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Dos

Y es que este verano ha puesto mi mundo patas arriba.

Pero antes de empezar a contarte, vamos a hacer las cosas bien y voy a presentarme: Me llamo Enrique, Quique para los amigos.

Ah, no, perdonad, que nadie me llama así porque no tengo amigos.

Vaya.

Soy todo un loser.

No os preocupéis por este tipo de bromas, no me hago daño. Mi psicólogo —al que me obliga a ir mi madre desde hace un par de años por no sé qué movida de la inseguridad y de que me encierro mucho en la habitación—, me dice que hago bromas constantemente para tapar las cosas que me hacen daño. Pues no sé, si tan claro tiene lo que me hace daño, en vez de soltarme esas frases, podría dedicarse a ayudarme, ¿no?

Mi psicólogo no me cae bien.

Se llama Ramón y tiene un gesto siempre que me pone muy nervioso, recolocándose las gafas cuando se quiere hacer el interesante con alguna frase que no entiendo.

No me ayuda. Y no me cae bien. A veces pienso que no es un psicólogo de verdad y que solo quiere cotillear cómo me siento para poder contárselo a mis padres luego. Así que no le cuento nada. Y sonrío mucho, que creo que eso le desquicia un poco.

Pero bueno, volviendo a mi presentación, me llamo Enrique, como mi padre, y como el padre de mi padre. Ya os he dicho que en mi casa somos de tradiciones. Que igual en mi familia no les ha quedado claro el concepto de los nombres, y que cada uno nos deberíamos llamar de una forma para diferenciarnos cuando se nos nombra. Detalles tontos sin importancia. En mi casa os podréis imaginar la fantasía que es cuando se pronuncia Enrique, que todos levantamos la cabeza al mismo tiempo.

Tengo 14 años, soy Leo y nací en agosto. Mi horóscopo me dice que tengo alma de líder, y yo, perdonad, pero me muero de la risa. Me gustaría pillar al que escribió un día eso, y preguntarle si hay Leos defectuosos y si tienen recambios de líder por ahí.

A ver, que tampoco quiero que penséis que mi vida es un asco. Que no es así. Que me encanta leer libros, escuchar música y hacer maquetas de Lego. Y con mi madre me lo paso bien en casa, sobre todo, cuando no está mi padre. No sé, es más “ella”, no puedo explicarlo mejor. Pero cuando está mi padre en casa, tengo la sensación de que se hace más chiquitita. Y yo, quiero mucho a mi padre, aunque a veces piense que es un sargento chungo de una película de esas cutres de acción. Pero no sé qué pudo ver mi madre en él.

Mi madre es diferente.

Ya de primeras, mi madre sonríe. Creo que a mi padre lo he visto sonreír dos veces en toda mi vida.

Una fue cuando consiguió el puesto de encargado en la empresa de soldador en la que trabaja. ¡Ostras! no imagináis lo feliz que estaba. ¡Hasta me abrazó! Que yo, pues me quedé flipando, porque entre hombres, esas cosas él siempre decía que no podían hacerse. Y yo, pues me quedé ahí quieto, sin atreverme a abrazarle, no fuese una prueba que me estuviese poniendo.

La segunda vez que le vi sonreír, fue hace menos de un año, cuando llegó a mi casa una postal navideña con el nombre de una chica, dirigida a mí. Se trataba de Rebeca, una compañera de clase que había llegado nueva ese año, y que había mandado una postal a cada uno de la clase, para intentar integrarse más rápidamente. Pero claro, mi padre lo que vio fue una postal a su hijo de manos de una chica. Su hijo, el que nunca salía con amigos, el que nunca hablaba de chicas, había recibido una postal de una. Imagino que eso le dio ciertas esperanzas. Y me entregó la postal, con una sonrisa enorme en la cara.

—Toma, Don Juan —me dijo, esperando a mi lado a que la abriese, para ver qué contenía.

Yo me sentí un poco tonto y quería decirle que simplemente era una compañera de clase, que sabía que nos había escrito a todos, que nos lo había dicho hacía unos días en la clase de Lengua. Pero aquella mirada de mi padre, tan llena de orgullo, me paralizó la garganta.

Así que la abrí junto a él. Era una postal bastante hortera, de esas que se compran en el bazar chino y que salen unas 20 por un euro. En el dibujo aparecía un Papá Noel gordinflón, con una camiseta de tirantes blanca, que me provocaba una sensación de vergüenza extraña. Abrí la postal. Dentro solo había una frase escrita: “Feliz Navidad y que comas mucho turrón”. Y su firma (bastante fea, por cierto).

Vaya. Mi gran amiga Rebeca no había puesto ni mi nombre dentro de la postal, éramos tan íntimos… Éramos MAPS1. Me giré con un poco de miedo, por ver la cara de decepción de mi padre. Pero no se veía decepcionado, más bien, algo extrañado.

—Está claro que es una chica vergonzosa —me dijo dándome una fuerte palmada en la espalda, que me dolió—. Si quieres, puedes decirle que venga cualquier tarde a casa, y así la conocemos.

Y pensaréis que le dije entonces que solo era una amiga.

No lo hice.

Me pudo su expresión de orgullo. Como si me viese por primera vez.

Tuve miedo a decepcionarle de nuevo.

Así que asentí, sonriendo forzadamente.

—Claro, sería genial —contesté.

Y mi padre se marchó de mi habitación agitando su cabeza y sonriendo.

Yo me quedé ahí plantado, con una postal de una chica que ni siquiera me había dirigido nunca la palabra en clase. Y con un nudo en la garganta, no sé muy bien por qué.

Tal vez porque sabía que esa sonrisa que se le había despertado a mi padre, no se la podría provocar yo nunca de verdad, si le contaba lo que sentía.

Tal vez porque no tenía ganas de llevar a ninguna Rebeca a casa, ni a ninguna María, ni a ninguna Laura.

Pero en aquella burbuja no cabía lo que yo soñaba con poder hacer algún día.

Y pensaba que nunca podría vivirlo.

Que no estaba hecho para mí.

Por eso, este verano ha cambiado tantas cosas.

Venga, que ya es hora de que os cuente mi viaje a Tenerife.

Es hora de que os hable de Thiago.

1 MAPS: Mejores amigos para siempre.

El plumas

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