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Señor:

He leído el Espécimen de los principios concernientes a la religión y a la moral que se dice son mantenidos en un libro publicado últimamente, titulado Tratado de la naturaleza humana: Intento de introducir el método experimental de razonamiento en los asuntos morales. También he leído el Sumario de Cargos. Me dice usted que esas acusaciones han sido afanosamente esparcidas por doquier, y que alguien las puso en sus manos hace unos días.

Yo estaba persuadido de que el griterío contra un autor acusándolo de escepticismo, ateísmo, etc., había sido utilizado con tanta frecuencia por los hombres peores contra los mejores, que en la actualidad había ya perdido toda su influencia; y nunca se me hubiera ocurrido hacer observación alguna sobre estos fragmentos mutilados, si Vd. no me lo hubiese ordenado como pieza de justicia básica para el autor, y para sacar de su equivocación a muchas gentes de buena fe, sobre las que tan enormes acusaciones parecen haber hecho profunda impresión. Insertaré el texto acusatorio completo, y luego entraré regularmente en lo que se llama el Sumario de Cargos, pues supongo que éste contiene la sustancia del todo. Iré citando del Espécimen conforme vaya procediendo.

ESPÉCIMEN DE LOS PRINCIPIOS ACERCA DE LA RELIGIÓN Y LA MORAL, ETC.

El autor pone en su página titular (vol. I, impreso por J. Noon, 1739) un pasaje de Tácito que dice así: «Rara felicidad de los tiempos en que se le permite a uno pensar como quiere y hablar como piensa».1

Expresa su deferencia hacia el público con estas palabras (Advertencia, pág. 2):

«La aprobación del público la considero como la mayor recompensa a mis trabajos. Y estoy decidido a considerar su juicio, cualquiera que éste sea, como mi mejor enseñanza».

Nos da una visión condensada de su filosofía desde la pág. 458 hasta la 470. — «Estoy confundido con esta soledad en la que me encuentro con mi filosofía. Me he expuesto a la enemistad de todos los metafísicos, lógicos, e incluso teólogos. — He declarado mi desaprobación de sus sistemas. — Cuando me miro dentro de mí mismo, no encuentro nada más que duda e ignorancia. Todo el mundo conspira para oponérseme y contradecirme; y tal es mi debilidad, que siento que todas mis opiniones se descomponen y derrumban cuando les falta la aprobación de otros. (460) — ¿Puedo estar seguro de que, dejando todas las opiniones establecidas, estoy siguiendo la Verdad? ¿Y conforme a qué criterio podré distinguirla, incluso si la Fortuna me guía por fin hasta su rastro? Tras el más exacto y preciso de mis razonamientos, no puedo encontrar razón de por qué debería darle mi asentimiento; y lo único que siento es una fuerte propensión a considerar los objetos enérgicamente en la apariencia bajo la que se me ofrecen. (461) — La memoria, los sentidos, y el entendimiento están todos ellos fundados en la imaginación. — No es de extrañar que un principio tan inconstante y falaz nos lleve a errores cuando es implícitamente seguido (como debe ser el caso) en todas sus variaciones. (464) — Ya he mostrado que el entendimiento, cuando actúa en solitario y conforme a sus principios más generales, se destruye enteramente a sí mismo y no deja en pie el menor grado de evidencia en ninguna proposición, ya sea en filosofía o en la vida ordinaria. (465-466) — No nos queda más opción que elegir entre una falsa razón, o ninguna razón en absoluto. (467) — ¿Dónde estoy o qué soy? ¿De qué causas derivo mi existencia y a qué condición he de retornar? ¿El favor de quién debo solicitar y la ira de quién debo temer? ¿Qué seres me rodean? ¿Sobre quién tengo alguna influencia, y quién tiene alguna influencia sobre mí? Estoy confundido con todas estas cuestiones, y empiezo a pensar que me encuentro en la peor condición imaginable, rodeado de la más densa oscuridad y totalmente desprovisto del uso de todo miembro y facultad. (468) — Si debo ser un loco, como ciertamente lo son todos los que razonan o creen en alguna cosa, que mis locuras sean al menos naturales y agradables. (469) — En todos los incidentes de la vida deberíamos preservar nuestro escepticismo; si creemos que el fuego calienta, o que el agua refresca, ello es sólo porque nos cuesta demasiado trabajo pensar de otra manera. Y si somos filósofos, ello debería ser basándonos exclusivamente en principios escépticos. (470) — No puedo impedir tener curiosidad por familiarizarme con los principios del bien y del mal morales, etcétera. Estoy preocupado por la condición del mundo docto y erudito, el cual yace bajo tan deplorable ignorancia acerca de todos estos particulares. Siento que crece en mí la ambición de contribuir a la instrucción de la humanidad y de adquirir un nombre como resultado de mis invenciones y descubrimientos. — Si intentara anular estos sentimientos, tengo la sensación de que saldría perdiendo en lo que se refiere a conseguir placer; y éste es el origen de mi filosofía.»

