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Con la llegada del otoño, las temperaturas empezaron a bajar y el hombre del tiempo pronosticaba intensas heladas en las montañas para mediados de la semana siguiente. En opinión de Calvin Hooper, ya iba siendo hora. Odiaba el verano como cualquiera que tuviese medio cerebro y se ganara la vida trabajando al aire libre. La sala de estar se inundó de luz cuando el informativo nocturno dio paso a los anuncios. La única fuente de iluminación era el televisor, y Calvin cogió lo que quedaba de un Jack con hielo. El whisky estaba aguado, pero frío.

Volteó la bebida en el fondo de un tarro de mermelada reutilizado, engulló lo que quedaba y entró en la cocina a servirse otra. Era casi medianoche, pero no estaba cansado. Lo cierto era que ya no pegaba ojo. Cada noche hacia las diez estaba más despierto que en cualquier otro momento del día. Si se tumbaba cuando su novia, Angie, iba a la cama, se pasaba cuatro o cinco horas dando vueltas antes de dormirse. Casi todas las noches lo mataba el dolor de pies y tenía que levantarse a tomar un par de ibuprofenos si quería descansar un poco. Su madre le decía que se hiciera friegas en las piernas con avellano de bruja y, aunque cueste creerlo, le iba bien, pero, cuando no funcionaba, su mente se expandía por completo y era incapaz de conciliar el sueño.

La pequeña luz blanca del congelador le iluminó el torso desnudo mientras llenaba el tarro hasta arriba de hielo. La botella de whisky estaba casi intacta en una encimera de formica y se sirvió otra copa a la media luz que llegaba desde la otra habitación. Cuando hubo tapado la botella, agitó el tarro y el hielo tintineó contra el cristal. Aparte de agarrarse una cogorza una vez al mes, nunca bebía para emborracharse. La mayoría de las noches ni siquiera se achispaba. Los dos vasos que tomaba durante esas dos horas le provocaban un sueño plácido suficiente para descansar, levantarse y volver a empezar.

El teléfono sonó en el comedor y Calvin volvió al sofá con una mano metida en el pantalón de chándal y la otra sosteniendo la bebida delante del pecho. Nunca llamaba nadie a aquellas horas. El móvil estaba boca arriba en la mesita y se agachó a comprobar quién era. En la pantalla ponía DARL, y Calvin se planteó dejar que saltara el contestador, ya que probablemente iba borracho y le comería la oreja con sabía Dios qué y, como cada sábado, él tenía que levantarse a las seis para ir a trabajar. Al final, el sentimiento de culpa pudo con él. Darl era el mejor amigo de Calvin, siempre lo había sido, y la idea de que pudiera necesitar algo se impuso a todo lo demás.

Calvin desconectó el cargador del móvil para que no estuviera sujeto a la pared al responder.

—Hola.

—¿Estabas durmiendo? —preguntó Darl.

Había algo extraño en su voz y respiraba fuerte, como si le faltara resuello.

—Estoy viendo las noticias. —Calvin se sentó en el sofá y buscó un paquete de tabaco entre los cojines de vinilo oscuro. Se encendió un cigarrillo, cogió un pequeño cenicero de cristal de la mesita y lo dejó encima del reposabrazos. Luego tiró las primeras briznas de ceniza sobre un montón de colillas apagadas—. ¿Qué haces?

—¿Tienes la excavadora en casa?

—El viejo modelo de los ochenta está en el prado de atrás. Las máquinas grandes están en la obra. ¿Por?

—Quería saber si puedes venir a cavarme una fosa para un caballo.

—¿Una tumba para un caballo? —Calvin se echó a reír. Llamar a alguien a las tantas de la noche pidiendo ayuda para cavar una fosa para un caballo era típico de Darl Moody—. ¿Qué le pasa a la pala de tu tractor?

—El brazo está roto.

—De acuerdo. Mañana hacia las ocho he quedado con una gente en la cafetería, pero puedo pasarme por allí cuando vuelva.

—No, lo necesito ahora.

—¿Ahora? Es casi medianoche, hijo de puta. No pienso cavar una fosa para un caballo a estas horas. —Calvin soltó una carcajada, dio una larga calada al pitillo y expulsó el humo hacia el techo de estucado—. Lo haré mañana por la mañana.

