Читать книгу ¡Corre! Historias vividas - Dean Karnazes - Страница 8
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Cuando todo lo demás falle, echa a correr
«Aunque no te lo creas, cuando corro soy como el viento. Desde ese día, si tenía que ir a algún sitio… ¡iba corriendo!»
–FORREST GUMP
TAL VEZ FUE LA LUNA LLENA la que hizo que el episodio fuese irreal. Mi mujer, Julie, siempre ha insistido en que los hechos más extraños suceden cuando hay luna llena, aunque yo siempre he considerado que exageraba y he preferido fiarme de la razón, que apunta desapasionadamente lo contrario.
Al salir de la ciudad temprano aquella noche, un colosal orbe blanco se alzó por el este recortando la silueta de San Francisco e iluminando el contorno de los edificios con asombrosa claridad. Aquella noche la luna parecía extraordinariamente grande y se distinguían con claridad y a simple vista los cráteres y cacarañas que agujereaban su superficie.
El aire otoñal fue inusualmente seco y cálido; pensé en lo curioso que resultaba estar tan cómodo al cruzar el siempre ventoso puente de Golden Gate. «Esta noche es rara, no cometas errores».
El camino me era conocido. Al llegar al Promontorio Norte, me metí por una senda estrecha que cruza por debajo del puente y se adentra por los caminos del Condado de Marin. El rumor del tráfico se fue alejando a medida que corría, para acabar reemplazado por el rumor de las ramas de los árboles y el sonido de los animalitos que buscaban refugio a escape al oírme llegar.
Una vez en plena naturaleza, encendí el frontal para iluminar los caminos de tierra, aunque apenas lo necesitaba con la luz de la luna. Los montes estaban bañados en un tono plateado; parecían moverse como olas gigantes en el mar.
Corrí kilómetros por aquellos montes, totalmente embebido en la belleza natural del entorno. Llevaba horas cuando llegué a una carretera, aunque apenas estaba cansado.
La intersección donde el camino cruza la carretera estaba tranquila. Además de ofrecerme una ruta más bucólica, utilizar la red de caminos me permitía sortear las carreteras atestadas del Área de la Bahía y aparecer en Marin por esa carretera secundaria y menos transitada. La senda me llevó, ya bien entrada la noche, hasta una carretera tranquila de dos carriles que seguí en dirección oeste hasta tramos incluso más remotos de la autopista. Cuanto más lejos me mantuviera del tráfico rodado, mejor.
Habría podido mantenerme en el camino más tiempo si cabe, pero necesitaba repostar. Mi ruta estaba calculada. Cerca del punto de salida de esa pista se encontraba el último rastro de humanidad, las últimas manifestaciones de vida inteligente antes de desaparecer en la oscuridad total: una tienda de licores.
Vale, no es el lugar ideal para que un corredor de fondo se reabastezca, pero era la única opción.
Si alguna vez has frecuentado esos locales tan buscados entrada la noche, sabrás que la mayor parte del negocio a horas intempestivas procede de la venta de cigarrillos y alcohol. Yo no quería ninguna de las dos cosas.
Al entrar en la tienda, no vi a nadie. El mostrador donde cobraban estaba atestado de expositores con bebidas y alcohol, la mayoría de las cuales se vendían en recipientes pequeños de menos de un dólar, estando las botellas más grandes detrás del mostrador. Aparentemente, a alguien que no era McDonald’s se le había ocurrido ofrecer «precios competitivos» y la posibilidad de comprar tamaños extra si se deseaba.
Detrás de los expositores, asomó una cabeza y me sobresalté. Di un salto hacia atrás. Después de mi retirada inicial, le miré y me di cuenta de que llevaba un buen rato observándome, como si estuviera intentando «ubicarme». Alargó el cuello y me inspeccionó de la cabeza a los pies. No pareció llegar a una conclusión. No frunció el ceño ni tampoco sonrió.
Yo dije hola y él algo que no llegué a entender, todavía receloso de mi presencia. Mientras me movía por el pasillo, sentí sus ojos siguiéndome, tomando nota de mis movimientos. Era un hombre alto, moreno y bronceado, con vello facial, aunque no la típica barba de tres días de alguien descuidado; en la mejilla le crecían largos pelos que flotaban. Sus ojos eran penetrantes, como si hubiera visto cosas que le hicieran sospechar incluso de las personas más inofensivas. Me dio el pálpito de que su principal preocupación era que nadie le atracara a mano armada.
