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Preámbulo

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ALGUNOS MOTIVOS: HIPOCRESÍA, COMPASIÓN, DOLOR, ARREPENTIMIENTO Y LÁSTIMA

Desde que era pequeño, recuerdo cómo en mi familia existían la miseria, el hambre, la injusticia y las lágrimas. Frecuentemente, veía llorar a mi madre a causa de los insultos y los golpes que recibía de mi padre cuando este llegaba a casa cayéndose de borracho.

Mi padre trabajaba en una línea de taxi, y debo suponer que le pagaban bien, pues seguido organizaba fiestas en la casa con sus amigos, invitándoles todo tipo de bebidas alcohólicas y botanas.

Yo observaba desde una pequeña ventana de una de las habitaciones de la casa que rentábamos en aquel entonces. Veía cómo la pobre de mi madre atendía a los invitados con desagrado y era humillada por mi padre delante de ellos.

La música que escuchaban me resultaba un tanto desagradable. Por ello, cuando los oía llegar, de inmediato corría a la habitación mientras cubría con mis pequeñas manos mis oídos, y me limitaba a observar a través de la diminuta ventana aquellas escenas dantescas.

Después de las fiestas, si mi padre se quedaba dormido, completamente idiotizado por el alcohol, era un alivio para mí y para mis hermanos, porque entonces sus amigos se retiraban, y nosotros podíamos salir de nuestros escondites para consumir las sobras de sus botanas y buscar entre todo el desastre para averiguar si de casualidad habían dejado algunas monedas olvidadas por ahí.

Desafortunadamente, eso ocurría muy pocas veces, ya que mi padre era de los que tenían muchísimo aguante; tanto que, después de haber ingerido una gran cantidad de alcohol, casi siempre le daba por irse a los casinos y palenques, donde gastaba todo su dinero en apuestas y todo tipo de mercancía que en ese lugar pudiera conseguir.

Vivir en una miserable familia, con una madre sumisa y un padre alcohólico, es lo que verdaderamente yo llamaría infierno terrenal. Era tanta nuestra pobreza y nuestra hambre, que mi triste madre nos enviaba a mis hermanos y a mí a las capillas cuando había bodas para recoger el arroz que los ricos desperdiciaban al arrojarlo a los novios cuando salían de la misa, dizque para que no faltara el sustento en la recién unida familia.

Con eso y con lo poco que ganaba nuestra madre lavando ropa ajena, estábamos obligados a subsistir. Vivimos un purgatorio adelantado por todos los pecados que tal vez más tarde nos veríamos obligados a cometer a causa de la pobreza.

Recuerdo esas lágrimas silenciosas de mi madre, llenas de un sentimiento contagioso. Algo así como dolor o impotencia, aunque yo era muy chico para entender esas palabras. Quizá no las comprendía, pero las sentía; y mis ojos fueron testigos de que esos sentimientos existieron en mi infancia, ya que muchas veces también yo lloré en silencio.

Todos lloran. Lo supe desde pequeño. Incluso mi padre, a quien parecía no importarle nada en la vida que no fuese el licor y las fiestas. Cuando ya estaba muy embriagado, también lloraba. Nunca supe por qué, pero lo vi llorar varias veces; aun cuando su llanto no lograba conmoverme como el de mi madre. Tan solo lo veía con extrañeza, sin saber qué pensar de su sufrimiento, sin preguntarme siquiera cuál era el motivo de su lamento.

Yo creía que, cuando las personas lloraban más, era porque había fallecido recientemente alguno de sus seres queridos, y lo corroboré cuando, con el paso del tiempo, observé que todos lloraban a sus familiares difuntos.

Como todos los seres humanos tenemos familia y seres queridos, se podría decir que la humanidad entera está destinada a llorar alguna vez por este motivo. Pero no todos lo hacen. Sería un error de mi parte decir que todos lloran a sus muertos. Algunos sufren en silencio el dolor por la pérdida; y otros, simplemente no lo manifiestan, no lo demuestran, y quién sabe si lo sienten.

