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Capítulo 2 ¿Crees en el destino?
ОглавлениеYa en el hospital, mientras la enfermera curaba sus heridas, el atropellado me cuestionó espontáneamente, al tiempo que me veía a los ojos de manera muy fija y penetrante.
—¿Solo te interesa saber el nombre de mis amigos? ¿Crees que no me di cuenta cómo los veías por el retrovisor del auto? ¿No tienes ni la más mínima curiosidad de conocer a tu víctima? ¡Ah, ya sé! ¡Es tu estrategia de ligue atropellar chavos para conquistar a sus amigos! —me dijo en tono burlesco—. Sí, creo que debe ser eso, pues a tu edad seguramente no te queda otro remedio.
Me sorprendió tanto que tuviera ese sentido del humor conmigo cuando estuvo a punto de morir por mi culpa. Fue la primera vez que lo vi a los ojos y no pude sostenerle la mirada, en ese momento sentí algo muy extraño, algo inexplicable.
Al ver que yo no contestaba nada, se burló en mi cara y me dijo:
—Quita esa cara y veme a los ojos. No estoy muerto, por si no te has dado cuenta, y a los vivos nos gusta que nos vean mientras hablamos. ¿Entendido, señor? Mi nombre es Darío Reyes. Tengo apenas diecisiete años, mucho por vivir y por experimentar, toda una vida por delante. Así que, relájate; aunque estuviste a punto de truncar mis ilusiones el día de hoy, en realidad no tengo miedo de morir, porque sé que mi vida no va a terminar antes de lo planeado —me dijo con entonación muy marcada, haciendo algunas pausas y alargando algunas palabras como si pretendiera que me quedara muy claro.
Sus ojos verdes, tan verdes como las hojas frescas de un árbol joven de primavera, me impactaron. Sus labios rojos como la sangre recién limpiada por la enfermera de su rostro, me hicieron recordar el accidente. Sus duras palabras, seguidas por un silencio total y el sonido del agua de la lluvia que aun caía con fuerza, además de su mueca sonriente y relajada, propiciaron las primeras de las tantas lágrimas que derramé por su causa.
Hasta el día de hoy sigo llorando sin motivo después de tres años en los que han pasado muchas cosas inimaginables en mi vida desde que ocurrió aquello —reflexioné mientras hacia una pausa en mi relato.
Al leer el último párrafo que había escrito, me di cuenta de que Darío muchas veces me hizo sentir culpable de sus desgracias. Desde aquel día que literalmente lo conocí por accidente, hasta ese 15 de enero del 2012 en que me encontraba sufriendo a causa de su peor decisión.
Después de haber hecho esa pequeña pausa para ubicarme en el escenario del tiempo y evitar perderme en el pasado, continué escribiendo los recuerdos que hasta ese momento ardían vivamente a modo de magma volcánico en mi interior, como si todos buscaran la manera de inmortalizarse al ser transcritos en mi cuaderno.
Recuerdo que, al verme llorar de impotencia, él siguió burlándose y llamándome ridículo frente a la enfermera, quien le preguntó si deseaba algún tipo de apoyo legal para interponer una denuncia en mi contra por haberlo atropellado. A ello, Darío contestó:
—En realidad, él no tuvo la culpa, enfermera.
Esperé a que dijera que ellos se habían atravesado corriendo, y que la lluvia era otro de los factores que originaron el accidente, pero dijo algo más desconcertante todavía:
—La única cosa de la que se le puede acusar a este señor, es de no saber manejar correctamente y de ser tan descuidado, asesino y estúpido, o tan malvado como para matar intencionalmente a gente cuidadosa y bien precavida como mis amigos y yo— dijo en tono de broma—. Pero creo que las cosas pasan por algo, y si hay que culpar a alguien, yo voto por el DESTINO. ¿Usted cree en el destino, enfermera? Tú, desconocido —indagó, refiriéndose a mí—, ¿crees en el destino?