Debajo del expositor de caramelos, las barritas energéticas estaban cubiertas de polvo. ¿Me importaba que estuvieran pasadas? No. Agarré unas cuantas, y dos paquetes de almendras. En la pequeña sección paramédica, reparé en la presencia de una botella de suero oral Pedialyte. Pensado para niños con diarrea y vómitos, en caso de necesidad es la bebida definitiva para rehidratar a deportistas. Gatorade, en comparación, es agua con azúcar.
Fui con todo al mostrador y descubrí con deleite un cuenco de plátanos muy maduros.
–¿Cuánto valen los plátanos? –pregunté.
–¿Qué haces? –replicó con acritud.
–¿Preguntar el precio de los plátanos?
–¿Qué estás haciendo? Está oscuro ahí fuera. –Aunque desconcertado porque estuviera corriendo a esa hora de la noche, el interés de sus ojos era sincero, su curiosidad, genuina–. ¿Eres uno de esos maratonianos o qué?, –preguntó.
–Pues sí… así podríamos decirlo.
–Yo corría cuando era pequeño. Quiero volver a empezar. ¿Cuánto corres?
–¿Esta noche?. –No quería decirle que estaba corriendo entre sesenta y ochenta kilómetros por miedo a enfriar su entusiasmo–. Bueno, deja que te explique…
Por suerte me interrumpió antes de que pudiera seguir.
–Voy a volver a correr. –Comenzó a hacer la cuenta y a meter las cosas en una bolsa–. Empezaré mañana por la mañana –afirmó.
–¿Cuánto valen los plátanos? –pregunté.
Pareció molesto por la pregunta.
–Coge los que quieras, amigo.
Comencé a meter plátanos en la bolsa, uno a uno, dando por supuesto que eran gratis, aunque sin estar seguro del todo. Él siguió hablando de empezar a correr de nuevo y le escuché con paciencia. Por fin, le interrumpí (sólo cabían unos pocos plátanos).
–Buena suerte. Parece usted muy determinado.
Mis palabras parecieron sacarle del ensueño. Parpadeó y volvió a fijarse en mí.
–Volveré a correr –dijo con convicción.
Personalmente, creí a aquel hombre.
Ya fuera, abrí el Pedialyte y lo vertí en el receptáculo interno de mi mochila. Engullí dos plátanos y una barrita energética rancia, y metí el resto de la comida en el macuto para más tarde. Me ceñí las cinchas del pecho y seguí adelante.
Mientras corría pensé en el poder especial que correr parece tener para derribar barreras y unir a la gente de formas extrañas y maravillosas, sin importar la raza, la religión, el estatus socioeconómico ni la edad. A lo largo de los años he tenido muchos encuentros como éste. Una de las cosas que me gustaban de la soledad de estas escapadas era que la mente quedaba libre de estorbos y podía vagar con libertad. A menudo reflexionaba sobre experiencias pasadas. Este último episodio en la tienda de licores me hizo recordar una situación parecida hace años, aunque con un resultado bien diferente.
Ocurrió en mitad de una carrera de 315 kilómetros con la cual estaba celebrando mi cumpleaños. Era una carrera de relevos para equipos de 12 personas llamada Hood to Coast, aunque yo me había planteado el reto en solitario. Mi querido padre se había ofrecido voluntario para acompañarme en coche, tal y como había hecho en muchas de mis carreras. Para mi delectación, nos encontramos en mitad de la noche con una tienda abierta las veinticuatro horas y le dije que necesitaba desesperadamente un café. Papá siempre llevaba el dinero, porque yo sólo llevaba puesta ropa para correr, así que me alegré de que me siguiese al interior de la tienda.
El caballero detrás del mostrador nos miró de reojo y con recelo, tal vez juzgándonos con las marcas de altura en las puertas de entrada que las tiendas de comida preparada usan para identificar criminales. Éramos los únicos en la tienda. De inmediato me abalancé a la sección del café de autoservicio para prepararme una taza. Mi padre se dirigió a la caja.