Siguiendo esta exposición resumida, nos dice en la página 123: «Fijemos la atención fuera de nosotros tanto como nos sea posible. — En realidad nunca avanzamos un paso más allá de nosotros mismos, ni podemos concebir ninguna clase de existencia, excepto las percepciones que han aparecido en ese estrecho ámbito: éste es el universo de la imaginación, y no tenemos otra idea además de lo que es allí producido». — De acuerdo con esto, «una opinión o creencia puede ser definida con la máxima exactitud diciendo que es (172) una idea vivaz asociada con una impresión presente; (321) y es propiamente un acto de la parte sensitiva, más que de la parte cognitiva de nuestras naturalezas». (363) Y «la creencia, en general, no consiste en otra cosa sino en la vivacidad de una idea. (122) A su vez, la idea de existencia es exactamente lo mismo que la idea de lo que concebimos como existente. — Cualquier idea que nos complazcamos en formarnos es la idea de un ser; y la idea de un ser es cualquier idea que nos complazcamos en formarnos. Y en lo que se refiere a la noción de existencia exterior, tomada como algo específicamente diferente de nuestras percepciones, ya hemos mostrado que es un absurdo. (330) — Y lo que llamamos mente no es otra cosa que un montón o colección de percepciones diferentes, unidas por ciertas relaciones (361) que se supone, si bien falsamente, que están dotadas de una perfecta simplicidad». (370) — Y «la única existencia de la que estamos ciertos es la de las percepciones. (438) — Cuando entro de manera muy íntima en lo que llamo mi propio yo, siempre me tropiezo con ésta o aquella percepción particular. Jamás, en ningún momento, puedo sorprenderme a mí mismo sin una percepción, y nunca puedo observar ninguna cosa excepto la percepción misma. (439) — Si alguien piensa que tiene una noción diferente de sí mismo, debo confesar que yo no puedo razonar con él. — Del resto del género humano puedo aventurarme a afirmar que cada individuo no es más que un hato de percepciones sucediéndose las unas a las otras con una rapidez inconcebible, y en un perpetuo flujo y movimiento».

Y por si el lector olvidara aplicar todo esto a la Mente Suprema y a la existencia de una Primera Causa, el libro contiene una larga disquisición acerca de las causas y los efectos, que, en suma, viene a decir esto: (321) que todos nuestros razonamientos acerca de las causas y los efectos (138) no se derivan de otra cosa que de la costumbre; que «si alguien pretendiera definir una causa diciendo que es algo que produce otra cosa, es evidente que no estaría diciendo nada, pues ¿qué quiere significarse con la palabra producción?» (298) — Que «podemos definir una causa diciendo que es un objeto precedente y contiguo a otro, y donde todos los objetos que se asemejan al primero son puestos en relaciones semejantes de precedencia y contigüidad respecto a los objetos que se asemejan al segundo»; o que «una causa es un objeto precedente y contiguo a otro, y tan unido a él que la idea de uno hace que la mente se forme también la idea del otro, y que la impresión de uno hace que se forme una idea más vivaz del otro».

De estas claras y simples definiciones el autor infiere que «todas las causas son de la misma clase» y que «no hay fundamento para establecer una distinción entre causas eficientes y causas sine qua non; o entre causas eficientes y causas formales, materiales, ejemplares y finales». (300-301) — Y que «sólo hay una clase de necesidad, y la distinción que a menudo hacemos entre el poder y el ejercicio de éste carece igualmente de fundamento». Y que «la necesidad de que haya una causa para cada ser que existe no está fundada en argumentos, ni demostrativos ni intuitivos». Y, finalmente, que «cualquier cosa puede producir cualquier otra cosa. Creación, aniquilación, movimiento, razón, volición: todas estas cosas pueden surgir las unas de las otras, o de cualquier otro objeto que podamos imaginar». El autor repite a menudo esa fórmula mágica —págs. 430, 434—. Y de nuevo nos dice (284) «que cuando hablamos de cualquier ser, ya sea de naturaleza superior o inferior, como de algo dotado de un poder o fuerza proporcionados a un efecto, en realidad no lo hacemos con un significado claro, y sólo estamos haciendo uso de palabras comunes, sin ideas determinadas y distintas». (294) — Y que «si no tenemos realmente idea de poder o eficacia en ningún objeto, o de una conexión real entre causas y efectos, servirá de poco probar que una eficacia es necesaria en todas las operaciones. No entendemos lo que queremos decir cuando hablamos así. De manera ignorante confundimos ideas que están distintamente separadas las unas de las otras». Nuevamente afirma (291) que «la eficacia o energía de las causas no reside ni en las causas mismas, ni en la Deidad, ni en la concurrencia de estos dos principios sino que pertenece enteramente al alma (o hato de percepciones), la cual considera la unión de dos o más objetos en todos los casos pasados: es ahí donde reside el verdadero poder de las causas, junto con su conexión y necesidad. En conclusión, lo que podemos observar es una conjunción o relación de causa y efecto entre diferentes percepciones, pero nunca la observamos entre percepciones y objetos». «Es imposible, por tanto, que de la existencia o de alguna de las cualidades de la primera [causa], podamos jamás formarnos conclusión alguna respecto a la existencia del segundo [efecto], o incluso satisfacer nuestra razón en este particular con respecto a la existencia de un Ser Supremo. Es bien sabido que el principio que dice Todo lo que comienza a existir ha de tener una causa de su existencia es el primer paso en el argumento a favor de la existencia de una Causa Primera; y que sin él, es imposible dar un paso más en ese argumento. Ahora bien, el autor, a partir de la página 141, hace un gran esfuerzo para desbaratar esa máxima y para mostrar que «no es cierta, ni intuitiva ni demostrativamente». Y dice (173): «La razón nunca puede probarnos satisfactoriamente que la existencia de un objeto implica la existencia de otro. De tal manera, que cuando pasamos de la impresión de uno a la idea y creencia del otro, no estamos determinados por la razón, sino por la costumbre». En una nota marginal de la página precedente (172), dice que «en la proposición Dios existe, o en cualquier otra proposición que se refiera a la existencia, la idea de existencia no es una idea distinta que unimos a la idea del objeto y que en virtud de esa unión es capaz de formar una idea compuesta». En lo que se refiere al principio de que La Deidad es el Primer Motor del Universo, quien primero creó la materia y le dio su impulso original, y de igual modo la mantiene en la existencia y sucesivamente le otorga todos sus movimientos, dice el autor (280): «Esta opinión es ciertamente muy curiosa, pero resultará superfluo que yo la examine en este lugar. — Pues si toda idea se deriva de una impresión, la idea de una Deidad habría de proceder del mismo origen; y si no hay impresión que implique fuerza o eficacia alguna, será igualmente imposible descubrir, o incluso imaginar, un tal principio activo en la Deidad. — De acuerdo con esto, los filósofos han concluido que no podemos asignarle a la materia ningún principio de eficacia, pues es imposible descubrir en ella un tal principio; el mismo curso de razonamiento les llevaría a excluir del Ser Supremo un principio así. Pero si estiman que una tal opinión es absurda e impía —como realmente es—, yo les diré cómo evitarla: concluyendo desde un principio que no tienen una idea adecuada de poder o eficacia en objeto alguno, pues no pueden descubrir ningún ejemplo de dicho poder o eficacia en ningún cuerpo ni en ningún espíritu, ni en las naturalezas superiores ni en las inferiores». Y añade (432): «No tenemos idea de un ser dotado de poder alguno, ni, mucho menos, de un ser dotado de un poder infinito».