—No puedo esperar tanto.

—¿Qué coño te preocupa? ¿Los coyotes? Joder, Darl, si los putos coyotes van a por el caballo, enterrarlo será coser y cantar.

Calvin bebió un sorbo de whisky y se limpió un círculo de condensación que le había dejado el tarro a la altura del muslo.

—No me preocupan los puñeteros coyotes, ¿de acuerdo? Pero esto no puede esperar hasta mañana. ¿Puedes hacerme ese favor o no?

—No, Darl. Es medianoche. Angie está durmiendo y yo tengo que levantarme a las seis. Cuando me acabe la copa me voy al catre.

—No te llevará ni una hora.

—Los cojones. Tardaré una hora en prepararme. No voy a cavar un agujero en un prado por un puto caballo. ¿A ti qué te pasa?

—Entonces, préstame la excavadora. Te la devolveré antes de que despiertes.

Darl estaba nervioso. Por su tono de voz, Calvin supo que algo iba mal, como se reconoce siempre ese tipo de cosas en los tonos de voz de la gente más afín.

—No se trata de un caballo.

—Tú no te preocupes por eso. Lo único que necesito saber ahora mismo es si puedes cavarme un agujero en el prado.

—No haré nada a menos que me expliques qué está pasando.

—No puedo hacer eso, Cal.

—Entonces, no voy.

Calvin dio una última calada, que consumió el cigarrillo hasta el filtro, y aplastó la colilla en el cristal.

—Mierda —dijo Darl—. Mierda.

—¿Qué coño pasa?

—¿Puedes acercarte a casa de Coon Coward?

—¿De Coon Coward?

—¿Puedes venir o no?

Calvin pensó en Angie durmiendo en la parte trasera. Odiaba despertarla e intentar explicarle adónde iba, pero aún odiaba más que abriera los ojos y no estar allí, aunque dormía como un tronco. «Probablemente ni se enterará», pensó. No sabía qué ocurría, pero sí sabía que Darl lo necesitaba, que no se lo pediría si no fuera así, y sabía que él haría lo mismo por él llegado el momento.

La familia no hacía preguntas. La familia te tendía una mano. Y así había sido siempre su amistad, como una familia.

—Sí —dijo Calvin finalmente.

—¿Cuánto tardarás?

—Deja que me vista. Veinte minutos.

—De acuerdo —dijo Darl.

—De acuerdo —repitió Calvin.

Después de colgar, Calvin cogió el tabaco y se encendió otro cigarrillo. Se quedó mirando el televisor, aunque no veía ni oía nada, y lo asaltaron las dudas cuando cogió el whisky y bebió hasta que solo quedaba hielo.

La camioneta traqueteaba por una zona despejada del camino de Coon Coward y, cuando enfiló una pequeña pendiente, los faros iluminaron los pies de Darl y luego su pecho y la punta del sombrero. Tenía la cabeza agachada y, al levantarla, su rostro se inundó de luz y sus ojos brillaron como los de un animal.

Calvin apagó las luces y el motor y se bajó de la camioneta. Soplaba un aire frío, así que se puso la capucha de la sudadera negra e introdujo los pulgares en los bolsillos de los vaqueros. De la hierba mojada de rocío emanaban los últimos cantos de los grillos estivales, que se veían eclipsados por el crujido de la gravilla.

—¿Dónde cojones está Coon? —preguntó Calvin cuando llegó a la parte trasera de la camioneta de Darl, que estaba sentado en la plataforma con los pies colgando.

Darl cogió una botella de plástico que tenía al lado, desenroscó el tapón y escupió dentro el tabaco de mascar.

—Está fuera de la ciudad —respondió Darl—. Su hermana ha muerto.

—Ah —murmuró Calvin—. Bueno, ¿y qué narices haces aquí?

Darl apoyó la mano en la culata de nogal de una Savage 110 que tenía encima de la plataforma de la camioneta. Debajo había una silla de caza. Por encima de las botas le asomaban unos pantalones de camuflaje y llevaba una camiseta a juego con un patrón diferente.

—He salido de caza —dijo.

