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Capítulo 1 El principal motivo para llorar en mi vida
ОглавлениеMucho tiempo después desperté repentinamente de un profundo sueño en el cual hubiese deseado permanecer para siempre. Al instante recordé claramente que, mientras dormía, había escuchado una voz proveniente de un lugar muy oculto en mi interior, que decía, haciéndome reflexionar:
«No sé dónde estoy ni quién soy. Me siento perdido en un mundo lleno de oscuridad, donde la única luz que existe es artificial, pero no es tan brillante como la natural. Sé que el estado de mi conciencia es parecido a la confusión mental o a la más desquiciada locura, porque no quiero sentir como lo hacen la mayoría de los seres humanos; y creo que desear arduamente la ausencia de sentimientos puede ser producto de la intensa mezcla de sensaciones que minutos atrás abrigué con gran fuerza.
»Como un objeto girando a velocidad infinita, que no tiene control sobre su movimiento, y que, aunque quiera, tampoco puede detenerse; así se encuentra mi mente. Y como el objeto que vibra y se mueve rápidamente dentro de su eje, parece estar en reposo desde otra perspectiva, igualmente yo puedo aparentar estar tranquilo ante la vista de los demás, pero la verdad es que me estoy muriendo de tristeza internamente.
»Pensar en el mañana es visualizarme desdichado y sin rumbo, cual barco perdido dentro del inmenso océano. Me imagino a mí mismo caminando lentamente en medio de una estrecha vereda cubierta de maleza; una travesía que huele a peligro y esconde las mortíferas trampas donde cualquier individuo puede quedarse atascado si es que no lo recorre con precaución y cuidado. No puedo concebir mi futuro de otra manera que no sea un porvenir pesimista y amargado.
»Hay un solo pronóstico de mi persona, y es similar al de un roedor envenenado y ahogado dentro del profundo canal de la melancolía, un espécimen condenado a sufrir y a llorar sin saber cuál puede ser la razón más lógica, entre miles de motivos, que le causan dolor y forzosamente extraen sus lágrimas para experimentar con ellas. Sé que pensar en lo que ayer ha sucedido es el principal motivo para llorar en mi vida hasta este momento; aunque sinceramente desearía estar loco, para poder dudar de la autenticidad de mis escalofriantes recuerdos.
»Quisiera huir de la realidad y eliminar todo lo malo que ha ocurrido en mi vida, pero ciertamente no es posible hacer eso, ya que se puede huir casi de cualquier cosa, menos de uno mismo. Preferiría dejar de sentir, y para eso es necesario no pensar. Mas no pensar solo podría lograrlo al negarme a existir, pero no puedo hacerlo; no debo dejarme influenciar por Darío, en esto no voy a seguirlo. Necesito regresar, buscar un camino diferente que me lleve de regreso al plano donde se encuentra la mayoría de la humanidad que se considera a sí misma como normal.
»Hay que enfrentar el dolor, lo sé; y si no tengo más remedio que llorar, entonces voy a recordar todo lo que ha provocado lágrimas en mi vida. No importa que al escarbar en mi pasado encuentre un motivo más. Tal vez, al comprender cada motivo, pueda dejar de llorar, si es que logro agotar todas mis lágrimas.»
No entendí por qué esa voz, que parecía provenir de mí mismo, decía cosas que no coincidían claramente con mi estado de ánimo; ya que, yo sabía perfectamente quién era Isidro Vázquez y cuál era la razón de esas dolorosas lágrimas que me hicieron caer en ese profundo sueño, del cual, una parte de mí hubiera querido no despertar jamás. Era como si una fracción de mi ser se hubiese escondido dentro de mí mismo, y desde un lugar muy recóndito en mi interior hubiese hablado para expresar su sentir, al apreciar lo que en el plano real solo es un deseo.
Mi abuelo decía que, conscientemente, todo ser humano le teme a la muerte; pero subconscientemente, es a la propia vida a la que le tememos. Por eso, cuando nuestro subconsciente logra rebasar a la consciencia, nace el insistente deseo de querer evadir la realidad, por lo que muchos se olvidan de sí mismos, otros se vuelven locos, y en muchos otros aparece el terrible deseo del suicidio.
