Читать книгу Ojo por ojo - David Joy - Страница 10
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ОглавлениеDarl y Calvin sacaron a Carol Brewer del bosque en una vieja lona que el primero guardaba detrás del asiento de su destartalada camioneta Tacoma y lo depositaron en la plataforma. Calvin lo siguió hasta casa, a veces tan de cerca que Darl no veía los faros en el retrovisor. Aunque no pretendía meter a Calvin en todo aquello, ahora estaba hasta las rodillas y pronto estaría hasta el cuello. Desoyendo el plan de Darl, Calvin había insistido en que enterraran el cuerpo detrás de la granja de su familia.
Al final del camino había varios buzones de hojalata con colores y numeraciones distintos, aunque compartían el mismo nombre. Desde antes de que el condado fuera tal, aquellas tierras pertenecían a los Hooper. El 10 de diciembre de 1850, nueve familiares de Calvin habían firmado una petición para que Haywood y Macon formaran un condado. Una de aquellas rúbricas era tan chapucera que no se leía el nombre de pila, pero daba igual, porque el apellido era Hooper. Aquella tierra les pertenecía entonces igual que les pertenecía ahora. En aquel emplazamiento, la sangre estaba vinculada a un lugar lo mismo que había nombres vinculados a montañas, ríos, ensenadas, valles, árboles, flores y cualquier cosa que mereciera un apelativo. Personas y lugares eran indisociables desde hacía tanto que el paso del tiempo no había brindado ninguna respuesta sobre cómo desvincularlos.
Darl estaba sentado en la camioneta, aparcada en un polvoriento apartadero al lado de los buzones. Los faros iluminaban una verja para el ganado en la que Calvin intentaba abrir una cadena. Cuando lo consiguió, Darl avanzó con la ventanilla bajada y el brazo colgando junto a la puerta. Bajo la reluciente luna roja, la niebla hacía que el mundo entero pareciera envuelto en un halo brumoso de color óxido. Calvin se acercó a la ventanilla y miró hacia la plataforma de la camioneta.
—Cuando llegues a ese campo de ahí en medio, apaga las luces para no iluminar la casa.
—De acuerdo —respondió Darl.
—Al entrar en el prado verás una zona en la que he estado arrancando tocones. Llegaré en un par de minutos. Este diésel hace demasiado ruido para cruzar el campo sin que el eco llegue hasta la casa.
Calvin señaló la camioneta con la cabeza.
Darl se adentró en el prado y Calvin cerró la verja. Al avanzar, los faros iluminaron los ojos de las vacas Angus y Hereford, que permanecían inmóviles en el pasto de avena. En su día, la familia de Calvin fue propietaria de casi cien cabezas, pero ahora solo le quedaban veinte o treinta. Un zorro rojo se detuvo momentáneamente y observó con unos ojos brillantes. Luego levantó el morro y empezó a seguir el aroma de algo que había pasado antes por allí.
El prado era prácticamente llano, pero se elevaba un poco y volvía a descender hacia el campo central. Darl apagó las luces cuando se aproximaba a la valla, y al bajarse a abrir la puerta notó la humedad en los brazos. Había mucha luz cuando cruzó el segundo prado, donde la hierba no era más que un rastrojo desarrapado. El campo alcanzaba su punto más bajo junto a un pequeño arroyo en el que, cuando eran pequeños, él y Calvin atrapaban lagartijas y cangrejos debajo de las piedras cubiertas de liquen utilizando anzuelos con trozos de perrito caliente. El último prado era más largo que ancho, y al fondo se elevaban montones de tierra roja junto a una pequeña excavadora Cat de los años ochenta. Darl aparcó detrás y apagó el motor.