No pude contestar su pregunta en ese momento. Solo dejé de llorar por un segundo, sequé mis mejillas con mi suéter, volteé a verlo a los ojos y le dije mi nombre. Solo eso pude decir y agaché mi cabeza de nuevo para que no notaran las lágrimas que, sin querer, seguían saliendo de mis ojos.
—Mi nombre es Isidro, Isidro Vázquez —le dije mirándolo humildemente con mis ojos vidriosos.
Detuve mi redacción por un momento y me di cuenta de que eran ya varias hojas las que había escrito hasta ese momento. La descripción de los hechos, tal cual sucedieron, hizo que, al momento de escribir, volviera a revivir en mi mente cada una de las escenas de mi vida plasmadas en aquel cuaderno. No pude evitar que algunas lágrimas salieran de mis ojos y cayeran sobre el texto recién escrito, diluyendo la tinta; como si estuvieran tratando de borrar el pasado del cuaderno, de la misma manera que yo quisiera borrarlo de mi memoria.
Me sentía un poco cansado por la mala postura de mi cuerpo, ya que la silla en la que estaba sentado no era muy cómoda para el largo tiempo que llevaba ocupándola. Sin embargo, no quería dejar de escribir hasta que llegara la hora de irme a la casa de los Reyes.
Giré para ver la hora en el reloj de pared que se encontraba sobre la cabecera de mi cama, la cual aún seguía sin tender. No pude evitar ver también una fotografía de Darío sobre el buró. En ella vestía una playera verde con un chaleco negro y un pantalón de mezclilla azul. Ese retrato fue lo único suyo que pude guardar en secreto, ya que era muy supersticioso y no le gustaba que yo tuviese en mi posesión ningún objeto suyo.
Esa imagen impresa de Darío fue lo que nunca me permitió olvidarme de él cuando se fue a vivir de nuevo a casa de sus padres, y también fue la causante de que muchas veces haya llorado como loco, solo en mi helada habitación a media noche, después de despertarme asustado por un extraño sueño que se repetía constantemente desde que Darío me dejó para irse con su familia.
Me puse de pie para descansar un poco la vista y estiré mi cuerpo tratando de relajar mis músculos que estaban un poco adoloridos a causa de la fatigosa silla metálica. Caminé hasta el buró que estaba a un lado de la cama y tomé la fotografía en mis manos. La observé por un momento, y ello ocasionó que se refrescara mi memoria más de lo normal. El pasado se comprimió en mi cerebro y se presentó en forma de inspiración, lo cual me ayudó para seguir narrando lo acontecido con más y más precisión.
La atención prestada a la representación de Darío, además de recordarme con exactitud cada instante a su lado, me causó dolor y produjo que volviera a llorar cada vez que veía el retrato. Pero también me inspiraba, y en ese momento me impulsó para continuar redactando nuestra historia en mi cuaderno. Así que me acerqué de nuevo a la silla y me senté en ella sin importarme el cansancio que ello me provocaba. Coloqué la fotografía a un lado del cuaderno en la pequeña mesa de madera, de tal forma que pudiera seguir viéndola para gritarle tantas cosas que no me atrevería a decirle en persona a Darío.
Tomé mi lapicero negro y continué escribiendo, pero ahora lo hice refiriéndome al retrato directamente, como si a través de él pudiera comunicarme con Darío. Con lágrimas en mis ojos intenté reclamarle por haberme causado tanto sufrimiento y por seguir haciéndolo, a pesar de su ausencia.
Han pasado tres años desde el día del accidente —seguí escribiendo y mirando la fotografía de Darío, alternadamente—, cuando creí conocerte más de lo que ahora te conozco, y aún recuerdo todo como si estuviese pasando en mi mente en este instante. Todo se repite, como si la película de mi mente se hubiese quedado atrapada en las mismas escenas de esos tres años.
—¿Crees en el destino? —me dijiste aquel día en el hospital.