Cuando niño, no entendía muy bien esta teoría de mi abuelo. Sin embargo, ero al experimentar aquella sensación de ser y no ser, de querer olvidar y también de recordar cada suceso, de anhelar continuar a la vez que mi propia voz me decía que era mejor terminar de una vez por todas con el sufrimiento de mi espíritu, comprendí a lo que se refería el anciano, y me percaté de la existencia de esos dos seres tan distintos que me complementaban o, tal vez, de los que yo formaba parte.
Lo primero que se me ocurrió para ubicarme en la realidad y salir del estado de confusión mental, similar a la locura, en el que me encontraba después de aquella última imagen tan aterradora de Darío, fue retomar lo que me recomendó la psicóloga Martha sobre sacar toda mi frustración por medio de un ejercicio de escritura o registro de todo lo ocurrido, como ella lo llamaba.
—Recordar el pasado, aunque nos duela, es algo que sí ayuda para superar algunos traumas psicológicos. Al menos a mí sí me ha valido de algo cuando tengo que buscar la solución de algún problema y también le ha funcionado a la mayoría de mis pacientes —recordé que me había dicho Martha, muy convencida al ver que yo me negaba a obedecerla por considerar ese ejercicio una pérdida de tiempo.
Antes de conocer a Martha, yo había visitado a otros psicólogos y hasta psiquiatras porque creía que mi orientación sexual era producto de algún desorden mental. Pero ningún tratamiento tuvo el éxito esperado por mi padre, quien deseaba verme felizmente casado con cualquier mujer que estuviese dispuesta a darme muchos hijos y a formar parte de un teatro llamado familia, en el que todos simularan unión, alegría, apoyo, respeto y armonía.
Quizá ella sea diferente —pensé al recordar cómo había conocido a Martha.
A diferencia de los demás psicólogos, ella llegó a mi vida sin que yo la buscara; y eso sucedió mucho tiempo después de mi adolescencia, cuando mi padre ya se había retirado de este mundo convencido de que era inútil seguir intentando buscar una cura al supuesto enigmático problema de salud mental. Terminó dándose por vencido, puesto que descubrió que no existe dicha enfermedad de la desorientación sexual, como él la llamaba.
Cuando mi grado de madurez me permitió entender que mi instinto también era parte de la naturaleza, y me acepté a mí mismo con todo y mis defectos, me adapté a mi estilo de vida y compensé la soledad de mi espectro, el cual no había sido hecho para amar, con el calor de la cocina, el irresistible sabor de mis guisos y el exquisito olor que de ellos se desprendía.
Vivir una infancia, una pubertad, una adolescencia y una juventud tan difícil o, mejor dicho, una vida completamente desdichada, llena de confusión y de miedo, donde las faldas de mi sumisa madre eran el único refugio de la incomprensión de mi padre y sus arranques de violencia, me ayudó a aprender a cocinar como ella, y la cocina se convirtió en mi inspiración.
Mi madre se la pasaba en la cocina, atendiendo los caprichos de su esposo, quien poseía un paladar muy exigente, y que casi siempre estaba discutiendo por el mal sabor de la comida. Sin embargo, para mis hermanos y para mí, sus platos resultaban deliciosos.
En ocasiones, cuando mi padre no estaba en casa, era yo el que le ayudaba a mamá con sus labores domésticas. Por supuesto, siempre cuidando que nadie descubriera mi carácter femenino.
Fue así como descubrí mi vocación y comencé a elaborar todas las recetas que mi madre inventó con lo poco que había en casa; aunque más tarde las mejoré al independizarme y tener mi propio dinero para agregar más menjurjes.
Al no contar con apoyo para seguir estudiando, me fui con un tío para los Estados Unidos sin avisarle a nadie de mi casa. Trabajé como indocumentado durante un tiempo y regresé a México para cumplir mi sueño de poner mi propio restaurante. No era como me lo había imaginado, ya que, con lo poco que rinde el dinero en este país y con lo caro que está todo, a lo único que pude aspirar fue a hacerme de un humilde local en el mercado, donde podía ofrecer a los transeúntes una extensa variedad de comida que yo mismo preparaba.
El negocio funcionó muy bien. Al poco tiempo de abierto, logré atraer muchos clientes y, al verme envuelto en ese clima de bienestar que me brindaba la cocina, pude olvidar todo el amargo sabor de mi pasado.
Sabía que ya era un adulto, y que todos los hombres de mi edad que conocía ya estaban casados y habían formado su propia familia; pero eso no me preocupaba, ya que, por el momento, me encontraba disfrutando de mi soledad. Además, al dar placer al estómago de mis clientes, sabía que mi existencia realmente adquiría sentido.