Junto con el café había leche en polvo de varios sabores. Había vainilla, avellana, chocolate a la menta y otros sabores deleitosos. Comencé a confeccionar la última taza. Mi padre y el tendero en la caja me observaron mientras preparaba cuidadosamente mi tacita de paraíso. Por fin, papá se giró hacia el hombre y dijo:
–Lleva dos días corriendo. Empezó en Monte Hood. –El tendero no respondió–. Está intentando llegar a la costa. –El tendero mantuvo la mirada de incredulidad fija en mí–. Lo hace para celebrar su cumpleaños. Le costará unas cuarenta y cinco horas –siguió contando mi padre.
Aquello surtió efecto: bueno estaba lo bueno.
–Vamos, tómate el café –chilló el tendero–. Tómatelo. Venga. ¡Tira!
El apremio de sus palabras nos sobresaltó. Me costó un momento, pero me di cuenta de lo que estaba ocurriendo. Creía que éramos indigentes. Pude imaginar lo que pensaba: un joven entra y se sirve una presunta taza de café, tardando el tiempo suficiente como para que el anciano hile una historia para sacar la comida gratis.
Mi padre también se dio cuenta del error del tendero.
–Oh, no, le estaba contando esto para que lo supiera, nada más.
–¡Largo! –siguió el hombre–. ¡Fuera! Coged el café y marchaos.
–Mira –dijo mi padre mientras sacaba un billete de cinco dólares del bolsillo–, queremos pagar.
El hombre nos gritó señalando la puerta:
–¡No quiero vuestro dinero! ¡Coged el café y largaos!
Ahora supe dónde se había producido el corte en la comunicación. Más allá de las diferencias culturales, el malentendido crecía por el hecho de ser las tres de la mañana y por mi extraña indumentaria, que probablemente nunca había visto en su establecimiento ni en ninguna otra parte (llevaba una camisa de colores brillantes, pantalones cortos, tobilleras reflectantes, gafas claras y un frontal). Suma a todo esto un viejo loco aclamando que su joven cómplice corre cientos de kilómetros día tras día sin descanso y el engaño resulta demasiado evidente. Al tendero no le iban a tomar el pelo; ¡menudo era él!
Fue una equivocación inocente, nada que valiera la pena el esfuerzo. Así que me encaminé hacia la salida con el café.
–Hijo –ordenó mi padre–, deja aquí el café.
–Papá, con el debido respeto, de ninguna de las maneras voy a dejar el café. Ha dicho que me lo quedase.
Mi padre avanzó resuelto y se plantó ante mis narices.
–Hijo, ¡deja ese café!
Me llevé la taza a la boca y me agarró por el brazo, forzándome a bajarlo. Comenzamos a forcejear y empecé a pensar que iba a ser la primera vez que llegara a las manos con él. No importaba. ¡Quería un café!
–¡Abríos los dos! –chilló el tendero–. ¡Salid o llamo a la poli!
Mi padre se encaró con el hombre. En ese breve instante, conseguí tomar un trago. Me quemé la boca y lancé un grito.
Mi padre miró al tendero con ferocidad. Detrás de él, comencé a hacer gestos como un loco al tendero con la esperanza de que siguiera increpándonos. Lo necesitaba para distraer a mi padre todo lo posible para dar otro sorbo.
Desafortunadamente, mi padre vio el reflejo de lo que estaba haciendo en la ventana. Se dio la vuelta:
–Hijo –ordenó–. ¡Deja ese café!
Era evidente que aquello no iba a ninguna parte. En sombría retirada, dejé el café en el mostrador y salí por la puerta, desmoralizado, derrotado. Mi padre acabó saliendo.
Nos reunimos en la acera.
–Ha sido una locura –dije. En un intento por poner algo en claro, proseguí: Al menos pude darle un sorbo gratis.
–No ha sido gratis. Dejé el dinero dentro –proclamó mi padre con orgullo desafiante.
–¿Qué?
–Dejé el dinero en el mostrador.
–¿Dejaste el billete de cinco dólares en el mostrador? –pregunté atónito–. ¿Lo cogió?
–No, menudo desagradecido. Lo tiró al suelo de un manotazo y dijo: «Aquí no admitimos su dinero».
–¿Y dónde está el dinero ahora?
–Durmiendo en el suelo.
Di la vuelta y me dirigí a la puerta.