La pregunta que no pude contestarte aquel día que te conocí, te la voy a responder hoy:
Creo que el destino es el pretexto más cínico que usamos las personas al fracasar para no aceptar nuestra responsabilidad en la derrota. ¡Sí, eso creo!
Si algo nos sale mal, lo primero que tratamos de hacer es buscar un culpable, y como nuestro ego es tan grande como para no autocriticarse a sí mismo, pues resulta muy fácil inventar explicaciones superfluas y sin fundamento como el destino para no preguntarnos qué hicimos mal nosotros para que las cosas salieran de esa manera, o cómo contribuimos con acciones y decisiones para obtener tal resultado.
Por tal motivo, el destino para mí no existe. Todo fruto depende de una raíz que da vida a un árbol, y el destino no puede explicar a ninguna de las dos; ni separarlas, ni ser origen o consecuencia.
¿Por qué cuando obtenemos éxito no agradecemos al destino? En este caso decimos: “Me lo merezco por el sacrificio que he hecho”, “Yo lo obtuve con mi trabajo”. El destino solo existe en la mente de los mediocres que desean justificar los malos resultados causados por sus malos actos o su falta de perseverancia.
Haciéndome creer que el destino nos había puesto en el mismo camino hacia la soledad, me llevaste a ella, y ahora me abandonas en este mundo de oscuridad que yo no escogí. Pero cometí un error: ¡Creer en ti! Confié ciegamente en todo lo que me decías y hoy estoy pagando muy caro; con lágrimas infinitas que, sin saber de dónde emanan solo sé que es una fuente inagotable, porque tal parece que nunca se termina el dolor que causaste a mi alma.
Tus amigos esperaban afuera del pequeño consultorio de curaciones. Cuando ya te sentiste mejor me ordenaste que los llevara a cada uno de ustedes a sus casas. Las cosas pudieron haber terminado ahí, yo debí seguir mi camino y tú, el tuyo. No volver a vernos jamás, pero desgraciadamente no fue así.
—¿Y a qué te dedicas, Isidro? —me dijiste cuando estábamos solos en el auto después de haber llevado a Samuel y a Pablo que vivían más lejos que tú. Pero yo quise llevarlos a ellos primero para poder tener la oportunidad de pedirte una disculpa y platicar contigo sobre el destino del que hablabas.
—Soy comerciante, tengo un modesto puesto de comida en el mercado —contesté viéndote a los ojos, como siguiendo todas las órdenes sutiles que me dabas, temiendo molestarte y tratando de complacerte en todo.
—¡Qué interesante! Me gusta mucho la comida mexicana. Pero no sé ni me gusta cocinar ―comentaste sin voltear a verme
—¿Cuál es tu platillo favorito? —pregunté, volteando a verte nuevamente. Entonces me di cuenta de que tú no me veías, y quise reclamarte por no seguir tus propias reglas, pero no me atreví a hacerlo.
—El pozole. Me encanta todo tipo de pozole —contestaste después de un largo lapso de tiempo, con la vista dirigida hacia el frente; y después te volteaste hacia la ventana de tu lado y te quedaste observando el paisaje, sin decir nada más.
Se terminó la conversación sin que volvieras a mencionar el destino del cual yo quería que me hablaras. Llegamos a tu casa, quise quedarme platicando contigo afuera un buen rato para conocerte más, pero tú te bajaste como mudo del coche y entraste a tu casa sin despedirte y sin pronunciar una sola palabra. Ni siquiera me diste el placer de volver a ver tus lindos ojos una vez más ese día.
Pensé que se te había olvidado darme las gracias, o tal vez decirme una grosería por haber estado a punto de matarte, y que saldrías de nuevo. Pero, por más que esperé, no volviste a salir. Vi cómo se apagaron todas las luces de tu casa y, de pronto, la calle se volvió desierta.
