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2.0

Sigue tus sueños, no las reglas

«Emprende travesías y viajes, atrévete. No hay nada más.»

–TENNESSEE WILLIAMS

Y CORRER ES LO QUE HE HECHO. Por los siete continentes y más de una vez. En algunos de los lugares más remotos y exóticos de la Tierra: el desierto de Atacama, la Patagonia, el Monte Fuji, el interior de Australia, Namibia, el desierto del Gobi, el Mont Blanc, el desierto del Sáhara, la Antártida, Nueva Jersey. (Vale, tal vez Nueva Jersey no sea el lugar más remoto y exótico, pero ciertamente tiene una abundante fauna y flora inusuales.)

Con el éxito de mi primer libro y mi creciente y ambigua celebridad, vi una oportunidad, de esas que se presentan una vez en la vida, de convertir lo que me gusta –correr y competir por todo el planeta– en lo que hago (es decir, convertir mi pasión en una vocación). El pionero de la aviación Charles Lindbergh dijo en una ocasión: «La máxima inyección de adrenalina es hacer lo que has deseado con tanto empeño». ¡Aleluya, hermano! Me tomé un permiso permanente en el trabajo, salí por la puerta y eché a correr.

La vida puede ser un deporte para espectadores, seguro y a resguardo, o una aventura sorprendente y a veces arriesgada. Tras más de una década de aficionado a media jornada, dejé toda precaución y me decidí por lo segundo, el gran salto a lo desconocido. Abandoné mi regalía en una empresa y me dediqué a correr como trabajo a jornada completa. ¿Quién necesita una lujosa oficina en la esquina, emolumentos, el plan de jubilación a juego, y un coche de la empresa? Esas cosas no me daban seguridad, estaban creando una prisión. George Lucas lo dijo de forma sucinta: «Todos vivimos en jaulas con la puerta abierta». Un día me di cuenta de que la puerta estaba entreabierta y salí corriendo…

****

Como cualquier corredor podrá decirte, el terreno de juego de nuestro deporte es inmenso. De hecho, es infinito. No existen los fuera de banda ni un área delimitada. En nuestro deporte uno se desvía de los caminos trillados y entonces el territorio virgen se extiende cientos y cientos de kilómetros. A menudo es entonces cuando las cosas son más interesantes.

Como relataba el personaje Forrest Gump, decidió salir a correr «un poco» sin ningún motivo en especial. Cuando llegó al final de la calle, decidió seguir. Y cuando llegó al final del pueblo, decidió seguir un poco más, hasta el límite del condado. Y como ya había llegado hasta allí, cruzó toda Alabama sin tener una buena razón. Y siguió hasta llegar a la costa. Y cuando llegó a la costa, pensó que, ya que había llegado tan lejos, por qué no seguir corriendo. Así que se dio media vuelta y se volvió por donde había venido. ¿Por qué no?

Si Forrest podía hacerlo, yo podría intentarlo.

Mis andanzas solían llevarme más que por las carreteras, por sus aledaños. Mis vagabundeos por los confines del territorio eran lo que más me gustaba. Desde luego, contar con un fiel escudero para guiarte con éxito es un detalle añadido. El problema era que, en la docena de años que llevo dedicado a tiempo completo a mi vocación de corredor, la mayoría de mis amigos ya conocían el percal, y no querían saber nada de mis locuras.

A medida que fueron pasando los años, busqué constantemente nuevos reclutas. La sorpresa fue cuando descubrí el apetito de aventuras en el candidato menos probable, un antiguo compañero de estudios, Topher Gaylord. Digo menos probable porque no era corredor. Nunca habría imaginado que aceptaría mi invitación a servirme de apoyo en una carrera nocturna. No es que Topher no tuviera espíritu aventurero –porque sí lo tiene–, simplemente no era «corredor».

Conocí a Topher allá por los años ochenta en la pintoresca comunidad marinera de Santa Cruz en la costa norte de California. Yo llevaba mi traje de neopreno, listo para hacer windsurf, cuando un coche de un modelo pasado de moda se detuvo en la plaza de aparcamiento junto a la mía con una tabla de surf encima del techo. Lo que más me sorprendió fue no ver al conductor. Quienquiera que fuese, su cabeza no sobresalía por encima del volante.

Cuando apareció el conductor, no di crédito a mis ojos. Parecía que tuviera no más de doce o trece años –en realidad tenía dieciséis– y no pesaba más de 39 kilogramos. Di unos pasos hacia él para ofrecerle mi ayuda y bajar aquella pesada tabla del techo, pero cambié de idea y decidí que sería divertido presenciar el desastre que se avecinaba. Pero, para mi sorpresa, hizo descender aquella pesada tabla del techo y la depositó con facilidad en la arena. Me quedé pasmado, perplejo por cómo aquel chiquillo había manejado sin esfuerzo una pesada tabla de surf. En aquel momento supe que me iba a caer bien.