Desde la camioneta, observó el terreno por el espejo retrovisor y esperó a que Calvin llegara a la colina. Pensó en cuántas generaciones hacía que aquellas tierras pertenecían a los Hooper y hasta cuándo seguiría siendo así. «Los apellidos son curiosos», pensó. Estaban ligados a lugares, ocupaciones y condiciones, algo que llevaba a la gente a preguntar cosas como: «¿Eres un McCall Little Canada o un McCall Glenville?», a lo que cabía responder: «Sí, soy de Glenville» o «No, mi familia es de Balsam Grove». Algunas familias se dedicaban a la agricultura y otras construían casas, vendían material y regentaban tiendas. Algunas se dedicaban a la abogacía y otras eran proscritas. En la lejanía, la mayoría de los apellidos mantenían lazos, pero tenían una historia que podía empujar a alguien a decir: «Sí, son los Franks que lleva dentro», cuando Leigh Ann Rice se puso irascible en el restaurante Ingles, de modo que los apellidos se convertían en algo que perseguía a uno aunque se casara. Darl pensó en la persona que yacía en la parte trasera de la camioneta. El apellido Brewer exigía que las cosas se hicieran de aquella manera.
En lo alto de la colina divisó una silueta que parecía salida de las profundidades de la tierra. Cuando se acercó, Darl pudo oír los pasos entre los juncos, que le llegaban a la altura de la cintura, e instantes después Calvin estaba a su lado. Darl bajó de la camioneta y se situaron al lado de la rueda trasera. Ninguno de los dos medió palabra y miraron inexpresivos lo que tenían ante sí. Calvin se dirigió a la excavadora y la puso en marcha. El motor diésel petardeó ruidosamente, pero el sonido quedó amortiguado, ya que el bosque y la tierra proporcionaban una barrera de secretismo.
No tardaron mucho en cavar la tumba y, cuando hubieron terminado, sacaron el cuerpo de la lona. Darl se negó a mirar a Carol y Calvin paleó arena como si estuvieran tapando una tubería recién reparada. Cuando la fosa estuvo llena, compactó la tierra apoyando todo el peso de la máquina en la pala. Prácticamente había amanecido y atravesaron de nuevo el prado mientras unos tenues atisbos de luz se elevaban por detrás de la cresta oriental.
Estaban sentados a la mesa de la cocina tomando café bajo una nube de humo de tabaco cuando Angie Moss salió del dormitorio. Llevaba una raída camiseta Guy Harvey de Calvin con dos corvinas rojas en la espalda. Las mangas le llegaban hasta los codos y los bajos, hasta media pantorrilla, donde también terminaban unos calzoncillos a rayas, y parecía que solo llevara la camiseta. Angie se detuvo en el umbral con ojos de adormilada y se rascó el cogote.
De repente, Darl fue consciente del lugar de donde venían y de que ahora se encontraban en una habitación de lo más corriente, una habitación en la que había estado miles de veces a lo largo de su vida. Nada parecía real. No estaban acostumbrados a semejante oscuridad. Eran hombres normales, hombres que trabajaban duro, guerreros de fin de semana que se levantaban para ir a la iglesia, y lo que acababan de ver, el lugar de donde venían, les afectaba sobremanera. La insensibilidad y la incredulidad los vaciaban por dentro, y en la carne tenían atrapado un fuego avivado por la verdad que ocultaban.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —preguntó Angie.
Nadie dijo nada, pero por la expresión de Calvin parecía que los hubieran descubierto cometiendo alguna fechoría. Angie los miró a ambos tratando de averiguar si se había perdido algún chiste, si había algo que se le escapaba.
—Yo también me alegro de verte —dijo a la postre Darl, que se obligó a sonreír y pensó: «Actúa normal. Sonríe».
Angie fue a la cafetera y, cuando volvió a la mesa, Darl observó la curvatura de sus piernas y el balanceo de sus pechos debajo de la camiseta. Angie se sentó en una silla con travesaños horizontales en el respaldo y sopló el vapor de la taza, intentó beber un trago y decidió dejar que se enfriara. Aun recién salida de la cama era tan imponente que costaba no quedarse mirándola embobado. Su cabello rubio tenía bucles naturales, y sus ojos eran tan verdes como canicas pulidas. En la nariz y las mejillas tenía unas pecas que parecían manchas de barro. Angie se pasó el pelo entre los dedos hasta que le cayó todo sobre el hombro derecho.
Calvin se había encendido otro cigarrillo y Angie hizo ademán de arrebatárselo, pero él deslizó sobre la mesa una cajetilla con un mechero encima.
—No quiero uno entero —dijo ella—. Estoy intentando dejarlo.