—De caza furtiva —corrigió Calvin.

Darl asintió y se rascó el rabillo del ojo con el canto de la mano. Tenía unas cejas pronunciadas que le ensombrecían los ojos y un mentón que hacía sobresalir su barba poblada a la misma altura que la nariz.

—Bueno, ¿qué pasa?

—No quiero implicarte en esto —dijo Darl.

—Pero he venido, ¿no?

—Sí, pero no tienes por qué.

—En todos estos años, cada vez que he necesitado algo has estado ahí, ¿verdad?

—Supongo.

—Y siempre que me has necesitado, yo he estado ahí, ¿no?

—Sí —respondió Darl.

—Entonces, cuéntamelo.

Darl se levantó de la plataforma y ambos quedaron iluminados por la luz nocturna. Había luna llena, una superluna según los noticiarios, y un eclipse les teñía el rostro de un naranja apagado como el de los huevos de granja. Darl le sacaba una cabeza. Estaban a solo unos metros de distancia y miró a Calvin a los ojos durante un par de segundos, pero apartó la vista rápidamente.

—Ven —dijo al darse la vuelta.

Calvin siguió a Darl hasta el bosque y se adentraron en una maleza poco frondosa que les llegaba hasta la cintura. Darl llevaba una linterna frontal encima de la gorra, pero no la encendió. La luna estaba alta y proporcionaba luz suficiente para caminar. Un viejo cupé Plymouth era pasto del óxido junto a un pequeño y trémulo riachuelo. Luego treparon hasta una pequeña loma, donde la tierra se proyectaba en un campo de retama en el que solo quedaban las vigas astilladas de un establo en ruinas.

Al otro lado del campo volvieron a internarse en la arboleda y Calvin reconoció aquel lugar. De niño había estado allí docenas de veces pescando truchas de arroyo con su padre y su abuelo. Aquellos momentos del verano que parecían durar eternamente eran los mejores de su vida. Dependiendo del color del agua, el padre de Calvin cebaba los anzuelos con granos de maíz Silver Queen o larvas de mosquito rojo, e iban guardando las truchas en un tarro hasta que tenían un revoltijo de pescado para cenar. Su abuelo lo freía con puerros y papas silvestres, y las truchas eran tan dulces y delicadas que se las comían con cabeza y todo. En aquella época, las estrellas parecían más brillantes y, al mirar al cielo, Calvin pensó que tal vez era cierto. Quizá solo haya uno o dos momentos como ese en la vida de un hombre, y quizás el hombre sea una criatura demasiado estúpida para reconocerlos hasta que todo se ha desvanecido.

Darl sostuvo una rama de laurel para que pasara Calvin. Después, encendió la linterna e iluminó el bosque. Habían avanzado demasiado para que los vieran desde la carretera.

—Déjame pasar a mí primero —dijo Darl mientras seguían ascendiendo por la ladera.

De repente, retrocedió como si algo lo hubiera atacado. Calvin tropezó con la alarma casera y las latas tintinearon en los árboles. Se había enredado en la cuerda y, cuando intentó liberarse, vio el haz de la linterna de Darl iluminando los anzuelos oxidados que colgaban delante de su cara.

—¿Qué coño es esto?

—El campo de ginseng de Coward —respondió Darl—. Está lleno de trampas.

Ambos echaron a andar agitando los brazos para no engancharse, y unos pasos más adelante Darl se detuvo y enfocó el cuerpo con la linterna. Lo primero que vio Calvin fue el dibujo de las suelas de las botas. El hombre tenía las piernas retorcidas, un brazo pegado al torso y el otro extendido. Calvin Hooper parecía incrédulo, sin saber qué decir, preguntar o hacer, inmóvil y mudo por lo que tenía ante sí.

—¿Quién es? —dijo finalmente, llenándose la boca con aquellas palabras.

Darl rodeó el cuerpo y se arrodilló junto a los hombros del muerto. Después pellizcó la visera de la gorra, le levantó la cabeza y le enfocó la cara con la linterna. Al principio, Calvin pensó que tenía la mejilla ensangrentada, pero entonces se dio cuenta de que no era sangre. La marca era demasiado púrpura y mate. Tenía los ojos obnubilados, pero aquella marca de nacimiento lo hacía inconfundible.