Por lo que se refiere a la inmaterialidad del alma (sobre la que se funda el argumento en favor de su inmortalidad, o que no puede perecer por disolución como el cuerpo), nos dice (431):

«Podemos ciertamente concluir que el movimiento puede ser, y que de hecho es la causa del pensamiento y la percepción. Y no es de extrañar (434) que cualquier cosa pueda ser la causa o el efecto de cualquier otra cosa, lo cual da la ventaja a los materialistas sobre sus adversarios». Y todavía más claramente (418): «Afirmo —nos dice—, que la doctrina de la inmaterialidad, simplicidad e indivisibilidad de una sustancia pensante es un auténtico ateísmo, y sólo serviría para justificar todos esos sentimientos por los que Spinoza es tan universalmente condenado». (419) Esta horrenda hipótesis es [según el autor] casi la misma que la de la inmaterialidad del alma, la cual se ha hecho tan popular. Y de nuevo se afana en probar (423) que todos los absurdos que se han encontrado en los sistemas de Spinoza, pueden ser igualmente descubiertos en los de los teólogos. Y concluye diciendo (425) que «no podemos avanzar ni un paso para establecer la simplicidad e inmaterialidad del alma, sin preparar al mismo tiempo el camino hacia un peligroso e irremediable ateísmo».

Los sentimientos del autor acerca de la moral los tenemos en el volumen 3, impreso por T. Longman en 1740. Allí nos dice (5) «que la razón no tiene influencia sobre nuestras pasiones y acciones; las acciones pueden ser laudables o censurables, pero no pueden ser razonables o irrazonables. (19) Que todos los seres del Universo, considerados en sí mismos, parecen estar enteramente sueltos y separados los unos de los otros. Es sólo mediante la experiencia como tenemos noticia de su influencia y conexión, y esta influencia no deberíamos extenderla nunca más allá de la experiencia».

Hace grandes esfuerzos por probar, a partir de la página 37, que la justicia no es una virtud natural, sino artificial. Y da una razón bastante extraña para ello (128): «Podemos concluir», dice, «que las leyes de la justicia, al ser universales y perfectamente inflexibles, nunca pueden derivarse de la Naturaleza». (101) «Supongamos», nos dice, «que una persona me ha prestado una suma de dinero bajo la condición de que yo se la devuelva en el plazo de unos días; y supongamos también que, expirado el plazo convenido, me pide esa suma. Yo pregunto: ¿Qué razón o motivo tengo para devolverle el dinero?». (43) «El interés público no está vinculado naturalmente a la observación de las reglas de la justicia; únicamente está conectado con ella después de que una convención artificial se pronuncia a favor del establecimiento de estas reglas.» (48) «A menos que admitamos que la Naturaleza ha establecido una sofistería y la ha hecho necesaria e inevitable, hemos de conceder que el sentido de justicia y de injusticia no se deriva de la Naturaleza, sino que surge artificialmente, si bien necesariamente, de la educación y de las convenciones humanas.» (69) «He aquí una proposición que creo puede considerarse verdadera: Que es solamente del egoísmo y de la limitada generosidad de los hombres, además de la escasa provisión que ha hecho la Naturaleza para satisfacer sus necesidades, de lo que la justicia deriva su origen. Las impresiones que hacen que surja este sentido de la justicia no son naturales al alma del ser humano, sino que provienen del artificio y de las convenciones humanas.» (734) «Sin convenciones así, jamás habría soñado nadie que había tal cosa como una Virtud de la Justicia, ni nadie habría sido inducido a actuar conforme a ella. Considerado cualquier acto en sí mismo, mi justicia puede ser perniciosa en cada respecto; y es sólo en la suposición de que otros van a imitar mi ejemplo, cuando soy inducido a abrazar esa virtud; pues es sólo la vida en sociedad lo que puede hacer de la justicia algo ventajoso, o proporcionarme un motivo para actuar conforme a sus reglas.» (44) «Y, en general, puede afirmarse que no hay en las almas humanas una pasión como la del Amor a la Humanidad, independiente de las cualidades personales, del servicio, o de la relación con nuestro propio yo.»

