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ОглавлениеDwayne Brewer iba haciendo el paso de la oca por la sección de cervezas del Walmart de Franklin con una máscara de chimpancé que había encontrado en el suelo al lado de los adornos de Halloween. El látex barato le daba calor y le costaba respirar. El interior olía a moho y se pasó los dedos por el pelo de nailon mientras se reía de una mujer que lo miraba con desdén.
La mujer vestía un uniforme de enfermera de color pastel, unas zapatillas de deporte blancas y una melena con mechas recogida en una coleta. A través de las rendijas de la máscara, Dwayne vio junto a ella a una niña de unos seis años con un dedo metido en la comisura de los labios. Dwayne se rascó la axila con una mano y se puso la otra en la nuca, saltando con las piernas encogidas como un mono, y la pequeña se echó a reír. Después se quitó la máscara y la tiró en una nevera que estaba abierta. Cuando se pasó la mano por la cara notó la piel sudada y fría y cogió un paquete de Bud fuerte, le hizo un agujero, sacó una cerveza y la abrió.
—Que tenga usted buen día —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.
Después, inclinó la lata hacia la mujer y asintió. Ella lo miró como el desalmado que era y la niña se escondió detrás de su pierna, llena de curiosidad al ver a aquel gigante engullir media cerveza de un trago.
Lo bueno de Walmart era que incluso un hombre como Dwayne Brewer podía pasar desapercibido. La gente iba empujando su carro con una mirada gélida mientras todo se deslizaba por la periferia. El consumismo a semejante escala lograba camuflar las clases sociales.
Al final del pasillo vio a una chica fornida con unos pantalones muy cortos que llevaba un bebé apoyado en cada cadera y tres niños corriendo en círculos a su alrededor. En la siguiente vuelta, uno de los niños extendió el brazo y tiró al suelo un expositor de Doritos Cool Ranch. La chica había entablado conversación con una conocida, una mujer mayor que llevaba en el carro a una niña que se hurgaba la nariz. La chica corpulenta no cesaba de repetir que el bebé de la izquierda no era suyo.
—Clyde y yo paramos después de este —añadió, agitando al que llevaba a la derecha—. Esta es de Sara. Te acuerdas de Sara, ¿verdad? Esta es Tammy, la pequeña de Sara. Es mi sobrina.
Los carros chocaban, las luces centelleaban, las cajas registradoras soltaban pitidos, unos niños se peleaban con un fantasma hinchable de Halloween que debería haber estado en un jardín, y la locura de todo aquello habría bastado para provocar convulsiones a cualquiera, pero a Dwayne le importaba todo un carajo. Él se paseaba en medio del caos, sonriendo porque era viernes, y, después de empeñar cinco motosierras y un televisor de pantalla plana robados, llevaba un fajo de billetes en el bolsillo.
Los ositos de peluche negros y la lencería de color rojo sangre estaban rebajados a nueve dólares con ochenta y siete centavos. Dwayne apuró la primera cerveza al lado del estante, pasándose el satén entre los dedos con los ojos cerrados y soñando con la última mujer con la que se había acostado. Cuando acabó, aplastó la lata con la mano, la dejó en la copa de un sujetador beis y abrió otra.
Desde allí podía ver el pasillo de los zapatos, donde había un niño sentado en un banco. A Dwayne le recordó a su hermano. El cabello, pelirrojo y desgreñado, le tapaba las orejas, y tenía la piel rojiza y cubierta de pecas. A excepción de las gafas de culo de botella con montura negra, era la viva imagen de Sissy cuando tenía trece o catorce años. El chaval llevaba una camisa raída y unos vaqueros manchados de hierba con barro a la altura de las rodillas. Estaba probándose unas zapatillas de deporte grises, un modelo de marca desconocida con tiras de velcro. De la nada aparecieron dos chicos y se acercaron a él. Uno, con vaqueros ajustados y el pelo tapándole parcialmente los ojos, le arrebató una zapatilla, la examinó, negó con la cabeza y se puso a reír.
A tanta distancia, Dwayne no oyó lo que decían, pero lo entendió. Pudo adivinarlo en el rostro abatido de aquel pobre muchacho. Había padecido aquello toda su vida, por la casa en la que se crio y el coche que tenía su padre. Le decían que sus zapatos y su ropa no valían nada. Se metían con su padre, un borracho que, cuando se hizo viejo y perdió la cabeza, iba al puente de la ciudad y maldecía al río. Se metían con él por su peinado raro y por oler a rancio después de clase de gimnasia, por recibir comida gratis, porque alguien lo había visto delante de la lavandería o porque su madre trabajaba de cajera en Roses. Había oído la palabra «basura» toda su vida, y después de treinta y seis años estaba harto.
