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4.0

La reunión

«Un amigo de verdad es el que piensa que eres un buen huevo aunque sepa que tienes pequeñas grietas.»

–BERNARD MELTZER

CUANDO TOPHER Y KIMMY acabaron por encontrarme, no diría que estuviese en mi mejor momento. Es curioso lo que doce horas corriendo sin parar pueden hacer a una persona optimista. Creo que ellos podrían decirlo.

–¿Quieres compañía, Karno?

–Claro, el sufrimiento ama la compañía. Sobre todo si la compañía trae comida. ¿Tenéis algo?

–¡Caramba! –se reprendió Topher–, ¡lo olvidamos por completo!

–Gaylord, he matado a hombres por mucho menos. ¡Dime que no te olvidaste los granos sagrados!

Kimmy sacó la bolsa de granos de café recubiertos de chocolate que había recogido de la mesa de la cocina y todo quedó olvidado al instante. Si nunca has tomado granos de café tostados y cubiertos de chocolate después de correr noventa y seis kilómetros, realmente te lo debes. Es lo más próximo a una experiencia religiosa que puedes llegar sin tener que confesarte más tarde.

Eché a correr carretera adelante con la bolsa de golosinas en la mano. Un poco después, el coche se puso de nuevo a mi lado y del vehículo se bajó… no Topher sino Kim.

Se puso a mi lado y corrimos codo con codo adentrándonos en la oscuridad. No pensé que durara más de cuarenta y cinco minutos, una hora como máximo. Pero nos arrebató el momento, hipnotizados por la espontaneidad de la situación y arrastrados por el encanto del escenario a medianoche. Corrimos atravesando las enormes tierras de pasto. Vimos rebaños de ovejas vagando ensoñadoramente por los pastizales.

Por muy agradable que fuera el escenario, el coche estaba a un paso de nosotros y estaba seguro de que mi acompañante pronto buscaría refugio en él. Me vinieron a la cabeza unos versos de Seuss mientras corríamos:

Había luna en lo alto y vimos unas ovejas. Vimos unas ovejas andar en sueños en plena siesta. A la luz de la luna, a la luz de una estrella;Cerca o lejos caminaron toda la noche. Nunca volvería a andar. Iría en coche.

Sesenta y cuatro kilómetros más tarde, al llegar a las afueras de Healdsburg, estaba reventado. Kimmy seguía a mi lado. En ningún momento volvió a subirse al coche.

–Gracias, Karno, ha sido estupendo –me dijo.

–Vaya, estoy alucinado. No me creo que hayas corrido tanto conmigo.

–Yo tampoco. Desde luego, no lo tenía planeado.

****

Por suerte, había tenido la previsión de reservar un par de habitaciones en un hotel de Healdsburg para poder refrescarnos. Una siesta tampoco habría estado mal, pero no queríamos perdernos la elección de los mejores platos. Era cerca del mediodía y la recepción estaba programada para empezar en una hora.

Mi mujer, Julie, se había presentado en coche aquella mañana para reunirse con nosotros y juntos nos apresuramos a la reunión. Llegamos justo a tiempo, cuando se abría el acceso al bufé.

La tercera vez que hicimos cola para elegir comida, pregunté a Kimmy cómo lo llevaba.

–Tengo muchas agujetas, pero valió la pena. Tal vez la próxima vez consigamos que Topher corra con nosotros –concluyó.

¿Correr? –dijo Topher–. ¿Estáis de broma? A menos que unas avispas me estén dando caza, os dejaré a los dos lo de correr.

A pesar de pesar tan poco, Topher era muy fuerte para su tamaño. Con frecuencia íbamos juntos al gimnasio, y su relación pesofuerza era asombrosa. Podía levantar con facilidad el doble de su peso en el press de banca. Sin embargo, de cintura para abajo era otra cosa. Tenía piernas de pajarito. Sus piernas como palillos alcanzaban proporciones cómicas. Solíamos bromear con que mis muñecas eran más gruesas que sus pantorrillas. No era un corredor.

–No descartes tan a la ligera lo de correr, Gaylord, tal vez termines encontrándolo satisfactorio. Recuerda lo que decía Nietzsche: «Lo que no nos mata nos hace más fuertes».

