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Al tercer día, la culpabilidad casi había partido a Darl por el medio. Se despertó de repente de un sueño. Con las sábanas empapadas de sudor e incapaz de desterrar la imagen de la ropa ensangrentada de Carol Brewer.

La mañana anterior, sentado en el banco de la iglesia con su madre, había escuchado al sacerdote contar la historia de José y sus hermanos. José había recibido un mensaje de Dios, y sus hermanos, movidos por los celos, tramaron su asesinato. Luego fingieron su muerte y lo vendieron como esclavo. Fue la imagen del manto de José —la tela llena de sangre animal que los hermanos le llevaron a su padre para demostrar que estaba muerto— lo que debió de provocar el sueño. Darl vio relucientes manchas de color carmesí entrelazadas como pétalos de rosa. En medio había un charco oscuro tan grande y negro que parecía interminable, sin fondo, como si hubiera resbalado y caído en aquella negrura y fuese a seguir cayendo para siempre.

En el fondo de su cerebro algo no cesaba de insistir en que confesara, y cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que acudir al sheriff era la única manera de lavar su conciencia. El bien y el mal eran tarea fácil. Lo difícil era renunciar a tu vida, reunir coraje suficiente para mirar lo que tenías y decir: «Sí, renunciaré a todo para poner las cosas en su sitio». Tumbado en la cama aquel lunes por la mañana, con la mente asediada por las consecuencias de aquella situación, decidió darse una semana. Puede que esperar fuera egoísta, pero, si pensaba ir a por todas, debía saber cuánta carne ponía en el asador. Debía hilvanar un relato adecuado.

Aquella mañana fue a casa de su hermana Marla. Ella y su marido vivían con sus tres hijos varones y una hija pequeña en un parque de caravanas situado a medio kilómetro de Jimmy’s Mini Mart, en Tuckasegee. El amanecer otoñal confería un tono amarillento a los álamos. El reflejo proyectaba una luz cálida y dorada a través de las cortinas de lino, pero, en una casa con una pequeña de dos años, esas cosas pasaban desapercibidas.

El humo llenó la cocina e hizo saltar la alarma antiincendios. Marla agitó un trapo sucio para despejar el ambiente mientras su marido, Rusty, salía por la puerta principal con una pesada sartén de hierro. Ruth, su bebé de dos años, se puso a gritar desde la trona, y tenía los deditos pegajosos de compota de manzana. Estaba combatiendo una infección de manos, pies y boca que le había provocado un sarpullido y la había convertido en una sirena antiaérea de once kilos. Los niños, que se sacaban una cabeza entre sí, de modo que al situarse uno al lado del otro parecían una escalera, estaban peleándose por unas migas. Darl observó el caos que reinaba en la diminuta cocina y pensó en lo mucho que lo echaría de menos.

La neblina llegó hasta el salón, pero la alarma se detuvo y Rusty se terminó el café antes de volver a sentarse a la mesa. La cocina olía a beicon y huevos quemados. Marla llevaba una bata andrajosa y el pelo recogido en una coleta grasienta. Cuando salió de la cocina y deslizó un plato sobre la mesa, sus pies descalzos emitieron sobre el pegajoso suelo de linóleo un ruido semejante a un perro relamiéndose el hocico. Al lado de cuatro tiras de beicon tan negras como vías ferroviarias había un montón de huevos revueltos chamuscados. Rusty parecía tan cansado que ni siquiera se dio cuenta. Simplemente cogió la sal y la pimienta, aderezó la comida apresuradamente y la engulló sin mediar palabra.

Darl observó a Rusty comerse el desayuno bocado a bocado y se preguntó cuánto duraría aquel hombre, cuánto durarían todos ellos. Diez años atrás, Rusty tenía un reluciente Peterbilt negro con un montón de cromados y un freno de motor que sonaba como una ametralladora disparando desde lo alto de una montaña. Trabajaba por su cuenta. Pasaba fuera tres semanas y una en casa, y ganaba tanto dinero que no sabían qué hacer con él. Pero un día sufrió unas convulsiones. Días después volvió a ocurrir. Salieron de la nada y le robaron todo lo que tenía. El Estado le retiró el carné de conductor comercial e incluso el permiso de conducir convencional. No podía manipular maquinaria como había hecho toda su vida. Ni siquiera podía conducir un coche. Un compañero que trabajaba en el concesionario del condado lo llevaba cada mañana al Centro de Justicia, donde limpiaba retretes y ventanas y vaciaba papeleras para llevar a casa un dinero que a duras penas daba para hundirse poco a poco.

Rusty rebañó lo que quedaba en el plato con el tenedor. Luego miró la hora en el microondas, cogió el almuerzo de la encimera, le dio un beso a su mujer, le arremolinó el pelo a su hijo menor, se despidió de Darl asintiendo y salió por la puerta, demasiado cansado y abatido para hablar.

Ahora solo quedaban Darl, Marla y los niños. Ruth seguía chillando a pleno pulmón y Marla lavaba los platos mientras los niños lamían el suyo antes de meterlo en agua jabonosa. Fuera se oyó una bocina y los niños fueron corriendo a por las mochilas. Sus pasos atronadores hicieron temblar la pequeña autocaravana y salieron a toda prisa para intentar arrebatar un asiento de ventanilla a los otros chicos del parque en el autobús escolar. Cuando se fueron, Marla se secó las manos con la bata, se acercó a la mesa y cogió a Ruth en brazos. La niña estaba llorando y Marla se la apoyó en el hombro dándole palmadas y susurrándole al oído, el sonido más apacible que Darl había oído en toda su vida.

Mirar a su hermana era como mirarse al espejo. Ambos habían heredado la nariz afilada y la barbilla prominente de su madre. Su padre la había palmado joven y Darl tuvo que llevar ese peso sobre los hombros. Un hombre venía a este mundo a sacar a su familia adelante y, en el caso de Darl, eso significaba cuidar de su madre y cerciorarse de que su hermana y su familia nunca pasaran hambre. Marla y los niños eran uno de los motivos por los que seguía en el bosque. Podía pescar un número limitado de truchas cada mes, a excepción de marzo; cazar ciervos en otoño, palomas y conejos en invierno y pavos en primavera y tener los congeladores llenos todo el año. Al pensar en ello se preguntaba cómo sobrevivirían sin él. ¿Quién se aseguraría de que a su madre no le faltara de nada? ¿Quién echaría comida a la olla cuando escaseara el dinero? Confesar lo que había hecho no solo era renunciar a su vida; era algo más. Era sacrificar a toda la gente a la que amaba.

—¿Qué querías decirme? —preguntó Marla cuando la bebé dejó de llorar lo suficiente para que ella pudiera hablar.

—¿Puedo cogerla? —preguntó Darl.

—Pues claro.

Darl sostuvo a la pequeña contra su pecho. Notó el calor de su cuerpo y pegó la punta de la nariz a su cabeza. Desprendía un olor indescriptiblemente dulce y desvaído, como el aroma de un jarrón con flores que llegaba desde una habitación situada en el otro extremo de la casa. Era muy suave y ligero, pero resultaba imposible ignorarlo, e inhaló lo más fuerte que pudo, como si fuera incapaz de respirar sin él, como si aquel olor fuera oxígeno.

—¿De qué querías hablar? —insistió Marla.

El olor de aquella niña le llenó los pulmones y le recorrió todo el cuerpo como una droga.

—De nada —respondió con un susurro que no era más que una exhalación contra el cuero cabelludo de la bebé—. De nada en absoluto.

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