Existían dos maneras de enfrentarse a ello, pero Dwayne solo conocía una. Agarraba a un chico, le abría la cabeza en un abrir y cerrar de ojos y asunto arreglado. «Con sangre en la boca no hablan tanto», pensaba, y era cierto. Pero había visto a su hermano actuar de otra manera. Había visto la amargura, la ira y la tristeza convirtiéndose en un estoicismo ausente.
Entiérralo dentro de ti. Mira hacia delante.
El niño estaba mirando al frente con una expresión inmutable.
El de los vaqueros ajustados ladeó la cabeza para apartarse el pelo de los ojos. Luego metió la mano en la zapatilla y presionó la suela contra la cara del niño, que no se movió ni dijo nada y siguió mirando las cajas que tenía delante mientras se burlaban de él. El chico del pelo largo le dio un fuerte manotazo en la cabeza y a Dwayne se le inyectaron los ojos en sangre. Notó los puños apretados y bebió un buen trago de Budweiser para intentar aplacar aquella sensación. El matón tanteó el terreno unos segundos y, al ver que el chico no iba a reaccionar, lo golpeó de nuevo, más fuerte esta vez, y lo tiró al suelo. Los dos empezaron a reírse y el niño volvió a sentarse en el banco mientras ellos se alejaban con una sonrisa de oreja a oreja y una mirada de arrogancia y orgullo.
Dwayne pasó un buen rato observando al chico del banco. No lloró. No se dejó dominar por la ira. Retomó lo que estaba haciendo antes —probarse unas zapatillas de deporte— como si nada hubiera ocurrido. Dwayne quería acercarse a él y decirle que las cosas no tenían por qué ser así, que debía plantar cara y la próxima vez aplastarle la cabeza a ese pequeño hijo de puta, que así aprendería la lección, pero no lo hizo y volvió a la zona de material deportivo con la esperanza de que tuvieran un par de cajas blancas de Winchester.
Dwayne se acabó la tercera cerveza en la caja de autoservicio mientras la empleada verificaba su carné de identidad e introducía su fecha de nacimiento en el ordenador. Al principio parecía que fuera a reprenderlo por beber en la tienda, pero al final negó con la cabeza y se fue, porque ganando siete dólares con veinticinco centavos la hora es difícil mostrar interés. Dwayne metió un billete de veinte dólares en la máquina y esperó a que escupiera el cambio.
En la entrada había revuelo y, cuando Dwayne levantó la cabeza, vio a los mismos dos chicos. El del pelo largo iba renqueando como si tuviera un pie equino, con la mano muerta delante del pecho y poniendo cara de disminuido psíquico. Dwayne se dio la vuelta y fue entonces cuando vio a la mujer de la que estaba mofándose: una recepcionista discapacitada con un corte de pelo a tazón y gafas tintadas que miraba como si estuviera presenciando un milagro. El melenudo lanzó un juego de llaves a su compañero y entró en el baño mientras el otro se dirigía a la salida.
Dwayne dejó el paquete de cervezas al lado del servicio de hombres y se asomó un momento para cerciorarse de que no había nadie. El chico estaba delante del urinario con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, y Dwayne se agachó para comprobar que los cubículos estaban vacíos. Detrás de la puerta había un cartel de ESTAMOS LIMPIANDO, y Dwayne lo colocó en la jamba para evitar interrupciones. Luego entró y se situó justo detrás de él. El chico no notó su presencia hasta que se dio la vuelta.
Dwayne era un gigante, un hombre de metro noventa y cinco y más de ciento quince kilos. Al verlo allí, el chico retrocedió como si se hubiera topado con una serpiente.
—Joder, señor, me ha dado un susto de muerte.
Dwayne no medió palabra y lo estudió unos instantes.
El chico llevaba una camiseta negra con el lema JOVEN Y TEMERARIO y unos vaqueros de color verde menta. El pelo le caía por la cara y no dejaba de apartárselo de los ojos como si tuviera un tic nervioso.
—¿Cuántos años tienes, chaval?
El muchacho lo miró extrañado.
—Dieciséis —respondió.
Dwayne se rascó la coronilla con los nudillos y entrecerró los ojos como si estuviera sopesando una decisión trascendental.
—Ya eres mayorcito —dijo.
Entonces, se sacó una pistola 1911 de la parte trasera del cinturón y le apuntó a la frente. El chico adoptó una expresión de terror y levantó los brazos instintivamente, como si alguien hubiera tirado de ellos con unas cuerdas.
—Si gritas, te reviento ese cerebro de guisante, ¿entendido? —El chico abrió la boca y asintió—. ¿Cómo te llamas?
—Brett —dijo.
—¿Brett qué?
—Starkey.
—¿Starkey? Creo que no conozco a nadie que se apellide Starkey.
—Vivo en Clarks Chapel.
—¿En dónde de Clarks Chapel?
