejamiento del pirronismo que, a nuestro modo de ver, caracteriza la filosofía expuesta en el Tratado de la naturaleza humana y sintetizada en el Resumen del «Tratado de la naturaleza humana».

Establecida convenientemente, pues, la posición humeana acerca de la posibilidad de la «ciencia del hombre» en general y de la ética en particular, tal y como ya hemos expuesto, veamos cómo aplica los principios metodológicos y gnoseológicos, construidos principalmente en el libro 1 del Tratado, por una parte al problema de si los fundamentos de la moral descansan en la razón o en las pasiones y sentimientos, y por otra, al ámbito de la teología natural. Empecemos por la moral, en la que en todo caso nos detendremos muy brevemente.

Crítica del racionalismo moral: ¿emotivismo y conservadurismo político en Hume?

No es éste el lugar de desarrollar las complejas tesis de Hume sobre las limitaciones prácticas de la razón y el primado de las pasiones en toda su extensión.111 Simplemente discutiremos brevemente en qué sentido puede y debe ser interpretado el famosísimo pasaje del Tratado sobre la «esclavitud de la razón», y sobre todo defenderemos que éste, y toda la ética «emocionalista» (que no emotivista) de Hume, forman parte de ese proyecto global de crítica de la metafísica racionalista (aquí específicamente en sus aspectos filosófico-antropológicos) que estructura nuclearmente dos de las obras contenidas en este volumen, el Tratado y el Resumen, pero también de una forma lógica y consistente el resto de obras de Hume y su proyecto filosófico en general. Si la filosofía de Hume pudiera resumirse fácilmente en una sola característica, lo cual es complicado, sería en mi opinión en ese rasgo recurrente y constante que por supuesto también aparece en su ética: la crítica del racionalismo dogmático.

En un texto justamente famoso sobre este problema, Hume sostiene que:

Puesto que la razón por sí sola no es capaz jamás de producir una acción, o dar lugar a la volición, infiero que la misma facultad es tan incapaz de evitarla, como de disputar sobre su preferencia con una pasión o emoción. Esta consecuencia es necesaria. […]. Así, resulta que el principio que se opone a nuestra pasión, no puede ser el mismo que la razón, y se le llama así tan sólo en sentido impropio. No hablamos de un modo estricto y filosófico cuando hablamos del combate de la pasión y la razón. La razón es, y sólo debe ser, la esclava de las pasiones, y no puede pretender ningún otro oficio más que servirlas y obedecerlas.112

La crítica del racionalismo en el ámbito de la teoría del conocimiento llevada a cabo por Hume, y a la que hemos dedicado una amplia atención, suele interpretarse como una defensa consiguiente de alguna forma de irracionalismo; destronada la razón, las emociones, las pasiones y los sentimientos ocupan simplemente su lugar. Hume jamás defendió esta idea imbuida completamente de un «naturalismo romántico» que le era ajeno, pero se le ha atribuido esta tesis no sólo en ética sino también en epistemología. Todo el proyecto de construcción de una «ciencia del hombre» es directamente absurdo si esta atribución es cierta.

Ya hemos visto que en epistemología Hume era empirista y escéptico, pero no un pirrónico o escéptico radical. El hecho de limitar el poder de la razón y poner en pie de igualdad el conocimiento empírico y el lógico-matemático no quiere decir negar la razón sin más.

Lo esencial, por tanto, de la ética de Hume es la afirmación de que los determinantes básicos de la conducta son conseguir el placer y evitar el dolor, así como la insistencia en que la razón no puede establecer tales fines.

La razón, en la práctica, sólo puede establecer la existencia de los fines y determinar qué medios conducen a ellos, pero la «deseabilidad» de los fines en sí mismos y la realización de las acciones que conducen a dichos fines son tarea directa de las pasiones, sentimientos, deseos, de todo lo que podría llamarse el «entramado pasional» de nuestro comportamiento; no pueden, sin embargo, ser establecidos directamente por la razón. El uso práctico de la razón es indirecto y siempre subordinado a las pasiones.

Hasta aquí la tesis «emocionalista» de Hume, tal como yo la interpreto.

La versión tradicional, sin embargo, no sostiene que Hume limite el poder de la razón y reivindique un papel protagonista para las pasiones, sino que el filósofo defiende que «la moral es una cuestión tan sólo de emociones». Desde este punto de vista interpretativo, a Hume se le atribuye una posición emotivista, esto es, que reduce el papel del lenguaje moral a una mera expresión de emociones.113 El corolario o conclusión escéptica final de su pensamiento se proyectaría en el ámbito de la política: un escéptico en el ámbito de la teoría del conocimiento, un emotivista en el ámbito de la ética, ha de ser —según el famoso adagio de Bertrand Russell que Jorge Luis Borges hizo suyo— un «conservador en política».

Brevemente, cabe decir que Hume difícilmente podría ser un emotivista, porque el emotivismo es una teoría que reduce el cometido del lenguaje moral a la sola expresión de emociones. Para Hume, al contrario, y sin transformarlo en un filósofo analítico del siglo XX, el lenguaje moral tiene pluralidad de funciones, y no todas ellas se reducen a la mera expresión de emociones.

Segunda objeción clásica: el escepticismo nos deja inermes ante el orden establecido y nos vuelve directamente conservadores.

Una respuesta directa a esta objeción es tan simple como la propia crítica: si Hume es un conservador, lo es de un modo muy peculiar.