–Sí –respondió–. Siempre y cuando la experiencia no te deje lisiado, estaré de acuerdo con él. Pero de veras que no estoy seguro de cuán fuerte me vería si quedara incapacitado permanentemente.

Tenía su parte de razón. Sin embargo, creía que había un corredor escondido en todo el mundo, jóvenes y viejos, fuertes y débiles, mentalmente estables e inestables (tal vez incluso mejor si son inestables).

Deposité unas verduritas asadas en el plato. La variedad del bufé era increíble, pero parecía haber preponderancia de verduras y fideos. Yo era un carnívoro que había corrido casi todo el día anterior. Quería carne.

Topher se movía de un lado a otro y vio acercarse a la camarera. En la bandeja había un canapé solitario: una única costilla suculenta. Se la ofreció.

–¡Espere! –protesté–. Es vegetariano.

Retiró la bandeja y caminó hacia mí.

–¡No, no lo soy!. –Y volvió a extender la mano hacia la costilla.

La camarera estaba confundida. Le miró a él, luego a mí, y en ese momento de duda Topher atrapó la costilla y fue a darle un mordisco.

Antes de que se la pudiera llevar a la boca, le corté.

–Deja que te cuente una historia –le interrumpí con rapidez–. Un zorro, un lobo y un oso se fueron de cacería y cada uno cazó un ciervo. Se desató una discusión sobre el reparto de las piezas. El oso preguntó al lobo cómo creía que debía hacerse. El lobo dijo que cada uno debería recibir un ciervo. El oso se comió al lobo. Entonces el oso preguntó al zorro cómo se proponía repartir las piezas. El zorro ofreció al oso su ciervo y le dijo que también se debería llevar el ciervo del lobo.

–¿De quién aprendiste tanta sabiduría? –preguntó el oso al zorro.

–Del lobo –contestó el zorro.

Topher me miró extrañado:

–Vaaale –dijo alargando la a–. ¿Qué estás tratando de decirme, Karno?

–Simplemente estoy exponiéndote las virtudes del vegetarianismo.

Mi respuesta le confundió. Perfecto: el engaño estaba funcionando. Y proseguí:

–¿Lo ves? Si el lobo no comiera carne, habría salvado la vida. Nunca hubiera pedido egoístamente quedarse uno de los ciervos.

Me miró disgustado. Estaba parloteando sin sentido. La privación de sueño y el agotamiento extremo por correr toda la noche había deteriorado el delicado funcionamiento de mi cerebro y estaba delirante. Y desesperado. ¡Quería esa costilla!

La acercó a los labios.

–¡Espera! –rogué–. Acuérdate del lobo…

Era demasiado tarde. Se la metió entera en la boca y arrancó la carne de un solo mordisco, igual que un Tiranosaurio Rex habría arrancado la carne de las vértebras de una bestia. La salsa barbacoa le resbaló por la barbilla. Miró a la camarera y luego a mí, que lo mirábamos fijamente, desconcertados por su conducta, y gruñó «¡Arrr!». La carne bailaba entre sus dientes.

–Gaylord –articulé apenas, casi incapaz de pronunciar palabra–. Eso no era necesario. Podríamos haberla dividido cordialmente en dos. Después de todo, no somos cavernícolas.

Se lamió los labios.

–¿Por casualidad no tendrá un palillo? –preguntó a la camarera–. Creo que se me ha quedado un trozo entre los dientes.

–Deme uno también –le pedí– ¡para sacarle los ojos!

–¿Qué pasa aquí? –Kimmy y Julie habían presenciado el incidente de lejos y se acercaron.

–Me ha quitado la comida –grité.

–La posesión me daba la razón, amigo –dijo Topher.

–¿Os vamos a tener que separar? –preguntó Julie.

La fulminé con la mirada. ¿De qué parte estaba?

–¿Estás… bien? –me preguntó. Lo que más me irritó fue el tono condescendiente, como una madre dirigiéndose a un niño enrabietado, lo cual, tengo que admitirlo, era el modo en que me estaba comportando.