Calvin le tendió el pitillo y Angie dio una larga calada, que retuvo lo que pareció una eternidad antes de exhalar el humo por la comisura de los labios. Tenía las piernas cruzadas y balanceaba un pie, movimiento que hacía temblar todo su cuerpo. Antes de devolverle el cigarrillo a Calvin, le dio otra calada rápida.
—En serio, Darl, ¿qué haces aquí tan temprano?
—He venido a ver a Calvin por un tema de trabajo.
Darl se volvió hacia Calvin, que agachó la cabeza y tiró unas briznas de ceniza.
—¿Por qué vas lleno de barro?
Darl miró la arcilla roja que le cubría los pantalones de camuflaje y las botas.
—Algunos no tenemos quien nos lave la ropa.
—A lo mejor ahí está el problema, colega. Andas por ahí buscando una mujer que te cocine y te limpie y que tenga que ver esa cara tuya. —Angie sonrió y sostuvo la taza delante de la boca con ambas manos—. Lo llevas crudo.
Cuando Calvin se terminó el café, fue a la nevera. Al mirar dentro no encontró nada de su agrado y se sirvió lo que quedaba en la cafetera.
—¿A qué hora entras a clase? —preguntó cuando volvió a la mesa.
Angie estudiaba enfermería en un centro formativo superior. Era ocho años más joven que Calvin y Darl, pero tenía la cabeza bien amueblada. Se había criado allí, igual que ellos, y su familia era originaria de Bradley Branch, en Whittier.
—Hoy es sábado —dijo desconcertada.
—Ah, claro —respondió Calvin—. ¿Tienes planes?
—Pensaba ir al mercadillo de Uncle Bill a ver si encuentro unas cortinas. —Angie ladeó la cabeza en dirección a la sala de estar—. Hay una mujer que vende todo tipo de ropa de cama y cortinas. Lleva una electrolaringe.
—¿Una electro... qué?
Angie se llevó la mano a la garganta e imitó un sonido electrónico.
—Serán diez dólares con quince centavos —dijo, pero la expresión de Darl y Calvin no se alteró—. ¿Qué coño os pasa? —Ninguno de los dos respondió—. Bueno, pasaré por allí a buscar unas cortinas y luego iré a ver a mamá por si necesita algo. La última semana y media se ha encontrado fatal. Seguro que papá está muerto de hambre.
Se quedaron unos minutos en completo silencio, bebiendo café y mirando al frente. A medida que avanzaba la mañana, la sala fue inundándose de un brillo etéreo que se filtraba por las delgadas cortinas blancas y las viejas hojas de vidrio crown. En medio de la cocina, Darl parecía sumido en un trance, y Calvin y Angie estaban sentados a su lado. Todo parecía imaginario.
—Darl, creo que la temporada de osos no empieza hasta dentro de unas semanas —dijo Angie.
Sus palabras salieron de la nada y lo cogieron desprevenido. Darl la miró confuso.
—¿De qué estás hablando?
—Digo que creo que la temporada de osos no empieza hasta dentro de un par de semanas, ¿verdad, Carl? —Angie miró a Calvin y de nuevo a Darl—. La del ciervo no empieza hasta Acción de Gracias. Si no puedes cazar osos ni ciervos, ¿por qué vas vestido así? ¿Son los preparativos de Halloween?
Darl no contestó. Se miró la ropa de camuflaje y no se le ocurría nada. Le daba miedo no tener respuesta.
—¡Madre mía! Esta mañana hablar con vosotros es como hablar con dos cadáveres —comentó Angie—. Lo hacía solo por tocarte las narices. A mí me da igual que caces ciervos todo el año siempre que me traigas un poco de carne.
Angie se levantó y fue a la encimera, dobló un trapo a cuadros y lo usó para tapar un cuenco de madera lleno de huevos frescos. Después abrió un armario, cogió un bol de cristal, empezó a romper huevos de diferentes colores y los batió con un tenedor.
—Una vez, mi padre mató una cierva en Whiteside Cove la noche antes de que se abriera la veda, así que se le ocurrió dejarla en el bosque hasta que pudiera volver a buscarla. —La historia de Angie se entremezclaba con el sonido del tenedor golpeando el cuenco—. Así que camufló al animal y lo hundió en un estanque de castores para que no se estropeara. A la mañana siguiente volvió y lo sacó. Pues, bueno, cuando se lo llevó a Burt Hogsed al día siguiente, papá dice que Burt abrió a la cierva y tenía cangrejos de río dentro. Burt se lo quedó mirando y le dijo: «¿De dónde ha salido esta cierva? Lleva un montón de cangrejos dentro». Papá le contestó: «Los ciervos comen de todo cuando tienen hambre».