Mr. Hobbs,2 que hizo todo lo posible por librarse de todas las demás obligaciones naturales, juzgó necesario, por lo menos, dejar en pie o fingir dejar en pie la obligación de cumplir con las promesas y los pactos. Pero nuestro autor propina un golpe mucho más rotundo cuando dice: (101) «El hecho de que la regla moral que nos manda cumplir las promesas no es natural, se desprende con suficiente claridad de estas dos proposiciones: Que una promesa no es inteligible antes de que las convenciones humanas la hayan establecido; y que, incluso si fuera inteligible, no sería acompañada de ninguna obligación moral». Y concluye afirmando (114) «que las promesas no imponen ninguna obligación natural». Y en la página 115 dice así: «Observaré, además, que como cada nueva promesa impone una nueva obligación moral en la persona que promete, y como esta nueva obligación surge de su voluntad, es una de las más misteriosas e incomprensibles operaciones que pueden imaginarse; y puede incluso compararse a la Transustanciación o a las Órdenes Sagradas, donde ocurre que una cierta fórmula de palabras, junto con una cierta intención, cambia enteramente la naturaleza de un objeto exterior, e incluso de una criatura humana». En conclusión (117): «Que como se supone que la fuerza coactiva invalida todos los contratos, tal principio es prueba de que las promesas no conllevan una obligación natural y son meros inventos artificiales para conveniencia y ventaja de la sociedad».

SUMARIO DE CARGOS

Del Espécimen precedente queda de manifiesto que el autor mantiene,

1. Un universal escepticismo. Véanse sus afirmaciones en las páginas 458-470, donde duda de todo (exceptuada su propia existencia) y mantiene que es una insensatez pretender creer con certeza cualquier cosa.

2. Principios conducentes a un completo ateísmo, al negar la doctrina de las causas y efectos. Es en las páginas 321, 138, 298, 300, 301, 303, 430, 434, 248 donde mantiene que la necesidad de una causa para todo aquello que comienza a existir no está fundada en argumentos demostrativos o intuitivos de ninguna clase.

3. Errores concernientes al Ser y a la Existencia misma de Dios. Por ejemplo, en una nota marginal de la página 172, refiriéndose a la proposición Dios existe (o de hecho a cualquier otra cosa que se refiera a la existencia), dice que «La idea de existencia no es una idea distinta que unimos a la del objeto y que es capaz de formar una idea compuesta como resultado de esa unión».

4. Errores concernientes a Dios como Causa Primera y Primer Motor del Universo. Pues con respecto al principio de que la Deidad creó la materia, le dio su impulso original y la mantiene en la existencia, dice nuestro autor: «Esta opinión es ciertamente muy curiosa, pero será superfluo que la examinemos en este lugar, etc.», pág. 280.

5. Es imputable de haber negado la inmortalidad del alma, y de las consecuencias que se derivan de una tal negación, págs. 431, 4, 418, 419, 423.

6. Es imputable de minar los fundamentos de la moral, por negar la natural y esencial diferencia entre lo correcto y lo indebido, lo bueno y lo malo, la justicia y la injusticia, haciendo que esa diferencia sea únicamente artificial, surgida de convenios y acuerdos humanos, Vol. 2, págs. 5, 19, 128, 41, 43, 48, 69, 70, 73, 4, 44.

Ya ve usted, Estimado Señor, que no he ocultado ninguna parte de la acusación, sino que he incluido el Espécimen y los Cargos tal y como me fueron transmitidos, sin la menor alteración. Ahora me detendré punto por punto en el llamado Sumario de Cargos, pues se supone que contiene la sustancia del todo. Y aludiré al Espécimen conforme vaya avanzando.

Primero. Por lo que respecta al escepticismo de que el autor es acusado, debo observar que la doctrina de pirrónicos o escépticos ha sido considerada en todas las edades como una serie de principios de mera curiosidad, como una suerte de Jeux d’esprit,3 sin influencia alguna en los firmes principios de un hombre o de su conducta en la vida. En realidad, un filósofo que comete la afectación de dudar de las máximas de la razón común, e incluso de sus sentidos, está con ello declarando que no va en serio y que no es su intención presentar una opinión que él recomendaría como norma de juicio y de acción. Todo lo que quiere lograr con estos escrúpulos es abatir el orgullo de los puros razonadores, haciéndoles ver que incluso respecto a principios que parecen sumamente claros y que se ven obligados a abrazar en virtud de los más fuertes instintos naturales, no pueden alcanzar una completa consistencia y una absoluta certeza. Así, modestia y humildad en lo que se refiere a las operaciones de nuestras facultades naturales es el resultado del escepticismo, y no una duda universal que es imposible de mantener por ningún hombre, y que el primer y más trivial accidente de la vida desbaratará y destruirá inmediatamente. ¿Cómo podría una actitud mental así ser perjudicial para la piedad? ¿Y no sería ridículo que un hombre asegurase que nuestro autor está negando los principios de la religión, cuando de hecho está considerándolos igualmente ciertos que los objetos de sus sentidos? Si se me aseguran esos principios igual que se me asegura que la mesa sobre la que escribo está ante mí, ¿podría, incluso el más riguroso antagonista del autor, desear algo más? Es evidente que una duda tan extravagante como la que el escepticismo puede parecer recomendar por el procedimiento de destruir cada cosa, en realidad no afecta absolutamente nada, sino que fue concebida como mero pasatiempo filosófico, o como ejercicio de ingenio y sutilidad.