Seguí esperando una hora más, pensando que tal vez me observabas desde tu ventana y querías que yo siguiera ahí afuera para que, cuando tus padres se durmieran, pudieras salir y enfrentar al destino que te decía que por algo nos habíamos conocido ese día; y que estabas dispuesto, igual que yo, a descubrir la verdadera razón del accidente.
A lo largo de toda mi vida nunca sentí la menor curiosidad por descubrir el amor verdadero, ya que mi padre siempre quiso obligarme a experimentarlo de una manera que no me agradaba, y con damas que tampoco despertaban ningún interés en mí; y como las cosas obligadas, al igual que las que no son elegidas por el corazón, provocan repudio, yo crecí con una especie de fobia al amor. Pero en ese momento era libre, y creí que había llegado el tiempo indicado. Pues tú me hiciste ver las cosas desde otra perspectiva.
De pronto, observé un papel doblado en el asiento donde unas horas antes estuviste sentado. Lo tomé en mis manos temblorosas, pensando que tal vez era un mensaje para mí de tu parte, desdoblé la hoja y comencé a leer:
«Tú:
»Siempre que estés triste y te sientas solo; mira a tu alrededor y encontrarás que el universo existe y está en todas partes. Si el mundo y el universo están ahí es porque tú vives; tu vida es lo que le da sentido a la existencia.
»Si crees que no tienes amigos porque sientes que nadie te escucha, la solución no es quedarte callado y llorar en silencio. ¡Habla! ¡Grita! Exígele al viento que lleve tu mensaje.
»Y si después de todo esto te parece que a nadie le interesa lo que dices, entonces actúa según tus pensamientos; y después de imaginar y reflexionar lo que deseas, crea, construye, dale al mundo un beneficio.
»Entonces muchos creerán coincidir con tus pensamientos, pero en ese momento serás único y no necesitarás de ningún amigo, porque si tú eres importante para ti mismo y valoras lo que siempre dices y haces, después de tu existencia dirán ser tus amigos los beneficiados de tu creación.
»Si buscas un amigo y no lo encuentras por ningún lado, búscalo en tu corazón y encontrarás que el TODO existe y está en todas partes. (Búscalo en tu interior y no tardarás en encontrarlo, porque esa persona que siempre has buscado, eres tú mismo.)
»Darío Reyes.»
Recordaba claramente cada una de las letras escritas en ese papel. Hice una pausa para leer lo que acababa de escribir en mi cuaderno y pude juzgar que lo que había escrito era una copia exacta de lo que leí aquella vez en el auto.
Volví a leer todo lo escrito, y cada vez me convencía más de que ese último discurso era tan parecido al original hecho por Darío. Pues hasta la fecha la tenía muy presente. Al observar mi relato, también me di cuenta de lo similar que era esa anécdota a la de un personaje ficticio de novela.
Tomé en mis manos la fotografía de Darío y la puse frente a mi rostro para hablarle directamente:
—Memoricé tus palabras y desde entonces no logro sacarlas de mi cabeza—le dije llorando a la fotografía—. Tu forma de expresarte me pareció un poco egoísta, y sentí que reflejaba un carácter algo frío. En ese momento, pude darme cuenta de que eras un alma solitaria que, creyendo ser autosuficiente, rechazaba cualquier tipo de compañía y apoyo externo. Eso me motivó a querer ayudarte, pero fracasé.
Una gruesa lágrima proveniente de mis ojos calló sobre la sonriente imagen de Darío, mientras yo continuaba hablando con la fotografía. Parecía un completo maniático deseoso de expresar su sentir, aunque fuese con un interfecto pedazo de papel, por ser lo único más dinámico que tenía a mi alcance. Entonces continué escribiendo:
Me sorprendió darme cuenta de la autoestima tan grande que, en mi opinión, tenías, Darío. Tu rebeldía me pareció natural. Eras una persona segura, alguien que pronuncia sus sentimientos sin importarle las consecuencias que se desaten; que consigue lo que quiere con solo elevar la voz y hacerles notar a los demás que existes y mereces respeto, admiración o temor. Envidié tu perseverancia, y pensé que ella jamás te dejaría darte por vencido ante las dificultades de la vida.