—Dios mío, ¿es Sissy?

—Sí —dijo Darl—. El puto Carol Brewer.

—¿Qué cojones ha pasado?

—Ya te he dicho que estaba cazando.

—Sí, pero ¿cómo ha sido?

—Estaba sentado en la silla de caza en un árbol de esa ensenada de ahí cuando he oído un crujir de hojas y por la mira telescópica me ha parecido ver un jabalí. Joder, caminaba a cuatro patas. Parecía un puto jabalí.

—Mierda, Darl. —Calvin estalló—. ¿Por qué no llamaste a alguien?

—Cuando llegué ya estaba muerto. No podía hacer nada. Nadie podía hacer una mierda. —Darl levantó la cabeza y la linterna emitió un haz cegador—. Llamar no habría servido de nada.

—Tenemos que avisar a alguien —dijo Calvin—. Tiene que venir alguien.

—No voy a llamar a nadie, Calvin.

Este no podía ver el rostro de Darl, pero, cuando contestó, la luz se movía adelante y atrás.

—¿A qué te refieres con que no vas a llamar a nadie? Tienes que hacerlo, Darl. Has matado a una persona, joder.

—¡Ya lo sé! ¿Crees que no lo sé?

Ahora, la voz de Darl era estridente y seria.

—Tú mismo lo has dicho. Fue un accidente. Puede que te condenen por caza furtiva, Darl, pero eso no es asesinato. Ahora mismo no lo es. Pero si cometes una locura, podría serlo. No puedes hacer algo así.

—¿Y entonces qué, Cal? ¿Qué crees que pasará después de eso? Es Carol Brewer. ¡El puto Carol Brewer! ¡Brewer, por Dios! —gritó Darl—. ¿Crees que su hermano Dwayne lo dejará correr? ¿Crees que Dwayne Brewer dirá: «Tío, ya sé que mataste a mi hermano, pero no era tu intención. Sin acritud»? ¿Crees que dirá eso? —Calvin no contestó—. Tendría suerte si solo fuera a por mí —añadió Darl—. Pero, conociéndolo, sabiendo bien todo lo que ha hecho, no se quedará ahí. Seguro que iría a por mi madre, mi hermana pequeña, mis sobrinos y todo aquel al que pudiera ponerle una mano encima. Ese hijo de puta está lo bastante tarado como para desenterrar los huesos de mi padre solo para prenderles fuego.

—Pareces un loco, Darl.

—Ah, ¿sí?

Darl miró el cadáver y la luz iluminó el rostro de Carol Brewer. En el orificio de salida que tenía en el hombro había fragmentos de hojas y pinaza.

—¿Y qué coño vas a hacer?

—Voy a enterrarlo. Voy a enterrarlo y nadie lo sabrá jamás.

—Has perdido la cabeza, Darl. Has perdido la puta cabeza.

—Mira, si quieres irte, vete. Ya te dije que no quería involucrarte en esto. Si quieres largarte, date la vuelta ahora mismo, olvídate de todo y yo haré lo que tenga que hacer.

—Entonces, ¿para qué cojones me has llamado?

—Porque necesitaba un favor, Cal, y solo te tenía a ti.

Calvin observó el cuerpo que yacía entre ambos. En los brazos de Carol había aparecido una especie de moratón, una mancha de color púrpura azulado casi del mismo color que la marca de nacimiento. Calvin se arrodilló y le puso la mano en el antebrazo. Carol Brewer tenía la piel fría y los músculos rígidos, pero no olía a putrefacción. Todavía. Ese horror de la muerte no le había llegado en tan pocas horas.

Calvin se levantó y miró a su alrededor. Los árboles eran tan altos que tapaban la luz de las estrellas. De repente, se sintió rodeado. Poco a poco dio media vuelta y contempló la oscuridad del bosque. El canto de los últimos saltamontes era ensordecedor ahora que lloraban el cambio de estación. En aquel momento supo que se hallaba en medio de algo que jamás caería en el olvido, algo que llevaría consigo el resto de su vida. No había marcha atrás.

Esa sola certeza lo consumía.

Ojo por ojo

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