En esa etapa de mi vida, en que la simple sonrisa de la gente al disfrutar mis platillos me proporcionaba una inmensa satisfacción y borraba de mi memoria los traumas de mi juventud de tal manera que me hacía prescindir del amor, fue cuando conocí a Martha, una mujer obesa de mediana estatura; de piel morena clara, ojos cafés, cabello castaño, y algunas manchas en su rostro que no la hacían muy atractiva; pero con mucha seguridad en sus gestos y en el habla, que demostraban una alta autoestima.
Recuerdo que llegó sola a comer a mi pequeña fonda, y al terminar de saborear sus deliciosos chiles rellenos, servidos con arroz y verdura, se acercó a mí para pagarme y dejarme el cambio como propina. Al mismo tiempo me felicitaba por haber alegrado su día con ese sabor único de la comida.
A partir de ese día nos hicimos amigos. Le facilité algunas recetas, pero ella siguió acudiendo a mi local; y cada vez que tenía tiempo después de probar algún guiso, se quedaba platicando conmigo sobre cualquier cosa antes de retirarse.
Un día me confesó que le gustaban mis comidas tanto como yo. Eso me hizo recordar mi pasado y renacer aquel miedo al amor. De inmediato le conté sobre mi atracción por el sexo masculino y, a diferencia de otros psicólogos, ella me entendió y dijo que era algo muy normal y que no me preocupara.
Cambié ese concepto generalizado que me había formado sobre los psicólogos; y después de mucho tiempo de haber estado huyendo de mi instinto sexual, acepté acudir a terapia con ella, solo para aclarar algunas dudas, puesto que a esas alturas de mi vida sentía que el tren del amor había pasado hacía mucho tiempo por mis vías, dejando mi estación detrás. Además, mi apetito sexual había sido sustituido por el placer de la gastronomía.
Martha no logró despertar ninguna curiosidad sexual en mí, como más tarde lo hizo Darío. No obstante, se ganó mi confianza, y acudí a sus terapias cada vez que me sentía triste, porque los años que pasaban velozmente de alguna manera trajeron nuevamente hasta mis labios el agrio sabor de la soledad.
Tan solo al pensar en el registro y exigirle a mi mente que emprendiera ese viaje hacia el pasado, pude ver un delgado camino de luz que, sin duda alguna, había de llevarme al mundo real donde se debe sufrir por distintos motivos; pero también es ahí donde se descubre que el siguiente paso siempre será superar el daño.
—Ahora sé quién soy —me dije a mí mismo cuando comencé a recordar.
Eso fue lo primero que me demostró que estaba vivo y no muerto, como yo creía.
Lo que me llevó de vuelta al mundo existente, tan de improviso como a la velocidad de la luz, fue un sorprendente recuerdo de algo muy trágico que había sucedido hacía apenas unas cuantas horas. Un recuerdo que me negaba a aceptar, porque lo seguía considerando el principal motivo que hasta entonces había tenido para llorar en esta cruel vida.
—Estoy en mi habitación con la vista fija en el televisor, sin poner atención a lo que esos diminutos personajes animados tratan de decirme —pensé en voz alta—. Mi cuerpo está aquí frente a la pantalla, pero mi mente aún no ha terminado de aterrizar después de un viaje en el que no tuve noción del tiempo al haberme confundido entre el turbulento flujo de emociones que me llevaron a intentar evadir la verdad.
Me reí de mi locura, al percatarme de que nadie escuchaba mis palabras. Hacía algún tiempo que yo vivía solo en esa casa, por lo que no podía estar hablando con nadie más que no fuera yo mismo.
Espontáneamente eliminé la sonrisa de mi rostro y me puse serio nuevamente. Necesitaba hablar con alguien y no había nadie cerca, ni siquiera para juzgarme, así que me acerqué a un espejo y hablé conmigo mismo, mientras clavaba mi vista en mi propio reflejo.