Todo esto no es sino una construcción sugerida por la naturaleza misma del asunto. Pero al autor no le satisface, y así lo ha declarado expresamente. Y todos esos principios citados en el Espécimen como pruebas de su escepticismo son positivamente rechazados por él unas páginas más adelante, y llamados efectos de la melancolía filosófica y del delirio engañoso. Éstas son literalmente sus palabras. Y el que su acusador las pase por alto puede que se considere como medida muy prudente, pero es de hecho un acto de mala fe que a mí me parece de todo punto asombroso.

Si fuera apropiado recurrir a autoridades en un razonamiento filosófico, podría yo decir de Sócrates, el más sabio y más religioso de los filósofos griegos, así como de Cicerón entre los romanos, que ambos llevaron sus dudas filosóficas al más alto grado de escepticismo. Todos los antiguos Padres, así como nuestros primeros Reformadores, abundan en representar la debilidad e incertidumbre de la mera razón humana. Y Monsieur Huet,4 el docto obispo de Avaranches (tan celebrado por su Demonstration Evangelique, obra que contiene todas las grandes pruebas a favor de la religión cristiana), escribió también un libro sobre este mismo asunto, donde intenta revivir todas las doctrinas de los antiguos escépticos o pirrónicos.

En verdad, ¿de dónde provienen todas las varias tribus de herejes —arrianos, socinianos y deístas— sino de tener una confianza demasiado grande en la mera razón humana, la cual consideran como norma de todas las cosas y nunca la someterán a la luz superior de la Revelación? ¿Y podría uno prestar servicio más eficaz a la piedad, que haciéndoles ver que esa engreída razón suya, lejos de dar explicación a los grandes misterios de la Trinidad y la Encarnación, ni siquiera puede satisfacerse a sí misma respecto a sus propias operaciones y debe en alguna medida recurrir a una suerte de fe implícita, incluso a lo que respecta a los principios más obvios y familiares?

Segundo. Al autor se le acusa de mantener opiniones conducentes a un absoluto ateísmo, principalmente por negar el principio de que Todo lo que comienza a existir debe tener una causa de su existencia. Para darle a usted idea de lo extravagante de esta acusación, debo entrar en algunos detalles. Es común que los filósofos distingan varias clases de evidencia y la dividan en intuitiva, demostrativa, sensible y moral. Con esto, lo único que pretenden es marcar una diferencia entre ellas, y no indicar superioridad de unas sobre otras. La certeza moral puede alcanzar un grado de seguridad tan alto como la matemática; y, desde luego, nuestros sentidos han de considerarse como una de las más claras y convincentes evidencias. Ahora bien, siendo el propósito del autor, en las páginas del Espécimen que quedan citadas, examinar los fundamentos de esa proposición,5 se ha tomado la libertad de disputar la opinión común que afirma que está fundada en una certeza demostrativa o intuitiva; en su lugar, afirma que está apoyada por una evidencia moral y que es acompañada de una convicción del mismo tipo que acompaña a proposiciones como Todos los hombres han de morir y El sol saldrá mañana.

Pero aun concediendo que lo hubiese negado, ¿cómo podría ser tal negación un principio que lleve al ateísmo? No sería difícil mostrar que los argumentos a posteriori a partir del orden y curso de la Naturaleza, esos argumentos tan sensibles, convincentes y obvios, permanecen todavía con toda su fuerza; y que nada ha sido afectado por dicha negación excepto ese metafísico argumento a priori que muchos hombres de saber no pueden comprender, y al que muchos hombres tanto de piedad como de saber no conceden gran valor. El obispo Tillotson6 ha empleado en este asunto un grado de libertad que yo no quisiera permitirme a mí mismo; pues es en su excelente sermón Acerca de la sabiduría de ser religioso donde dice que la existencia de Dios no es susceptible de demostración, sino de evidencia moral. Espero que nadie pretenda decir que este piadoso prelado intentaba con estos asertos debilitar las pruebas a favor de la Existencia Divina, sino únicamente distinguir con precisión su clase de evidencia.