Al ver que habían caído más lágrimas sobre el inocente retrato, lo dejé nuevamente sobre la mesa y agaché mi cabeza para a secar mi rostro con la playera que traía puesta. Después, seguí hablándole a Darío, aunque sabía muy bien que él no estaba presente, pues en esa casa hacía tiempo ya que vivía solo conmigo mismo.
Forjé tu temperamento con tus ideas, como lo hace un mal crítico de patrañas. Comencé a relacionar lo que decía el texto con una personalidad tuya muy diferente a la verdadera. Construí un Darío con un carácter distinto, y te juzgué antes de tiempo y sin conocerte; igual que los peores críticos. ¡Me equivoqué!
Dejé de llorar y reflexioné en silencio antes de seguir trazando palabras sobre la superficie blanca.
No estaba mirando en sus letras lo que realmente era, sino lo que yo quería ver —pensé—, pues pareciera como si el texto de Darío fuera el espejo habitual que todos conocemos. Pero, objetivamente, era algo extraordinario, ya que quien busca la personalidad del autor a través de sus frases, termina por reflejarse a sí mismo tal cual es íntimamente, y lo que describe en su análisis son sus propias características.
Una persona como la que yo imaginé al leer aquello jamás hubiese hecho lo que él hizo. En realidad, era completamente distinto a lo que yo creí. Esa fue la primera de las muchas equivocaciones que tuve con Darío, y como todos los errores tienen un precio, no me quedó de otra que pagarlos uno por uno hasta la eternidad.
“No se puede juzgar a las personas por lo que escriben”, repetí mentalmente lo que dijo su escritor favorito. Lástima que muy tarde me pude dar cuenta de la autenticidad que encerraban esas palabras.
Después de reflexionar y llorar un momento, proseguí con la escritura de mi relato en el cuaderno, nuevamente dirigiéndome a Darío, aunque él nunca leería esas líneas.
No supe cuánto tiempo estuve frente a tu pensamiento, Darío, pero, al analizarlo, me pude dar cuenta de que realmente valías mucho como persona porque eras especial y diferente a los demás.
Quise comenzar una amistad contigo, pensando que podía aprender muchísimo de ti, pero algo me dijo que no te interesaba lo mismo. Me percaté de que me encontraba solo en medio de la nada, ilusionado, sin ser correspondido.
El único ruido que se escuchaba era el de los perros que ladraban a lo lejos y el silbido de los grillos que anunciaban la hora de retirarme y resignarme a pensar que tal vez tus palabras no tenían tanta trascendencia como a mí me parecía.
Así que encendí el carro y me fui a mi casa, donde escribí unos versos para ti antes de dormirme; y recuerdo claramente que esa noche soñé contigo.
Después de haber sufrido tanto y de haber pasado por algunas decepciones amorosas con mujeres que ni siquiera me gustaban, pero que abordé solo para complacer a mi padre, aquel día comencé a sentir que en mi corazón estaba naciendo una nueva ilusión; una emoción que desearía no haber sentido nunca pues, más temprano que tarde, pagaría.
Suspendí por un momento la escritura para buscar entre mis recuerdos lo que escribí aquella noche. Me alejé de la mesa y lo primero que hice después de estirar mi cuerpo, fue cerrar las cortinas, pues la luz del día que se filtraba por la ventana encandilaba mis ojos que estaban muy irritables; no sé si por la concentración en el ejercicio de escritura, o por todo lo que habían llorado en las últimas horas.
Esculqué en distintos lugares dentro de mi habitación hasta dejar todo revuelto, porque ya no recordaba exactamente el lugar donde había guardado aquel poema que escribí la noche en que conocí a Darío.
Seguí buscando desesperadamente con ansias de satisfacer mi curiosidad y, al encontrar el arcaico papel dentro de un sobre cerrado que se encontraba en medio de un libro de cuentos, me dispuse a leerlo, con dificultad, pues algunas palabras ya estaban un tanto borrosas.