Hume se colocó del lado de los conservadores ingleses en su análisis de algunos problemas históricos, en particular en su análisis de la Revolución liberal que tuvo lugar en Inglaterra durante el siglo XVII. Sin embargo, su teoría política puede considerarse el mayor disolvente intelectual de las instituciones políticas y económicas formulado en el siglo XVIII europeo. Particularmente agresiva es su crítica, relacionada con su denuncia de la tradición metafísica occidental, de la mixtura de la religión con la política: no cabe en los planteamientos de Hume la más mínima posibilidad de interrelación entre instituciones políticas y religiones organizadas, sean éstas cuales sean.

Por otra parte, tampoco es en absoluto conservadora toda la teoría humeana, formulada en el libro 3 del Tratado y repetida en la brillante Investigación sobre los principios de la moral, acerca de la justificación utilitaria de las instituciones sociales y, por tanto, acerca de la desaparición del motivo de obediencia cuando el Gobierno o las instituciones dejan de rendir servicio a los intereses colectivos.

Hume nunca fue partidario de ninguna clase de fenómeno revolucionario, fundamentalmente porque en su época y antes de él la defensa de la revolución política casi siempre estuvo vinculada a alguna clase de milenarismo religioso-político. No obstante, creo que Hume fácilmente se hubiese comprometido, a partir de su teoría ética y política, con el reformismo radical posterior de raíz utilitarista, a partir de toda la justificación de las instituciones sociales y políticas en función de lo que podríamos denominar un utilitarismo indirecto o de la regla114 que formula en su teoría política y que despertó la admiración del fundador del radicalismo filosófico, Jeremy Bentham.115

Antes de concluir con el análisis de la crítica de la teología natural por parte de Hume, repito una vez más que si Hume es un pensador conservador, habría que especificar muy bien qué es lo que se entiende por conservador. Lejos de eso, parece mucho más interesante interpretar a Hume como un antecedente directo no sólo del utilitarismo en sus fundamentos éticos, sino también del radicalismo liberal posterior,116 con la única salvedad de que Hume en muchos aspectos es —y no puede dejar de serlo— un ilustrado anterior el período revolucionario, a pesar de que su muerte (agosto de 1776) ocurrió casi a la par que la independencia de las colonias americanas (julio del mismo año), en relación con la cual expresó opiniones favorables.117

Última etapa de la crítica humeana de la metafísica racionalista: el problema de la teología racional

La última etapa en la crítica de Hume a los principales conceptos y problemas metafísicos se estructura en torno al análisis del tema de la posibilidad de un conocimiento científico, o simplemente racional, de Dios, o sea, acerca de la teología racional o natural basada en el conocimiento y en la experiencia, no en la fe.

El propósito principal de esta teología es conocer la existencia y los atributos de la divinidad, y la relación de esto con la metafísica y su crítica en el empirismo es clara, ya que el objetivo último de toda metafísica habida y por haber es el conocimiento —supuestamente «filosófico»— de Dios, aunque se lo llame de maneras diversas y se lo oculte bajo otras empresas menos disputadas.

No obstante, donde más se advierten las diferencias entre Hume y los demás empiristas es en el ámbito del problema de Dios y de la teología racional. Aunque Locke y Berkeley iniciaron el camino de la crítica a la metafísica, dejaron a un lado sin tocarlo el problema del posible conocimiento de Dios, de modo que puede considerarse que sólo Hume llevó la crítica empirista de la metafísica a sus últimas consecuencias.

Locke afirmó que al igual que los objetos de las demás ciencias son cognoscibles por la razón y la experiencia, del mismo modo debería ser cognoscible el objeto de la teología: la divinidad. Esta idea inició el camino de una teología que pretendía basarse en la experiencia y constituir una ciencia similar en legitimidad a las demás ciencias de la naturaleza o del hombre que se basan en el «modo experimental de razonar». Esta corriente, iniciada por Locke, culminó en Isaac Newton y en Samuel Clarke, quienes pusieron el método empirista al servicio de la teología y de la demostración del carácter científicamente legítimo de la justificación racional de las creencias religiosas que se intenta hacer en la teología racional. A esta racionalización científica de la religión Hume la llama «hipótesis religiosa».

Por su parte, la filosofía de George Berkeley, a pesar de ser tan radical en otros muchos aspectos, constituye otro ejemplo de subordinación de los supuestos empiristas a la apologética religiosa siempre que toca el tema de Dios y de su conocimiento. En coherencia general con sus principios, Berkeley debería haber negado o al menos dejado en suspenso la posibilidad de un conocimiento en sentido estricto de Dios; no lo hizo, y es más, convirtió a Dios, que se supone que está fuera de la experiencia sensible, en fundamento de un sistema empirista basado en la idea de que sólo existe lo percibido.

El germen de crítica de la metafísica y la teología que contenían los supuestos empiristas sólo se desarrolló y se apreció en toda su importancia con la filosofía de la religión de Hume, tal como está expuesta principalmente en sus Diálogos sobre la religión natural118 y en la Historia natural de la religión,119 aunque también en otras muchas obras menores y ensayos aparentemente dedicados a temas de carácter general, como por ejemplo, «De la dignidad o miseria de la naturaleza humana» o «De los caracteres nacionales».120 En todo caso, la religión era ya el tema central de las partes «cercenadas» del Tratado y, por tanto, ocupó a Hume realmente en todas sus obras.

Aunque Hume admite y respeta —al menos tolera— las creencias religiosas basadas en la fe, es muy crítico con los intentos de basarlas en la razón y en la experiencia, que es básicamente lo que pretende la teología racional.