Digo, además, que ni siquiera los argumentos metafísicos a favor de una Deidad se ven afectados por el hecho de negar la proposición a la que antes me refería.7 Es solamente el argumento del Dr. Clark,8 el que podríamos suponer de alguna manera afectado. Muchos otros argumentos del mismo tipo permanecerían en pie: el de Descartes,9 por ejemplo, que siempre ha sido estimado como un argumento tan sólido y convincente como el otro. Añadiré que una importante distinción debería hacerse siempre entre las positivas y reconocidas opiniones de un hombre, y las inferencias que otros puedan complacerse en deducir de ellas. Si nuestro autor hubiese negado verdaderamente la verdad de la proposición antes mencionada10 (cosa que ni siquiera el lector más superficial podría imaginar que jamás se le pasó por la cabeza), todavía resultaría imposible acusarlo de haber pretendido invalidar ninguno de los argumentos que los filósofos han empleado a favor de una Existencia Divina. Eso es solamente una inferencia y fabricación de otros, que él podría refutar si lo juzgase apropiado.

Podrá usted, así, juzgar el candor de toda la acusación, viendo que en ella se dice que asignar un tipo de evidencia para una proposición, en lugar de otro, es negar la proposición misma; que invalidar solamente un tipo de argumento a favor de la Existencia Divina, es afirmar categóricamente el ateísmo; y que criticar únicamente un argumento en particular de ese tipo, es rechazar toda esa especie de argumentos. Y estas inferencias, sacadas por otros, se le atribuyen al autor como si fueran realmente su opinión.

Es siempre imposible satisfacer a un adversario capcioso. Pero a mí me resultaría fácil convencer al juez más severo de que todos los argumentos a favor de la Religión Natural11 retienen toda su fuerza siguiendo los principios defendidos por el autor respecto a las causas y los efectos, y que no hay siquiera necesidad de alterar los métodos comunes de expresar o concebir esos argumentos. El autor ha afirmado, ciertamente, que sólo por experiencia podemos juzgar acerca de las causas, y que, razonando a priori, cualquier cosa puede mostrársenos capaz de producir cualquier otra cosa. No podríamos saber que las piedras caen o que el fuego quema, si no hubiéramos tenido experiencia de estos efectos. Y, desde luego, sin la experiencia no podríamos inferir la existencia de una cosa a partir de otra. No hay en esto gran paradoja, sino que parece haber sido también la opinión de varios filósofos y el sentimiento más obvio y conocido sobre el asunto. Pero aunque todas las inferencias relativas a asuntos de hecho se resuelven en la experiencia, estas inferencias no son en modo alguno debilitadas por ello, sino que, por el contrario, vemos que adquieren mayor fuerza siempre que los hombres están más dispuestos a confiar en su propia experiencia que en el mero razonamiento humano. Siempre que veo orden, infiero por experiencia que ha habido un designio y un plan. Y el mismo principio que me lleva a esta inferencia cuando contemplo un edificio regular y hermoso en toda su armazón y estructura, es el principio que también me lleva a inferir la existencia de un Arquitecto infinitamente perfecto, a partir del Arte y Planificación infinitos que se ponen de manifiesto en toda la Fábrica del Universo. ¿No es ésta la luz en la que ha sido situado este argumento por todos los autores que han tratado de la Religión Natural?

Tercero. La siguiente prueba de ateísmo es tan inexplicable, que no sé qué hacer con ella. Es cierto que nuestro autor asegura, siguiendo en esto al piadoso e ilustrado obispo de Cloyne actual,12 que no poseemos ideas abstractas o generales, hablando con propiedad. Y que esas ideas que son llamadas generales no son sino ideas particulares aparejadas a términos generales. Así, cuando pienso en un caballo en general, debo siempre concebir ese caballo como un caballo negro o blanco, gordo o flaco, etc.; no puedo formarme noción alguna de un caballo que no sea de un color o tamaño particulares. Siguiendo con este mismo asunto, nuestro autor dice que no tenemos una idea general de Existencia, como algo distinto de cada existencia en particular. Pero se precisaría una extraña sagacidad para descubrir una prueba de ateísmo en una proposición tan inofensiva. Esto, en mi opinión, quizá podría tener lugar en la Universidad de Salamanca o ante un tribunal de la Inquisición española. Yo, por mi parte, pienso que cuando afirmamos la Existencia de una Deidad, no nos hacemos una idea general y abstracta de «Existencia», la cual unimos a la idea de «Dios», formando así, mediante unión, una idea compuesta. Igual puede decirse respecto a toda proposición que se refiere a la existencia. Por consiguiente, si siguiéramos el curso de razonamiento del acusador, tendríamos que negar la existencia de todas las cosas, incluso la de nosotros mismos. Pero hasta el acusador admitirá que nuestro autor está persuadido de que ello no es así.