La vida en tus ojos existe; mi vida en ti se inspira
Para Darío
Si la vida es satisfacción,
entonces conocerte es vivir.
Si pudiera dedicarte una canción,
creo que no sabría cuál decidir.
Una melodía que hable de amor para ti,
desde mi punto de vista, todas lo harán.
Aunque la mejor es la que escuché cuando te conocí:
Me recuerda tus ojos, que no sé qué tendrán.
Mi vida eres tú, lo digo con emoción,
porque tú eres quien me inspira a escribir;
Realmente tu voz le dicta a mi corazón
y es tu presencia, lo que lo hace latir.
El verde es vida dentro de tus ojos,
me gusta la sangre roja que tiñe tus labios.
Para mí son los colores más hermosos:
El verde, el rojo, el lila y varios.
Te gusta la música, te gusta bailar,
eres el lado artístico de la expresión.
Yo quiero contigo estos versos cantar.
Espero te gusten, son el producto de tu inspiración.
Al terminar de leer, mis pupilas, al igual que mi memoria, se cargaron nuevamente de melancolía. Doblé el papel y lo metí en el sobre; pero esta vez no lo guardé en medio del libro, sino que me lo llevé hasta la mesa donde ya tenía otra colección de recuerdos y textos encontrados durante la anterior búsqueda, especulando que posiblemente me servirían para seguir redactando esa triste historia. Tomé la pluma, y colmado de inspiración hasta la máxima capacidad, como un vaso repleto de agua hasta la superficie que está a punto de derramarse, proseguí escribiendo.
Al día siguiente quise ir a buscarte, pero no me sentí tan seguro. Así que dejé que el destino se encargara de cumplir su capricho, como tú decías.
Llegué a creer que tenías razón en cuanto a que “las cosas pasan por algo”, y que ese algo se llama destino, quien siempre está atento para hacer que las cosas sucedan de acuerdo a un plan divino previamente escrito por los dioses que habitan en un lugar desconocido entre el cielo y la tierra, desde donde gobiernan y guían las pequeñas voluntades de los hombres de este planeta y de misteriosos seres que habitan en otras galaxias.
Ese pensamiento infantil tuyo, lleno de fantasía y seres mitológicos, combinado con tu seguridad y la convicción con la que decías las cosas, hacía que hasta el más incrédulo llegara a pensar que todo aquello que alucinabas tenía un poco de certeza.
“El destino”, un tema difícil para personas difíciles; humanos pensantes que pueden opinar casi sobre cualquier cosa. Muchos aseguran no creer en el destino y se les puede oír hablar de ello con mucha seguridad. Esas mismas personas son las que están atentas frente al televisor a la hora de los horóscopos, no salen de viaje un martes trece, y si así lo hacen, tratan de no pasar por debajo de una escalera o de no hospedarse en un cuarto de hotel con el número que a su consideración es de mala suerte. Es así como nos damos cuenta de que esa palabra mágica, que algunos sabemos fue inventada para manipular a los más débiles de mente, ha logrado su objetivo, incrustándose en la sociedad, y a lo largo de la historia sigue formando parte de nuestra cultura.
Un día, platicando con un maestro, le pregunté lo que opinaba acerca del destino, y me contestó que él creía, como yo, que el destino es algo que cada ser humano se construye con sus acciones y con su trabajo. Pero también dijo creer que, en el caso del amor, pensaba como tú, Darío. Que era cuestión de algo sobrenatural, ya que en su experiencia personal, la mayoría de sus parejas las había encontrado por alguna razón enigmática, por algo que, sin buscarlo, siempre lo llevaba a conocer a la persona indicada en el momento correcto, en la situación perfecta, en el lugar conveniente, con las características ideales, con la música adecuada, con el universo a favor de la pareja magnífica, y con el mundo enaltecido por poder dar la oportunidad de ser felices a dos seres dispuestos a enamorarse.