El pequeño de diez hermanos, Topher era la quintaesencia del «benjamín de la familia». Al crecer en una comuna de Berkeley a finales de los sesenta, había aprendido a sacarse las castañas del fuego. Nuestra amistad floreció en el instituto y descubrí que estaba muy seguro de sí mismo y aprendía rápido. Sin embargo, detecté un punto vulnerable en su naturaleza, un defecto en su carácter que un día pensé que podría aprovechar: Topher confiaba mucho en mí. Tal vez demasiado.

Siendo el mayor de mis hermanos, yo era muy dado a descubrir este tipo de susceptibilidades. Mi hermano pequeño, Craig, aunque ingenuo, ya me había calado hacía tiempo. De pequeño, Craig había picado el anzuelo muchas veces cuando lo arrastraba en mis largas escapadas. Ahora mi ascendiente sobre él se había agotado. Era mucho más despierto.

Topher era carne fresca. No estaba familiarizado con mis trucos y desconocía mis tácticas. La dinámica profunda en juego en nuestra relación pronto fue diáfana para mí. Era el sucedáneo de un hermano pequeño. Con los años hemos llegado a conocernos; nunca le hubiera invitado a acompañarme en mis aventuras deportivas si hubiese sabido que la primera experiencia sería posiblemente la última. Como dice el refrán, el que se está hundiendo se agarra a un clavo ardiendo.

Pero, al menos, logré agenciármelo para una aventura.

Fue a comienzos de los noventa; un amigo de ambos estaba celebrando su recepción nupcial en una ciudad cercana a San Francisco, donde los dos vivíamos. Quería hacer algo memorable para celebrar la ocasión y pensé que aquélla sería la oportunidad perfecta para cobrarme aquella ficha que todavía podía jugar con Topher y llevármelo en aquel viaje. Le convencí de que la mejor forma de alabanza que podíamos dar a esa nueva unión era aventurarnos y llegar por nuestros propios medios. O con voluntad humana, si lo prefieres. Para mi sorpresa, lo persuadí con facilidad, sumándose a mi iniciativa sin necesidad de convencerlo. Claro está, no mencioné que la recepción se celebraba a ciento veinte kilómetros de allí.

¡Qué empiece el juego!

Partí a la carrera para llegar a la recepción al mediodía del día siguiente. El plan era que Topher saliera más tarde en bici después de trabajar y me alcanzara por la noche. Sabía la ruta que iba a seguir y llevaba su bicicleta de montaña equipada especialmente con neumáticos lisos (básicamente son cubiertas de perfil más estrecho con una huella más lisa que en los neumáticos tradicionales de mountain bike), lo cual hace que el pedaleo por carretera sea más cómodo.

Por desgracia, resultó que los neumáticos lisos se pinchan más fácilmente que las robustas ruedas de montaña.

Topher ya había pinchado la rueda trasera y había usado una de las cámaras que llevaba de repuesto. Ahora, solo en algún punto del tramo más remoto de la carretera de nuestra ruta, pinchó de nuevo. Cuando paró a reparar el pinchazo, se quedó de piedra al descubrir que no había pinchado sólo una rueda, sino las dos a la vez.

Siempre dueño de sí mismo, decidió llamar a su novia, Kim, para que pasara a buscarlo en coche. Sin embargo, el teléfono no tenía cobertura. Se había adentrado demasiado en el campo. (A mediados de los noventa, la cobertura era escasa, cuando no inexistente, en la mayor parte de la California rural.)

Siendo un tipo joven y emprendedor, Topher se subió al pretil que bordeaba la carretera y sostuvo el móvil por encima de la cabeza mientras mantenía el equilibrio sobre el estrecho muro. Cuando miró hacia arriba vió una barra de cobertura al fondo de su brazo extendido.

Lentamente, bajó el brazo para hacer la llamada. Pero justo cuando acercó el móvil a la oreja, la barra desapareció. Lo volvió a intentar, con más lentitud esta vez. Lo mismo. Lo intentó una vez más, esta vez de puntillas sobre el pretil, en un intento de aproximar la cabeza al punto de recepción. Para su inmensa alegría, la llamada se estableció. Oyó el ruido de la estática y chasquidos al otro lado. Levantó la mirada hacia el teléfono en un intento por mejorar la posición. Al hacerlo, perdió pie y cayó a plomo con un horrible sonido amortiguado, quedando a horcajadas sobre el pretil. El dolor fue tan horroroso que temió haberse quedado de modo permanente sin capacidad para engendrar hijos.

Jadeando de dolor y tratando de recomponerse, decidió esperar la ayuda de algún conductor. Esto tenía sentido. Conseguir cobertura allí era imposible.

Transcurrió una hora sin que pasase ningún coche. Un desastre.