–No –gruñí–. No estoy bien. –¿Se daban cuenta de que estaban tratando con condescendencia a un tío que había estado corriendo toda la noche?–. Mira, estoy divagando sin sentido, es evidente que estoy delirando y que debería echarme a dormir. Además, tengo una rozadura dolorosa en cierta parte que no puedo destapar. Así que la respuesta a tu pregunta es no… No estoy bien.

Topher pensó que mi respuesta era lo más divertido que hubiera oído jamás. Se echó a reír de forma incontrolable e histérica. Durante una décima de segundo me sentí muy avergonzado. Miré a mi alrededor con nerviosismo para asegurarme de que no hubiera nadie mirando. Cuando volví a mirarle, tampoco pude controlar las carcajadas.

El agotamiento extremo puede desplegar una conducta totalmente inapropiada. Nos estábamos tronchando y nada podía mitigar nuestras risas; nos nutríamos de las del otro. Las lágrimas nos caían por las mejillas en medio de la celebración de aquella aparatosa boda y nos desternillábamos de risa como dos payasos. Tan intensas eran mis carcajadas que pensé que llegaría a sofocarme.

–Ejem. –Alguien detrás de nosotros se aclaró la garganta. Me di la vuelta y me encontré con el padre del novio. Era un caballero imponente y un empresario de gran éxito. Llevaba un elegantísimo frac a medida.

Lo primero que pensé fue: «El alquiler debe de ser caro». En seguida me di cuenta de que probablemente era suyo.

A su lado había una mujer de gran dignidad.

–Dean –me dijo–, me gustaría presentarte a Dianne Feinstein.

Al darme cuenta de que tenía delante de mí a una senadora, me atraganté y algo, tal vez un trocito de zanahoria parcialmente masticado, salió embarazosamente disparado por mi nariz. La mujer retrocedió al verlo y se prolongó un silencio incómodo al quedar todo en suspenso por «el incidente de la expulsión nasal».

Me quedé paralizado por el horror sin saber qué hacer. En mi estado de agotamiento, no era apto para estar en público, por no hablar de mantener un cara a cara con un cargo electo.

–Encantada de conocerle –dijo por fin y educadamente la senadora Feinstein. Luego arqueó las cejas para indicar al padre del novio su ferviente deseo de alejarse rápidamente de allí.

Se alejaron.

El episodio nos había devuelto la serenidad. Las náuseas hicieron mella en mí. Me giré hacia el grupo y dije:

–No me siento bien. Tomemos un poco de aire fresco.

–Cariño –me recordó mi esposa–, ya estamos al aire libre.

Los cuatro nos encaminamos hacia los aledaños de la celebración y encontramos una zona privada. Topher se volvió hacia mí e hizo inventario. Era evidente que me encontraba conmocionado.

–Tío, ¿por qué esa cara tan larga? –preguntó.

–Ya has visto lo que ha ocurrido ahí.

–Míralo de este modo, Karno: ¿cuántas personas tienen alguna vez la oportunidad de quedar como perfectos idiotas delante de un cargo electo? Aprovechaste la oportunidad. ¡Carpe diem, hermano! Dicen que sólo se tiene una oportunidad de dejar una buena impresión. Bueno, estoy seguro de que no se va a olvidar de ti.

En aquel momento sentí la urgencia irrefrenable de matar a ese hombre. Pero estaba seguro de que carecía de fuerzas para darle caza y dejarme llevar por el impulso.

En lugar de eso dije:

–Gracias, Topher. De veras te agradezco tu cálida empatía.

Di un paso adelante con la esperanza de que hubiera bajado la guardia para atizarle. Pero haber crecido con nueve hermanos mayores le había enseñado bien y aquel pequeño cabrón se mantuvo instintivamente a una distancia prudencial de mí.

Sin esperanza de conseguir en el futuro algún cargo político, decidimos que la mejor opción era volver a la cola del convite y seguir comiendo. El incidente había dejado mi orgullo por los suelos, pero el hambre había regresado indemne. Me limpié la nariz con el dorso de la manga; en vez de dejar al grupo con hambre y humillado, me encargaría de que sólo yo fuera el humillado. En momentos desesperados, abraza cualquier victoria que puedas obtener.

¡Corre! Historias vividas

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