Pasé días enteros reflexionando acerca de los consejos que me diste, Darío. Me traumé y quise saber qué opinaba los demás de lo que tú asegurabas y defendías a capa y espada. Así llegué a creer muchas de tus utopías, retrocediendo con esto en el camino de la conciencia que lleva a las personas rumbo a la sabiduría, la cual es amante de todas las ciencias; y gracias ti, puse en duda lo que había logrado aprender a lo largo de mis años de vida con la experiencia, y volví a caer al risco de la ignorancia donde es muy fácil acoger dogmas o mentiras religiosas.
Fue tanta la información falsa que introdujiste en mi cerebro que, a pesar de desear verte con tanta insistencia en mi corazón, y de estar torturando mi mente con aquel ardiente deseo en mi pensamiento de volverte a mirar a los ojos, fui capaz de aguantarme con la firme creencia de que tenías razón, y que algún día ese “destino” volvería a unirnos para siempre, y que la felicidad reinaría entre nosotros dos.
Pasaron días y yo pensaba en ti.
Esos días se hicieron semanas y las semanas meses, y yo no podía dejar de pensar en el joven y pulcro Darío, que me impresionó de una manera tan violenta. Su angelical rostro, su piel clara, sus verdes ojos y su delgado cabello castaño estaban presentes en mi memoria.
Así pasó mucho tiempo, y cuando yo ya había perdido la esperanza de volver a verte, de pronto un día muy temprano cuando el sol apenas estaba calentando después de una helada noche, se aparecieron en mi trabajo tres personas que yo no conocía, pero al pedir su orden y escuchar la palabra “pozole”, mi corazón comenzó a latir de una manera anormal, y los latidos se aceleraron aún más al ver los ojos verdes del muchacho que me decía:
—¡Queremos probar tu pozole! ¡Apúrate, que tenemos hambre!
Me quedé petrificado al oír eso. No supe cómo actuar ni qué responder al reconocerte ahí parado frente a mí, tan joven y hermoso como siempre; tan angelical como los santos, tan tierno e indefenso como los mártires. Pero tan imponente y seguro de sí mismo como los reyes que todo lo tienen, sin desear nada y, por lo tanto, su autoestima no debería tener límites de ascenso, ¡si es que saben esconder su punto débil!
En ese momento interrumpí mi relato porque me pareció ver una sombra en la cortina y pensé que alguien me espiaba. No obstante, al levantarme rápidamente y acudir hasta ahí, no pude comprobar nada por más que vigilé hacia un lado y hacia otro, asomando mi cabeza por la ventana, buscado rastros de alguna presencia extraña.
No me quedé muy tranquilo y salí a la calle para asegurarme de que, efectivamente, estaba solo como yo creía. Di un rondín por la casa y no encontré rastro de nada. Así que regresé hasta mi habitación, donde mi cuaderno esperaba ansioso a que le siguiera plasmando más letras, palabras y frases de aquella historia tan poco común de un amor entre iguales.
Antes de seguir escribiendo di un repaso a lo ya escrito para no perder la coherencia de lo que estaba diciendo. Mientras lo hacía, pensaba en qué tan efectivo podía ser este ejercicio de escritura recomendado por mi amiga Martha, la psicóloga. Me acordé de ella y al instante me percaté de que hacía ya un buen tiempo que no la veía.
Ella conocía gran parte de esta historia, y tal vez sería bueno buscarla para comentarle sobre esta iniciativa de escribir haciendo honor a aquella sugerencia suya. Además, también sería importante conocer su opinión sobre los últimos acontecimientos de mi vida, y sin duda lo que ella recordara de lo dicho en terapia podía ser un punto clave para reconstruir la anécdota de manera más exacta.
¿Dónde podrá estar Martha en este momento en que verdaderamente necesito de su ayuda como psicóloga y como amiga? —pensé al percatarme de lo importante que era localizarla.