La última intención de todo el movimiento iniciado por John Locke, que defiende la concordancia de la religión con el punto de vista científico y racional, era preservar la teología como un saber legítimo y también racional, auténticamente basado en la experiencia. Las conclusiones de este pretendido saber formarían, como las de todo otro saber científico, una determinada hipótesis o conjunto de explicaciones del mundo, lo que Hume denomina —lo hemos dicho ya— «hipótesis religiosa». La crítica de Hume, por tanto, es aplicable no a la creencia religiosa sin más —de la que se ocupa más bien en los ensayos de corte sociológico o político—, sino a la teología en la medida en que pretende equiparar sus enunciados con los de las demás ciencias, por la simple razón de que una explicación del mundo o de los fenómenos de éste («hipótesis») debe cumplir las condiciones científicas que se exigen para su correcta construcción, y como Hume argumenta que la teología o «hipótesis religiosa» no las cumple, debe ser rechazada como hipótesis no basada en la experiencia. En suma, la teología es vacía e ilegítima desde el punto de vista de la experiencia.

Esta ilegitimidad de las construcciones metafísico-teológicas desde el punto de vista del razonamiento de la experiencia se aprecia muy bien en la incorrecta utilización de las reglas de la analogía científica que encierran los argumentos teológicos que pretenden probar la existencia de Dios a partir de la experiencia del mundo: argumento teleológico en favor de la existencia de Dios o «argumento del designio» o cosmológico, así como en el intento de probar «por demostración» una cuestión de hecho, que es la base del argumento ontológico anselmiano o prueba a priori, con lo que se incumpliría la escisión irreductible entre relaciones de ideas y cuestiones de hecho.

Los argumentos de Hume sobre la ilegitimidad de la teología son muy largos y elaborados. Aquí sólo hemos explicado la intención y la estructura generales, que consisten básicamente en pasar por la criba de la teoría empirista del conocimiento las principales formulaciones de la llamada «teología racional».121

Para concluir este punto, y para que el lector pueda apreciar la intensidad y la valentía de los planteamientos críticos de su filosofía, quiero citar un hermoso texto de una de las mejores obras de Hume, los Diálogos sobre la religión natural, en el que formula de un modo brillante una reactualización del epicureísmo clásico y lo aplica al problema de la teología. Dice Hume en ese hermoso texto sobre el problema del mal en el mundo y sus implicaciones para la teología racional: «¿Es que [Dios] quiere evitar el mal y es incapaz de hacerlo? Entonces, es que es impotente. ¿Es que puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Es que quiere y puede? Entonces, ¿de dónde proviene el mal?».122 Y finaliza: «¿Por qué existe siquiera un mal en el mundo? Ciertamente que no es debido a la casualidad. Entonces proviene de alguna causa. ¿Proviene de la intención de la Deidad? Pero Él es perfectamente benevolente. ¿Es este mal contrario a su intención? Pero Él es todopoderoso».123

Después de lo cual y de un modo elocuente y hasta algo barroco, Hume sostiene que si la teología natural pudiese extraer alguna conclusión ajustando la descripción hipotética de las causas a sus efectos, de acuerdo con las reglas de la correcta analogía, el resultado sería paradójicamente muy distinto de lo que el teísta suponía, ya que:

[…] este mundo, por lo que dicho hombre puede saber, es muy deficiente e imperfecto, y fue sólo el primer y tosco ensayo de una deidad infantil que después lo abandonó, avergonzada de su pobre actuación; [este mundo] es solamente la obra de una deidad subalterna, y es objeto de irrisión para sus superiores; [este mundo] es el producto de la vejez y senilidad de una deidad demasiado entrada en años, después de cuya muerte ha bogado a la deriva moviéndose gracias al primer impulso y fuerza activa que recibió de ella.124

Conclusión: el legado de Hume, o ¿por qué leer a Hume en la actualidad?

En las páginas precedentes he expuesto todos los argumentos académicos e intelectuales a mi alcance para demostrar al lector que la filosofía de Hume constituye uno de los pilares fundamentales de la historia del pensamiento occidental. Para acabar con esta exposición, probaré otra línea de argumentación puramente hedónica: Leer a Hume puede ser uno de los placeres de la vida. Me explicaré brevemente.

Una de las lecturas más extrañas y sorprendentes de la obra de Hume se halla en los diversos pequeños relatos o «digresiones» contenidos en el Tratado mediante los que nos advierte del inevitable tránsito de la vida filosófica a la vida cotidiana. Como añade en el Resumen, el escepticismo radical triunfaría si no fuera porque nuestra naturaleza lo templa y modera.

Imaginemos, para acabar, que estamos como Hume, desnudos de nuestros ropajes filosóficos y dispuestos a jugar una partida de alguno de nuestros juegos preferidos, a tomar una copa con los amigos o a dar un paseo, al parecer las tres aficiones de Hume, junto a los libros y su gato. Estamos en la misma situación muchos años después y tenemos que contestarnos una pregunta muy simple: para qué sirve en nuestra vida cotidiana, normal, sencilla, ordinaria, una filosofía como la de Hume. Si realizáramos este mismo experimento en otros filósofos, quizá no saldrían tan bien parados como Hume.

De una manera esencial —y no quiero que esto se entienda en un sentido cínico e instrumental— la filosofía de Hume sirve para que hablemos y escribamos sobre ella. Esto no es una justificación de la mera escolástica, un peligro que siempre aqueja a los filósofos actuales, menos convencidos de las grandes empresas que nuestros colegas del siglo XVIII. Se trata simplemente de afirmar que mientras en un aula, una tarde de cualquier mes del año, un pequeño grupo de estudiantes y un profesor abran quizá la Investigación sobre los principios de la moral de Hume y lean, por ejemplo, su crítica de las virtudes monacales y luego se pregunten por el papel de las religiones organizadas en su sociedad, nuestra cultura, como una auténtica cultura, seguirá adelante y soportará cualquier amenaza.

