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En lo alto de Allens Branch, Sissy compartía una cabaña encalada con una horda de ratas de alcantarilla y ratones de campo y una zarigüeya blanca como la leche a la que llamaba Milkjug. La zarigüeya dormía todo el día en el semisótano y, por la noche, a Sissy le encantaba poner sobras en un plato y dejarlas en los escalones traseros para ver al animal engullir lo que fuese, desde galletas de mantequilla hasta crema de maíz dulce. Red Brewer se había criado en aquella casita destartalada y, cuando fallecieron sus padres, entregó las llaves a sus hijos.

Durante años, Dwayne y Carol compartieron habitación, una pequeña cocina, un salón y un baño agregado con suelo de tierra hasta que sus padres murieron un lustro atrás. Cuando Red los dejó a él y a su mujer en la cuneta de Cabbage Curve, Dwayne enfiló la carretera rumbo a su hogar de infancia y dejó que su hermano se las arreglara solo.

Dwayne llevaba desde las ocho cruzado de brazos en el sofá de Carol. Aquella mañana, su hermano le había dicho que volvería de arrancar ginseng a las siete, pero era casi medianoche y no había rastro de él. Los muelles del sofá estaban desgastados y se hundía en los mohosos cojines amarillos como si se hallara agazapado en una madriguera. Una lámpara de cristal de color ámbar situada al otro lado de la habitación proyectaba en las paredes una falsa y cálida luz de hoguera, y desde un televisor de cincuenta pulgadas llegaba la voz ronca de un vendedor nocturno que ofrecía navajas. Dwayne miró la colección de espadas samuráis que aparecían en pantalla mientras cogía una caja de pizza que había al borde de una mesa de mimbre blanco ubicada junto a sus rodillas. Al levantar la tapa vio que un roedor había mordisqueado una porción. Dwayne la arrancó y devoró el resto de una tacada igual que haría una serpiente.

Durante la última hora se había distraído desmontando y montando lo más rápido que podía su Colt 1911 con los ojos cerrados. Su crono más rápido superaba por poco los dos minutos, pero estaba convencido de que podría recortar otros diez segundos si se concentraba. Como siempre, tenía un cargador lleno y una bala en la recámara cuando cogió el arma del reposabrazos del sofá. Dwayne se apoyó la pistola en el muslo derecho y puso la mano encima. Luego activó el cronómetro del teléfono móvil, cerró los ojos y empezó.

Utilizando el pulgar, expulsó el cargador, que le cayó en el regazo, y tiró de la corredera para sacar la bala de la recámara. Oyó el ruido metálico cuando cayó en el sofá, soltó la corredera y giró el arma vacía hacia él. Sosteniendo la pistola entre los muslos, empujó el resorte recuperador con el pulgar derecho e hizo girar la boquilla del cañón en el sentido de las aguas del reloj. Ahora, el resorte estaba suelto. El siguiente paso era el más difícil de llevar a cabo sin mirar, ya que debía tirar de la corredera e intentar alinear la palanca con una pequeña muesca en forma de media luna situada en la parte izquierda. Una vez alineada, soltó la palanca, dio la vuelta al arma, extrajo la corredera y retiró la varilla guía y el cañón. El arma estaba desmontada y ordenó los componentes encima del cojín de la izquierda. Entonces, comenzó el proceso a la inversa. Cuando hubo montado de nuevo el arma, introdujo el cargador, tiró de la corredera y abrió los ojos. El cronómetro seguía superando los dos minutos y dieciséis segundos.

—Vamos, Dwayne —se dijo decepcionado, y puso el seguro para inutilizar el percutor.

Después, expulsó el cargador, volvió a cogerlo del cojín situado a su derecha, lo introdujo y dejó la pistola en el reposabrazos del sofá. Cuando terminó, cogió una lata de Budweiser de la mesa de mimbre, limpió la condensación y bebió un buen trago de cerveza tibia. Debajo de la lata podía leerse «America» escrito en cursiva.

Al mirar de soslayo vio algo al lado de la puerta. En la esquina de la habitación apareció una rata y Dwayne extendió lentamente el brazo para coger la pistola. Empuñó el arma, quitó el seguro y centró la mira en el cuerpo. La rata se lo quedó mirando y se hizo una bola. Parecía no saber si estaba escondida o no, pero no había tiempo para preguntas. El percutor descendió y el fogonazo se reflejó en las paredes. En aquella habitación pequeña y desvencijada, el ruido fue ensordecedor. Dwayne notó un zumbido en la cabeza y bajó la pistola. La bala con punta hueca del calibre 45 había partido al animal en dos. La mitad trasera seguía propinando patadas, la delantera estaba consciente y se arrastró hasta la otra mitad y se aferró a ella como si aquel maligno ser vivo fuera el responsable de todo aquello.

Dwayne Brewer se echó a reír como si fuera lo más divertido que había visto en su vida. Estaba casi llorando cuando dejó la pistola en el sofá y observó las salpicaduras de sangre en la pared y la carne, de un púrpura rojizo como la del venado. Su mirada se desplazó hasta una foto de su bisabuela, colgada en un marco con elaboradas volutas doradas que estaba allí desde su niñez. La mujer llevaba moño, una blusa blanca con el cuello ondulado y ceñido y una falda de lana negra. El cristal sobresalía del marco de tal manera que parecía que su bisabuela estuviera entrando en la habitación, algo que asustaba a Dwayne cuando era pequeño. Se levantó y se acercó a la fotografía, limpió con el pulgar una gota de sangre del cristal y se la restregó por la pernera del pantalón.