–¿Adónde vas? –preguntó mi padre.
–Voy a recuperar mi café.
–¡De eso nada! –Corrió hasta mí y se interpuso. Extendió los brazos hacia delante como un defensa de fútbol americano, preparado para impedir que volviera a entrar en la tienda.
–Pero si hemos pagado. –No cedió un ápice.
Denegué con la cabeza, triste y derrotado. Mi padre y el tendero no eran tan diferentes. Estos hombres, con su viejo orgullo; era imposible discutir con ellos. Su orgullo era parte de su pétrea personalidad.
Con la cabeza gacha me di la vuelta hacia la carretera y eché a correr. Tendría que pasar la noche sin esa taza de café, aunque, sinceramente, el recuerdo de aquel encuentro bien valió el sacrificio.
Esbocé una gran sonrisa. Correr une o divide, pero correr en circunstancias extremas –en mitad de la noche, por ejemplo– tiene la particularidad de sacar la verdadera personalidad de la gente. Lo bueno, lo malo y lo hilarante.
****
Reconduje mis pensamientos al presente y seguí corriendo carretera abajo y adentrándome en la oscuridad. Estaba solo, la carretera y yo. Llevaba tiempo deseando tener una noche así, de soledad.
Dejad que os explique la razón.
Mi vida se ha convertido en una contradicción. Por encima de todo, soy un corredor. Me dedico a correr –un destino solitario– y es la actividad que más me interesa. También me he convertido en un personaje público, al menos en ciertos ambientes, lo cual no es que se dé muy bien la mano con un destino solitario.
Como muchas otras personas, siempre he querido escribir un libro. Era algo que tenía en mi «proverbial lista de metas en la vida», junto con el paracaidismo, la visita a las pirámides, aprender otra lengua, recorrer el Sendero de las Crestas del Pacífico, y otra legión de ambiciones. Escribí el libro. Lo taché de la lista y así quedó la cosa. Tendría suerte si vendía diez ejemplares a mis amigos. Después de todo, ¿quién quiere leer sobre un desconocido que corre cientos de kilómetros por los territorios del planeta más dejados de la mano de Dios? Nadie, ¿verdad?
Error. El libro se abrió paso en la lista de grandes éxitos de ventas en el New York Times. Lo siguiente que supe fue que «mi historia» era tema de conversación, mi burbuja de vida privada se había hecho añicos. Supongo que al escribir sobre cosas que amo, al seguir el dictado de mi corazón y buscar mi camino en la vida, de algún modo di a otros permiso para hacer lo mismo. Corredores y no corredores por igual acudieron en tropel a leer mi relato, y mi vida, en otro tiempo solitaria, de repente lo fue un poco menos.
Por eso espero como agua de mayo estas escapadas en las que paso toda la noche corriendo. No hay mejor tratamiento que huir de las redes de la humanidad y embarcarme en una aventura en la que sigo la ruta que me he marcado. Estas largas carreras me recargan las pilas y me dejan rejuvenecido y listo para regresar a la vida inesperada en la que ahora me encuentro.
Seguí adelante adentrándome en el campo agreste, la luna llena colgada ahora justo encima de la cabeza. Atravesé Nicasio, un villorrio de 287 personas, y seguí avanzando hacia el quinto infierno, con la población más cercana a muchos kilómetros. Todo marchó espléndidamente hasta que oí el ronroneo de un vehículo que se aproximaba y me percaté de que eran las 2:15 de la madrugada. Aunque estas carreteras comarcales en pleno campo suelen ser muy tranquilas de noche, he aprendido que hay que estar especialmente alerta a estas horas. Los bares cierran a las dos y los clientes no quieren usar las carreteras principales, porque han estado haciendo cosas que no deberían antes de ponerse al volante. Para que no los pillen, usan las carreteras comarcales como alternativa.
Bruscamente, de una curva salió un coche que se aproximó zumbando, directo hacia mí, lo cual no es nada inusual. Después de todo, ¿quién espera encontrar a alguien corriendo a las 2:15 de la mañana?
Pero yo era una figura muy visible. Llevaba un chaleco con reflectantes y un frontal con luces LED muy potentes. En la cincha de la mochila, a la altura del hombro llevaba una luz roja parpadeante; y llevaba una linterna potente en la mano. Era difícil no verme; hablando en plata, parecía un árbol de Navidad corriendo.