Pensar sobre nuestras tradiciones y volver a hacerlas nuestras es una de las actividades que nos hacen humanos, y ahí creo poder afirmar que Hume es un clásico; continuamente nos está obligando a ponernos frente a nosotros mismos y cuestionarnos, dudar, ponderar, sopesar, y en algunos casos, con prudencia y siempre con distanciamiento, nos pone ante la obligación de actuar. Siempre, en todo caso, nos conduce a decir lo que pensamos y sentimos, así como a sentir lo que queremos.

En un cierto sentido, la lectura de Hume nos hace libres. A diferencia en todo caso de los filósofos sacerdotes, no nos libera de la obligación de construir nuestro mundo por nosotros mismos, nos coloca ante un mundo duro hecho de aspiraciones humanas, grandiosas pero muchas veces fracasadas; en todo caso, nuestras y nada más que nuestras, y por eso humanas, sólo humanas.

Desde ese punto de vista, Hume nos enfrenta a la tarea de ser hombres. En tiempos de eficacia, rentabilidad a corto plazo, rapidez, inmediatez, tecnología de los medios y olvido de los auténticos fines, lo único que puedo argumentar, desprovisto de mis ropajes filosóficos al final de este viaje por el pensamiento y la vida de Hume, es que mientras sigamos siendo hombres, tendrá sentido sentarse a leer a Hume y no será absurdo dedicar tardes enteras a desentrañar con unos estudiantes de humanidades o de filosofía, o con cualquier lector interesado por el pensamiento, el intrincado laberinto que un pensador ya muerto trazó en negro sobre blanco hace ya muchos años.

En fin, Hume somos todos nosotros. Y seguiremos siéndolo mientras no desertemos de la ingrata tarea de comprender nuestro mundo y a nosotros mismos. Sólo desde ahí se entenderá lo último que voy a decir: leer y entender a Hume implica no ser un mero «humeano», sino refutarlo, superarlo, ir más allá de él. Pero para ese viaje más allá de su pensamiento tenemos que seguir leyendo una y otra vez obras como el Tratado y su Resumen, imperfectas y humanas y por eso eternas, al menos en la reducida dimensión de eternidad que nos es accesible a los seres humanos.

1 Cf. B. Russell, Historia de la filosofía occidental, Madrid, Espasa-Calpe, 2007 (11.a ed., Colección Austral).

2 De hecho, Hume merece encabezar sin ninguna duda cualquier relato acerca del humor en la historia de la filosofía. Para este asunto, vid. J. L. Tasset, «Ensayo de una historia humorística de la filosofía», en Manuel Ballester y Enrique Ujaldón (eds.), La sonrisa del sabio (Ensayos sobre humor y filosofía), Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, págs. 149-184.

3 J. de Maistre, Lettres à un gentilhomme russe, sur l’Inquisition espagnole, citado por E. Tierno Galván en Ensayos políticos, 1982, págs. XXIX-XXXI.

4 Además de su justamente famosa autobiografía titulada en inglés My Own Life (Mi vida, 1776), tradicionalmente incluida como apéndice del Tratado de la naturaleza humana, Hume escribió algunas otras obras con un claro contenido autobiográfico; en concreto, A letter from a gentleman to his friend in Edinburgh (Carta de un caballero a su amigo en Edimburgo, 1745), A Descent on the Coast of Brittany (Descenso de la costa de Bretaña, 1756). También tiene un importante contenido biográfico el relato de la polémica entre Rousseau y Hume, con las cartas entre ambos y un relato-carta que de algún modo las va hilvanando de Horace Walpole, quien fue el verdadero atizador de esta polémica. Cf. A concise and genuine account of the dispute between Mr. Hume and Mr. Rousseau (Un relato conciso y auténtico de la disputa entre el señor Hume y el señor Rousseau, 1766). Las dos primeras se ofrecen en el presente volumen, en traducciones inéditas; las otras todavía no han aparecido en castellano. Junto a estas obras, la fuente principal directa para el conocimiento de la biografía de Hume son sus cartas; cf. TLDH y R. Klibansky y E. C. Mossner (eds.), New letters of David Hume (Oxford, Clarendon Press, 1969). La biografía más completa hasta el momento sobre Hume es la de E. C. Mossner, The life of David Hume (2001). Antes de esa biografía, Mossner había publicado un libro ya clásico sobre lo que podríamos llamar «leyenda blanca de David Hume», esto es, el conjunto de anécdotas y referencias de época acerca del buen talante, la jovialidad y la inteligencia de Hume; cf. E. C. Mossner, The forgotten Hume, le bon David (Nueva York, Columbia University Press, 1943; reimpr., Bristol, Thoemmes, 1990). Esta visión algo hagiográfica de la vida de Hume fue iniciada por J. H. Burton en Life and correspondence of David Hume: from the papers bequeathed by his nephew to the Royal Society of Edinburgh, and other original sources, 2 vols. (Edimburgo, William Tait, 1846; reimpr., Life and correspondence of David Hume, The Philosophy of David Hume, Nueva York, Garland Pub, 1983). Una biografía más transgresora desde un punto de vista metodológico es la de J. Christensen, Practicing Enlightenment: Hume and the formation of a literary career (Madison, Wisconsin, University of Wisconsin Press, 1987).

5 P. Strathern, Hume en 90 minutos (1711-1776), Madrid, Siglo XXI, 1998, págs. 16-17.

6 Y relatada de muy diversas maneras como consecuencia de su fama.

7 Probablemente porque, adelantándose una vez más a Kant, consideraba que la hipótesis atea sobre el origen del mundo está tan falta de pruebas concluyentes como la hipótesis religiosa.

8 Cf. «Del suicidio», en Escritos impíos y antirreligiosos (en adelante Escritos), 2005.

9 Ibid.

10 «De la inmortalidad del alma», Escritos, 2005.