—Sé que mientras esté vivo no puedo evitar el sufrimiento, así que decido en este momento enfrentar la realidad con valentía —le conversé al espejo—, y para eso, lo primero que haré es escribir todo lo que pueda recordar, obedeciendo al ejercicio terapéutico de Martha. Después, iré nuevamente a la casa de la familia Reyes a despedirme de esa persona a quien en este instante no me queda claro si la odio con todas mis fuerzas o la amo enérgicamente. La decisión ya está tomada: Voy a buscar una explicación a mi dolor y a escribir en un cuaderno todos los motivos que me impulsaron a llorar en mi dramática vida. Finalmente, dejaré que el fuego consuma la tristeza quemando ese cuaderno. Pero antes necesito analizar cada motivo, desgarrar el velo y encontrar la causa oculta que se niega a aceptar su responsabilidad sobre el efecto
Me quedé en silencio durante un instante más frente al espejo; y sin estar aún muy convencido de querer escribir mi propia historia, me di la vuelta y regresé a la cama, tratando de analizar todos los puntos a favor y en contra, para estar seguro de tomar una decisión que posiblemente era la equivocada.
Después de pensarlo bien durante no sé cuántos minutos, salí lentamente del cálido espacio de desahogo donde horas atrás me enredé en las sábanas, llorando, hasta quedarme dormido.
Al estar seguro de que quería hacerlo, aunque me sirviera solo para desahogarme, lo primero que hice fue buscar una pluma, un cuaderno y un lugar para sentarme a redactar.
Todos los recuerdos habían retornado a mi mente de manera espontánea, después de que quise olvidarlos pidiéndole a Dios que me ayudara a perder la memoria. Ahora daban vueltas y vueltas en mi cabeza, repitiéndose constantemente sin alejarse ni siquiera por un instante, como para evitar ser olvidados. Se aferraban a mi cerebro como hambrientas pirañas que se negaban a desprenderse de la encarnada memoria.
Dolorosos recuerdos me acechaban como parásitos oportunistas que planeaban introducirse hasta lo más íntimo de mi indefenso organismo para coexistir, torturando cada célula.
Tomé una pluma negra de un cajón y un cuaderno nuevo de los muchos que había comprado para los estudios del amor de mi vida. Me senté en una silla de aluminio frente a una mesa pequeña que estaba en mi habitación y comencé a narrar algunos acontecimientos de mi vida, sin saber a quién le iba a contar esa triste historia.
Percibí cómo poco a poco se iba generando una especie de conexión entre las hojas blancas del cuaderno, la pluma llena de tinta negra y mi resucitada memoria que era la que les dictaba.
Así comencé a redactar quién fui en la vida, contándole al insignificante cuaderno la causa de mis lágrimas.
Mi nombre es Isidro Vázquez. No soy escritor, ni periodista, ni nada por el estilo. Jamás en mi vida imaginé escribir algo parecido a esto y, si hoy lo hago, es porque necesitaba desahogarme de alguna manera de todo lo que siento.
Creo que, al plasmar la historia en este cuaderno, exactamente cómo sucedieron los hechos, quizá algún día me pueda ayudar a descubrir cuál fue la causa que motivó a Darío a consumar algo que difícilmente puede entender una persona ordinaria como yo, y cómo todos los demás en este preciso momento nos encontramos llorando por la ocurrencia y tratando de entender por qué.
Siempre he creído en el destino, porque mis padres me enseñaron desde muy pequeño que Dios existía; y que a pesar de la adversidad que vivimos muchas personas a lo largo de nuestra vida, al final, él siempre tendría una recompensa preparada para dárnosla en el momento en que menos la esperáramos.
—En cualquier instante podemos encontrar el pañuelo que ha de secar nuestras lágrimas, y si no es así, el viento lo hará —decían mis padres.
Dios es la LEY a la que todo obedece por naturaleza, pero también es el origen y el fin de todo. Aunque, no sé si las decisiones como las de Darío o las mías tengan que ver con su poder infinito. Lo cierto es que somos libres y, por lo tanto, no podemos culparlo de lo que nos pasa, ya que la consecuencia de nuestros actos es responsabilidad nuestra.
En este instante, creer en el destino me ayuda solo a sentirme más culpable y, por ello, no puedo dejar de llorar por lo que pasó; pues yo estuve ahí para evitar que las cosas sucedieran de esa manera, y no fui capaz de evitar la desgracia.
Siento que Dios ha de estar muy molesto conmigo por no cumplir la misión que me encomendó: sacar a Darío de la oscuridad y llevarlo a la luz divina de la salvación. En lugar de eso, me introduje en su mundo perverso y tenebroso, y juntos quedamos atrapados, sin poder salir del laberinto. Jugamos con fuego y nos quemamos; y aquí estoy, en el laberinto del calvario, tratando de buscar una salida en medio de la oscuridad.