Angie negó con la cabeza, soltó una carcajada y se volvió hacia la mesa.
Darl la miró a los ojos, sacudió la cabeza y forzó una sonrisa.
—Tengo que irme —anunció.
—¿Por qué no te quedas a desayunar? Voy a hacer huevos revueltos y creo que hay una salchicha ahí que habría que cocinar. Voy a prepararla de todos modos.
—No, será mejor que me vaya —respondió Darl, que se levantó de la mesa y estiró los brazos.
—Bueno, al menos llévate unos huevos. —Angie cogió el cuenco de madera y se lo ofreció. Había una mezcla de huevos de color marrón y crema, unos cuantos de color verde y algunos huevos de Pascua azul pálido—. Encima de la lavadora hay hueveras. Nos salen por las orejas.
—No hace falta, de verdad —dijo Darl.
Angie se acercó a él, se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla y Darl notó sus labios húmedos y fríos. Le ardía la cara.
No había una sola nube en el cielo y el sol apenas había aparecido sobre la ladera para quemar la niebla que cubría los campos. Unos pollos, mezcla de Araucana y Rhode Island Red, estaban picoteando larvas y cereales entre la hierba que se extendía a un lado de la casa. Calvin siguió a Darl hasta el camino y se detuvieron junto al parachoques delantero de la camioneta. La granja estaba igual que siempre. El tejado de zinc era más nuevo, pero no había cambiado nada más: un edificio pequeño y blanco de una planta con contraventanas negras. En el centro había un porche con columnas decorativas de hierro forjado negro y parras y hojas como en todas las casas del sur. Al mirar el rostro adulto de Calvin, Darl vio al chico que conocía de toda la vida, los mismos ojos verdes y la mandíbula cuadrada. La gente decía que parecían hermanos, pero Calvin era bajo y fornido, mientras que Darl era alto y esbelto.
—Angie no debió de despertarse ayer por la noche cuando me fui —dijo Calvin finalmente.
Miró la casa rozando la parrilla de la camioneta con la espalda, y Darl estaba apoyado en la capota con la cabeza girada hacia la carretera.
—Probablemente.
Calvin se dio la vuelta y apoyó los codos en la pintura áspera y desgastada de la capota.
—¿Y ahora qué?
—¿A qué te refieres?
—¿Qué hacemos?
—Nada. Vamos a trabajar y hacemos lo de siempre.
—¿Y si pasa algo?
—No pasará nada —repuso Darl, aunque expresarlo casi parecía una maldición, así que buscó un trozo de madera para tocarlo, pero no había ninguno por allí.
—Pero ¿y si pasa? —insistió Calvin con voz temblorosa.
—Entonces, será cosa mía. —Calvin se quedó mirando a Darl con una expresión en el semblante de culpabilidad y preocupación—. Cargaré con toda la culpa, Calvin. Te doy mi palabra. No te preocupes por nada.
Calvin no abrió la boca, pero permaneció allí un par de minutos mientras la mañana se extendía a su alrededor. Cuando Calvin volvió a casa no se despidieron, y Darl esperó delante de la camioneta hasta que hubo entrado.
Después, se montó en el coche y se quedó absorto un minuto mirando la casa con el motor encendido. Todavía no había asimilado nada. En aquel momento, la noche anterior y lo que habían hecho era irreal y onírico, como si lo hubiera imaginado todo. No había pasado tiempo suficiente para saber si podría vivir con aquello o si lo partiría por el medio. Todavía estaban demasiado cerca de lo ocurrido para verlo con perspectiva.
Cogió una lata de Skoal Wintergreen del asiento, se puso un buen puñado de tabaco en las encías y salió dando marcha atrás. Cuando llegó a los buzones se quedó en blanco sin saber si girar a la derecha o a la izquierda. Conocía el camino de vuelta a casa, pero las cosas sencillas ya nunca volverían a serlo.