—En Sunset Mountain Estates.
—¿Tu familia es de por aquí?
—¿Qué?
—He dicho que si tu familia es de por aquí.
—Mis padres son de Saint Pete.
Dwayne se pellizcó el tabique nasal y cerró los ojos un segundo. Luego asintió y miró las inmaculadas zapatillas de caña alta que llevaba el chico. Iba con los cordones desatados y las lengüetas por encima de los bajos del pantalón.
—¿Cuánto cuestan esas zapatillas?
—No lo sé —dijo.
—¿Qué significa que no lo sabes?
—Significa que no... No lo sé —murmuró el chico.
Tenía una de esas caras que se ponían rojas como un tomate cuando estaban a punto de llorar. Al mirar la pistola parecía bizco.
—¿Quieres decir que no lo sabes porque no te acuerdas o que no lo sabes porque te las pagaron mamá y papá? —El chico se había quedado sin palabras—. ¿Cuál de las dos opciones es la correcta?
—Me las compró mi madre.
Dwayne asintió y soltó un gruñido.
—Pues vas a tener que quitártelas. —El chico no se movió—. No volveré a repetírtelo, chaval. Quítate las zapatillas.
El chico se descalzó y se quedó allí quieto, pisando el suelo mojado con unos calcetines blancos como la nieve.
—Ahora cógelas —dijo Dwayne.
El chico hizo lo que le ordenaron.
Dwayne ladeó la cabeza hacia la partición metálica beis que dividía los cubículos.
—Quiero que abras la puerta del primero.
El chico fue hacia allí y abrió la puerta con el codo.
Dwayne lo siguió y, apuntándole aún con la pistola, apoyó la espalda en la pared de baldosas situada junto a los lavamanos. Al mirar detrás del chico vio lo que esperaba: una taza de inodoro, papel higiénico y agua teñida.
—Mete las zapatillas ahí.
El chico lo miró con incredulidad y los ojos llenos de lágrimas. Luego se agachó y metió lentamente las zapatillas en la taza.
—No quiero que floten. Quiero que las hundas.
El chico las empujó ligeramente hasta que el agua tocó las suelas.
—¡Te he dicho que las hundas! —gruñó Dwayne entre dientes.
Después, avanzó hasta que la pistola estuvo a solo treinta centímetros de la cara del chico, que al hundir las zapatillas se mojó los antebrazos.
Ahora lloraba desconsoladamente. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas y su respiración era entrecortada.
—No te me pongas blandito —dijo Dwayne—. Hace unos minutos eras un tío duro con ese chaval, ¿no? Te he visto dándole empujones. Si has sido duro con él, también tienes que serlo ahora.
El chico cerró los ojos y parecía que fuese a vomitar. Había apartado la vista del inodoro y la luz amarilla del techo le iluminaba la cara como si fuera la luna.
—Muy bien —dijo Dwayne—. Ahora póntelas.
—¿Qué?
—He dicho que te las pongas.
El chico dejó las zapatillas en el suelo y deslizó los pies dentro como si estuviera calzándose unas pantuflas. A su alrededor se formó un charco y los pies chapotearon al meterlos.
—Ahora átatelas —dijo Dwayne—. No queremos que se te caigan ni que tropieces con los cordones. Esa no es manera de caminar.
Una vez más, hizo exactamente lo que le ordenaban. En aquel momento, Dwayne pensó que quizás habría sido un buen muchacho si le hubieran apuntado a la cabeza con una pistola cada segundo de su vida. El chico se agachó como si intentara contener su propio peso. Al parecer, era la primera vez que se encontraba en una situación así, y Dwayne se sintió orgulloso. «Todo el mundo necesita que lo humillen alguna vez», pensó. Empatía no es mirar un agujero en el suelo y decir que lo entiendes. Empatía es haber estado en ese agujero.
—Quiero que recuerdes esto —dijo Dwayne—. Quiero que recuerdes este día toda tu vida, lo que habría podido pasar y lo que ha pasado. —El chico lo miró perplejo—. Nuestros caminos se han cruzado por alguna razón. Lo que me ha traído hasta aquí es el destino, ¿lo entiendes?
Dwayne se guardó la pistola en la parte trasera del pantalón y tapó la culata con la camiseta blanca. Después de mirarse en el espejo, fue hacia la puerta y quitó el cartel. Luego se fue por donde había venido y cogió la cerveza al pasar. Fuera, las cosas seguían igual que hacía unos minutos, pero, dentro, algo parecía distinto.
Un hombre no podía nivelar las manos de la Justicia, pero sí inclinar la balanza un momento, acorralar a los privilegiados, al menos el tiempo suficiente para sonreír. El sol empezaba a ponerse y Sissy había dicho que estaría en casa a las siete.
Dwayne no veía el momento de contarle la historia a su hermano.