Regresar el tiempo es imposible, pues contaminé mi cuerpo al probar las drogas para identificarme con la juventud de Darío; y me di cuenta de que en este terreno ni siquiera se tiene noción de lo que pasa y no pasa en realidad.
Este sí que es un mundo de confusión. Aquí vivimos muchísimas personas, pero no todos estamos conscientes de ello. He caído aquí junto a Darío y muchas almas más que fueron arrastradas por el mismo destino o por la influencia de los que estamos adentro; de quienes, la mayoría —si no todos— nos sentimos solos. Desde mi punto de vista, muchos de los que existen en esta vida, o han dejado de existir, lo han hecho por causa de la soledad.
Si pudiera darle un nombre a este mundo, lo llamaría simplemente escondrijo de la soledad. Muchas personas acudimos a este trance buscando un poco de comprensión y compañía, pero muy tarde nos damos cuenta de que aquí el alma de la gente se encuentra más sola que el vacío interno de la nada.
El primer recuerdo que viene a mi mente en estos momentos es el de un día lluvioso en que yo regresaba de mi trabajo por una calle muy angosta manejando mi viejo y traqueteado auto negro. Escuchaba una canción muy encantadora y romántica cuyo el título desconozco, pero decía algo así: «No sé qué poseen tus ojos, no sé qué tienen tus besos…».
El agua que corría por el parabrisas dificultaba la visibilidad del camino, por lo que no pude darme cuenta del momento en que se me atravesaron tres personas que iban corriendo para no mojarse más de lo que ya estaban.
Por desgracia, no alcancé a frenar por completo. Aún recuerdo haber escuchado un grito sofocado y el chiflido de las llantas que se resbalaban en el piso mojado de la carretera.
Sentí un escalofrió horrible cuando empujé a uno de ellos y lo hice caer en un bache lleno de agua. Pude ver por el parabrisas cómo una de las llantas delanteras de mi auto estuvo a punto de rodar sobre la cabeza de ese sujeto.
Cuando pude detener el auto por completo, bajé de prisa para ver lo ocurrido.
Levanté a la persona del piso, mientras yo temblaba de miedo por no hallarlo con vida; y al verle algunas heridas en su cara que emanaban roja sangre en abundancia, rápidamente me ofrecí a llevarlo al hospital más cercano para que lo atendieran. Así que invité a subir al auto a sus amigos que observaban con susto la escena desde el otro lado de la calle.
Se tardaron un poco en reaccionar, pero al ver que su amigo, el atropellado, subía con mi ayuda por el lado del copiloto, sin decir nada; ellos también se acercaron sin hablar y subieron en la parte de atrás.
Ya dentro del carro, observé sus ajustadas y coloridas prendas mojadas y completamente adheridas a sus delgados cuerpos. Me pareció una actitud liberal de su parte, pues vestían de una forma muy diferente a lo que la sociedad establecía como un estereotipo de lo masculino en mi época.
Supe inmediatamente que se trataba de adolescentes gay manifestándose feliz y libremente. Imaginé lo que hubiese sido de mi juventud de no haber sufrido la reprimenda de la época y el rechazo correctivo de mi padre machista.
Quise identificarme con ellos al mismo tiempo que rompía el hielo y trataba de disculparme. Así que les pregunté sus nombres, comenzando por los dos de atrás que con voz suave y tímida dijeron llamarse Samuel y Pablo. Entonces me dirigí hacia el otro chico que se encontraba encorvado en el asiento a mi lado. Al parecer, aguantando el evidente dolor que le provocaban las raspaduras. Le hice la misma pregunta y esperé un instante, pero no hubo respuesta.
No sé si fueron los nervios o la pena que sentía con el atropellado, pero recuerdo que en todo el camino hacia el hospital no pude voltear a verlo y mucho menos me atreví a preguntarle su nombre nuevamente, ya que noté que no estaba dispuesto a entablar conversación alguna conmigo.
Fue todo lo que se dijo camino hacia el hospital. Durante el resto del trayecto reinó la tensión, el silencio, la incertidumbre, el nerviosismo y la pena. El único ruido que se escuchaba era el de los demás carros, los involuntarios quejidos del herido y el resonar de la lluvia que seguía cayendo en abundancia. No fue sino hasta más tarde que pude escuchar la voz y el nombre del herido, aunque mucho después asumí que me involucré con él más de lo que actualmente hubiera deseado. De la misma manera también tuve que soportar lo que la demás gente odiaba de él: su duro carácter.