11 «De los milagros», ibid.

12 G. Horne, «Carta a Adam Smith, LL.D., sobre la vida, la muerte y la filosofía de su amigo David Hume, esq. (Por uno que pertenece a los que son llamados cristianos)», en D. Hume, Mi vida; Carta de un caballero a su amigo en Edimburgo [edición y traducción de C. Mellizo, con el apéndice «La muerte de David Hume»], Madrid, Alianza, 1985, págs. 80-81.

13 New Evening Post, 6 de diciembre de 1776; citado por E. C. Mossner, 2001, pág. 556.

14 E. C. Mossner, 2001, pág. 90.

15 Cf. Disertación sobre las pasiones y otros ensayos morales (en adelante Disertación), 2004.

16 Cf. Sobre este particular los diversos trabajos de J. Fieser, especialmente Early responses to Hume’s metaphysical and epistemological writings, 2 vols., Bristol, Thoemmes Press, 2000.

27 El título completo era: «Un resumen de un libro recientemente publicado titulado Tratado de la naturaleza humana, etc., en el que el argumento principal de ese libro es ampliamente ilustrado y explicado» (An abstract of a book lately published; entituled A Treatise of Human Nature, &c. wherein the chief argument of that book is farther illustrated and explained). Una edición crítica de esta obra se incluye en este volumen.

No se supo a ciencia cierta que esta obra era de Hume hasta que J. M. Keynes descubrió cosido al final de un ejemplar de una obra económica del siglo XVIII el manuscrito firmado por Hume y lo publicó en 1938 con una introducción de P. Sraffa. Durante mucho tiempo se pensó que había sido redactada por A. Smith.

18 Th. Reid publicó en 1764 la primera edición de su obra sobre los principios del sentido común, que consistía básicamente en una refutación punto por punto de las supuestas ideas escéptico-radicales de Hume, principalmente de las contenidas en el Tratado. Cf. la reciente edición crítica de D. R. Brookes en The Edinburgh Edition of Thomas Reid, Edimburgo, Edinburgh University Press, 1997.

19 «Hume ensayista», en «Introducción general» a Disertación, 2004.

20 En el folleto, también anónimo, Carta de un caballero a su amigo en Edimburgo (1745), Hume pretendía negar esas consecuencias críticas de su filosofía, y otras de orden político, tales como la negación del carácter natural de las leyes políticas y, por consiguiente, su carácter convencional. Sus argumentos a la vista de los hechos no convencieron a los censores y jueces académicos. Para su desgracia, las ideas del Tratado y las consecuencias de éstas probablemente habían sido entendidas en la verdadera dimensión crítica que tenían.

21 EHU 10, 13 / [SB 115-116.

22 La referencia básica para todo este extraño y divertido asunto es el capítulo 15 de Mossner, titulado «A Military Campaign», en E. C. Mossner, 2001, págs. 187-220. Mossner señala que el escrito de descargo que Hume publicó de forma anónima, «A Descent on the Coast of Brittany», se genera como una defensa, algo obligada, de la figura del general St. Clair, pariente lejano de Hume, protector suyo (E. C. Mossner, 2001, págs. 199-200) y origen de la fortuna económica y personal que sonrió a Hume desde esta expedición. Mossner, que evidentemente es la principal autoridad sobre esta cuestión, señala que el elemento determinante de la escritura por parte de Hume de esta obra fue la publicación, antes en inglés que en francés, de la obra de Voltaire History of the War of 1741, en la que se incluían unos comentarios, más jocosos que ofensivos, sobre la expedición de Hume y St. Clair (E. C. Mossner, 2001, pág. 200). Una reseña de esta edición inglesa de la obra de Voltaire apareció en el número de febrero de 1756 de la Monthly Review (E. C. Mossner, 2001, pág. 200). Finalmente, una respuesta con una breve presentación del editor de la misma revista, procedente de lo que éste consideró una «unquestionable authority», apareció en el número de abril de 1756 (E. C. Mossner, 2001, pág. 201). Mossner considera que esta autoridad incuestionable es Hume, y cree que hay evidencias internas de que fue él quien escribió este breve relato de tres páginas relativo al desafortunado incidente de L’Orient.

Esta breve obra puede encontrarse como apéndice en The Philosophical Works of David Hume, 1964.

Parece extraño que en todo internet no haya más que unas pocas referencias a esta pequeña obra o escrito de Hume, que además ha desaparecido de las ediciones contemporáneas de sus obras. ¿A qué puede deberse que incluso la edición digital de InteLex Past Masters mencione explícitamente que ha sido suprimida junto a otras obras o escritos menores: «On the Authenticity of Ossian’s Poems», «Concerning Wilkie’s Epigoniad», «Dedication of Four Dissertations», «A Descent on the Coast of Brittany, 1746», «Scotticisms»? Supongo que la cuestión será probablemente la dudosa autoría, o quizá la importancia o el mérito menor de los escritos, que probablemente llevarían al propio Hume a no incluirlas en sus ediciones autorizadas de ensayos. Quizás el miedo al ridículo pueda estar en el origen de la supresión y ocultamiento en concreto del relato de la expedición, así como en el origen del anonimato del relato de autodefensa. La lectura de la obra, sobre todo del incidente en el que las tropas británicas se disparan aterrorizadas a sí mismas, explicaría que el Hume maduro y respetable no quisiese que quedara huella de la historia.

Hume habla de sus aventuras en la costa de Francia en TLDH, 1, carta 50 a Henry Home [1746], pág. 90.