Topher estaba empezando a sentir frío, por no mencionar cierta inestabilidad mental. El instinto pudo más que lo demás. El instinto irracional y primitivo, ése que hace que la gente se meta en problemas. Con los dedos tan entumecidos que apenas podía cerrar los puños, escondió la bicicleta lo más apartada posible de la carretera y se metió a gatas en la espesura cercana, haciéndose un ovillo debajo de la cubierta natural de las ramas en busca de calor. Un minuto después, estaba dormido. Crecer en una comuna había condicionado a Topher para ser uno de los más rápidos en dormirse que jamás haya conocido. Cuando se presentaba la más mínima ocasión dentro del caos de su infancia, dormía. Topher es la única persona a la que he visto dormirse en mitad de una frase. Lo último en lo que pensó al adormilarse bajo aquel arbusto fue en Kimmy y en dónde estaría.

Kim era el pegamento que mantenía unida la vida de Topher. Eficiente y resolutiva, no sólo tenía una tremenda capacidad de planificación, sino que siempre acudía al instante. Ése hubiera sido probablemente el caso aquella noche si no hubiera sido porque su vuelo de la Costa Este –programado en un principio para llegar al mediodía– sufrió un retraso y no llegó al aeropuerto de San Francisco hasta la tarde.

Cuando llamó al móvil de Topher y la entrada pasó directamente al buzón de voz, tuvo la premonición de que algo no iba bien. Topher solía seguir las instrucciones, y el tercer punto de la lista que le había redactado y dejado en la mesa de la cocina antes de irse decía:

3) CARGAR EL MÓVIL

Por eso tenía bastante fe en que no se hubiera quedado sin batería. ¿Qué podía ser? Entonces recordó la ruta que estaba haciendo. Sabía que viajaría campo adentro y que allí la cobertura de los móviles era limitada. En realidad estaba segura de que ése era el caso y que tenía problemas.

Una hora después, Kim se adentraba en coche en la región, muy preocupada. Lo que más le preocupaba era que en el móvil de Toph saliera directamente el buzón de voz. Ya tenía que haber pasado por esa sección del recorrido y haber llegado a alguna población donde hubiera mejor cobertura. ¿Habría perdido el móvil?

Acababa de pasar esa idea por su mente cuando durante un instante fugaz vio el reflejo de algo brillante contra los faros en un lado de la carretera. Llámalo intuición descubridora o sexto sentido. Yo sólo me referiré a ello como «la magia de Kimmy». Milagrosamente, había avistado la bicicleta de Topher sobre un montículo junto a la cuneta. Paró el coche, cogió un frontal y comenzó a buscar frenéticamente. Primero localizó los pies sobresaliendo de un arbusto. No pudo refrenar una risita, sabedora de inmediato de que estaba bien y durmiendo.

Se inclinó y comenzó a pellizcarle los pies con intermitencia, del modo en que un coyote daría los primeros mordiscos preparatorios antes de comenzar a devorar una presa.

Aterrorizado, Topher se despertó de un salto. Dio un grito y se encontró atrapado en la telaraña de ramas del arbusto. Totalmente inconsciente de dónde estaba, comenzó a chillar y golpear las ramas de forma incontrolada.

Kimmy se quedó observándole divertida. Por fin, cuando se hubo calmado y recuperado la compostura, ella dijo:

–¿En qué te has metido esta vez, Gaylord? –Kimmy, qué contento estoy de verte –borbotó–. Bueno… más bien qué contento estoy de oír tu voz. ¿Cómo salgo de aquí?

–No estoy segura, Toph. Parece que ese arbusto y tú tenéis una relación muy íntima.

Tan metódica y práctica como era, Kimmy nunca dejaba de buscar el lado cómico de las cosas. Sus impactantes ojos de color añil y su sonrisa resplandeciente revelaban una naturaleza traviesa. Kimmy tenía la extraordinaria habilidad de pasar sin preámbulos y en un abrir y cerrar de ojos de ser una negociadora implacable a una bromista. Lo hacía con tal elegancia y naturalidad que con frecuencia dejaba totalmente confundidos a los del otro lado de la mesa de negociaciones.

–No es momento de jugar –ladró Topher–. Ahora deslízate bajo el arbusto y vivamos un pequeño romance de cuneta.

–Creo que la planta y tú ya lo estáis haciendo muy bien –replicó–. Además, ¿dónde está Karno? (Muchos de mis amigos han dado en llamarme Karno, una deformación de mi apellido.)

–¡Anda la osa… Karno! –Topher se frotó la frente–. Tenemos que encontrarlo.

–¿Dónde lo dejaste? –preguntó Kimmy.

–Se me pincharon las ruedas antes de que llegara a su altura. Está por ahí solo.

–Fue buena idea llevarme esos granos de café de la mesa –proclamó Kimmy–. ¡Vámonos!

Topher se arrastró fuera del arbusto. Colocaron la bicicleta en la ranchera y partieron carretera adelante en mi busca.

¡Corre! Historias vividas

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