Cuarto. Antes de responder a la cuarta acusación, tengo que tomarme la libertad de presentar brevemente la historia de una particular opinión en el mundo de la filosofía. Cuando los hombres consideraron los varios efectos y operaciones de la Naturaleza, fueron llevados a examinar la fuerza y poder en virtud de los cuales dichas operaciones eran realizadas; y a propósito de esto, sus opiniones se dividieron, según sus otros principios fueran más o menos favorables a la religión. Los seguidores de Epicuro13 y Estratón14 afirmaban que esta fuerza era original e inherente a la materia; y que, operando ciegamente, producía todos los varios efectos que ahora vemos. Las escuelas Platónica y Peripatética, percibiendo lo absurdo de tal proposición, adscribieron el origen de toda fuerza a una Primera Causa eficiente, la cual otorgó dicha fuerza a la materia y en lo sucesivo la guió en todas sus operaciones. Pero todos los filósofos antiguos estuvieron de acuerdo en que hubo en la materia una fuerza real, ya fuese original o derivada; y que era el fuego el que verdaderamente quemaba, y el alimento el que nutría cuando observábamos que estos efectos se seguían de las operaciones de estos cuerpos. Los Escolásticos también supusieron un poder real en la materia, para cuyas operaciones, sin embargo, se requería la continua asistencia de la Deidad, así como para mantener esa existencia que se le había otorgado a la materia, lo cual consideraban como una perpetua Creación. Nadie hasta Descartes y Malebranche15 había mantenido la opinión de que la materia no tenía fuerza alguna, ya fuese primaria o secundaria, independiente o asistida, y que no podía ser propiamente considerada como un instrumento en las manos de Dios para servir propósito alguno de la Providencia. Los filósofos que acaban de ser mencionados introdujeron la noción de causas ocasionales, por las cuales podía afirmarse que una bola de billar no daba movimiento a otra como resultado de su propio impulso, sino que era solamente la Ocasión por la que la Deidad, siguiendo leyes generales, hacía moverse a la segunda bola. Pero aunque esta noción fuera completamente inofensiva, jamás consiguió gran crédito, especialmente en Inglaterra, donde fue vista como algo muy contrario a las opiniones populares recibidas, y tan frágilmente sustentada por argumentos filosóficos, que nunca fue considerada como otra cosa que como mera hipótesis. Cudworth16, Lock27 y Clark18 apenas la mencionan o no la mencionan en absoluto. Sir Isaac Newton19 (aunque algunos de sus discípulos han tomado una actitud diferente) la rechaza abiertamente y la sustituye por la hipótesis de que es un Fluido Etéreo, no la volición de una Deidad, la causa de la atracción. Y en breve, ésta ha sido una disputa dejada enteramente a los argumentos de los filósofos, en la que nunca se ha supuesto que la religión fuese afectada.

Pues bien, es evidentemente acerca de la doctrina cartesiana de las causas secundarias, de lo que el autor está tratando cuando dice (en el pasaje al que se refiere la acusación) que fue una opinión curiosa, pero que resultaría superfluo examinarla en este lugar.

El asunto del que allí se trata es algo abstracto. Pero pienso que cualquier lector percibirá fácilmente la verdad de esta afirmación, y que el autor está lejos de pretender negar (como se asegura en la acusación) que Dios es la Primera Causa y el Primer Motor del Universo. Que las palabras del autor no podrían tener ese significado tal y como están escritas, es algo para mí tan evidente, que apostaría por ello no sólo mi modesta reputación como filósofo, sino incluso todas mis pretensiones a favor de la verdad, o mi creencia en los asuntos comunes de la vida.

Quinto. En lo que respecta al quinto artículo, el autor, que yo recuerde, no ha negado en ninguna parte la inmaterialidad del alma, en el sentido común de esta palabra. Lo único que dice es que esa cuestión no admite un significado claro y distinto, porque no tenemos una idea clara y distinta de lo que sea la Sustancia. Esta opinión puede encontrarse por doquier en Mr. Lock, y también en el obispo Berkeley.

Sexto. Y llego ahora a la última acusación, la cual, según la opinión prevaleciente de los filósofos de nuestra época, sin duda habrá de ser mirada como la más severa, a saber: que el autor destruye todos los fundamentos de la moral.

Éste ha negado, ciertamente, la eterna diferencia entre lo Bueno y lo Malo, en el sentido en que Clark y Wollaston20 la establecen, cuando dicen que las proposiciones de la moral son de la misma naturaleza que las verdades de la matemática y de las ciencias abstractas: meros objetos de razón, y no sentimientos derivados de nuestros gustos e inclinaciones. En esto, nuestro autor coincide con todos los antiguos moralistas, así como con Mr. Hutcheson,21 profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow, quien, junto con otros, ha resucitado lo que la filosofía antigua dice sobre el particular. ¡Qué artificio tan ruin citar un pasaje incompleto de un discurso filosófico, con el propósito de crear un Odium contra el autor!

Cuando el autor afirma que la justicia es una virtud artificial, y no natural, parece ser consciente de que ha empleado palabras que admiten una interpretación maliciosa; y, por lo tanto, hace uso de todos los recursos apropiados, mediante definiciones y explicaciones, a fin de evitarlo. Pero el acusador hace caso omiso de ellas. Es claro que por virtudes naturales el autor entiende la compasión y la generosidad, a las que somos llevados por un instinto natural; y por virtudes artificiales entiende la justicia, la lealtad y todas aquellas otras que requieren, junto con un instinto natural, una cierta reflexión sobre los intereses generales de la sociedad humana y las relaciones con los demás. En ese mismo sentido podríamos decir que mamar es un acto natural al hombre, y el lenguaje es artificial. Pero ¿qué hay en esta doctrina que pueda suponerse pernicioso en lo más mínimo? ¿Es que el autor no ha afirmado expresamente que la justicia, en otro sentido de la palabra, es tan natural al hombre que ninguna sociedad humana, e incluso ningún individuo particular de esa sociedad, estuvo nunca enteramente desprovisto de un sentimiento de lo justo? Algunas personas (aunque sin razón alguna, según pienso) están disgustadas con la filosofía de Mr. Hutchison por el hecho de que, en gran medida, basa todas las virtudes en el instinto y deja tan poco lugar a la razón y a la reflexión. Esas personas deberían estar contentas al ver que una rama tan considerable de los deberes morales se funda en este último principio.