La mujer de la foto no sonreía y tenía una mirada inexpresiva. Se parecía mucho a la abuela de Dwayne, con unas facciones redondas que su hermano había heredado. Se preguntaba dónde demonios estaría Carol. Dwayne miró a la rata muerta, que yacía entre sus pies, negó con la cabeza y sonrió al pensar: «A Sissy le va a encantar». Luego la empujó con la punta de la bota y corroboró que estaba muerta. Dwayne cogió sus cosas y salió por la puerta. Se había hartado de esperar.

El Buick de 1978 que Dwayne Brewer había heredado de sus abuelos funcionaba de maravilla. Tenía un poco de óxido alrededor de las aletas y el bastidor estaba medio partido después de tres décadas de carreteras cubiertas de sal y nieve en invierno. Pero la pintura de color bermellón aún relucía en algunas zonas y el vinilo blanco que cubría la mitad posterior del habitáculo no había desaparecido del todo. Además de su belleza, aquel viejo Electra de dos puertas flotaba por carreteras llenas de baches como una barca a la deriva.

Dwayne estaba girando el dial para sintonizar el sermón de algún predicador de pacotilla cuando entró demasiado rápido en Caney Fork y desplazó a la cuneta a un conductor que iba en la dirección opuesta. La carretera describió una curva y una pendiente antes de volver a las tierras en las que años antes cultivaban maíz y a veces fresas y en las que siempre veían al ciervo de cola blanca salir a pastar entre los matorrales cuando los últimos rayos de luz coloreaban los campos de amarillo.

Después entró en Moses Creek y puso rumbo a la casa de Coon Coward con la esperanza de encontrar a su hermano. A la derecha había un desvío fangoso y dos caminos de tierra roja se adentraban de nuevo en el bosque. Las rodadas de los tractores habían dejado el suelo pelado y la hierba que crecía en medio llegaba a la altura de las rodillas. A cien metros de allí, las luces traseras del Grand Prix de Carol Brewer emitían un destello rojo. Dwayne aparcó detrás del coche de su hermano, cogió una lata de la caja de cartón que llevaba en el asiento del acompañante y la abrió antes de apearse.

Después bebió un buen trago, dejó la lata en el techo del automóvil de Carol y abrió la puerta pensando que el gilipollas se habría dormido sentado al volante. El vehículo estaba vacío y cogió un paquete blando de Doral 100, sacó un cigarrillo y lo encendió con un mechero que había en la guantera. Le pareció ver una linterna en el bosque, pero la luz se desvaneció y supuso que se trataba de un fuego fatuo o un producto de su ebria imaginación. «Seguro que ese hijo de puta ha encontrado una mina de oro», pensó, sabiendo que, si su hermano había descubierto una de las plantaciones de ginseng de Coon Coward, podía pasarse toda la noche cavando.

Dwayne acompañó un trago de cerveza con una calada del Doral de su hermano, volvió al coche y escribió «Sissy maricón» en el polvo de la luna trasera. Después observó las rodadas de tractor, que conducían a un viejo prado al que los agricultores llevaban el ganado para protegerlo del calor estival. El otoño estaba en el aire, aunque los últimos coletazos del verano seguían asentados en los bosques, y al cerrar los ojos sintió la opresión de cuanto lo rodeaba.

Después se montó en el Buick, salió dando marcha atrás y entró en la carretera estatal con una sacudida. Dwayne volvió por donde había venido. En Caney Fork tomó un desvío a la derecha y se incorporó a la autopista 107 pisando el acelerador a fondo. Tras enfilar una curva, el cielo se tiñó de un marrón pálido detrás de las montañas, un cielo manchado por la contaminación lumínica de la universidad. La silueta de la cordillera era negra, puntuada por las luces de las casas de tal manera que parecía que el mundo estuviera al revés: el suelo repentinamente repleto de estrellas y lo que antes eran las nubes ahora de un color terroso.

Cuando pasó junto a la universidad, ya había decidido qué haría el resto de la noche. Iría al O’Malley y No Name, y tal vez se dejaría caer también por la nueva cervecería para ver qué bar estaba más concurrido. Los estudiantes tenían un local llamado Tucks en la parte trasera del campus, pero siempre había policía universitaria vigilando. Dwayne estaba acostumbrado a lugares en los que a los camareros les daba miedo servir en vasos de cristal; lugares en los que las noches acababan en el aparcamiento con navajas y sirenas, lugares que ya no existían, como el Rusty Lizard. «Vaya noches en el viejo Crusty Rusty», pensó. El mundo se había vuelto muy blandengue.

En los viejos tiempos, enzarzarse en una pelea de bar era tan sencillo como pisarle las botas a alguien. Ahora tenía que pasarse toda la noche provocando para que alguien le diera un empujón. Dwayne quería encontrar a un grupo de muchachos de alguna fraternidad, empapados en colonia, con raya en medio y camisa, y partirle la cara a alguno por el mero hecho de verlo sangrar. Si tenía suerte, se abalanzarían sobre él como una jauría de perros y lo pasaría en grande hasta que llegaran las luces azules y todos se dispersaran. Abrigaba la esperanza de que alguien sacara un cuchillo para poder desenfundar el suyo. Al fin y al cabo, era viernes por la noche y un hombre merecía un poco de diversión.

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