23 P. Strathern, op. cit., pág. 35.

24 Ibid., pág. 36.

25 Loc. cit.

26 F. Duque da unos datos muy precisos acerca de esta segunda y aún más desdichada experiencia político-militar de Hume y del general St. Clair. Cf. Tratado de la naturaleza humana, 1977, 2002, pág. 11, nota 19. En la investigación actual sobre el pensamiento de Hume no se citan ya sus textos por la edición de Selby-Bigge, que es la que Felix Duque empleó, como ya se ha explicado en la página X. No obstante, como las ediciones de Selby-Bigge siguen siendo muy usadas, se incluye al margen la referencia clásica [SB + página.

27 E. C. Mossner, 2001, págs. 213-214.

28 P. Strathern, op. cit., pág. 35.

29 Political Discourses. La primera obra de Hume traducida al español, aunque desde la versión francesa, que tanta fama le reportó en toda Europa. Cf. D. Hume, Discursos políticos, Madrid, en la Imprenta de González, 1789.

30 Mi vida, pág. 6.

31 E. C. Mossner, 2001, pág. 318.

32 Disertación, 2004.

33 Sobre el ensayo acerca del suicidio, su historia editorial y su interpretación, así como sobre el resto de las obras de crítica religiosa de Hume, cf. Escritos, 2005.

34 E. C. Mossner, 2001, pág. 290.

35 Fueron escritos en 1757. Sólo aparecieron con nombre de autor en 1783. El título completo que llevaron en esta primera edición fue: «Ensayos sobre el suicidio y sobre la inmortalidad del alma, atribuidos al difunto David Hume, Esq. Nunca antes publicados. Con unas consideraciones del editor destinadas a servir de antídoto contra el veneno contenido en estas obras, a lo que se añaden dos cartas sobre el suicidio procedentes de la Eloísa de Rousseau».

36 E. C. Mossner, 2001, pág. 480.

37 Cf. D. Hume, J.-J. Rousseau y Horace Walpole, A concise and genuine account of the dispute between Mr. Hume and Mr. Rousseau: with the letters that passed betwen them … As also the letters of the Hon. Mr. Walpole and Mr. D’alembert, relative to this extraordinary affair, Londres, T. Becket & P. A. De Hondt, 1766.

38 G. Horne, citado en D. Hume, Mi vida…, op. cit., pág. 81.

39 TLDH, II, pág. 336.

40 David Hume, escritos epistolares, 1998. Todos los textos de cartas de Hume que siguen proceden de esta edición.

41 Las cursivas son mías; marzo o abril de 1734, veintitrés años.

42 10 de septiembre de 1743, treinta y dos años.

43 18 de febrero de 1751, cuarenta años.

44 5 de enero de 1753, cuarenta y dos años.

45 David Hume, escritos epistolares, 1998, pág. 65.

46 Ibid., pág. 85. La relación entre Hume y Rousseau merecería sin duda un análisis más extenso, sobre todo para intentar aclarar con ecuanimidad la parte de responsabilidad que cada uno de ellos tuvo en tan desgraciado incidente. C. Mellizo se ha ocupado varias veces de esta relación en sus análisis (ya mencionados) de los escritos biográficos y autobiográficos de Hume, identificándose simpatéticamente, aunque creo que sin demasiadas pruebas, con el «pobre» Rousseau. La misma tendencia prorrusoniana muestra el muy entretenido trabajo de D. J. Edmonds y J. Eidinow, El perro de Rousseau: el relato de la guerra entre dos grandes pensadores de la época de la Ilustración, Barcelona, Península, 2007. Desde el bando prohumeano merece destacarse el capítulo que Mossner, en The life of David Hume, dedica a las relaciones con Rousseau. Muy reciente es el excelente y equilibrado trabajo de Robert Zaretsky y John T. Scott, La querella de los filósofos: Rousseau, Hume y los límites del entendimiento humano, Barcelona, Ediciones de Intervención Cultural, 2010.

47 Cf. Un análisis muy diverso de la recepción de Hume en Europa, excepto en España, en P. Jones, The reception of David Hume in Europe, The Athlone critical traditions series, Londres y Nueva York, Thoemmes Continuum, 2005.

48 Muy poco posterior a la muerte del propio David Hume es la primera traducción de la que tenemos constancia, precisamente de sus Ensayos políticos, obra en la que se cimentó su fama en Francia y, por extensión, en toda Europa. Por supuesto, no es una traducción directa del inglés sino del francés. Cf. Discursos políticos, op. cit., 1789.

49 D. Hume, Historia de Inglaterra: desde la invasión de Julio César hasta el fin del reinado de Jacobo II (año de J. C. 1689), 4 vols. [edición de F. Oliva; traducción de E. de Ochoa], Barcelona, Imprenta de Francisco Oliva, 1842-1844; D. Hume, Historia de Inglaterra, desde la invasión de Julio César hasta el fin del reinado de Jacobo II (año de J. C. 1689), por David Hume, continuada hasta nuestros días por Smollet, Adolphus, Aikin. Traducida por Don Eugenio de Ochoa, y adornada con 32 láminas grabadas sobre acero, Barcelona, Imprenta de Francisco Oliva, 1842-1845.

50 Tratado de la naturaleza humana, 1923.

51 David Hume [selección de textos precedidos de un estudio de L. Lévy-Bruhl; traducción y notas de L. Dujovne], Buenos Aires, Sudamericana, 1939; Diálogos sobre la religión natural [traducción de E. O’Gorman; prólogo de E. Ni-col], México, El Colegio de México, 1942 (1. a ed.).