Cuando murió uno de mis tíos paternos, quien constantemente acompañaba a mi padre en sus borracheras, pude percibir un verdadero y profundo sentimiento de tristeza en los lamentos y las lágrimas derramadas por mi padre.

Todos en ese velorio, lloramos. Incluso yo. Me contagié con las lágrimas de los demás, aunque no tenía claro el significado de la muerte. Esa fue la primera vez que lloré sin saber el motivo.

Recuerdo que una de mis tías, hermana de mi padre y del difunto consumido por la cirrosis, no derramó una sola lágrima; ni en el hospital, mientras agonizaba su hermano, ni en el velorio. Tampoco en el panteón, cuando lo enterraron. Yo era muy chico para juzgarla en aquella ocasión, pero eso no evitó que sintiera admiración por su fortaleza.

Mucho tiempo después, conocí sus motivos y la entendí perfectamente. Cuando eran jóvenes, mi tío, el difunto, abusó sexualmente de ella, y la dejó embarazada, truncando su inocencia y dando un completo giro a su vida. Ella lo perdonó el día de su muerte, pero eso no significaba que debiera llorar sin sentirlo.

Mis hermanos, mi madre y yo pagamos los platos rotos por el alcoholismo de mi padre, y por eso odié el vicio desde entonces. Nunca sospeché que mucho tiempo después me enamoraría del padre de todos ellos, el abismo de la soledad.

Mamá se las veía duras para cubrir los gastos del hogar, mientras mi padre se daba el lujo de derrochar su dinero sin pensar en el hambre que teníamos que pasar todos sus hijos. Sin importarle, invitaba a sus amigos: el vicio, los juegos y las mujeres.

A causa del alcohol perdió su trabajo en el taxi, dejó deudas hasta para el más pequeño de sus descendientes, y tuvo el mismo fin que su hermano Gilberto: murió dolorosamente a causa de la cirrosis hepática.

Recuerdo muy bien su enfermedad, su agonía y su muerte. Esa vez lloré de lástima, aunque no sé por qué; pues él nunca se compadeció de nuestra desgraciada niñez y de la miseria en la que crecimos por su culpa.

Mucha gente lloró por la muerte de mi padre. Aun así, no puedo garantizar que todas las lágrimas que derramamos en su funeral hayan sido realmente sinceras.

Desde que era niño, han sido tres las únicas veces que he tenido la experiencia de llorarles a los muertos. Dos fueron en la infancia, y no cuentan tanto, porque ni siquiera tenía esclarecido en mi mente pueril el misterioso concepto de muerte. Además, ni mi tío ni mi propio padre eran dignos de mis lágrimas.

Crecí solo y así permanecí durante mucho tiempo. Cuidaba a mi madre, puesto que todos mis hermanos hicieron sus propias vidas y se alejaron. No es que no hubiese quien se fijara en mí, o que yo quisiera ser el acompañante o el enfermero de mi vieja madre por toda la eternidad. Solamente trataba de esconderme de algo a lo que le tenía miedo, aunque no pensaba que llegaría. Mi alma solitaria ya conocía el peligro que aquello, a lo que tanto temía, podría traer consigo.

Mi más grande miedo siempre fue la palabra amor. Me escondí en las faldas de mi madre durante mucho tiempo, porque no quería enamorarme de un ser femenino que, para mí, resultaba desagradable y poco atractivo. Tampoco deseaba guiarme por mis instintos, pues el sexo masculino siempre estuvo prohibido para mí.

Como la más miedosa de las pequeñinas me oculté en la cocina, y durante muchos años logré repeler el amor. Así que, cuando pensé que había dejado de perseguirme, apareció de golpe y se incrustó en mi madurez de una forma tan violenta que cambió mi vida, y luego se esfumó dejando mi corazón hecho trizas y más solitario que nunca.

Esa fue de las causas más significativas para que concurrieran lágrimas a mi vida. Lloré como nunca, lloré mucho, hasta quedarme dormido en mi lecho ermitaño.

Motivos para llorar

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