Sin embargo, el coche no cambió de rumbo. En tales circunstancias, mi modus operandi es apuntar fugazmente con la linterna al parabrisas para avisar al conductor de que tiene alguien delante corriendo. Le lancé un fogonazo con la linterna. El coche siguió enfilándo me.
En ese momento tomé la decisión expeditiva de que salirme de la carretera sería buena idea. Puse pies en polvorosa, pero resultó que había un terraplén a mi lado. No había dónde saltar.
Entonces todo se precipitó. El coche se abalanzó hacia mí a tumba abierta sin asomo de cambiar el rumbo. En mi cabeza se sucedieron rápidamente pensamientos inconexos tratando de decidir si tirar hacia la izquierda, la derecha o qué hacer. Es difícil mantenerse frío cuando tienes delante dos toneladas de acero a ochenta kilómetros por hora. Cerré los ojos y esperé que todo saliera bien.
El coche pasó zumbando a mi lado, tan cerca que noté el calor del radiador en el muslo. Me quedé parado dando gracias por seguir de una pieza y estar vivo.
Luego sobrevino el enfado. El conductor tenía que haberme visto y había estado jugando conmigo. Saberlo me cabreó, así que me di la vuelta hacia el coche y agité el puño en el aire (un puño decente, sin ningún dedo levantado).
El conductor frenó en seco.
Oh, oh –me dije– quizá no debiera haber hecho eso.
El coche dio marcha atrás y por un segundo se me paró el corazón. Ya estaba liada. No había dónde huir corriendo ni dónde esconderse. Estaba seguro de que había llegado mi hora en esa carretera solitaria en medio de ninguna parte.
El coche se detuvo con chirrido de neumáticos. Y aquella maniaca saltó por la puerta del conductor y a la carrera rodeó el coche por delante. Abrió de golpe la puerta del copiloto y comenzó a rebuscar en el bolso que había en el asiento.
Allí de pie, paralizado por el miedo, esperé a que sacara un cuchillo, una pistola o algún otro tipo de arma. ¿Cómo terminaría aquello?
Y sacó… un ejemplar de mi libro. No daba crédito a lo que veía. Miró mi foto en la portada y echó un vistazo a mi cara.
–¡Eres tú! –proclamó–. Eres ese corredor loco. ¡Oh, a mi novio le encantas! ¡Qué coincidencia! Acabo de comprar un ejemplar tuyo. ¡Tienes que firmármelo!
Me entregó el libro y me puso un bolígrafo en la mano, que no paraba de temblar. Me quedé allí completamente aturdido, con la cara blanca como el papel, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo.
–Se llama Bob –me informó–. Escribe algo inspirado.
Lo primero que se me pasó por la cabeza fue:
BOB,
TU NOVIA ESTÁ LOCA DE ATAR. CORRE MIENTRAS PUEDAS, COLEGA.
Pero decidí que tal vez no fuera tan buena idea. Me limité a firmar el libro de Bob y a escribir unas palabras de ánimo, y se lo devolví.
–Oh, gracias, gracias –me dijo–. No sabes lo que esto significa para mí.
Tomó el libro, lo lanzó dentro del coche, cerró la puerta con un portazo, volvió alegremente a rodear el coche, se metió y se perdió en la oscuridad como si nada hubiera sucedido.
Me quedé allí, envuelto en una nube de polvo, preguntándome qué diablos acababa de pasar. Comencé a rebuscar en la mochila para echar un trago de whisky, pero recordé que no bebo. Si bebiera, aquél habría sido un momento apropiado para echar un trago muy largo.
****
Estos encuentros aleatorios e inesperados se han convertido cada vez más en algo habitual. Dando un paso atrás para tener perspectiva, traté de racionalizar el derrotero tan estrambótico que había tomado mi vida. Pero fue inútil; las cosas se habían vuelto demasiado extravagantes como para encontrarles sentido.
Llegué a la conclusión de que lo mejor era ceñirme a lo que sabía. Así que hice lo único que sé hacer: comprobé el estado del frontal, me apreté los cordones de las zapatillas, y empecé a dar un paso tambaleante tras otro.
Cuando todo lo demás falle, echa a correr…