52 Ensayos políticos, 1955 y 1982.

53 Aunque hemos realizado una revisión general de la traducción y hemos corregido algunos errores claros del texto, procedentes sobre todo del hecho de que V. Viqueira traduce a partir probablemente de la edición decimonónica del Tratado de T. H. Green y T. H. Grose, que no era crítica, en vez de a partir de la de Selby-Bigge, que se convirtió en la más usada en el siglo XX, no hemos querido alterar lo que podríamos considerar «opciones personales del traductor» en el aspecto terminológico que dan, por ejemplo, a la traducción de Viqueira un cierto aire kantiano o mejor neokantiano que, aunque no comparto, me parece una opción legítima de traducción e interpretación de Hume. Un caso muy llamativo de esto es la traducción de Understanding por «entendimiento» en vez de por «conocimiento». Una traducción reciente de An Enquiry Concerning the Human Understanding que apuesta por esta misma traducción de Understanding por «entendimiento» es la de C. Orts para Istmo, con una introducción de V. Sanfélix y epílogo de B. Stroud: Investigación sobre el entendimiento humano, Madrid, Istmo, 2004.

54 J. Rawls considera el proceso de redacción del Tratado tan sorprendente por la juventud del autor que los hechos y datos que lo rodean «le dejan a uno sin palabras»; cf. J. Rawls, 2001, pág. 41.

55 Esta interpretación fue muy influyente en nuestro país y se convirtió por caminos extraños de comprender en la interpretación estándar de Hume incluida en los libros de texto de filosofía para el bachillerato. Se encuentra recogida paradigmáticamente en S. Rábade Romeo, 1975.

56 EHU 1, 6 / [SB 9.

57 EHU 1, 14 / [SB 13-14.

58 THN «Advertencia» a los libros 1 y 2 del Tratado.

59 Resumen, pág. 582.

60 El hecho de que «otros autores tengan un concepto de qué es “lo filosófico” diferente del de Hume no afecta en nada a la cuestión» (J. García Roca, 1981, pág. 50).

61 Resumen, págs. 582-583.

62 THN «Introducción», 7 / [SB XVI-XVII.

63 THN «Introducción», 8 / [SB XVII.

64 EHU 11, 18 / [SB 139.

65 Cf. THN «Introducción», 7 / [SB XVI-XVII.

66 Cf. J. García Roca, 1981, pág. 71,

67 THN 1, 1, 1, 1 / [SB 1.

68 Cf. THN 1, 1, 2, 1 / [SB 7-8.

69 Cf. THN 1, 1, 1, 1 / [SB 1; EHU 2, 3 / [SB 18.

70 Cf. THN 1, 1, 1, 2 / [SB 2.

71 Cf. THN 1, 1, 1, 8 / [SB 4-5.

72 Cf. THN 1, 1, 1, 9 / [SB 5.

73 THN 1, 1, 1, 12 / [SB 7.

74 Loc. cit.

75 THN 1, 1, 1, 7 / [SB 4.

76 Cf. EHU 2, 5 / [SB 19.

77 Cf. THN 1, 2, 1, 2 y 3 / [SB 26-39.

78 EHU 4, 1-2 / [SB 25-26.

79 En la aplicación de los supuestos del empirismo de Hume a la crítica de la metafísica sigo, excepto en el caso del problema de la libertad y de la acción moral y política, lo expuesto en J. L. Tasset, 2007.

80 J. Locke, Ensayo sobre el entendimiento humano, 2 vols. [ed. de M.a E. García y S. Rábade Romeo], Madrid, Editora Nacional, 1980, pág. 434.

81 M. Foucault, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, México, Siglo XXI, 1966.

82 G. Berkeley, Principios del conocimiento humano; Tres diálogos entre Hilas y Filonús, Barcelona, Orbis, 1985, pág. 29.

83 THN 1, 1, 6, 1-2 / [SB 15-16.

84 THN 1, 1, 6, 2 / [SB 15-16.

85 F. Copleston, Historia de la filosofía, Barcelona, Ariel, 1980, vol. V, pág. 255.

86 Resumen, pág. 592.

87 THN 1, 4, 6, 3-4 / [SB 252.

88 THN 1, 4, 6, 4 / [SB 253.

89 Resumen, pág. 591.

90 Resumen, pág. 592.

91 THN 2, 3, 1 / [SB 399-412.

92 EHU 8, 1-8, 36 / [SB 80-103.

93 La idea de que actuar de modo predecible y por propia y libre voluntad no son incompatibles no es original de Hume, sino que tiene tan ilustres predecesores como Hobbes. Cf. Th. Hobbes, Leviathan, cap. 21, en D. D. Raphael, British Moralists, Londres, Oxford University Press, 1969, vol. I, págs. 55-56; la traducción española de los textos del Leviatán pertenece a la versión de A. Escohotado [introducción de C. Moya], Madrid, Editora Nacional, 1980. Una edición más reciente de esta obra es Th. Hobbes, Leviatán: la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil [ed. de C. Mellizo], Madrid, Alianza, 1992.

94 Cf. THN 2, 3, 2, 1 / [SB 407-8.

95 Cf. THN 2, 3, 1, 18 / [SB 407.

96 EHU 8, 23 / [SB 95.

97 «[But] when the impediment of motion, is in the constitution of the thing itself, we use not to say, it wants the liberty; but the power to move», Leviathan, cap. 21, en British Moralists, op. cit., pág. 55; trad. esp. supra cit., pág. 300.

98 THN 2, 3, 2, 1 / [SB 407-408.

99 Cf. también Leviathan, cap. 21.

100 Cf. Leviathan, en British Moralists, op. cit., vol. I, pág. 56; trad. esp. supra cit., pág. 301.

101 THN 2, 3, 2, 4 / [SB 410.

102 A. Flew, «Hume», en D. J. O’Connor, Historia crítica de la filosofía occidental, Barcelona, Paidós, 1982, vol. IV, págs. 214-215.