De igual manera, el autor se ha preocupado de afirmar en términos taxativos que él no defiende que los hombres no estén obligados a respetar contratos fuera de la sociedad. Lo único que dice es que los hombres jamás habrían establecido contratos, e incluso no habrían entendido su significado, fuera de la sociedad.

Siento verme forzado a citar de memoria, sin poder mencionar página y capítulo con la misma exactitud que el acusador. Vine a este lugar en el coche del Correo y no traje libros conmigo; y estando en el campo, no puedo ahora hacerme con el libro al que estoy refiriéndome.

Esta larga carta con la que le he importunado a Vd. fue compuesta en una mañana, para así poder complacer su ruego de responder inmediatamente a las graves acusaciones que se han dirigido contra su amigo. Espero que esto sirva para disculpar las inexactitudes que hayan podido deslizarse en ella. Pienso, desde luego, que el autor debería haber retrasado la publicación de ese libro, no porque se contengan en él principios peligrosos, sino porque una reflexión más madura lo habría hecho mucho menos imperfecto como resultado de ulteriores correcciones y revisiones. Al mismo tiempo, no debo dejar de observar que nada puede escribirse de una manera tan precisa e inocente que no pueda pervertirse mediante las artimañas que se han empleado en esta ocasión. Ningún hombre emprendería una tarea tan insidiosa como la del acusador de nuestro autor, a menos que se viera impulsado a ello por intereses particulares. Y ya sabe usted cuán fácil es, citando pasajes mutilados e incompletos, pervertir cualquier discurso, y mucho más cuando éste es de naturaleza tan abstracta, que resulta muy difícil, o casi imposible, defenderse ante el público. Las palabras que se han entresacado de un extenso volumen tendrán, sin duda, un aspecto peligroso para lectores inatentos; y el autor no podrá defenderse sin entrar en detalles minuciosos que el lector descuidado no será capaz de apreciar. De esta ventaja se ha aprovechado el acusador, abusando de ella en esta ocasión más que en ninguna otra. Pero estoy seguro de que el autor disfruta de una ventaja que vale cien veces más que la de que sus antagonistas puedan jactarse: la de su inocencia. Y espero que tenga también una ventaja más, la del favor, si es que realmente vivimos en un país libre, en el que delatores e inquisidores son tan merecida y universalmente detestados, y donde la Libertad, al menos la libertad de Filosofía, es tan altamente valorada y estimada.

Quedo, Señor, su más obediente y humilde servidor.

8 de mayo de 1745

1 En el Tratado mismo, el texto de Tácito se da en latín: Rara temporum felicitas, ubi sentire, quae velis; atque sentias dicere licet.

2 Hobbs en el original. Se refiere a Thomas Hobbes (1588-1679), autor de Leviatán.

3 En francés en el original: «agudezas», «ingeniosidades».

4 Pierre Daniel Huet (1630-1694), autor de un Traité philosophique de la faiblesse de l’esprit humain (1723), al cual Hume alude en el texto.

5 Se refiere a la proposición de que «Todo lo que comienza a existir ha de tener una causa de su existencia».

6 John Tillotson, arzobispo de Canterbury (1630-1694).

7 Vid. nota 5.

8 Samuel Clarke (1675-1729). En líneas generales, tal y como aparece en su A Demonstration of the Being and Attributes of God [ed. de E. Vailati], Cambridge (UK), Cambridge University Press, 1998, el argumento a priori de Clarke es éste: Como ahora hay algo que existe, algo ha existido siempre, pues de otro modo nada existiría ahora, ya que no hay cosa que provenga de la nada. Lo que ha existido desde la eternidad sólo puede ser, o bien un ser independiente, es decir, un ser que tiene en sí mismo la razón de su existencia, o una serie infinita de seres dependientes. Pero una serie tal no puede haber existido desde toda la eternidad, pues se supone que no puede tener una causa externa, y ninguna causa interna, siendo dependiente, podría haber producido la serie entera. Por lo tanto, un Ser independiente ha de existir necesariamente.

9 René Descartes (1596-1650), autor del famoso Discurso del método (1628).

10 Vid. nota 5.

11 Aquí utiliza Hume la expresión «Religión Natural» como sinónimo de «Teología Natural»: el conocimiento de la existencia y atributos de Dios haciendo uso de nuestras luces naturales.

12 George Berkeley (1685-1753).

13 Epicuro (341-270 a.C.).

14 Probable referencia al poeta y epigramista griego Estratón de Sardes, del siglo III d.C.

15 Nicolas Malebranche (1638-1715), autor del tratado De la recherche de la vérité, donde se expone su doctrina ocasionalista.

16 Ralph Cudworth (1617-1688).

27 Lock en el original. John Locke (1632-1704).

18 Vid. nota 8.

19 Sir Isaac Newton (1642-1727), autor del tratado Philosophiae naturalis principia mathematica.

20 William Wollaston (1660-1724), pensador inglés, recordado por un libro que completó dos años antes de su muerte: The Religion of Nature Delineated (1722).

21 Francis Hutcheson (1694-1746), autor de Philosophiae Moralis Institutio Compendiaria (1742).

Hume

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