103 A. Flew, Hume’s Philosophy of Belief (A Study of his first «Inquiry»), Londres, Routledge & Kegan Paul, 1980, pág. 141.

104 Cf. THN 2, 3, 1, 9-10 / [SB 402-403.

105 B. Stroud, 1995, pág. 141.

106 Cf. THN 2, 3, 2, 3-8 / [SB 409-412.

107 B. Stroud, 1995, pág. 149.

108 Para una visión del problema de la libertad totalmente contraria a la de Hume, cf. R. M. Ayers, The refutation of determinism, Londres, Methuen, 1968, y también H. G. Frankfurt, «Freedom of the Will and the concept of a Person», en Journal of Philosophy LXVIII (1971).

109 Sobre el problema de la libertad y el determinismo también resultan de interés desde un punto de vista ético y antropológico R. B. Brandt, Teoría ética, Madrid, Alianza, 1982, cap. 2; A. Flew, «Determinism and rational behavior», Mind (1959), y Hume’s Philosophy of Belief, op. cit., cap. VII; Ph. Foot, «Freewill as involving determinism», Philosophical Review XVI (1957); S. Hampshire, W. G. Maclagan & R. M. Hare, «The Freedom of the Will» (Symposium), The Aristotelian Society, Supplementary Volume XXV (1951), págs. 161-216; R. E. Robart, «Free Will as involving Determinism», Mind XLIII (1934), págs. 1-27; D. Ross, Fundamentos de ética, Buenos Aires, Eudeba, 1972, cap. 10. Y también los volúmenes colectivos: Ted Honderich (ed.), Essays on freedom of Action, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1973, y Sidney Hook et al., Determinismo y libertad, Barcelona, Fontanella, 1969.

110 No es extraño que a sus contemporáneos les pareciera tan claro el «materialismo» de Hume sobre este punto, puesto que B. Stroud (1995, pág. 153) señala y prueba que este proyecto de conciliación entre libertad y necesidad —como ya hemos señalado— llega a Hume de Thomas Hobbes.

111 Acerca del desarrollo de estas tesis, vid. Disertación, 2004, y J. L. Tasset, 1999.

112 THN 2, 3, 3, 4 / [SB 415.

113 Sobre el supuesto emotivismo de Hume, vid. J. L. Tasset, «Sobre la teoría de la evaluación moral de David Hume», Ágora. Papeles de Filosofía 8 (1989), págs. 53-66. A pesar de los esfuerzos del citado estudioso por explicar a lo largo de los años que Hume simplemente no podía ser considerado un «emotivista», dicha interpretación sigue siendo la más difundida en la literatura no especializada sobre este autor.

114 Cf. una argumentación más completa sobre este punto en J. L. Tasset, «Hume y la ética (contemporánea)», en David Hume: perspectivas sobre su obra [ed. de M. Ardanaz et al.], Madrid, Editorial Complutense, 1998.

115 Ph. Schofield señala muy acertadamente que la inicial admiración hacia Hume expresada por J. Bentham en A Fragment on Government se atemperó con el tiempo, hasta el extremo de que unos cincuenta años después el propio Bentham formuló desde el utilitarismo una profunda crítica de la filosofía de Hume (Ph. Schofield, Utility and Democracy: The Political Thought of Jeremy Bentham, Oxford y Nueva York, Oxford University Press, 2006, pág. 2). Una evaluación sistemática y exhaustiva de la influencia de Hume en Bentham y en el utilitarismo clásico está todavía hoy por hacer, a pesar de los trabajos del propio Schofield y también de F. Rosen (cf. F. Rosen, Classical Utilitarianism from Hume to Mill, Londres y Nueva York, Routledge, 2003).

116 Este mismo argumento aplicado al problema de las relaciones entre la tradición radical y utilitarista y la religión, pero mucho más detallado, en J. L. Tasset, «Hume And Mill On “Utility Of Religion”: A Borgean Garden of Forking Paths? », Télos. Revista Iberoamericana de Estudios Utilitaristas XIV, 2 (2005) [aparecido en 2007].

117 Sobre la influencia del pensamiento de Hume en las colonias inglesas, cf. M. G. Spencer, The reception of David Hume’s political thought in eighteenth-century America, Londres y Ontario, Faculty of Graduate Studies, University of Western Ontario, 2001.

118 1779, y por tanto, de publicación póstuma; cf. Diálogos sobre la religión natural (en adelante Diálogos).

119 1757. Cf. Historia natural de la religión, 2007.

120 En Disertación, 2004, y Escritos, 2005.

121 Este importante asunto se trata extensamente en Escritos, 2005, y en «Una interpretacion impía de la filosofia de la religion de David Hume», en G. López Sastre, 2005.

122 Diálogos, pág. 754. Para los textos originales de esta obra véase el texto procedente de una versión corregida de las obras de Hume publicada en 1854. Basada en esta edición decimonónica destaca la de Hume’s dialogues concerning natural religion [ed. de N. K. Smith], Oxford, Clarendon Press, 1935. Una segunda edición se publicó como Dialogues concerning natural religion, Londres y Nueva York, T. Nelson, 1947. N. K. Smith, famoso también por su edición inglesa de obras de Kant, ha publicado asimismo una famosísima obra monográfica sobre el pensamiento de Hume que está en el origen de todas las interpretaciones «naturalistas» de éste: The philosophy of David Hume: a critical study of its origins and central doctrines, Londres, Macmillan and Co., 1941 (reeditada facsimilarmente: Nueva York y Londres, Garland, 1983).

123 Diálogos, págs. 757-758.

124 Ibid., pág. 722.

Hume

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